1. Introducción

Si existe un concepto asentado en cualquier debate acerca del trabajo en la actualidad ese es el concepto de «precariedad». De entre las innumerables definiciones del mismo, una de las más amplias y acertadas es la que considera la precariedad como aquel «conjunto de condiciones materiales y simbólicas que determinan una incertidumbre vital en relación con el acceso sostenido a los recursos esenciales para el pleno desarrollo de la vida de un sujeto» [1]. En este sentido, la precariedad debe entenderse mucho más allá de la esfera del empleo y de su vinculación con la obtención de un salario, puesto que implica la institucionalización de la inseguridad, entendida como falta de derechos, que no es sólo un problema económico o restringido al ámbito del mercado de mano de obra sino que es un fenómeno social que tiene, además, unas dimensiones de género claras y fundamentales [2].

En el debate sobre la precariedad y cómo solucionarla, es posible detectar una serie de conceptos que se han asentado de manera indiscutible en nuestros marcos de análisis de la realidad. Precarización, explotación, temporalidad, flexibilidad o «esclavitud moderna» [3], son conceptos sobre los cuales, desde la academia, el sindicalismo y la militancia política nos enfrentamos a enormes interrogantes en la teoría y la praxis. El presente texto, lidiando con todos estos conceptos, pretende apuntar algunas ideas en torno a un interrogante en concreto: ¿son, o pueden ser, las constituciones un dique efectivo contra la precarización? Más aun ¿son todavía efectivas las respuestas jurídico/normativas ante la precarización que se centran en el ámbito estatal, incluso las plasmadas en textos constitucionales?

Para tratar esta cuestión, las presentes páginas utilizan una metodología jurídica histórica y comparada que parte de la siguiente premisa: aun cuando es necesario el establecimiento de diques constitucionales a la precarización del trabajo, los mismos no serán posibles, ni efectivos, sin un movimiento global que asegure normativamente la nivelación del terreno de juego del capital transnacionalizado y evite sus estrategias de dumping, para proteger a la ciudadanía, global, frente al proceso de acumulación por desposesión que estamos viviendo.

A estos efectos el presente texto se divide en los siguientes apartados. En primer lugar y a modo de punto de partida, va a tratarse la vinculación existente entre precarización, empresas transnacionales y Lex Mercatoria global. En el segundo epígrafe, se enfocará el análisis la extensión de la precarización en el ejemplo español como escenario privilegiado y las débiles garantías del sistema constitucional; el tercer apartado tratará las alternativas existentes frente a la precarización en el constitucionalismo comparado (tomando el ejemplo del nuevo constitucionalismo latinoamericano) y el cuarto abordará la necesidad de realizar una actuación normativa internacional, paralela a la estatal y sus posibilidades actuales.

 

2. Precarización, empresas transnacionales y nueva Lex Mercatoria.

Como se ha señalado, a la hora de tratar el tema de la precarización y sus soluciones no puede perderse de vista que las categorías utilizadas para definir o caracterizar al conjunto de las y los trabajadores precarios son categorías sociales de larga data [4], presentes en la realidad (pasada y actual) del Sur Global, que se extienden en las sociedades del norte vinculadas a un cúmulo de factores, entre los que destacan tanto la destrucción simbólica, jurídica y política del Estado social como los efectos de sus carencias y externalidades negativas [5].

La precarización es, por tanto, un fenómeno vinculado a la globalización [6] que se vincula a una multitud de factores como son: las estrategias de movilidad y re-estructuración del capital transnacionalizado, la captura corporativa; la proliferación de tratados de comercio e inversión [7] y otras normas orientadas a conformar una arquitectura para promover el enriquecimiento e impunidad [8] de las empresas transnacionales y las élites a ellas vinculadas (la llamada Lex Mercatoria [9]); la utilización de los arbitrajes de inversiones establecidos por tratados bilaterales de inversión para congelar políticas públicas [10] y de la cooperación reguladora sita en los tratados de comercio para reducir estándares socio-laborales [11]; la extensión de espacios como las zonas francas de inversión o producción [12]; el crecimiento de las cadenas de suministro de las empresas transnacionales para extender el velo corporativo y un largo etcétera. Así, deben subrayarse en palabras de Cuevas, enfatizando que «el trabajo precario frecuentemente ha sido un elemento constitutivo de la estrategia de desarrollo de las élites dirigentes que conciben a sus países como jugadores subalternos sometidos a la influencia de instituciones financieras internacionales». El autor se refería a la realidad latinoamericana pero a nadie se le escapa el paralelismo entre el comportamiento de aquellas élites y el seguido por el gobierno de Rajoy o por la Comisión Europea.

En este sentido, es importante recordar los paralelismos entre el llamado «consenso de Washington» y el actual «consenso de Bruselas», que, como es bien sabido, ha supuesto un nuevo desborde anti-democrático por el cual se efectúa un nuevo vaciamiento competencial acompañado de nuevas estructuras jurídicas que alejan la posibilidad de efectuar algún cambio en los esquemas de toma de decisiones de la Unión Europea para acercarlos a la voluntad de su ciudadanía [13]. En ambas realidades (con dos décadas de distancia) la creencia, convenientemente difundida en el discurso dominante por instituciones como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial (la Unión Europea), de la directa relación entre la reducción de estándares laborales y ambientales y la atracción de inversión extranjera, sumamente cuestionada, ha conllevado y conlleva consecuencias gravísimas que abonan la globalización de la precarización [14]. Así, esta obsesión por la atracción de la inversión extranjera aboca a los Estados a establecer relaciones de competencia (regulatory competition) [15] que desembocan en una carrera a la baja (race to the bottom [16]) en los estándares laborales para atraer inversiones utilizando el factor trabajo como elemento de competitividad. Por añadidura, y maximizado por la imposición de las medidas de gobernanza económica, el desarrollo del Semestre Europeo con las Recomendaciones por país [17] y la adopción de los Tratados de Comercio de Nueva Generación (como el Acuerdo entre la UE y Canadá, CETA), se está evidenciando otro fenómeno, como es la limitación directa o indirecta de la capacidad de regular en materia de trabajo y de seguridad social del Estado y sus administraciones públicas (regulatory chill [18]). Como es evidente, el punto común de estas dinámicas es el concepto de dumping social que, en términos muy generales, puede entenderse como la conducta empresarial orientada a aprovechar las diferencias entre costes laborales directos o indirectos.

Este comportamiento empresarial, está claramente con la propia realidad estructural de las empresas transnacionales que se descentralizan y ramifican con una velocidad vertiginosa, se combina con los nuevos marcos normativos para acabar generando una arquitectura de impunidad cuasi perfecta. En este sentido, es fundamental leer los análisis de Barañano [19] y Baylos [20] respecto del comportamiento y la estructura de las empresas transnacionales, convertidas en redes descentralizadas y deslocalizadas, capaces de situar las distintas fases de la producción ya no en distintas plantas o centros de trabajo sino en diferentes países, con escasos vínculos con el territorio y la vida o el mercado local y cuya instauración responde a los incentivos ofrecidos por territorios y comunidades locales que compiten, como hemos dicho, entre sí [21]. Estamos por tanto ante entidades económicas grandes, flexibles, móviles y que subcontratan y externalizan de manera intensiva a lo largo de sus cadenas, y aprovechan de esta manera las condiciones laborales disímiles para utilizar la técnica del dumping (social, ambiental y de derechos humanos en general) como una estrategia más, acaso la más eficiente, para rebajar los costes sociales o ambientales y aumentar la tasa de ganancia. En este modelo, la producción se estructura a lo largo de extensas cadenas de suministro [22] en las que, como expresa Maira [23], los costes, riesgos, obligaciones y responsabilidades se desplazan hacia abajo, mientras que los beneficios principales se concentran en manos de las matrices. Dicho en otros términos, en una mayoría de casos la producción se contrata con un gran número de pequeñas y medianas empresas que en muchas ocasiones se sitúan en Zonas Francas de Inversión o Exportación [24]; mientras, las matrices o las compañías de la marca dirigen las actividades «no productivas» como las relacionadas con la investigación, innovación, comercialización y logística, con el consiguiente impacto en la división internacional del trabajo [25].

Estas estrategias de desterritorialización y descentralización, que tiene una clara orientación Norte-Sur, pero que se extienden ya en horizontal [26], se reflejan claramente si atendemos por ejemplo al Índice de Transnacionalización de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) [27].

El análisis de esta realidad nos lleva a coincidir con Antoine Lyon-Caen y Tatiana Sachs, que han señalado con rotundidad que nos encontramos ante la evidencia de los fallos de un sistema que permite la extensión de poderes sin responsabilidades, un sistema que consiente, incluso fomenta, que las personas y entidades que controlan las ETN eludan cualquier tipo de obligaciones respecto de las personas y entidades sobre las que tienen una influencia muy significativa [28], beneficiándose ampliamente de esta situación. Unos fallos que no pueden solucionarse únicamente por la vía de las normas internas, ni laborales ni constitucionales, sino que requieren una actuación en un plano superior.

 

3. La extensión de la precarización y la constitución del trabajo en España: nunca hubo diques suficientes para asegurar el trabajo digno.

Como indicábamos en la introducción, tampoco en nuestra realidad las y los precarios son una novedad. Entre nuestra literatura especializada, se viene subrayando este proceso desde los años ochenta, pero es incontestable que el asentamiento de la precarización se ha producido en la última década. Así, es posible afirmar que los derechos vinculados al trabajo asalariado han sufrido una degradación sustancial y acelerada en los últimos años que ha derivado en la generación de un nuevo marco jurídico caracterizado fundamentalmente por la degradación del carácter tuitivo del derecho al trabajo y de los derechos a él asociados. El empleo estándar, aquél caracterizado por ser indefinido, a tiempo completo, con plena cobertura de la seguridad social y con salarios capaces de desvincular a la trabajadora o trabajador de la pobreza, pierde su espacio (que en absoluto fue global) en un proceso de transformación que transcurre tanto por la vía de iure como por la vía de facto.

Aunque el fenómeno se extiende, sabemos que en el ámbito europeo han existido y existen escenarios privilegiados para la puesta en práctica del nuevo modelo, como es el caso español. En efecto, el ordenamiento laboral español ha sido un ejemplo, no sólo reciente, en la introducción de determinadas reformas tendentes a precarizar el empleo, tanto por la vía de ampliarlo en los márgenes del empleo estándar (sobre todo mediante la descausalización del empleo temporal), como en la degradación de la propia relación de empleo tradicional desnudándola de derechos individuales de estabilidad y de derechos colectivos.

El por qué de esta especial afectación del modelo español no tiene una respuesta unívoca. Es evidente, por un lado, que el proceso de transformación hacia la generalización, y la asunción, del empleo precario ha transcurrido por la vía de facto, a través de la «normalización» social de un trabajo vaciado de derechos bajo el permanente discurso de la vinculación entre una supuesta rigidez del ordenamiento laboral y el aumento desempleo. Pero también es cierto que este nuevo paradigma de trabajo se ha asentado por la vía de iure. Como es bien sabido, desde mediados de los años ochenta y a través de sucesivas reformas laborales, el ordenamiento laboral ha ido mutando y vaciándose de contenido tuitivo, sin que el reconocimiento del derecho al trabajo en el art. 35.1 de la Constitución Española o los a él conexos, como el 28 o el 37, haya podido ser utilizados para imponer mínimos inamovibles en cuanto a la protección de los derechos laborales. Así, en lo relativo al trabajo, el proceso deconstituyente se ha realizado a través de un proceso de vaciado del contenido de la «Constitución laboral» [29] que ha sido desarrollado y avalado a través de múltiples reformas laborales y de la actuación del Tribunal Constitucional.

En este escenario y a efectos de evaluar estos cuarenta años de vida de la «Constitución Laboral” se imponen varias cuestiones: ¿Qué parte de responsabilidad en esta degradación laboral acelerada tiene la Constitución de 1978? ¿por qué el reconocimiento del derecho al trabajo en el artículo 35.1 de la Constitución no ha sido un dique de contención frente a las políticas laborales precarizadoras? ¿es posible, o deseable, una regulación del trabajo que reconociera y protegiera el trabajo digno en el plano constitucional de manera pormenorizada?. Dejando el tercer interrogante para el siguiente epígrafe, van a abordarse brevemente las dos primeras cuestiones.

La articulación de las normas orientadas a la regulación del trabajo como conjunto que puede ser denominado «derecho del trabajo» vino de la mano del reconocimiento constitucional de los derechos vinculados al trabajo en el plano individual y colectivo. En España este momento llegó con la Constitución de 1931, que, desde el punto de vista iuslaboral, se insertaba en un contexto europeo e internacional marcado por dos aspectos de fundamental importancia: la conformación teórica y constitucional del Estado social, con la experiencia de la República de Weimar y la primera internacionalización del derecho del trabajo. Ambos acontecimientos, muy especialmente el primero, influyeron en el tratamiento constitucional y en la legislación de desarrollo del derecho del trabajo en la II República española [30].

Es importante recordar que la introducción de los derechos sociolaborales en la Constitución republicana tuvo una importancia fundamental para la consolidación de la autonomía del derecho del trabajo [31]. El precepto central fue el complejo art. 46 [32], donde se reconoció el trabajo como derecho/deber y se incluyó un programa de protección con una serie de actuaciones específicas en relación con los trabajadores asalariados, dejando para otros preceptos la protección de trabajadores autónomos como campesinos o pescadores (art. 47). Además del contenido de este precepto, la Constitución de 1931 recogía el derecho a la libertad sindical (art. 39), incluida la de los funcionarios (art. 41).

Al golpe de Estado del 18 de julio de 1936 siguió, en lo que a esta materia respecta, el Fuero del Trabajo, de 9 de marzo de 1938, inspirado en la Carta di Lavoro de 1927 y en la Ordnung der Nationalen Arbeit de 1934, así como en la doctrina social de la Iglesia. Este texto, junto al Fuero de los españoles de 1945, constituía una de las ocho leyes Fundamentales del franquismo, consagrando este último los principios en los que aquel se basaba: la concepción del trabajo como derecho y deber, la concepción comunitaria de la empresa (el no reconocimiento del conflicto de clase y por tanto la prohibición de los sindicatos) [33] y el reconocimiento de la propiedad privada como medio natural para alcanzar los fines individuales y sociales.

El desarrollo de ambos textos fue realizado, como es bien sabido, por la Ley del Contrato de Trabajo de 1944. Es importante remarcar que la regulación estatal subsiguiente no implicó un carácter tuitivo del derecho laboral individual del franquismo. Así, el discurso de una supuesta estabilidad laboral existente durante el franquismo, que ha alimentado la idea de una supuesta rigidez actual de nuestro mercado laboral heredada de la época dictatorial ha sido demostrado como falso. En este sentido, SOLA cuestiona que haya existido alguna vez esta rigidez en los términos expresados por el discurso dominante y, lo que es más importante, que caso de existir rigidez ésta no haya beneficiado a los empresarios, destacando que es mucho más relevante para evaluar el mercado laboral español y sus herencias franquistas un análisis en términos de desequilibrio de poder entre empresarios y trabajadores, claramente decantado hacia los primeros, y en términos de distribución de la renta, originando un modelo de bajos salarios. Tanto en términos absolutos como comparativamente respecto a otros países europeos de nuestro entorno el margen de discrecionalidad empresarial en España es muchísimo mayor, y los salarios medios bastante inferiores, consolidando desde 1939 un modelo fundamentado sobre esta característica [34].

Mientras tanto, en el ámbito jurídico-constitucional de la Europa continental, los textos fundamentales de la segunda posguerra materializaron la constitucionalización del Estado social y, en su seno, el reconocimiento del derecho al trabajo y de los derechos a él asociados. A partir de este reconocimiento se desarrolló el derecho del trabajo moderno, de base puramente estatal y con sustento en el pacto entre capital y trabajo consolidado a nivel constitucional [35]. El Estado social, como marco impuesto para el encuentro entre capital y trabajo ha sido, sin lugar a duda, uno de los condicionantes básicos que han permitido la expansión del derecho del trabajo, reflejo de la institucionalización del conflicto capital-trabajo y su integración en el funcionamiento del Estado [36].

En este marco teórico se produce a lo largo de la segunda posguerra un doble movimiento de reconocimiento de derechos sociales, tanto en el plano internacional como en el estatal. En el primero se generalizó la inclusión de los derechos laborales en las Declaraciones de Derechos, tanto de carácter universal, en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptado en 1966 y que entraría en vigor en 1976, como en el ámbito regional, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 y en la posterior Carta Social Europea, de 1961. En el ámbito interno, las Constituciones de Francia (1946), Italia (1947) y Alemania Federal (1949), incorporaban el reconocimiento de los derechos sociales [37].

A partir de este reconocimiento se desarrolló el Derecho del Trabajo que ha regulado hasta la actualidad las relaciones laborales de carácter remunerado, de base puramente estatal, con sustento en el pacto entre capital y trabajo consolidado a nivel constitucional y que se ha centrado de manera exclusiva en el trabajo con reconocimiento en el ámbito del mercado, denominado «productivo». Es importante remarcar que, en este marco, el empleo «típico» que se aspiraba a generalizar se construía sobre el paradigma de una relación salarial fordista, es decir, una relación de trabajo estandarizada entre un empresario claramente identificado y un trabajador «tipo», evidentemente masculino. La creación de este estatuto laboral en torno a la figura del varón no sólo no tenía en cuenta la actividad de los cuidados de las personas dependientes, y no contemplaba para ello una jornada laboral y unos permisos que permitieran la conciliación, sino que seguía asumiendo la invisibilización del trabajo aportado por la mujer respecto de la capacidad laboral del trabajador (su alimentación, vestido, cuidados, atención de sus dependientes, etc.), cuya plusvalía acababa revirtiendo en una ganancia para el empresario [38].

Es innegable que la incorporación de la mujer al trabajo ha ido exigiendo una modulación del carácter patriarcal y masculino que ha marcado la regulación de las condiciones de trabajo. No obstante, la permanencia de diferentes rasgos de las mismas ha lastrado el desarrollo del Estado social, sin que se haya producido una mutación real de la separación entre el trabajo considerado como productivo y el trabajo de los cuidados, mantenido en la invisibilidad. La crítica feminista ha puesto de manifiesto las carencias del estado del bienestar respecto de los derechos de las mujeres, calificándolo acertada y claramente como «Estado del bienestar patriarcal» [39]. De hecho, para algunos autores como De Cabo, una de las debilidades que ha coadyuvado a la crisis del Estado social ha sido su incapacidad para generar condiciones de igualdad y modular las estructuras patriarcales, vinculando los derechos sociales fundamentalmente a la realización de un trabajo considerado como productivo. Además de esta impronta patriarcal, De Cabo señala toda una serie de externalidades negativas (obrerismo, clientelismo, explotación ecológica desmedida, etc.) que deben tenerse siempre presentes para una correcta valoración del escenario donde tomó forma y se aprobó la Constitución de 1978 [40].

Centrándonos ya en el contenido de esta norma es necesario comenzar afirmando que la recepción del modelo se realizó en la Constitución española (en adelante CE) mediante una fórmula «débil», o más «flexible», que revestía diferencias considerables con respecto a las experiencias italiana, alemana o francesa, puesto que su nacimiento se produjo ya en el momento de la crisis del modelo. En palabras del Maestro, «nuestra Constitución […] cierra el ciclo del constitucionalismo social y como epílogo de esta experiencia histórica refleja las peculiaridades de una situación que evidencia el agotamiento del modelo» [41]. En opinión de muchos autores se trata de un modelo tardío, que podría caracterizarse como una versión edulcorada del constitucionalismo social de posguerra, un fruto de las concesiones del «consenso» de la Transición o/y un producto del pactismo político y social plasmado en los pactos de la Moncloa.

Aun así, es importante recordar que la Constitución Española incorporó elementos fundamentales para basar el incipiente modelo de relaciones laborales: la integración del conflicto capital-trabajo, el reconocimiento de la negociación colectiva como fuente de derechos y obligaciones y el carácter compensador o equilibrador de las normas que regulan las relaciones de trabajo. Es más, como indicó el Tribunal Constitucional, los derechos recogidos en el bloque de laboralidad de la Constitución debían interpretarse conjuntamente con el 9.2 de la CE, el cual, según afirmó el Tribunal, propugna un significado del principio de igualdad (la igualdad real) acorde con la definición de su artículo 1, que constituye a España como un Estado democrático y social de derecho (Sentencia 3/1983, de 25 de enero). La consecución de esta igualdad real sería la función que el derecho del trabajo estaría llamado a cumplir, integrando para ello un mínimo de desigualdad formal en beneficio del trabajador. El Tribunal Constitucional también jugó en su día un papel fundamental respecto de la adecuación de las normas procesales y de seguridad social al principio de igualdad y de la promoción de la plena integración de la mujer en condiciones de igualdad en el mercado de trabajo asalariado, que como es evidente no se ha conseguido [42].

Desde el estricto punto de vista de la «constitución del trabajo», podemos determinar las tres características de modelo de relaciones laborales de la Constitución de 1978: la primera, la integración del conflicto capital-trabajo; la segunda, el reconocimiento de la especificidad que caracteriza al derecho del trabajo en materia de fuentes; la tercera, la interiorización y la aceptación de la desigualdad intrínsecamente presente en la relación de trabajo y, por tanto, del necesario carácter compensador del ordenamiento laboral, derivado del compromiso constitucional por conseguir no ya la igualdad formal sino la sustancial o real, removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud (art. 9.2 CE). Recuérdese que el artículo 129.2 establece deber de los poderes públicos de promover la participación de los trabajadores en la empresa y el acceso de los mismos a la propiedad de los medios de producción.

La integración del conflicto capital-trabajo, se materializa en el reconocimiento de la autonomía colectiva plena, manifestación del valor constitucional de libertad (art. 1.1 CE). La plasmación de esta autonomía, sindicatos libres e independientes (arts. 6, 7 y 28.1 CE), negociación colectiva con valor normativo (art. 37.1 CE) y autotutela colectiva (28.2 y 31.2 CE), fundamentalmente en forma de derecho a la huelga, no iba a romper la línea neocorporativista y de consenso social de los países de nuestro entorno y de nuestra propia tradición histórica.

Además, en 1978 se inserta en la norma fundamental, por primera vez en nuestra historia constitucional, la figura del convenio colectivo. La Constitución marca así la particularidad de las fuentes del derecho del trabajo, remitiendo a la ley la obligación de garantizar ese derecho, así como la fuerza vinculante de los convenios colectivos (art. 37.1 CE). Por añadidura, la importancia de la actuación de la CE en el plano individual no deriva únicamente de la constitucionalización del derecho al trabajo y sus derivados (art. 35. 1 CE) sino que se refleja fundamentalmente en tres cuestiones: en el mandato de promoción de la igualdad real y efectiva que impone el art. 9.2 CE a los poderes públicos, en la constitucionalización de una serie de derechos laborales al mismo nivel que la libertad de empresa y en el reconocimiento del ejercicio de los derechos fundamentales en el seno del contrato de trabajo. 

Esta débil recepción de «lo social» en la Constitución de 1978 se ha evidenciado claramente en los últimos años en la imposibilidad de entender esta norma como dique frente a la destrucción de los derechos vinculados al trabajo asalariado. Así, aunque para muchos el nuevo marco constitucional señalado hacía prever progresos en el plano material dentro de las relaciones de trabajo, la realidad fue distinta. Tras una primera y corta época de expansión, se produjo una involución postconstitucional en los niveles de protección de los trabajadores en el plano individual y un desarrollo desigual en el ámbito colectivo, realizado a golpe de reforma laboral. Tanto ha sido así, que hay un amplio consenso en afirmar que el derecho del trabajo se mantiene en un estado de «reforma permanente», avalado y apoyado por el Tribunal Constitucional tras una primera, encomiable y finiquitada, época tuitiva.

Es posible afirmar que este proceso de reforma permanente comenzó ya en 1984 y se ha plasmado en las sucesivas modificaciones de las normas laborales que, con algunas digresiones, ha mantenido la línea de la reducción de las garantías de la estabilidad laboral tanto de entrada como interna y de salida. Dentro de este largo ciclo reformista (o proceso de-constituyente) cabe señalar las reformas de 1994, 1997, 2010 y el largo ciclo reformista de 2012 y los años subsiguientes. Respecto de este largo ciclo de reformas, cabe citar por su contundencia la apreciación de Baylos [43], que señalaba que la reforma de 2012 actuó «directamente contra los elementos fundamentales del derecho del trabajo, reduciendo los límites legales y colectivos al poder unilateral del empresario, ampliando sus márgenes, reduciendo el trabajo a coste de producción que debe ser a toda costa devaluado. En un sentido similar, las críticas sindicales (con la huelga general de 26 de septiembre de 2012), políticas, doctrinales, jurídicas e institucionales (con la resolución del Comité  de Libertad Sindical de la OIT) [44] han sido, sin lugar a dudas, la más contundentes realizadas tras una reforma laboral.

La crítica a las reformas laborales adoptadas desde el inicio de la crisis económica y en particular a la realizada mediante el RDL 3/2012 han sido abundantes y han provenido tanto del ámbito interno como internacional. En el plano estatal, la constitucionalidad del RDL 3/2012 y de la Ley 3/2012 de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral ha sido puesta en duda no sólo por abundante doctrina laboralista sino a través de diversas cuestiones de inconstitucionalidad y de dos recursos de inconstitucionalidad [45].

En el ámbito supranacional estas normas han recibido la crítica de dos organizaciones internacionales, la Organización Internacional del Trabajo y el Consejo de Europa, a través de sendos informes elaborados por sus órganos de control [46]. En los mismos se ha apuntado, de manera más o menos contundente, la incompatibilidad entre las medidas laborales adoptadas y diversos preceptos de Tratados internacionales ratificados por el Estado Español.

Ninguna de estas críticas, ni los reproches de constitucionalidad internos ni la quiebra del orden social internacional, ha sido recogida por el Tribunal Constitucional que ha denegado la admisión de todas las cuestiones de inconstitucionalidad y desestimado los dos recursos, sin aplicar la doctrina internacional señalada [47].

Así, con el paso del tiempo, el Tribunal Constitucional ha ido modulando a la baja sus consideraciones respecto de la orientación tuitiva o protectora del derecho del trabajo, limitando al máximo el propio contenido del reconocimiento del derecho al trabajo realizado en el art. 35.1 ET, en la misma línea que ha seguido el legislador. El alto Tribunal, con mayoría conservadora se colocó en la línea deconstituyente del Gobierno del partido que apoyó sus nombramientos [48]. Además de esta debilitación por la vía jurisprudencial, la capacidad de la Constitución de 1978 para servir de dique respecto de medidas precarizadoras fue cortapisada, como es bien sabido, por la reforma de su artículo 135, abundantemente criticada por la doctrina constitucionalista.

Teniendo todo lo anterior presente: ¿Ha influido la parca redacción del bloque de laboralidad en la involución de la doctrina del TC? ¿el proceso de-constituyente en materia laboral habría sido posible con un bloque de laboralidad más robusto, con una Constitución que no efectuara la trasnochada división entre derechos, colocando a los derechos sociales en una posición subalterna y con débiles garantías?  ¿otro modelo de constitucionalización del Trabajo es posible?

En el próximo epígrafe se intenta dar respuesta a estas preguntas a la luz de la experiencia del nuevo constitucionalismo latinoamericano y muy en particular de la Constitución de Ecuador y su implementación, a diez años de su entrada en vigor.

 

4. El trabajo en el nuevo constitucionalismo latinoamericano: luces y sombras de la Constitución de Montecristi.

Es un lugar común el afirmar que aquella puesta en marcha de la Asamblea Constituyente en la República del Ecuador (2007-2008) marcó el comienzo de una agenda de actuaciones contra-hegemónicas que, desde el inicio, se orientaron a contestar algunos de los pilares más fuertes de la Lex Mercatoria y a hacerle frente a las dinámicas de captura corporativa [49]. Entre otras cuestiones, como señala Franklin Ramírez, el gobierno entrante tomó una serie de medidas que reconfiguraban la matriz de poder social y reafirmaban la soberanía del país frente a los intereses imperialistas y corporativos [50]. De hecho, Rafael Correa llegó al poder [51] abanderando la denuncia de los Tratados de Libre Comercio [52], y para ello utilizó, entre otras la afortunada expresión del «anti-bobo-aperturismo». Con la misma quería aclarar que no se trataba de estar en contra el comercio, sino de lo que calificaba como «bobo aperturismo», es decir, las dinámicas comerciales en perjuicio de los intereses del propio país, que permitían, por ejemplo, ingresar productos subsidiados y acabar arrasando la producción agrícola nacional.

A efectos de su adecuada comprensión, cabe recordar que esta línea de actuación se enmarca en uno de los pilares de la construcción nuevo constitucionalismo latinoamericano: la limitación del alcance del mercado a través de una intervención democrática de la economía [53]. Así, los artículos señalados deben entenderse en un marco más amplio, el de la sumisión de la economía a la realización del «Buen Vivir» que la Constitución ecuatoriana elabora en dos títulos fundamentales, el VI, donde se ubica la regulación del Trabajo, bajo la rúbrica de «régimen de desarrollo» y el VII, donde se ubica la regulación de la seguridad social, bajo el título de «régimen del buen vivir». En el texto, el sistema económico se describe como «social y solidario», buscando una «relación dinámica y equilibrada entre sociedad, Estado y mercado, en armonía con la naturaleza” e integrado por «formas de organización económica pública, mixta, popular y solidaria, y las demás que la Constitución determine» (artículo 283).

También es importante señalar, antes de entrar en el bloque de laboralidad, que la voluntad de mantener la soberanía y los intereses del país frente a los de las empresas transnacionales se plasmó muy particularmente en el contenido de la Constitución, en particular en los artículos relativos a la política internacional y comercial, ya indicados arriba someramente. En concreto, el artículo 416 de la Constitución de la República establece que las relaciones de Ecuador con la comunidad internacional responderán a los intereses del pueblo ecuatoriano, al que le rendirán cuenta sus responsables y ejecutores. En cuanto a los tratados e instrumentos internacionales, el artículo 417 determina que se aplicarán los principios pro ser humano. Pero son los arts. 421 y 422, ya mentados más arriba, los que nos parecen fundamentales para el tema que nos ocupa por lo que nos permitimos citarlos de manera literal:

 

Art. 421.- La aplicación de los instrumentos comerciales internacionales no menoscabará, directa o indirectamente, el derecho a la salud, el acceso a medicamentos, insumos, servicios, ni los avances científicos y tecnológicos.

Art. 422.- No se podrá celebrar tratados o instrumentos internacionales en los que el Estado ecuatoriano ceda jurisdicción soberana a instancias de arbitraje internacional, en controversias contractuales o de índole comercial, entre el Estado y personas naturales o jurídicas privadas. Se exceptúan los tratados e instrumentos internacionales que establezcan la solución de controversias entre Estados y ciudadanos en Latinoamérica por instancias arbitrales regionales o por órganos jurisdiccionales de designación de los países signatarios. No podrán intervenir jueces de los Estados que como tales o sus nacionales sean parte de la controversia. En el caso de controversias relacionadas con la deuda externa, el Estado ecuatoriano promoverá soluciones arbitrales en función del origen de la deuda y con sujeción a los principios de transparencia, equidad y justicia internacional.

 

Así, la Constitución de Montecristi ponía las bases para el desarrollo de una serie de políticas que respondían a la voluntad de mantener la soberanía frente a las empresas transnacionales y de orientar la actuación de las funciones del Estado hacia la satisfacción de las mayorías sociales y la consecución del Buen Vivir. Como señala de nuevo el profesor Ramírez, «la orientación programática de tales decisiones expresaba el virtual desacoplamiento del poder político democráticamente sancionado de los circuitos transnacionales y de algunas expresiones de las clases dominantes —en su forma de específicas redes empresariales, bancarias, familiares— que sostuvieron el largo proceso de liberación de la economía, captura rentista de las instituciones públicas, debilitamiento del Estado y subordinación de la política exterior a los intereses de Washington».

Cabe resaltar también que la Constitución de Ecuador establece la igualdad de todos los derechos, es decir, elimina la tradicional y trasnochada jerarquía de los derechos, la división entre sociales, civiles y políticos, afirmando de esta manera la aplicabilidad directa del conjunto de derechos reconocidos en la Constitución, entre ellos evidentemente los derechos sociales [54].

En el ámbito del Trabajo, es una afirmación indiscutible que la Constitución de 2008 supuso un cambio de paradigma en cuanto a la consideración del trabajo reconociendo su centralidad en la economía por sobre el capital y como su fin, el buen vivir. Como han señalado distintos autores, la Constitución de 2008 reconoce que «el trabajo no sólo es un derecho y un deber social, sino que además es fuente de realización personal y base de la economía» [55].

Así, el conjunto de los parámetros que enmarcan el Trabajo en la Constitución del Ecuador compromete al Estado a la generación de un trabajo digno y estable, que garantice el pleno respeto a la dignidad, una vida decorosa, remuneraciones y retribuciones justas y el desempeño de un trabajo saludable y libremente escogido o aceptado (33). El Estado debe garantizar asimismo el pleno empleo, la eliminación del subempleo y del desempleo (326) y prohibir cualquier forma de precarización (327.1), así como proteger los derechos reproductivos (332). Además, en su artículo 325, referido a las modalidades de trabajo, la Constitución ecuatoriana reconoce como sectores sociales productivos a todos los trabajadores, independientemente de si trabajan «en relación de dependencia o de forma autónoma, con inclusión de labores de auto sustento y cuidado humano». Todas ellas gozan de reconocimiento y protección del Estado, así, el art. 329 señala: “Se reconocerá y protegerá el trabajo autónomo y por cuenta propia realizado en espacios públicos (…). Se prohíbe toda forma de confiscación de sus productos, materiales o herramientas de trabajo».

De igual manera, reconoce el derecho de los trabajadores por cuenta propia a organizarse (art. 326.7). Por añadidura, y con importancia fundamental, el art. 327 de la Constitución señala lo siguiente:

 

La relación laboral entre personas trabajadoras y empleadoras será bilateral y directa. Se prohíbe toda forma de precarización, como la intermediación laboral y la tercerización en las actividades propias y habituales de la empresa o persona empleadora, la contratación laboral por horas, o cualquiera otra que afecte los derechos de las personas trabajadoras en forma individual o colectiva. El incumplimiento de obligaciones, el fraude, la simulación, y el enriquecimiento injusto en materia laboral se penalizarán y sancionarán de acuerdo con la ley.

 

Con un carácter amplio e innovador, el artículo 333 de la Constitución de Ecuador de 2008 reconoce como labor productiva el trabajo no remunerado de autosustento y cuidado humano que se realiza en los hogares y afirma que:

 

…el Estado promoverá un régimen laboral que funcione en armonía con las necesidades del cuidado humano, que facilite servicios, infraestructura y horarios de trabajo adecuados; de manera especial, proveerá servicios de cuidado infantil, de atención a las personas con discapacidad y otros necesarios para que las personas trabajadoras puedan desempeñar sus actividades laborales; e impulsará la corresponsabilidad y reciprocidad de hombres y mujeres en el trabajo doméstico y en las obligaciones familiares.

 

Además, el mismo artículo en su último inciso conecta con lo previsto en el 34 del mismo texto, al señalar que «La protección de la seguridad social se extenderá de manera progresiva a las personas que tengan a su cargo el trabajo familiar no remunerado en el hogar, conforme a las condiciones generales del sistema y la ley», cuestión que encontraba igual reflejo en el artículo 34 que recoge expresamente que «el Estado garantizará y hará efectivo el ejercicio pleno del derecho a la seguridad social, que incluye a las personas que realizan trabajo no remunerado en los hogares, actividades para el auto sustento en el campo, toda forma de trabajo autónomo y a quienes se encuentran en situación de desempleo».

Como puede observarse, únicamente se han mencionado los derechos laborales individuales y he aquí el gran problema de la Constitución de Montecristi. El marcado carácter anti-corporativo se ha plasmado igualmente en una consideración de los derechos colectivos del trabajo desde una postura restrictiva y limitadora. Así, si bien la Constitución reconoce el derecho de formar sindicatos, la libertad sindical positiva y negativa, el derecho a la contratación colectiva y a la huelga, todos estos derechos se acompañan de fuertes límites para su ejercicio en el sector público, conjugado con una legislación infraconstitucional antigua y plagada de restricciones para el ejercicio de los derechos colectivos en el sector privado. Cuestión que ha planteado no pocos problemas respecto de la adecuación con lo dispuesto en los Convenios 87 y 98 de la OIT [56].

Con este ejemplo constitucional, cabe intentar responder a la primera pregunta inicial, ¿son, o pueden ser, las constituciones un dique efectivo contra la precarización?

Para dar una contestación a esta pregunta va a acometerse, de manera breve, un doble ejercicio, por un lado se atiende a la realidad laboral actual ecuatoriana (a casi 10 años de la entrada en vigor de la Constitución de Montecristi; por otro lado van a destacarse, sucintamente, algunos aspectos del grave proceso de-constituyente que está acometiendo el Gobierno de Lenín Moreno, evidenciando la debilidad del pacto constitucional.

Según los datos de septiembre de 2017, para no hacer entrar en el análisis los efectos de las actuales políticas privatizadoras, en el Ecuador había, a fecha de septiembre de ese año, 11.879.564 de personas en edad de trabajar (en junio de 2016 eran de ellos 11.557.285) (ENEMDU, INEC). La población económicamente activa (PEA) es de 8,2 millones de personas y la población económicamente inactiva (PEI) es de 3,7 millones de personas. Dentro de la población activa tienen empleo 7.842.471, una cifra que ha estado en constante aumento desde diciembre de 2016. El desempleo se sitúa en un 4.1 %, entre las tasas más bajas de desempleo de América Latina. Sin embargo, sólo un 24.7% de la población ocupada tenía un empleo adecuado o pleno. El subempleo se cifra en 20.5% y el otro empleo no pleno en 40.4%. Por último, y quizá como dato más relevante, cabe destacar que solo el 29,5% de empleados se encontraban afiliados al IESS-Seguro General, mientras que el 57,6% no tiene ninguna afiliación. El 46,4% de personas con empleo se encuentran en el sector informal de la economía. Esta cifra ha aumentado en casi tres puntos desde el año 2016. Los datos del año 2018 demuestran un empeoramiento de esta situación.

Las cifras relatan, evidentemente, un mercado laboral marcado por la informalidad y la temporalidad, que se conjuga con una situación de bajos salarios y de escasa cobertura del sistema de seguridad social. 10 años de vigencia de la Constitución no han sido capaces de solucionar problemas graves, aunque es indudable que las condiciones materiales de las mayorías sociales y los servicios públicos en general mejoraron de manera clara [57]. Así las cosas, la primera conclusión, que era obvia por otro lado, nos indica que un buen bloque de laboralidad en la Constitución no es en absoluto suficiente para un efectivo combate de la precarización.

Siendo esto cierto, ¿podríamos afirmar que con una Constitución fuerte en este ámbito estamos al abrigo de un vaciamiento o retroceso en los derechos, en general, y los laborales en particular? La respuesta vuelve a ser negativa. En poco más de un año de gobierno, el ejecutivo encabezado por Lenín Moreno ha adoptado, y anunciado, diversas normas cuya adecuación al marco, y al espíritu, de la Constitución de Montecristi, es más que dudosa. Solo a modo de ejemplo podemos señalar la adopción de la Ley Orgánica para el Fomento Productivo, Atracción de Inversiones, Generación de Empleo, y Estabilidad y Equilibrio Fiscal, que rápidamente se popularizó como «Ley Trole III» y que, entre otras muchas disposiciones (como exenciones y rebajas fiscales), declara como prioridad nacional el desarrollo de una política nacional de atracción de inversión extranjera y la aplicación (obligatoria) por el Estado de mecanismos de arbitraje en materia de inversiones; el anuncio de la «reactivación» de los TBI cancelados en la época anterior [58] y de la solicitud de convertirse en Estado Asociado de la Alianza del Pacífico; la solicitud, por parte de la Asamblea Nacional, a la Corte Constitucional de una (re)interpretación del artículo 422.1 de la Constitución de la República (que limitaba el arbitraje de inversiones); la aprobación de sendos acuerdos ministeriales relativos a la regulación de las relaciones de trabajo en sectores como el bananero, turístico, floricultor (donde se concentra la inversión de grandes empresas para la exportación) que regulan contratos denominados «Contrato de Trabajo Especial Discontinuo a Jornada Parcial», ejemplo de la más brutal precarización.

Como puede observarse, la aplicación de las recetas neoliberales, bajo la conveniente presión de Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional no se ha podido frenar, al menos de momento, aun a pesar de los diques incluidos en la Constitución de Montecrisiti.

               

5. El imposible freno de la precarización desde el marco de estatal: la necesidad de normas internacionales vinculantes que aseguren el empleo digno y embriden el poder de las transnacionales.

Con este pesimista panorama, la segunda pregunta que ha guiado estas páginas era la siguiente ¿son efectivas las respuestas jurídico/normativas ante la precarización que se centran en el ámbito estatal, incluso las plasmadas en textos constitucionales?

La respuesta vuelve a ser negativa, la globalización de la precarización requiere una apuesta clara por el derecho internacional del trabajo y de los derechos humanos, y por el fortalecimiento de las organizaciones internacionales como la OIT, apostando por el carácter vinculante y obligatorio de las resoluciones de sus órganos de control que determinan los incumplimientos de los Estados de los Convenios sobre derechos laborales. Además, es imprescindible el impulso, en el marco de esta organización, de Convenios impostergables como el relativo a las Cadenas de Suministro. Además de la necesaria reforma y fortalecimiento de la OIT, en los últimos años ha cobrado potencia una propuesta que podría significar un antes y un después en la relación entre las empresas transnacionales y los derechos humanos que, como señalábamos al principio, se encuentra en el epicentro de la globalización de la precarización.

El 26 de junio de 2014 el Consejo de derechos humanos de Naciones Unidas adoptó la Resolución 26/9 por la que se creó «un grupo de trabajo intergubernamental de composición abierta sobre las empresas transnacionales ETN y otras empresas con respecto a los derechos humanos, cuyo mandato es elaborar un instrumento jurídicamente vinculante para regular las actividades de las empresas transnacionales y otras empresas en el Derecho Internacional de los derechos humanos» [59]. La Resolución fue impulsada por Ecuador y Sudáfrica y contó con 20 votos a favor, 13 abstenciones, y 14 en contra. Todos los países de la Unión Europea presentes, así como Japón y Estados Unidos votaron en contra.

La propuesta reflejaba la necesidad, reiterada por Ecuador y otros países de evolucionar del ámbito de las normas basadas en la voluntariedad a marcos jurídicos que obliguen, entre otras cuestiones, directamente a las empresas a respetar los derechos humanos en sus actividades, donde quiera que estas se realicen, extendiendo la responsabilidad a lo largo de las cadena de suministro.

El grupo de trabajo (OEIGWG por sus siglas en inglés), presidido desde su creación por Ecuador, ha celebrado tres sesiones en Ginebra: del 6 al 10 de julio de 2015; del 24 al 28 de octubre de 2016 y del 23 al 27 de octubre de 2017 [60]. Como es posible intuir, llegar hasta aquí no ha sido sencillo. El proceso del Binding Treaty tiene, como no podía ser de otra manera, enormes detractores. Entre los actores que más ha obstaculizado los debates se encuentra, sin duda, la Unión Europea y sus Estados miembros, incluyendo evidentemente España, que han secundado sin apenas fisuras la postura de permanente reticencia al debate sobre la necesidad y los contenidos posibles del Tratado. Junto con la UE se sitúan, poniendo todas las trabas posible al proceso, tanto Estados Unidos como la Organización Internacional de Empresarios.

Hasta la tercera sesión la postura de Ecuador, con aliados como el conjunto del Grupo Africano, con Sudáfrica a la cabeza, Bolivia, Cuba y distintos países del G77 había sido invariable. Lamentablemente, el último movimiento de Ecuador, presentando un borrador de tratado que no responde al objetivo del proceso de la Resolución 26/9, hace peligrar el proceso, que va camino de una decisiva cuarta sesión en octubre de 2018.

En sentido contrario, el proceso del Binding Treaty ni sería lo que es ni habría llegado a la cuarta sesión sino fuera por el permanente apoyo de las organizaciones de la sociedad civil y los sindicatos. Aglutinadas bajo el paraguas de la Campaña Global y de la Treaty Alliance [61], centenares de organizaciones han impulsado, sostenido y vigilado el proceso. Además, y con protagonismo creciente, las confederaciones internacionales sindicales se han pronunciado de mananera favorable respecto de la necesidad de la «creación y ratificación de un instrumento vinculante que regule de manera efectiva la actuación de las empresas transnacionales”.

En este sentido, la European Trade Union Confederation (ETUC) publicó en julio de 2017 una resolución sobre comercio e inversión en la que afirmó que «los estados tienen la responsabilidad de adoptar los pasos necesarios, en línea con sus obligaciones sobre los derechos humanos, para prevenir abusos y asegurar a las personas afectadas por abusos cometidos por las empresas, el acceso a la reparación efectiva, tanto en vía jurisdiccional como no jurisdiccional. Además, los estados miembros de la UE deben apoyar el desarrollo del tratado internacional sobre empresas y derechos humanos» [62].

Por su parte, la Confederación Sindical Internacional publicó una nota informativa sobre el proceso de la Resolución 26/9 y el Instrumento vinculante [63], en la que se realizan afirmaciones como las siguientes: «El movimiento sindical mundial, que lleva mucho tiempo reclamando un marco regulador internacional, recibió favorablemente la resolución. Desde entonces, la Confederación Sindical Internacional (CSI) y algunas de las Federaciones Sindicales Internacionales (FSI) han participado en los dos primeros periodos de sesiones del IGWG y han contribuido activamente al proceso de desarrollo de un tratado significativo sobre las empresas y los derechos humanos». Advierte no obstante la nota que los sindicatos prefieren un tratado vinculante fuerte que pueda realinear de forma efectiva la asimetría normativa entre las reglas legalmente exigibles que protegen los intereses de las corporaciones mediante cláusulas de arbitraje de diferencias estado-inversor y tribunales de arbitraje, y los enfoques de legislación blanda sobre las obligaciones de las empresas transnacionales de respetar los derechos humanos.

Siguiendo la línea de movilización global planteada por las campañas en favor del tratado y por los sindicatos, es posible afirmar que la apuesta por la elaboración de un tratado sobre Empresas Transnacionales y Derechos Humanos trasciende el plano jurídico para convertirse en una lucha que aglutina y estructura resistencias y propuestas. Así, y parafraseando los últimos párrafos del libro que publicamos sobre la cuestión [64], debe remarcarse que el proceso del tratado se está convirtiendo en un proceso constituyente, en proceso dentro del cual se está conformando un demos empoderado que pasa de objeto de protección a sujeto participante y que exige que el resultado sea una respuesta a las aspiraciones de reparación y al dolor del conjunto de organizaciones, comunidades, personas afectadas y académicas/os que llevan años apostando por un tratado vinculante que incluya mecanismos efectivos.

Solo la suma de la acumulación de luchas en el plano estatal e internacional, de la construcción de solidaridades que consigan transformar en paralelo los marcos normativos estatales y supranacionales podrán ser un dique, efectivo, frente a la precarización global y al proceso de acumulación por desposesión al que nos enfrentamos.