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«La abolición de la esclavitud no supuso la desaparición de la caza de brujas del repertorio de la burguesía. Por el contrario, la expansión global del capitalismo a través del colonialismo y de la Cristianización aseguraron que esta persecución fuera implantada en el cuerpo de las sociedades colonizadas, y, con el tiempo,  puesta en práctica por las comunidades subyugadas en su propio nombre y contra sus propios miembros.»

  Silvia Federici, Calibán y la Bruja, Mujeres, Cuerpo y Acumulación Originaria.

Al final de Calibán y la Bruja (2004), mientras trataba la caza de brujas como un fenómeno global  y comentaba las cacerías que han tenido lugar en África y otras partes del mundo en los ochenta y los noventa, expresé mi preocupación por el hecho de que en Europa y E.E.U.U. rara vez se denunciaban estas persecuciones. Hoy en día, ha aumentado la literatura sobre el retorno de las cazas de brujas en la escena mundial, e incluso tenemos informes de los medios de comunicación sobre asesinatos de brujas, no sólo procedentes de África, sino también de la India, América Latina o Papúa Nueva Guinea. No obstante, salvo unas pocas excepciones [1], los movimientos de justicia social e incluso las organizaciones feministas continúan en silencio ante este tema, a pesar de que las víctimas son predominantemente mujeres.

Por caza de brujas me refiero a la reaparición de expediciones punitivas por parte de jóvenes justicieros varones o cazadores de brujas autoproclamados, a menudo con el objetivo de asesinar a las acusadas y de confiscar sus propiedades. Especialmente en África, esto ha llegado a ser un serio problema en las últimas dos décadas y en la actualidad. Sólo en Kenia, once personas, de las que eran ocho mujeres y tres hombres, fueron asesinadas en mayo acusados de brujería al Suroeste de la provincia de Kisii (USA Africa Dialogue 24/05/08).

Las acusaciones y los asesinatos por brujería, estudiados sobre todo por antropólogos, deberían concernir a todas las feministas, tanto del Norte como del Sur. Además de infligir un sufrimiento inenarrable a las acusadas, y de perpetuar una ideología misógina que degrada a todas las mujeres, tienen consecuencias devastadoras para las comunidades afectadas, especialmente para las generaciones más jóvenes. La globalización económica contribuye a una escalada de violencia masculina contra las mujeres, como se demuestra en estos ejemplos emblemáticos.

A continuación analizaré las cazas de brujas en África, tratando de conocer sus motivos y sugiriendo algunas iniciativas que pueden tomar las feministas para poner fin a estas persecuciones. Mi argumento es que estas cazas de brujas deben ser entendidas en el contexto de la liberación y globalización de las economías africanas que han provocado una profunda crisis en el proceso de reproducción social, así como también han minado las economías locales, devaluado la posición social de las mujeres, y generado intensos conflictos entre jóvenes y mayores, mujeres y hombres, sobre el uso de recursos económicas cruciales, comenzando por la tierra. En este sentido, sitúo las cazas de brujas actuales en un continuum con fenómenos tales como los asesinos por dote y el retorno de los sati en la India, y los asesinatos de cientos de mujeres en ciudades mejicanas en la frontera con E.E.U.U., víctimas de violadores o de productores de cine snuff/porno. Porque, de distintas formas, estos fenómenos también son una expresión de los efectos de la «integración» en la economía global, y de la rapidez con la que los hombres descargan sus frustraciones económicas en las mujeres, e incluso las sacrifican para mantener el desarrollo de las relaciones capitalistas. Estas cazas de brujas están también en un continuum con el retorno a nivel mundial de «lo sobrenatura»l en el discurso político y en la práctica popular (p. ej. los «cultos satánicos» en Europa y E.E.U.U.), un fenómeno que puede ser atribuido a la proliferación de sectas religiosas fundamentalistas pero que, de forma significativa, ha emergido en conjunción con la globalización de la vida económica.

Mi análisis concluye que las feministas deben movilizarse contra estas atroces violaciones de los derechos de las mujeres y asimismo llevar a juicio a los agentes que han creado las condiciones materiales y sociales que las han hecho posibles. Éstos incluyen a los gobiernos africanos que no intervienen para prevenir los asesinatos o para sancionarlos, al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y a sus defensores internacionales, cuyas políticas económicas han destruido las economías locales, alimentando una guerra de todos contra todos. Las feministas deberían llevar a juicio sobre todo a las Naciones Unidas, que se llenan la boca hablando sobre los derechos de las mujeres, pero consideran la liberación económica un objetivo mundial, y así observan en silencio cómo las mujeres mayores, en muchos lugares del mundo, son demonizadas, expulsadas de sus comunidades, descuartizadas o quemadas vivas.

 

Las cazas de brujas y la globalización en África desde los años 80 hasta la actualidad

Aunque el miedo a la brujería se describe a menudo como una característica profundamente arraigada de los sistemas de creencias africanos [2], los ataques a las ‘brujas’ se han intensificado en toda África  durante los noventa,  de una forma que no conoce precedentes en el periodo pre-colonial. Es difícil dar con las cifras, puesto que, a menudo, los ataques y los asesinatos no han sido sancionados ni registrados. Pero con lo que hay disponible se puede mostrar la magnitud del problema.

Un millar de mujeres se encuentran en la actualidad exiliadas  en «campamentos de brujas» en el Norte de Ghana, pues fueron forzadas a huir de sus comunidades bajo amenaza de muerte (Berg 2005). Al menos trescientas personas fueron asesinadas, entre 1992 y 1994, en el distrito Gusii (Kisii) del suroeste de Kenia. Los atacantes eran grupos bien organizados de hombres jóvenes, actuando bajo las indicaciones de parientes de las víctimas o de otras partes interesadas (Ogembo 2006). En la provincia norte de Sudáfrica, tras el fin del apartheid, se han dado intensas persecuciones, con tal impacto  en términos de vidas humanas que el Congreso Nacional Africano «vio necesario, entre sus primeras actuaciones en el gobierno, designar una comisión de investigación» sobre el asunto (Comaroff y Comaroff 1999: 282). Los ataques rutinarios hacia las «brujas», muchas veces con consecuencias mortales, han sido registrados en Nigeria, Camerún, Tanzania, Namibia y Mozambique. Según uno de los recuentos, al menos 23.000 «brujas» han sido asesinadas en África entre 1991 y 2001, considerándose una cifra prudente (Petraitis 2003). También se han lanzado campañas «de limpieza», con buscadores de brujas yendo pueblo a pueblo, sometiendo a todo el mundo a humillantes y aterradores interrogatorios y exorcismos. Este ha sido el caso en Zambia, donde, en uno de los distritos de la provincia Central, ciento setenta y seis buscadores de brujas estaban en activo en el verano de 1997, momento desde cuando las cacerías «han seguido sin cesar», obligando a las acusadas a salir de sus pueblos, expropiando sus posesiones, y a menudo siendo torturadas y asesinadas (Hinfelaar 2007: 233)

La mayoría de las veces, los cazadores de brujas han actuado con total impunidad. Las fuerzas policiales se han puesto de su lado o se han negado a arrestarles para no ser acusados de proteger a las brujas, o no han podido hacerlo por no encontrar gente que testifique contra ellos. Los gobiernos también se han mantenido al margen. Exceptuando al gobierno de Sudáfrica, ningún otro ha investigado seriamente las circunstancias de estos asesinatos. Y lo que es más sorprendente, las feministas no han manifestado su oposición. Quizás temen que denunciando estas cacerías vayan a promover los estereotipos coloniales que presentan a los africanos como un pueblo atrapado en el retraso y la irracionalidad. Estos temores no son infundados pero sí equivocados. Las cazas de brujas no son un problema sólo africano, sino global. Son parte de un patrón mundial de violencia hacia las mujeres que va en aumento y que necesitamos combatir. Por consiguiente, necesitamos entender las fuerzas y las dinámicas sociales responsables.

En este contexto es importante destacar que los movimientos anti-caza de brujas empezaron en África en el periodo colonial y no antes, a la vez que fueron introducidas las economías monetarias que cambiaron profundamente las relaciones sociales creando nuevas formas de desigualdad [3]. Antes de la colonización, las «brujas» eran a veces castigadas pero raramente asesinadas; de hecho, es cuestionable que podamos hablar de ‘brujería’ refiriéndonos a la época pre-colonial, pues el término no se comenzó a usar hasta la llegada de los europeos.

Fue en los ochenta y los noventa cuando —junto con la profunda crisis, el ajuste estructural, la devaluación de la moneda— el temor a las «brujas» se convirtió en una preocupación dominante en muchas comunidades africanas, tanto que «incluso grupos étnicos… que no tenían conocimiento de la brujería antes del periodo colonial hoy creen tener brujas entre ellos» (Danfulani 2007: 181).

¿Por qué este resurgir de la persecución, de alguna manera reminiscente de las cazas de brujas europeas del siglo XVII? Esta es una pregunta difícil de responder, si esperamos ir más allá de las causas inmediatas. La situación es complicada por el hecho de que, evidentemente, hay diferentes motivos tras las acusaciones de brujería. Una acusación de brujería puede ser resultado de un conflicto por la tierra o de rivalidades económicas o de otro tipo, o puede enmascarar el rechazo a apoyar a la familia o a los miembros de la comunidad que son vistos como agotadores de los recursos, o puede ser un plan para justificar el vallado de las tierras comunitarias.

Lo que sí es cierto es que no encontraremos una explicación para este fenómeno recurriendo a la «cosmovisión africana». De forma similar, la idea de que las acusaciones de brujería son mecanismos para defender los valores de la comunidad frente a la excesiva acumulación de riqueza difícilmente puede explicar estas persecuciones, dadas sus consecuencias devastadoras para las comunidades africanas. Es más convincente la idea de que estas cazas de brujas no son un legado del pasado, sino una respuesta a la crisis social producida por la globalización y la restructuración neoliberal de las economías políticas de África.

Un análisis detallado sobre el modo en el que la globalización económica crea un ambiente que conduce a las acusaciones de brujería nos lo ofrece Justus Ogembo en «Contemporary Witch-hunting in Gusii, Southwestern Kenya» (2006: 111 y ss.). Describiendo una situación que se repite en varios países en todo el continente, Ogembo sostiene que los programas de ajuste estructural y la liberalización del comercio han desestabilizado tanto las comunidades africanas, han debilitado tanto su sistema reproductivo y han llevado a las economías domésticas  a tal «carencia y desesperación», que mucha gente ha llegado a creer que son víctimas de conspiraciones maléficas, llevadas a cabo por poderes sobrenaturales (2006: 125). Apunta que, después de que Kenia« ajustara» su economía, el desempleo alcanzó niveles sin precedentes  y se devaluó la moneda, de tal forma  que los productos más básicos se volvieron inaccesibles, y desaparecieron los subsidios estatales a los servicios básicos como la educación, la salud  o el transporte público.

En resumen, millones de personas, en áreas rurales y urbanas, se encontraron entre la espada y la pared, incapaces de sustentar a sus familias y comunidades y sin esperanzas en el futuro. El aumento de los índices de mortalidad, especialmente entre los niños, junto con el colapso del sistema de salud, la malnutrición en aumento y la propagación del SIDA, contribuyeron a levantar sospechas del juego sucio de las brujas. Ogembo (2006) sostiene que la persecución de brujas fue incitada por la proliferación de sectas fundamentalistas, que reinyectaban en la religión el miedo o el temor hacia el demonio, y bajo la apariencia de los autodenominados «curanderos tradicionales» explotaron la incapacidad de la gente para pagar los honorarios hospitalarios, escondiendo su incompetencia recurriendo a lo sobrenatural.

El análisis de Ogembo (2006) es compartido por muchos investigadores. Pero se anotan otros aspectos de la globalización económica que proveen un contexto para entender el nuevo resurgir de la caza de brujas. Un punto de vista  es que las creencias en las brujas son manipuladas para justificar la expropiación de las tierras. En algunas zonas del Mozambique postguerra, por ejemplo, las mujeres cuyos maridos habían muerto y que insistieron en mantenerse en la tierra de sus parejas han sido acusadas de ser brujas por los parientes del difunto (Bonate 2003: 11,74,115).  Otras fueron acusadas cuando rechazaron dejar la tierra que habían alquilado durante la guerra (Gengenback 1998) [4]. Las disputas sobre la tierra también están en los orígenes de muchas acusaciones en Kenia. En ambos países la escasez de tierras se añade a la intensidad de los conflictos.

En líneas generales, las acusaciones de brujería son a menudo un medio para el vallado de tierras. Como las agencias internacionales, con el apoyo de los gobiernos africanos, presionan para la privatización y la alienación de las tierras comunales, las acusaciones de brujería se han convertido en medios eficientes para vencer la resistencia que muestran los que van a ser expropiados. Como apunta el historiador Hugo Hinfelaar, en referencia a Zambia:

 

Como predica el gobierno actual y otros defensores del neoliberalismo, en la era actual de ‘fuerzas de mercado’ incontrolables, la confiscación de tierras y otras formas de propiedad  ha adquirido una dimensión más siniestra. Se ha apuntado que las acusaciones de brujería y los rituales de limpieza están particularmente extendidos en áreas destinadas a la caza y la ganadería, al turismo, y para la ocupación por parte de posibles grandes terratenientes… Algunos jefes y caciques sacan provecho de vender a inversores internacionales porciones considerables de sus dominios, y así fomentan la alteración social en el pueblo, lo que facilita la transacción. Un pueblo dividido no tendrá el poder para unirse e intentar oponerse a dejar la tierra que han cultivado para que la tome otra persona. De hecho, los habitantes del pueblo están a veces tan ocupados acusándose unos a otros de practicar la brujería, que apenas notan que están siendo desposeídos y que se han convertido en ocupantes ilegales de sus propias tierras ancestrales. (Hinfelaar 2007: 238)

 

Otra causa de las acusaciones de brujería es el cada vez más misterioso carácter de las transacciones económicas, y en consecuencia, de la incapacidad de la gente para entender las fuerzas que gobiernan sus vidas (Ogembo 2006: ix). Como las economías locales son transformadas por las políticas internacionales y la «mano invisible» del mercado global, para la gente es difícil entender qué motiva el cambio económico y por qué algunos prosperan mientras otros se empobrecen. El resultado es un clima de resentimiento y sospecha mutuos, en el que aquellos que se benefician de la liberalización económica temen ser embrujados por los que se empobrecen, y los pobres, muchos de ellos mujeres, ven la riqueza de la que son excluidos como un producto de las malas artes. Las brujas, escribe Parish (2000), a los ojos de los nigerianos de ciudad, se personifican en los pueblerinos codiciosos que les despojaron de sus riquezas. Por su parte, los pueblerinos utilizan las acusaciones de brujería contra la élite urbana, aplicando normas de parentesco en desuso que favorecen patrones de apoyo mutuo (Parish ibid.; Geschiere 1998; Van Binsbergen 2007).

La caza de brujas también se atribuye a la ansiedad causada por la proliferación de «economías ocultas», resultantes de la liberalización global de la actividad económica y de la búsqueda de nuevas formas de negocio. El tráfico de órganos y de partes del cuerpo, para ser usados en trasplantes y en rituales para la adquisición de riqueza, se ha extendido  en África así como en otras partes del mundo, generando el temor a que las fuerzas del mal minen las energías de la vida de la gente y de la humanidad. En este sentido, las acusaciones de brujería —como las historias de vampiros en el África colonial que ha estudiado Louise White (White 2000) [5]— pueden ser vistas como una respuesta a la mercantilización de la vida y la pretensión del capitalismo de reactivar el esclavismo y de convertir los propios cuerpos en medios de acumulación (Comaroff y Comaroff 1999: 281-85).

Mientras que se han combinado múltiples factores para producir un clima en el que prospere el temor a las brujas, hay consenso en que el origen de la caza de brujas es una lucha encarnizada  por la supervivencia que toma la forma de una lucha intergeneracional. Son los hombres jóvenes, muchas veces desempleados, los que proporcionan la mano de obra necesaria para llevar a cabo la caza de brujas, aunque frecuentemente ejecutan planes creados por otros actores que quedan en la sombra. Ellos son los que van de casa en casa recopilando el dinero necesario para pagar a un buscador de brujas o para acechar y ejecutar a las acusadas.

En el África del ajuste estructural, muchos hombres jóvenes sin posibilidad de ir a la escuela, sin perspectivas de emigrar o encontrar otras fuentes de ingresos, e incapaces de cumplir sus roles de sostén de la familia, se desesperan pensando en su futuro, y son fácilmente guiados a luchar contra sus propias comunidades (Alidou 2007) [6]. A menudo empleados y entrenados como mercenarios por parte de políticos, fuerzas rebeldes, compañías privadas o el propio estado, están preparados para organizar expediciones punitivas, especialmente contra personas mayores a las que culpan de su desgracia, pues las ven como una carga y un obstáculo para alcanzar su bienestar. Es en este contexto en el que (en las palabras de un anciano congoleño) «los jóvenes representan una [constante amenaza] para nosotros los mayores» (African Agenda, 1999: 35).

De este modo, las personas mayores que han regresado a sus pueblos con los ahorros de toda una vida se han visto acusados de brujería y desposeídos de sus casas y bienes, o aún peor, han sido asesinados —ahorcados, enterrados o quemados vivos (African Agenda, 1999: 35)—. Sólo en 1996, la Comisión Congoleña de los Derechos Humanos «registró unos 100 casos en los que gente anciana, acusada de brujería, había sido ahorcada» (ibid). Los pensionistas han sido un objetivo habitual también en Zambia, donde «se ha pensado que los líderes del pueblo han conspirado con los buscadores de brujas para quitar [a los ancianos] los bienes que han adquirido a lo largo de años», y donde un artículo de periódico llegó a anunciar: «¡Jubilados, volver a casa se ha convertido en un asunto arriesgado!” (Hinfelaar 2007: 236). En el Limpopo rural, en Sudáfrica, unos hombres jóvenes quemaron vivas a varias ancianas, acusándolas de convertir a los muertos en zombis para así conseguir esclavos trabajadores fantasmas que privaban de trabajo a los jóvenes (Comaroff y Comaroff 1999: 285). Por otro lado, en RDC (República Democrática del Congo) y más recientemente, en el Este de Nigeria, también los niños han sido acusados de ser demoniacos. Las acusaciones vienen de parte de exorcistas cristianos o de «curanderos tradicionales», que se ganan la vida infligiendo a los niños todo tipo de torturas bajo el pretexto de limpiar sus cuerpos de los espíritus maléficos que les poseen. Miles de niños han sido torturados de este modo, también en Angola, con la aprobación de sus propios padres, probablemente ansiosos por liberarse de unos pequeños a los que no pueden mantener. Muchos niños han terminado en la calle —más de 14.000 sólo en Kinshasa— o han sido asesinados (Vine 1999, Mc Veigh 2007, La Franiere 2007).

Aquí es importante destacar el papel de muchas sectas religiosas (Pentecostal, Sionistas) que en los últimos veinte años han hecho proselitismo en el África urbana y rural. Sobre el Pentecostalismo, Ogembo escribe que: «con su énfasis en el exorcismo… [el Pentecostalismo] ha atacado las creencias indígenas Gusii sobre las fuerzas y poderes místicos, forzando a las dos principales confesiones de Gusiland a reexaminar sus doctrinas sobre este tema.» (Ogembo 2006: 109). Añade que, a través de los libros, los sermones al aire libre en los mercados centrales y en otros espacios públicos, los Evangelistas han aumentado la preocupación de la gente por el demonio, predicando una conexión entre Satán,  la enfermedad y la muerte. Los medios de comunicación han ayudado en este proceso, lo que es un indicador de que esta nueva «moda de las brujas” no es un simple desarrollo espontáneo. En Ghana, a diario se emiten secuencias de programas que describen cómo operan las brujas y cómo pueden ser identificadas.

 

Caza de brujas como caza de mujeres

Como hemos visto, las cazas de brujas actuales no perdonan a nadie. Pero, al igual que en las cazas de brujas europeas, las que han sido atacadas más frecuente y violentamente son las mujeres mayores. En Ghana, corren tanto riesgo que se han creado «campamentos de brujas», donde aquellas que son acusadas viven en el exilio, tras ser expulsadas de sus pueblos, a veces mudándose allí de forma «voluntaria» cuando han pasado la edad fértil, o tras quedarse solas y sentirse vulnerables a los ataques (Dovlo 2007: 77; Berg 2005) [7]. Las mujeres mayores fueron también la mayoría de las víctimas de las cazas de brujas de Gusii entre 1992 y 1995. Los hombres asesinados allí eran culpables de asociación con presuntas brujas, o fueron asesinados en lugar de ellas cuando no se podía encontrar a una mujer o cuando ellos trataban de protegerlas (Ogembo 2006: 21). Las mujeres son las principales víctimas en el Congo, Sudáfrica, Zambia y Tanzania. La mayoría son campesinas y suelen vivir solas. Sin embargo, en áreas urbanas, las más atacadas son las comerciantes, como respuesta de los hombres  a la pérdida de seguridad económica y de identidad masculina, desacreditando a las mujeres que ellos ven o piensan que les hacen competencia.  Así, en el norte de Ghana las comerciantes han sido acusadas de obtener su riqueza convirtiendo las almas en mercancías (Dovlo 2007: 83). En Zambia, las que están en riesgo son las mujeres autónomas, «quienes viajan frecuentemente como empresarias y contrabandistas por las carreteras nacionales» (Auslander 1993: 172).

Hay buscadores de brujas que acusan a las mujeres porque tienen los ojos rojos, lo que aseguran tratarse de un signo de la naturaleza diabólica de las mujeres, aunque «es una condición común en el África rural, donde las mujeres pasan el año trabajando duro en cocinas llenas de humo cocinando para sus familias» (Petraitis 2003: 2).

Está teniendo lugar un ataque generalizado a las mujeres, lo que refleja una devaluación dramática de su posición y su identidad. Los prejuicios patriarcales «tradicionales» juegan aquí un papel destacado. Las culturas africanas, conformadas por los valores religiosos androcéntricos, tanto los indígenas como los adquiridos por el colonialismo, describen a las mujeres como más celosas, vengativas y reservadas que los hombres, y más predispuestas a las malas artes de la brujería (Dovlo 2007: ibid). El hecho de que las mujeres sean las encargadas de la reproducción de sus familias aumenta el temor de los hombres hacia sus poderes. El guardián de un campamento de brujas, entrevistado por Alison Berg, fue explícito sobre este punto. Decía que las brujas son mujeres porque son ellas las que cocinan para los hombres. Sin embargo, los puntos de vista patriarcales sobre la feminidad no explican la explosión de misoginia que representan estas cazas de brujas. Esto resulta evidente cuando consideramos la crueldad de los castigos, aún más impactantes cuando se infligen sobre ancianas y en comunidades donde la ancianidad siempre ha infundido un gran respeto. En referencia a las cazas de brujas en Gusii, Ogembo describe cómo

 

Los habitantes del pueblo acorralaban y ‘arrestaban’ a las sospechosas en sus casas por la noche, o las perseguían y las capturaban como presas por el día, atándolas de manos y pies con cuerda de pita, prendiéndoles fuego —tras empaparlas en gasolina adquirida previamente o colocándolas sobre techos de paja— y retrocediendo para ver a las víctimas agonizar y morir entre llamas. Algunas de las asesinadas así dejaron a sus descendientes horrorizados y huérfanos (Ogembo 2006: 1).

 

Se calcula que miles de mujeres han sido quemadas o enterradas vivas o han sido golpeadas y torturadas hasta la muerte. En Ghana, se ha alentado a los niños a que apedreen a las ancianas acusadas. De hecho, no se podría explicar tal brutalidad si no tuviéramos precedentes históricos, y además tenemos ejemplos más recientes provenientes de otras partes de nuestra «aldea global» como la India o Papua.

La comparación histórica que nos viene a la mente es la de las cazas de brujas que tuvieron lugar en Europa desde el siglo XV al XVIII, donde cientos de mujeres murieron en la hoguera. Este es un precedente que a los investigadores de las cazas de brujas africanas no les gusta reconocer como tal por los contextos histórico y cultural tan sumamente diferentes de los que se trata. Además, a diferencia con las cazas de brujas europeas,  las que se dan actualmente en África o en la India no son obra de jueces, reyes y papas. No obstante, comparten algunos elementos importantes con las cazas de brujas en Europa que no pueden ser negados y nos ayudan a «historizarlas» (Apter 1993: 97), y a arrojar luz sobre la caza de brujas como una herramienta disciplinaria.

Hay ecos de las cazas de brujas europeas en los crímenes de los que las brujas africanas son acusadas, que parecen tomados de las demonologías europeas, lo que probablemente refleja la influencia de la evangelización: vuelos nocturnos, cambiar de forma, canibalismo, causar esterilidad en las mujeres, muertes infantiles, o la destrucción de cultivos. Es más, en ambos casos las «brujas» son predominantemente mujeres mayores, campesinas pobres, que viven solas o que son consideradas competidoras de los hombres. Y lo más importante, como en las cazas de brujas europeas, las nuevas cazas de brujas en África están teniendo lugar en sociedades que experimentan un proceso de «acumulación primitiva», donde muchos campesinos se ven obligados a dejar sus tierras, donde están teniendo lugar nuevas relaciones de propiedad y conceptos de creación de valor, y donde la solidaridad comunal se deteriora bajo el impacto de la tensión económica.

Como he argumentado en Calibán y la bruja: Mujeres, Cuerpo y Acumulación Originaria (2004), no es una coincidencia que bajo estas circunstancias, las mujeres, y las mujeres mayores en particular, estén sometidas a un proceso de degradación social y se conviertan en el blanco de una guerra de géneros. En parte, como hemos visto, esta guerra puede encontrar un origen en la reticencia de los jóvenes a apoyar a sus parientes en una época de recursos cada vez más escasos, y a su afán por apropiarse de sus pertenencias, por muy insignificantes que éstas sean. Pero es aún más crucial el hecho de que cuando las relaciones monetarias se hacen hegemónicas, las actividades reproductivas de las mujeres, y sus contribuciones a la comunidad son completamente «devaluadas». Esto es especialmente cierto en el caso de las ancianas que no pueden aportar hijos o servicios sexuales, y por tanto se consideran agotadoras de recursos en la creación de riqueza.

Aquí encontramos un paralelo significativo entre  el ataque a las ancianas campesinas africanas, perpetrado mediante las acusaciones de brujería, y la campaña ideológica organizada por el Banco Mundial en todo el continente para promover la comercialización de la tierra, proclamando que la tierra es un «activo muerto» cuando se usa como medio de subsistencia y lugar de alojamiento, y que sólo es productiva cuando se utiliza como aval para pedir crédito al banco (Manji 2007). Yo diría que muchas mujeres y hombres mayores en África  son perseguidos por brujería porque también son vistos como «activos muertos»; son la encarnación de un mundo de prácticas y valores considerado cada vez más estéril e improductivo.

Al fijarme en este punto no pretendo minimizar la importancia del complejo de agravios, actuales y pasados, que producen en cada caso las acusaciones de brujería. Los antiguos rumores, agravados por muertes misteriosas, especialmente de niños, el deseo de apropiarse de bienes codiciados (a veces tan sólo una radio o un televisor), la ira contra el comportamiento adúltero, sobre todo las disputas sobre la tierra o sencillamente la decisión de forzar a las personas a salir de la tierra, son la esencia diaria de las persecuciones africanas, tal y como lo eran en las cazas de brujas europeas. La estructura de la familia polígama contribuye a fomentar las acusaciones de brujería, alimentando los celos y la competición entre las co-esposas y los hermanos con respecto a la distribución de los bienes de la familia, especialmente de la tierra. De este modo, las madrastras y co-esposas figuran de forma notoria entre las mujeres acusadas. La creciente escasez de tierra intensifica estos conflictos para los maridos que en la actualidad encuentran dificultad para mantener a todas sus esposas, causando grandes rivalidades entre ellas y sus hijos. Como hemos visto, en la Mozambique posguerra la lucha por la tierra a llevado a las mujeres incluso a acusarse de brujería entre ellas (Gengenbach 1998).

Aún no podemos comprender cómo estos conflictos pueden instigar ataques tan crueles a las mujeres mayores, a menos que los situemos en un espectro más amplio. Este es el mundo de la desintegración de la economía comunal de los pueblos, en los que las mujeres mayores son las que más enérgicamente defienden un uso no capitalista de los recursos naturales —practicando la agricultura de subsistencia y rechazando por ejemplo el vender sus tierras y árboles, para guardarlos para la seguridad de sus hijos (Bonate 2003: 113) [8]— y donde está creciendo una generación de jóvenes preocupados por las dificultades a las que se están enfrentando, convencidos de que la gente mayor no puede mantener su futuro y, de lo que es peor, de que les impiden aumentar su riqueza. Como escribe Auslander, describiendo su experiencia en la tierra Ngoni (al Este de Zambia), en este conflicto los hombres mayores también se veían atrapados entre los valores del mundo de los mayores, orientado a la subsistencia comunal, y aquellos de la ventajosa economía monetaria.

En las canciones y juegos populares lamentan que sus hijos les envenenarán para vender su ganado a cambio de dinero y para comprar fertilizantes químicos o un camión (1993: 181). Pero la «batalla para hacer riqueza» se «desata [por encima de todo] contra el cuerpo femenino maduro» (ibid.,170) porque se cree que las mujeres mayores suponen una especial amenaza a la reproducción de sus comunidades destruyendo cultivos, volviendo estériles a las mujeres jóvenes y acaparando lo que éstas tienen. En otras palabras, la batalla se desata contra los cuerpos de las mujeres porque las mujeres son vistas como los mayores agentes de resistencia a la expansión de la economía monetaria, y por lo tanto como individuos inservibles, que monopolizan egoístamente los recursos que los jóvenes podrían usar. Desde este punto de vista, las cazas de brujas actuales, no menos que la ideología que promueve el Banco Mundial en relación a la tierra, representan una completa perversión del concepto tradicional de creación de valor, simbolizado por el desprecio que los cazadores de brujas muestran  por el cuerpo de las mujeres mayores, quienes han sido a veces en Zambia ridiculizadas como «vaginas estériles».

Como hemos visto, la eliminación de las campesinas mayores no es la única motivación que hay tras el ataque perpetrado contra las «brujas» africanas. En Europa, como se hacía en el siglo XVI, incluso hoy en día, muchos hombres responden a la amenaza que supone la expansión de las relaciones capitalistas a su seguridad económica e identidad masculina desacreditando a las mujeres que ellos ven o piensan que están compitiendo con ellos. Así, las mujeres comerciantes, una fuerza social importante en África, a menudo han sido acusadas de ser brujas, gracias a políticos internacionales que les han echado la culpa de las altas tasas de inflación causadas por la liberalización económica (Auslander 1993: 182).

Pero el ataque a las comerciantes también implica un enfrentamiento entre sistemas de valores opuestos. Como denuncia Parish (2000), en Ghana, las acusaciones de brujería se desarrollan en el enfrentamiento entre los valores de las predominantes mujeres comerciantes de pueblo, que insisten en devolver el dinero que ellas producen a la economía local y mantenerlo donde puedan verlo, y los de los hombres de negocios implicados en el comercio de exportación/importación que ven el mercado mundial como su horizonte económico (Parish 2000). Los elementos sexuales entran en este escenario, pues los mismos hombres de negocios temen que las brujas puedan apropiarse de sus cuerpos (junto con sus billeteras) a través de sus artes sexuales (ibid). Pero el cargo del que más se acusa a las «brujas» es que ellas son estériles y causan esterilidad, tanto sexual como económica, en las personas que embrujan (Auslander 1993: 179). «Abrid los vientres» «abrid los vientres», se ordenaba a las mujeres en una comunidad rural del este de Zambia durante una campaña de búsqueda de brujas en 1989, mientras se les acusaba de volver a la gente estéril (ibid: 177). Mientras tanto, les hacían docenas de incisiones a navaja en sus cuerpos haciendo una medicina «de limpieza» (ibid: 174).

 

Caza de brujas y Activismo Feminista: Reconstruyendo el Bien Común

                Si consideramos el peligro que representan las cazas de brujas africanas para las mujeres, el sufrimiento que les infligen, y la violación de sus cuerpos y derechos, sólo podemos especular por qué las feministas no se han manifestado ni movilizado en contra de estas persecuciones. Posiblemente, algunas pensarán que centrarse en esta cuestión podría desviar la atención de otras preocupaciones políticas más generales como puedan ser la guerra, la deuda global o las crisis medioambientales. Como he mencionado anteriormente, también parece haber  reticencia a abordar este tema por temor a promover una imagen colonial de los africanos como un pueblo atrasado. Pero el resultado es que la mayoría que han analizado esta persecución han sido periodistas y académicos, y como consecuencia esta persecución ha sido despolitizada. La mayoría de los informes están escritos de un modo imparcial, no mostrando  gran indignación por el horrible destino que han tenido muchas de las acusadas. A excepción de los artículos contenidos en Imagining Evil (2007), ninguno de los informes que he leído está escrito en tono defensivo o de protesta hacia la indiferencia de esta carnicería por parte de las instituciones nacionales e internacionales. La mayoría de los análisis antropológicos se preocupan por demostrar que las nuevas cazas de brujas no son una vuelta a la tradición, sino la forma africana de enfrentar los retos de la «modernidad». Pocos han tenido palabras de simpatía hacia las mujeres, hombres o niños que han sido asesinados. Un antropólogo colaboró incluso con los perseguidores. Durante varios meses siguió a un buscador de brujas que viajaba de pueblo en pueblo en Zambia para exorcizar a aquellas que identificaba como brujas. El antropólogo grabó toda su actividad, aunque a veces era tan violento que lo llegaba a comparar con una incursión RENAMO, con insultos, personas aterrorizadas y cortes elaborados presuntamente para expulsar de sus cuerpos a los espíritus diabólicos. Después, para mayor satisfacción del buscador de brujas, el antropólogo le entregó las fotos que había tomado, aún sabiendo que el buscador de brujas las usaría para publicitar su trabajo (9).

La primera contribución de las feministas debería ir encaminada a iniciar un nuevo tipo de estudio, preocupado por conseguir un mejor entendimiento de las condiciones sociales que provocan cazas de brujas, y por construir un grupo (de activistas por los derechos humanos o grupos de justicia social) dedicado a documentar, dar publicidad y acabar con las persecuciones. No faltan ejemplos de este tipo de estudio y de activismo. Durante años las feministas en la India han movilizado a la opinión pública en contra de los asesinos por dote, llevando el  tema a un nivel global, mientras mantienen el control sobre su definición. El mismo desarrollo debería tener lugar en el caso de las cazas de brujas africanas. Éstas también deberían llevarse al primer plano del activismo político porque constituyen una violación increíble de los derechos humanos, y porque están en juego asuntos cruciales en estas persecuciones, que afectan al núcleo de la economía política de África y de la vida social en gran parte del mundo.

Lo que está en juego son las vidas de las mujeres, los valores transmitidos a las nuevas generaciones, la posibilidad de cooperación entre hombres y mujeres. También está en juego el destino de los sistemas comunitarios que han conformado la vida en África y en muchos lugares del mundo hasta el advenimiento del colonialismo. Más que en cualquier otro sitio, el comunalismo ha definido la vida social y la cultura en África, sobreviviendo en los ochenta y más allá, en gran parte debido a que en muchos países la tierra nunca fue alienada ni siquiera en el periodo colonial, a pesar de que muchas de ellas se dedicaran a la producción de cultivos competitivos. De hecho, durante mucho tiempo África ha sido considerada un caos por los diseñadores de la política capitalista, que recibieron los programas de ajuste estructural del Banco Mundial como una oportunidad para el desarrollo de los mercados de tierra africanos. Sin embargo, como indica la caza de brujas actual, el comunalismo africano está sufriendo una crisis histórica, y aquí yace el reto político para los movimientos sociales.

Es importante no malinterpretar esta crisis considerándola una acusación a las relaciones comunitarias, porque lo que está en crisis en África no es el comunalismo per se, sino un modelo de relaciones comunitarias que durante más de un siglo se ha visto atacado e, incluso en el mejor de los casos, no estaba basado en relaciones igualitarias. Las mujeres, en el pasado, no habrían sido quemadas como brujas por los parientes de sus maridos cuando ellas intentaban mantenerse en la tierra que les habían dejado, como está ocurriendo hoy en día en Mozambique. Pero el derecho consuetudinario a menudo las ha discriminado, tanto respecto al derecho de la tierra como en el uso de la misma. Como ha documentado Wanyeki (2003), en respuesta a esta discriminación durante la década pasada, ha crecido en África un movimiento de mujeres para pedir una reforma agraria y sobre los derechos de la tierra para las mujeres. Pero este movimiento no tendrá éxito allí donde las mujeres que reivindican las tierras o insisten en mantenerse en la tierra que han adquirido son tratadas como brujas. Lo que es peor, este movimiento puede usarse para justificar el tipo de reforma agraria que promueve el Banco Mundial, que sustituye la redistribución de la tierra por títulos de propiedad y legalización de las tierras. Algunas feministas pueden pensar que la titulación individual da a las mujeres más seguridad o puede prevenir las disputas sobre la tierra que suelen ser el origen de las cazas de brujas y otras formas de guerrilla en el África rural.

Sin embargo, este pensamiento es una ilusión, pues la reforma de las leyes del suelo impulsadas por el Banco Mundial y otros promotores (p.e. USAID, el Gobierno Británico) sólo beneficiará a los inversores extranjeros, mientras llevará a más deuda rural, más alienación de la tierra y más conflictos entre los desahuciados (Manji 2006).  En cambio, lo que se necesita son nuevas formas de comunalismo que garanticen un acceso igualitario a la tierra y a otros recursos comunales, en el que no se castigue a las mujeres si no tienen hijos, si los hijos que tienen no son varones, si son mayores y ya no pueden procrear, o han enviudado y no tienen hijos varones que las puedan defender. En otras palabras, los movimientos feministas, dentro y fuera de África, no deberían dejar que se use el hundimiento y el fracaso de la forma patriarcal de regionalismo para legitimar la privatización de los recursos comunales. En vez de esto, deberían comprometerse en la construcción de bienes comunes completamente igualitarios, aprendiendo del ejemplo de organizaciones que han tomado este camino —Vía Campesina, el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil, los Zapatistas—  las cuales han visto el crecimiento del poder y la solidaridad entre mujeres como una condición fundamental para el éxito.

Desde el punto de vista de los pueblos africanos y de las mujeres que han sido las víctimas de la caza de brujas, podemos decir que el movimiento feminista está en una encrucijada y debe decidir «de qué lado está». Las feministas han dedicado mucho esfuerzo durante las últimas dos décadas a hacer un hueco a la mujer en las instituciones, desde los gobiernos nacionales hasta las Naciones Unidas. No obstante, no siempre han dedicado el mismo esfuerzo a «empoderar» a las mujeres que en el terreno han cargado con el peso de la globalización económica, en especial las mujeres rurales. Así, mientras muchas organizaciones feministas han celebrado la década de las Naciones Unidas para las mujeres, no han escuchado los lamentos de las mujeres que, en los mismos años, eran quemadas como brujas en África; no se han preguntado si ´el poder de las mujeres` no es una  palabra vacía cuando las mujeres mayores, con total impunidad, pueden ser torturadas, humilladas, ridiculizadas y asesinadas por los jóvenes de sus comunidades.

Las fuerzas que instigan las cazas de brujas africanas son poderosas y no serán derrotadas fácilmente. De hecho, la violencia contra las mujeres solo acabará con la construcción de un mundo nuevo donde las vidas de la gente no sean «engullidas» en aras de la acumulación de riqueza. Partiendo de las condiciones actuales, podemos aprovechar la experiencia que han adquirido las mujeres internacionalmente para ver como se puede articular una respuesta efectiva. Frente al constante aumento del número de mujeres asesinadas en la hoguera por «asesinatos por dote» por parte de maridos ansiosos por volver a casarse para adquirir riqueza y comodidades a los que no podrían tener acceso de otro modo, en los noventa las mujeres indias iniciaron una gran campaña de educación  con teatros callejeros, manifestaciones, sentadas frente a las casas de los asesinos o frente a las comisarias para convencer a la policía de que arrestara a los asesinos (Kumar 1997: 120-1). También hicieron canciones y eslóganes, donde nombraban y avergonzaban a los asesinos, formaron grupos en los barrios, y organizaron reuniones públicas donde los hombres se comprometían a no pedir dote (ibid: 122). Las profesoras salieron a la calle para demostrar su rechazo a los asesinos por dote.

Estas tácticas de acción directa podrían ser aplicadas para enfrentarse a los cazadores de brujas africanos, quienes pueden continuar torturando y matando mientras piensen que tienen licencia para hacerlo. Las mujeres africanas están particularmente bien equipadas para organizar este tipo de movilizaciones, como cuando en la confrontación por el poder colonial consiguieron llevar a cabo varias formas de enfrentamientos y tácticas que a día de hoy aseguran que su voz pueda ser escuchada. Por ejemplo, lo que debería organizarse es un movimiento de mujeres que se «planten» frente a los cazadores de brujas, se desnuden delante de ellos y que escenifiquen actos vergonzosos de «incivilidad» —como los movimientos populares de mujeres han sabido hacer (Diduk 2004)—  en África, así como en las capitales del mundo donde se hacen políticas que impulsen las cazas de brujas.

Evidentemente, «plantarse ante los hombres» sólo puede ser un comienzo. Es importante que reconozcamos que las mujeres y las feministas pueden hacer mucho para oponerse a las nuevas cazas de brujas, y que es muy necesaria esta intervención. Para un contexto social en el que las relaciones comunitarias se derrumban, poca gente tendrá el valor de venir al rescate de las mujeres y de los hombres mayores cuando se encuentren rodeados por una banda de jóvenes armados con cuerdas y gasolina. Esto significa que si las mujeres no se organizan contra las cazas de brujas, nadie más lo hará, y la campaña de terror continuará bajo la forma de cazas de brujas o bajo nuevas formas.

Podemos aprender una lección del retorno de las cazas de brujas es que se trata de una forma de persecución que no está vinculado a un periodo histórico específico. Ha cobrado vida propia, de tal modo que los mismos mecanismos pueden aplicarse a diferentes sociedades siempre que haya gente que esté siendo excluida y deshumanizada. Las acusaciones de brujería, de hecho, son el último mecanismo de alienación y enajenación puesto que convierten  a las acusadas —aún principalmente mujeres— en monstruos  dedicados a la destrucción de sus comunidades, y así haciéndolas no merecedoras de compasión y solidaridad.

 

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