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La educación democrática

enseña a escuchar

N. BILBENY

 

Nadie nos enseña a escuchar. Nuestra cultura es una cultura del habla, no de la escucha. Con la excepción quizás de algunas teorías del psicoanálisis, sorprende que ni la teoría política ni prácticamente ningún campo del saber humanístico tome en cuenta la escucha. La escucha se piensa como algo ya dado; se la considera supuesta en el diálogo, en las teorías del discurso, en las teorías de la acción comunicativa. Ni siquiera se considera pertinente preguntar qué significa escuchar. En su libro El otro lado del lenguaje, Gemma Corradi comenta que «nadie puede negar que hablar implica escuchar y sin embargo nadie se toma la molestia de señalar, por ejemplo, que en nuestra cultura siempre ha habido profusión de trabajos escolares centrados en la actividad expresiva y muy pocos, ninguno en comparación, dedicados al estudio de la escucha» [2].

Platón, en cambio, comienza La República, una de las primeras obras de teoría política, con el reconocimiento de la centralidad de la escucha. Polemarco amenaza en broma con usar la fuerza sobre Sócrates y Glaucón si no renuncian a abandonar la ciudad para quedarse con él en los festejos del Pireo. Frente a tal amenaza, Sócrates sugiere a Glaucón la alternativa de convencer a Polemarco de que los deje marcharse tranquilos. Pero Polemarco le aclara a Sócrates que no podrá convencerlo porque no está dispuesto a escucharlo. En ese momento interviene Glaucón y confirma que efectivamente sería imposible convencer a Polemarco si éste no está dispuesto a escuchar [3].

Pero ni Platón, después, ni sus sucesores, vuelven a dar importancia filosófica al papel de la escucha, y podría decirse que este olvido se extiende hasta la teoría política contemporánea.

Es interesante constatar esta especie de «desviación originaria» de nuestra cultura cuando se consulta el diccionario. «Razón» en griego es logos, y si buscamos su significado en el diccionario griego-español, entre la diversidad de acepciones no aparecen referencias reconocibles a la noción y a la capacidad de escucha. Todos los significados que se incluyen tienen que ver con el habla, y también con el pensamiento, pero nunca con el escuchar. Se incluyen significados como éstos: palabra, expresión, explicación, argumento, razonamiento; razón, facultad de razonar, afirmación, decisión, «y en general todo aquello que se comunica de palabra»; como se ve, nada que tenga que ver con la escucha. Estamos por lo tanto enfrentados a un sistema de conocimiento, a una forma de la racionalidad, que tiende a ignorar los procesos de escucha.

Ciertamente, tampoco se trata de sobrevalorar la escucha. Entre los que queremos darle el lugar que le corresponde o debería corresponderle en el entrejuego de las interacciones sociales, hay quienes tienden a esta sobrevaloración, que al final resulta ingenua. Benjamin Barber, por ejemplo, considera que la práctica de escuchar es en sí misma incluyente y democrática y que, por el contrario, enfatizar el habla en vez de la escucha refuerza desigualdades naturales relacionadas con habilidades para hablar con claridad, elocuencia, lógica y retórica. Pensar las interrelaciones comunicativas en términos de escucha en vez de en términos del habla o del decir, neutraliza desde este punto de vista las desigualdades naturales en relación con el entrenamiento individual que cada cual tiene para persuadir y convencer al interlocutor. Contar con estas habilidades y practicarlas con éxito supone, desde el punto de vista de este autor, haber ya disfrutado de ciertos privilegios de educación de los que gozan sólo algunos grupos sociales. En cambio, el escuchar es considerado un arte democrático en la medida en que todos tenemos una capacidad equivalente de ser escuchas, por lo que rige en él la reciprocidad y en su ejercicio se destaca la igualdad.

Este planteamiento es muy sugerente porque toma en cuenta una realidad no siempre considerada, a saber, que, en efecto, no todos los grupos sociales cuentan con el mismo entrenamiento ni con las mismas herramientas para triunfar en la oratoria o en la argumentación. Hacer depender el éxito político o el merecimiento de ser tomado socialmente en cuenta de la capacidad de hablar «bien» o de responder a los argumentos con rapidez y con precisión, dejaría al margen —como de hecho la deja— a una parte importante de la sociedad, ya que se ha visto que, por razones étnicas, económicas y educativas, no todos los ciudadanos son competentes en el mismo grado para participar en las reglas hegemónicas del juego discursivo.

Sin embargo, no nos parece del todo atinado el planteamiento de B. Barber, al menos por dos razones: primero, porque supone que la escucha no requiere habilidad, aprendizaje y cierta destreza, como si se tratara de un don natural; segundo, porque olvida que no toda escucha es democrática ni conveniente para las prácticas sociales igualitarias.

Dice Roland Barthes que es imposible pensar en una sociedad libre si se acepta de entrada preservar en ella los antiguos lugares de escucha, que en las sociedades tradicionales son básicamente dos, que se complementan: la escucha arrogante del superior y la escucha servil del inferior [4].

No es difícil pensar ejemplos de estos lugares de escucha. Del lado de la escucha arrogante está la «escucha condenatoria», la que atiende al otro o a la otra para encontrar la falta, el error, la culpa, con el fin de reprobar moralmente, excluir o castigar; es la escucha enjuiciadora, de quien se coloca por encima del hablante; es la escucha que desprecia y humilla.

Pero también está el otro lado, el de la escucha servil, que es la escucha del sumiso, que se anula a sí mismo para dejarse guiar absolutamente, sin cuestionar, por cualquiera que represente a una determinada autoridad, real o imaginaria. Esta es la escucha pasiva, que no toma distancia irónica o crítica respecto de lo que oye. Estas formas de escuchar, es obvio, no son exactamente incluyentes y su práctica misma no promueve la igualdad.

Siguiendo esta línea, también está la escucha indiferente, que en nuestro país adquiere dimensiones monstruosas si pensamos en las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Como es sabido, el caso que en forma descriptivamente tétrica se conoce como «las muertas de Juárez» es un capítulo inacabado de la historia criminal de México en el que se han involucrado las familias de las víctimas, organizaciones no gubernamentales mexicanas, extranjeras, policías, detectives, investigadores criminalísticos del país y de otros países. Pese a todos estos esfuerzos, no se tiene ni una sola línea clara de investigación para aclarar este indignante caso. Frente al crimen de 400 mujeres a lo largo de 10 años, todo tipo de autoridades, gobernadores sucesivos de la entidad, procuradores, fiscales, agentes del Ministerio Público y miembros de los cuerpos policiacos mostraron absoluta indiferencia frente a cada cuerpo que caía. Sin importar el escándalo que representaba cada hecho desde el punto de vista moral, criminal, desde la perspectiva de género, y desde la simple perspectiva civilizatoria, toleraron, y siguen tolerando, la impunidad, y se cruzan de brazos para impedir la recurrencia de tales hechos. Frente a esto, no es descabellado pensar que, además de existir una alta descomposición social y un absoluto relajamiento de las normas mínimas de convivencia, ha faltado en los gobernantes y en las instancias de responsabilidad una elemental voluntad de escucha política.

¿Será posible escuchar de otra manera? ¿Habrá una escucha que no sea la escucha indiferente, la arrogante o la del sometimiento? ¿Qué puede significar escuchar de manera responsable? ¿Qué tipo de procesos mentales, éticos, convivenciales, están implicados en una escucha incluyente?

No pretendemos dar aquí respuesta —harto compleja— a estas preguntas, sino solamente trazar algunas líneas por donde caminar.

 

Escucha y Poder

La verdad no se encuentra en el tumulto, sino más bien en una búsqueda silenciosa.

UMBERTO ECO

Si nos pidieran que dibujáramos una comunidad en la que todos sus miembros estuvieran realizando la actividad más representativa del más alto valor de la autonomía, la fuerza y la libertad, seguramente dibujaríamos a un grupo de personas en el que todos y todas estarían hablando unos con otros, convenciéndose unos a otros, dando discursos, arengando, o impartiendo cátedra. Todos hablarían al mismo tiempo, y si hubiera alguien callado, seguramente sería un niño, una mujer o un marginado.

Hay que abandonar la creencia de que hablar es la única manera de participar de manera creativa en la política. En muchas reflexiones sobre el papel que deben jugar las minorías en los procesos sociales, se suele creer que la dimensión liberadora o emancipatoria está ligada exclusivamente a tomar y hasta a arrebatar la palabra. Lo que emancipa, lo que demuestra mi fuerza, no es escuchar, sino hablar. Se cree que la única manera de cuestionar el paradigma de los lugares tradicionales de escucha es disponiéndonos a hablar. Expresiones como «dar la voz a los que no la tienen», «hacer escuchar la propia voz», la necesidad de que los grupos oprimidos «encuentren su propia voz», y otras expresiones semejantes, son con razón levantadas como armas liberadoras. Como contraparte, los roles de escucha están asociados con los grupos oprimidos, con actitudes de sometimiento. Ya señalamos que este tipo de planteamientos es muy simplista y que así como los grupos dominantes logran imponer su voz silenciando a otros sectores sociales, también la escucha puede tener una faceta autoritaria. Lo que es preciso cambiar es la idea de que la escucha sólo tiene dos opciones: la del sometimiento y la obediencia o la escucha autoritaria. Lo que se trataría de pensar desde la perspectiva de la escucha democrática no es desde luego silenciar a nadie, sino encontrar un nuevo instrumento de emancipación; habría que abandonar la relación directa entre escucha-opresión y palabra-emancipación, y subrayar la interdependencia entre habla y escucha.

La escucha es una práctica ligada con el ejercicio del poder; el episodio de Polemarco muestra que para decidir sin recurrir a la fuerza hay que escuchar. Polemarco tiene clara la idea de que no escuchar es una forma efectiva del ejercicio del poder, del poder autoritario. Lo que no se ha logrado pensar es que escuchar puede representar también una enorme fuerza y que de la actitud de escucha depende la suerte de la democracia en todos sus aspectos básicos [5]. Se podría hacer el intento de comenzar a pensar que la escucha constituye una actividad política central que permite dar forma democrática a las relaciones con los otros.

Una muestra de la «desviación originaria» de la cultura del habla en que vivimos es que entre los derechos humanos y las garantías individuales no se piensa la escucha como una obligación del ciudadano, y mucho menos como un derecho. Tenemos derecho al libre tránsito, a la libre expresión, pero no tenemos derecho a ser escuchados ni, mucho menos, a escuchar. Y, sin embargo, parecería obvio que quien asume el derecho de hablar y pretende ser escuchado debe asumir también el deber y ejercer el derecho de escuchar. Pensar así supone ya concebir la escucha de otra manera.

¿En qué sentido tendría que ser un deber? Esto no es difícil pensarlo. Comprender la escucha como una obligación o como un deber ciudadano implica atender responsablemente a quien habla. La democracia no consiste solamente en votar cada seis años o, con suerte, cada tres; es también deliberar, y deliberar no es hablar con la pared; para hablar con otros tenemos que saber con quién estamos hablando, porque si no lo sabemos, es como hablar con nosotros mismos. Escuchar es, entonces, deber en este sentido, en el sentido de averiguar quién es nuestro interlocutor y por qué dice lo que dice. Pero pensar la escucha como un derecho es todavía más complicado; casi es algo inconcebible en nuestra concepción del mundo. Esto puede explicarse por tres actitudes profundamente acendradas en nuestra sensibilidad: la primera, supone siempre que lo que yo creo es lo correcto, es la verdad; la segunda supone que los otros no tienen nada que enseñarme ni que aportarme para mi mejor forma de vivir, y, por ende, en tercer lugar, mi relación con los otros sólo tiene sentido para indicarles cuál es la verdad o cuál es el camino correcto. Estas actitudes, que entorpecen las relaciones humanas más personales e íntimas, son una bomba de conflictos cuando están presentes en la vida pública. Ahora bien, el gran supuesto en el que se asientan estas actitudes es una noción de verdad elemental y decadente. Se supone que la verdad es simple y unitaria. Y no es así. Este supuesto fue una creencia dominante durante un largo periodo de la historia, pero en la actualidad ni siquiera en el ámbito de las ciencias naturales se sostiene. La noción imperante de la verdad es la verdad plural, a la cual se accede colectivamente mediante un proceso poiético y dialógico, es decir, mediante una construcción creativa y conjunta.

Pero no podríamos pensar la escucha como un derecho si no tenemos de ella una concepción positiva. Tenemos que aclarar por qué se puede pensar de ella positivamente o, visto de otro modo, qué ganamos al escuchar.

Hasta aquí han aparecido algunas ideas al respecto. Por un lado, con el ejemplo de Sócrates y Polemarco, vimos que la escucha es un sustituto de la fuerza violenta. Dijimos también que escuchar —y no sólo hablar— puede ser un instrumento de emancipación, de libertad. Esto es lo que ahora tenemos que explicar. Si, como dijimos antes, de lo que se trata es de modificar los lugares tradicionales de escucha (la escucha servil y la del amo), el derecho que todos tenemos, entonces, es a no escuchar sometiéndonos. Escuchar al otro no significa simplemente realizar a ciegas lo que quiera el otro. Eso es someterse, y nuestro derecho consiste precisamente en atender a nuestro interlocutor sin sumisión, sin pasividad; tenemos el derecho de escuchar al otro o a la otra sin anular completamente nuestro punto de vista, y de integrar sin violencia, si fuera el caso, el punto de vista del otro o de la otra al mío. Asimismo, tenemos derecho a escuchar sin someter al otro, es decir, sin ejercer la escucha autoritaria y excluyente. Esto puede parecer paradójico, pues ejercer el poder sobre otro suele verse como un privilegio. Por eso, intentar una relación diferente con los otros, menos apegada a los dictados del prestigio, menos inercial, puede convertirse en un derecho que podamos exigir y que nos exijamos a nosotros mismos. Por último, pero igualmente importante, tenemos el derecho a aprender del interlocutor cuando lo escuchamos. Si no queremos permanecer encerrados en la torre de marfil de nuestras creencias personales y limitadas, escuchar a los otros es la única manera de ampliar nuestros horizontes y ampliar nuestro mundo. Y esto, sólo ocurre cuando lo que escuchamos y lo que aprendemos es algo que difiere de nuestro punto de vista. Si atendemos sólo lo que coincide con nuestra perspectiva, lo que ocurre es que nos enterramos más en el terreno que pisamos, estrechando nuestro horizonte. Si sólo tomamos en cuenta lo que es igual a nosotros, lo que nos da la razón y nos confirma que somos nosotros los que estamos en lo correcto, estaremos muy complacidos llevando la razón a cuestas, pero reproduciendo relaciones especulares. Si, por el contrario, no nos espanta escuchar y atendemos a lo diferente, incluso a aquello con lo que no coincidimos, tenemos la oportunidad de repensar y remodelar nuestros puntos de vista y enriquecer nuestro mundo.

Pero ¿por qué podría espantar la escucha? Porque pensada así, la escucha se vuelve un arma poderosa, tan poderosa que podríamos darnos cuenta de que las fuerzas que sustentan la desigualdad social buscan de todas las maneras posibles bloquear o distorsionar la atención ciudadana de manera tal que impidan el tipo de escucha que se requiere en la política democrática [6]. La escucha espanta porque, al escuchar, bien puede aparecer ante nosotros lo otro, lo que no soy yo, con todas sus posibilidades y todas sus diferencias que pueden cuestionar nuestra particular forma de ver el mundo. Lamentablemente, el dicho popular «más vale malo por conocido que bueno por conocer» refleja muy bien el conformismo cultural en el que secularmente hemos vivido. Tal vez ante la escucha puede decirse lo que el Coro canta al consumarse la tragedia de Edipo Rey: «¡Ay, ay, infortunado, si ni siquiera verte puedo cara a cara..., tal es el temblor pavoroso que en mí produces!». Un «temblor pavoroso» provoca la escucha, porque pensada así tiene una triple fuerza, la fuerza de la autonomía, porque podemos escuchar sin anularnos ni autoeliminarnos, tiene la fuerza de dar la palabra a los que no la tienen; porque escuchar no es finalmente otra cosa que distribuir con nuestra atención los turnos del habla: al escuchar le damos la palabra a uno o a otra. Además, tiene también la fuerza del crecimiento, del aprendizaje, pues en la medida en que no nos autoanulamos podemos incorporar nuevas ideas y nuevos aspectos a nuestros marcos de reflexión. Y de ser así, y con suerte, contribuir a esa construcción creativa y colectiva de la verdad.

Parafraseando a Spinoza, quien decía con perplejidad: «Nadie sabe lo que puede el cuerpo», podría decirse ahora: «nadie sabe lo que puede la escucha». Porque el que escucha en un sentido radical sabe que se arriesga a cambiar la propia vida, se arriesga a estar dispuesto a dejarse transformar por las implicaciones prácticas de lo que el otro dice. En un auténtico proceso de escucha se van transformando los que participan en el diálogo, «donde ya no se sigue siendo el mismo que se era»; la relación con el otro deja de ser una relación de exterioridad solamente intelectual y racional y comienza a ser una relación moral. Tal es el poder de la escucha.

 

El arte de Escuchar

Hemos hablado del olvido de la escucha y del poder de la escucha, pero ¿de qué escucha se trata? Dijimos que la escucha está relacionada con el poder, pero también que sustituye a la fuerza, que comprender la escucha como una obligación o como un deber ciudadano implica atender responsablemente al otro o a la otra; ¿de qué atención se trata?

Según lo que se ha visto, la escucha política es una actividad compleja. Para empezar, puede ser obvio que la escucha a la que nos referimos no es el simple «oír»; nos referimos evidentemente a algo diferente de un simple fenómeno acústico, es decir, algo diferente del hecho de que las vibraciones de las cuerdas vocales hagan a su vez vibrar los huesecillos del aparato auditivo; escuchar no es oír ruidos. Por el contrario, se podría decir que escuchar se opone a oír. En los tiempos modernos se escucha demasiado, hay mucho ruido: ruidos de trabajo, de fiesta, de vida y de naturaleza; ruidos comprados, vendidos, impuestos, prohibidos; ruidos de descontento, de revuelta, de desesperación, de rabia; músicas y danzas [7]. En medio de tanto barullo es difícil oír y más difícil escuchar. ¿Qué es entonces «escuchar»? Suele distinguirse coloquialmente de «oír» por el grado de atención que se presta en ambos casos. Oímos casi involuntariamente, escuchamos en cambio con cierta atención. Dijimos también que saber escuchar es un arte; tiene la complejidad y la sutileza del arte.

Si escuchar con atención es algo complejo, la escucha incluyente lo es más aún. Si decimos que es un arte, por serlo requiere cierta formación, requiere cierta destreza porque, como vimos, no se trata de un don natural. Se aprende a escuchar, para lo cual se requiere un conjunto de habilidades y virtudes que debe fomentar la cultura democrática.

Pero ¿por qué la escucha es un arte?

La pregunta no es sencilla de responder, porque no es fácil dar una definición de lo que es arte. Ni siquiera remontarnos a la cultura helénica nos ayudaría a la precisión conceptual, sino al revés, porque entre ellos arte y técnica se referían a lo mismo. Pero pensemos que arte y técnica en su sentido contemporáneo se distinguen, porque el arte supone una sensibilidad universal, que capta aspectos constitutivos de la relación del ser humano con el mundo, mientras que la técnica supone un saber particular. Por otra parte, en cuanto sensibilidad, el arte está acompañado de un saber que se adquiere a lo largo de un proceso de formación, de cultura, mientras que el saber que acompaña a la técnica puede adquirirse en un periodo corto de tiempo, elegido a voluntad. Asimismo, podría decirse que en el arte tiene lugar una relación de expresividad, mientras que en la técnica la relación dominante es de utilidad. Y en cuanto expresividad, en el arte los individuos se construyen y se conocen a sí mismos, mientras que en la técnica se guarda tendencialmente una relación de exterioridad entre el técnico y su producto.

Pues bien, en todos estos sentidos la escucha es un arte.

Después de hacer estas distinciones, queremos situar enfáticamente la práctica de la escucha en el campo del arte y no en el de la técnica, porque, en efecto, para escuchar a los otros de manera incluyente y no autoritaria ni servil, se requiere un saber que depende de la formación de la sensibilidad —que, como dijimos, se adquiere en la formación mediante las prácticas de la vida cotidiana—; es, en este sentido, una especie de virtud moral o virtud política en la que uno se forma, como una actitud ante la vida y ante los otros, que define al ser humano y que lo distingue por su modo de actuar. No es, en cambio, una destreza adquirida para un fin específico, limitado a un lugar y un tiempo. En el mismo sentido, en el ejercicio de la escucha incluyente lo que se construye es el propio modo de relacionarse las personas con el mundo, es decir, en ella nos identificamos con nosotros mismos y con nuestra manera de ser.

 

De lo diferente a lo común

No nos volvemos iguales negando la existencia de las diversidades.

UMBERTO ECO

Que la escucha pueda verse como un arte, que se requiera para ella cierta sensibilidad que se forma en la cultura, y que con ella también los individuos se formen a sí mismos y a su relación con los otros, ¿qué tiene que ver con la vida política? Porque podría pensarse que esa sensibilidad forma individuos virtuosos sin que esta virtud tenga por qué reflejarse ni repercutir en la vida social. Pero lo que hay que decir es que en la escucha incluyente actúan dos virtudes que acercan a los individuos entre sí. Son virtudes que Aristóteles reserva al saber moral, para distinguirlo del saber de la techné. Estas virtudes son la phrónesis (prudencia) y la synesis (comprensión). Dice Aristóteles que la phrónesis es un hábito práctico verdadero acompañado de razón, con relación a los bienes humanos [8], que orienta adecuadamente el juicio y permite al individuo decidir cómo actuar cuan- do se abren diversas posibilidades. Los individuos que han cultivado la virtud de la prudencia son capaces de acertar con lo adecuado en una situación concreta, esto es, pueden ver lo que en ella es correcto. La prudencia es fundamental para la escucha democrática porque sólo con ella se puede hacer el esfuerzo de guardar el equilibrio, muchas veces inestable, que tensa la cuerda entre la indiferencia, la descalificación y la autoanulación. Por otro lado, la prudencia es también central porque orienta la atención de la escucha, es decir, elige y selecciona lo que vale la pena escuchar.

Decíamos que hay fuerzas sociales interesadas en bloquear o distorsionar la atención ciudadana. Se emiten muchos ruidos para que no se pueda escuchar. Nos bombardean con precios de toallas, con rivalidades pueriles entre gobernantes, con espectáculos mediáticos; la política se ha convertido, como dice Carlos Monsiváis, en querella de barandilla. Pero ¿qué es lo que está detrás? ¿Qué es lo que no se escucha con este ruido? ¿Qué es entonces «lo importante»? Porque no se trata de escuchar cualquier cosa. La escucha incluyente, la escucha democrática, es selectiva, o, dicho con un juego de palabras, la escucha incluyente es excluyente. Excluye el ruido para incluir todo aquello que quiere hablar, todo aquello que trata de hacerse un espacio para emerger a la luz. Y si ha de ser incluyente y políticamente conducente, la escucha atiende «los actos, las situaciones, las personas, incluso las leyendas y mitologías que tienen consecuencias estructurales, de grandes y/o graves resonancias formativas» [9].

Ahora bien, además de la prudencia (phrónesis) que orienta la escucha, opera en ésta otra virtud incluyente que es la synesis (comprensión o encuentro). Aristóteles considera tan complejo el proceso de la relación con los semejantes y le da una importancia tan grande, que a la prudencia le añade la virtud de la synesis, virtud que no es sólo la capacidad de juzgar adecuadamente una situación concreta, sino es la virtud de saber aproximarse a otro individuo. Se trata en este caso de una virtud que promueve la comprensión de los interlocutores, pero «comprensión» no en el sentido «intelectual» de entender, por ejemplo, una demostración matemática o una teoría económica; tampoco se trata de comprender en el sentido de que entendemos el significado de cada una de las palabras de quien habla. No. Se trata de comprender, en el sentido de apreciar lo que los otros dicen; comprender es penetrar en lo que se dice, profundizar en ello, porque, aunque el significado de las palabras puede ser comprendido de inmediato, su sentido más amplio, el contexto histórico-vivencial en el que se pronuncian, no siempre es comprendido de inmediato. La traducción al español de la palabra griega synesis es interesante, pues alude precisamente a los vínculos interpersonales. Dice el diccionario: synesis, encuentro, unión, confluencia, conocimiento íntimo. Este es el sentido que tiene para nosotras la escucha democrática. Vista así, la comprensión coincide con el vocablo latino para «escuchar”: ausculto; es decir, auscultar, que en medicina significa escuchar para establecer un diagnóstico, lo que a su vez está referido al conocimiento diferencial de los signos que se presentan. Escuchar, entonces, es saber leer los signos, saber descifrarlos para adquirir un saber diferencial, es decir, un saber acerca de quien habla que me permita identificarlo en su diferencia específica, y no solamente como un individuo igual a mí o igual a todos los demás. Podría decirse, entonces, que la escucha es el arte de construir las diferencias. Arte central para la democracia, porque, como se sabe, muchos asuntos de la política contemporánea se plantean en términos del reconocimiento de los grupos en su especificidad y en su diferencia. Las cuestiones de la interculturalidad, los problemas de género y las políticas de minorías conceden al pensamiento de la diferencia el estatuto de punto de partida.

No obstante, la escucha democrática tiene también aguzada la sensibilidad para atender lo que hay o puede haber en común entre los individuos, para atender todo aquello que contribuye a crear o a romper los lazos comunitarios. Lo que es importante es que las diferencias construidas mediante la synesis no distancian a los individuos sino los acercan, que es lo mismo que pasa con la escucha. Y esto también es importante para la democracia, porque si bien es indispensable pensar las formas específicas de exclusión y de marginación, así como la naturaleza distintiva y diferencial de cada grupo social, es también necesario pensar los elementos en común que hagan posible las solidaridades en la colectividad.

Pero ¿en qué sentido puede decirse que la escucha (junto con la synesis) acerca a la gente en un espacio común? ¿Qué pasa en la escucha comprensiva que encuentra al otro, en lugar de alejarse de él? La respuesta a esta pregunta tiene varias partes. La primera, está relacionada con la diferencia misma, en el sentido de que entender que el otro es diferente de mí, y que por lo tanto yo soy diferente de él, nos hace compartir ese «estado de diferencia»; compartimos la irremediable separación del otro y la imposibilidad de la unidad tan anhelada desde El banquete de Platón. El de la diferencia es, pues, un espacio —o, si se quiere, un estado— que se comparte, y en esa medida constituye, paradójicamente, un espacio común. Otra fuente de «comunalidad» puede ser el saludable deseo de salir de la asfixia autorreferente. Frente a la diferencia del otro tengo dos opciones: o bien rechazarlo y conformarme con lo idéntico a mí mismo, con ver solamente mi propia imagen en el espejo, hundiéndome en mi propio lugar con mi perspectiva a cuestas, o huir de la asfixia egocéntrica para salir al encuentro de los otros. Esta segunda opción es la apuesta de la escucha, de la comprensión artistotélica, que se guía por la voluntad de aire, por la voluntad de mundo. En este caso se escucha porque hay algo que escuchar, porque lo diferente tiene una nueva voz, tiene algo que decir. Al reconocer esto, se tiende un puente, se crea un sendero [10] con camino de ida y vuelta hacia la otra o el otro en el que la palabra y la escucha van y vienen intercambiando lugares, conmutando roles y creando otro espacio común.

 

Debate, diálogo y escucha

Y por eso, porque palabra y escucha intercambian lugares, es por lo que no puede haber escucha sin palabra y es por lo que la escucha sólo tiene realización en el diálogo; o mejor, sólo es relevante la escucha en la condición del diálogo. Pero ¿qué es el diálogo? Tanto se habla ahora de diálogo que ya no se sabe qué es. De hecho, en México el diálogo se ha convertido en la moneda de cambio de la política nacional que no sólo está siempre presente en el discurso político gubernamental, sino es también el discurso de muchos movimientos de minorías sociales. Sin embargo, sospechamos siempre del diálogo político. Aunque se proclame que las partes en conflicto ya dialogaron o que van a dialogar, lo que en la práctica suele ocurrir es que los supuestos «diálogos» nunca tienen lugar o, si hay algún tipo de intercambio, suelen ser intercambios amenazantes o autoritarios por parte de alguno de los «dialogantes» involucrados.

Desde diferentes perspectivas sociales y humanistas, se puede decir que sólo mediante el diálogo podemos comprendernos unos a otros y que el diálogo es condición de la vida democrática; se dice también que no es lo mismo el diálogo que el debate y la negociación; se habla asimismo de la imposibilidad del diálogo, es decir, de que realmente nunca estamos dispuestos a dialogar, sino que, en verdad, lo que siempre buscamos es imponer nuestra opinión sobre el otro; pero también se dice lo contrario, que siempre estamos dialogando, que aunque no compartamos puntos de vista, hay siempre un diálogo implícito a partir del cual estamos ya de acuerdo sobre el valor del diálogo como práctica procedimental democrática. Lo que prueba esta disparidad de ideas es que no es claro qué es el diálogo. Ciertamente, no podemos ni pretendemos aclararlo aquí. Solamente queremos verlo desde la perspectiva que interesa para nuestro tema, para lo cual aclararemos que, desde nuestro punto de vista, no son lo mismo, en efecto, debatir, negociar y dialogar.

En la retórica antigua, la negociación es una manera de acortar la distancia entre los individuos y de convertir lo problemático en no problemático; en muchos sentidos se relaciona con la escucha; pero en la actualidad, por negociación se entiende un arreglo entre dos partes que tienen intereses encontrados, en el que se calculan costos y beneficios y se establece una correlación entre ellos lo más equitativa posible.

En cuanto al debate, si bien es un aspecto central en las democracias modernas —que son, o deberían ser, democracias deliberativas— no es lo mismo, en efecto, debatir que dialogar. O tal vez deberíamos decir que el debate es una forma del diálogo, pero no la única. Toda relación dialógica es comunicativa, pero hay modos diferentes de comunicar. Dos de ellos son el diálogo instrumental y el diálogo argumental o debate. El diálogo instrumental es de hecho un monólogo disfrazado, porque en él el interlocutor queda borrado, no es tomado en cuenta; se habla para imponer y no existe el menor interés en escuchar; se le llama diálogo instrumental porque la relación que se tiene con el compañero del diálogo es una relación de manipulación que busca utilizarlo como medio para los fines personales; en este diálogo el otro no es reconocido en cuanto a su valor moral, sino sólo en referencia al yo.

El diálogo argumental (o debate) constituye un conjunto importante de diálogos que vive del esfuerzo de persuadir a los interlocutores acerca de la validez de sus afirmaciones o de sus pretensiones. En este caso, la relación entre los interlocutores está mediada por la relación argumental, es decir, por los argumentos que se esgrimen para llevar a cabo la labor de convencimiento. Los argumentos, que vienen y van, trazan un camino entre los dialogantes en el cual cada una de las partes se relaciona con la otra orientada por la línea argumental; cada uno da razones para defender su posición y para mostrarle al interlocutor, en lo posible, que su pretensión es infundada, es decir, que no está apoyada en buenas razones ni en buenos argumentos. En este caso, la relación entre hablantes está resguardada por el capelo de la argumentación, la cual imprime al diálogo una direccionalidad, lo orienta hacia la obtención de un objetivo específico: que se acepte o se refute la pretensión que cada interlocutor propone al otro. El «tú» se dirige al «yo» guiado por la postura del otro. Este aspecto del diálogo, el del debate y la confrontación, no puede ser escamoteado si se quiere comprender la realidad del contexto sociopolítico donde se insertan los procesos deliberativos [11].

Sin embargo, esta forma de diálogo no puede ser la única que adopten las sociedades contemporáneas, porque encierra algunas limitaciones. En primer lugar, la estructura misma del debate o argumentación marca cierta restricción en la comunicación: el camino entre los hablantes queda orientado, pero restringido, por el interés específico de demostrar o refutar. Es decir, es más el empeño que se pone en mostrar que se tiene razón o que el «adversario» no la tiene, que en el asunto mismo tratado. Otro aspecto problemático de esta experiencia dialógica es que lo que cada uno desde su posición busca del otro es, en realidad, un intento de eliminar su posición subsumiéndola en la propia por la vía del triunfo argumental. ¿Qué otra cosa, si no, quiere decir convencer? Por otra parte, en los debates suele haber ganadores y perdedores, y la posición ganadora es la que se ejerce o práctica, pero deja eliminada la opinión de los «perdedores»; es decir, en una estructura argumental en la que sólo hay dos posibilidades, o perder o ganar, la posición «perdedora», junto con los grupos sociales a los que representa, queda prácticamente excluida de la sociedad deliberativa. Y, por último, con el debate nos encontramos con uno de los problemas de los que hablamos al comienzo de esta exposición, problema que tiene que ver con el hecho de que no todos los grupos sociales están entrenados de la misma manera para la deliberación y la argumentación, por lo cual, la posición «triunfadora» pudo serlo más por el poder persuasivo y por la habilidad retórica que por la justeza de las ideas.

¿Cómo resolver este problema de las limitantes de las prácticas deliberativas? ¿Es posible la total simetría entre los participantes? Por supuesto que no. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo compensar la desigualdad social?

Es aquí donde entra a jugar otra forma del diálogo que podemos llamar diálogo de escucha. Lo que propone el diálogo de escucha es invertir el orden de prioridades de los diálogos comunicativos. En lugar de poner por delante el interés en la persuasión y el convencimiento, el diálogo de escucha da prioridad a la atención que se presta a lo que dice el interlocutor; en lugar de intentar antes que otra cosa modificar las posiciones del interlocutor, en el diálogo de escucha se está más bien dispuesto a escuchar sin someterse y a ampliar los propios horizontes. El diálogo de persuasión parte del propio discurso y busca eliminar al de enfrente; el diálogo de escucha, en cambio, soporta, como decíamos, la diferencia y también la pluralidad, situando al otro discurso en un lugar que no es privilegiado, pero tampoco inexistente. El diálogo de escucha es tal que no nos deja ignorar al otro, pero tampoco sobrestimarlo, no busca necesariamente convencer, sino ampliar los horizontes de los interlocutores [12].

Siendo así, esta forma dialogal no eliminaría, pero tal vez sí amortiguaría, los problemas de asimetría que se presentan en los diálogos argumentales. Y se podrían amortiguar no porque, como antes dijimos, el don de la escucha estuviera distribuido equitativamente, sino por lo contrario: como nadie sabe escuchar, todos podemos aprender al mismo tiempo. De lo que se trata en el diálogo de escucha no es sólo de hacer jugar argumentos que triunfen sobre otros argumentos; de lo que se trata también es de expandir nuestras ideas, dejar alterar nuestras perspectivas y nuestras prácticas por la influencia de los otros y, en general, entrar en un proceso de aprendizaje permanente a partir del intercambio constante de opiniones y puntos de vista diversos, a veces antagónicos, a veces complementarios, pero siempre enriquecedores si dejamos que los otros nos eduquen y si aprendemos también a educarnos a nosotros mismos. Podría decirse, en efecto, que el diálogo de escucha tiene más que ver con la noción de «formación» que con la de conclusión o consenso, pues tiene puesta la mirada en el aprendizaje a partir de las voces diversas.

 

Tiempo de escucha

A lo que está atento el diálogo de escucha es precisamente al tiempo de formación de los procesos. Así como el habla humana es temporal —sigue una secuencia, una palabra sigue a la otra y una frase a la anterior—, del mismo modo la escucha es temporal. «... Para decir algo o para decirlo todo se debe hablar hilando una palabra tras otra, se dice algo en un momento y éste se transforma en un antes cuando hay otra palabra que se enuncia después. Una palabra después de otra, ese es el camino del hablar [13]. Pero también es el camino de la escucha. «¿Quién tiene oídos para escucharlo todo, de una vez y para siempre?» [14]. Hay, pues, un tiempo de escucha. Ni podemos decir todo ni lo podemos decir de una sola vez; tampoco podemos escuchar todas las posibilidades de sentido de lo que se dice. El sentido de lo que se dice «aparece de pronto e igual de pronto y sin transición, igual de inmediatamente se ha esfumado de nuevo» [15], se esfuma y se desliza hacia otros contextos, y al recontextualizarse se desvanece, se oculta para volverse a encender. Tener el oído atento exige seguir las secuencias de luces y sombras, de tonos y silencios. Proceso que no es espontáneo, no ocurre de pronto, de una sola vez, en un encuentro. No. Es un proceso en el que el diálogo da vueltas y vueltas como en el tiovivo y en cada vuelta algo se devela de los hablantes.

Pero se preguntará: ¿qué tiene que ver la temporalidad de la escucha con lo que aquí nos interesa, que es la escucha incluyente? A ello debemos responder que lo que tiene que ver es de la mayor importancia. La escucha tiene un tiempo propio. Podría decirse que hay dos experiencias fundamentales del tiempo, la experiencia práctica, normal, del tiempo, que es la del «tiempo para algo»; es decir, el tiempo del que se dispone, que se divide, que se distribuye, el tiempo que se tiene o no se tiene. Este es, por su estructura, un tiempo vacío; algo que hay que tener para llenarlo con algo. Es el tiempo del aburrimiento o del apuro, es el tiempo que se queda vacío o que se llena, pero en cualquiera de los dos casos se tiene con él una relación de exterioridad y una relación instrumental. Desde este enfoque, el tiempo es algo que sirve o no sirve, es un depósito que se llena o no se llena.

La otra experiencia del tiempo es la del tiempo propio, que corresponde a la formación de cada proceso. Como se sabe, hay tiempos cortos y tiempos largos. Es largo el tiempo de las formaciones geológicas; es menos largo el tiempo de la historia, y dentro de éste, el tiempo social también tiene sus variaciones, no es homogéneo, también en él hay tiempos cortos y largos. Hay, se podría decir, ritmos. La escucha democrática requiere sentir los ritmos sociales. El ritmo no es ni corto ni largo, ni lento ni rápido; es más bien la organización de las duraciones desiguales [16]. La escucha democrática, pues, no es otra cosa que la sensibilidad a los ritmos sociales. Sabemos que el tiempo de la política no es el tiempo de la vida cotidiana. Más aún, puede decirse que hay un desfase entre el tiempo político y el tiempo de la cotidianidad. La política tiene y produce su propio tiempo, que está en contrapunto con el ritmo de la «espontaneidad» de la vida, la cual tiene ritmos desiguales y diversos; son tiempos y ritmos que con- tribuyen a construir las identidades locales y grupales de la sociedad, mientras que el Estado y la política tienen su propio tiempo.

La cuestión del tiempo es más importante para la política de lo que puede uno imaginarse. G. Sartori, por ejemplo, reconocido teórico de la democracia, afirmó que los sujetos políticos son tan complejos y tienen tan poco tiempo, que se ha generado en las democracias modernas una crisis de conocimiento, en el sentido de que sólo una escasa minoría de los ciudadanos es capaz de dar razones por las cuales votan en favor o en contra de un candidato [17]. Esta situación no deja de ser dramática. Si la democracia suele reducirse al depósito del voto en la urna una vez cada tres años, y si este ejercicio va acompañado de semejante inconsciencia política, es para ponernos a llorar o para cambiar nuestro sentido de la política y/o de la democracia. Realmente, la democracia está cargada de paradojas. Se supone que la democracia constituye ciudadanos y que el ciudadano tiene derechos y obligaciones. Tenemos derecho a la información, a la libertad de expresión, a asociarnos libremente, pero no tenemos tiempo de informarnos adecuadamente, ni de organizarnos, ni de crear un espacio en el cual decir lo que pensamos. Seguramente, a los grupos del poder a los que les interesa bloquear los canales de diálogo y escucha les interesa organizar las prácticas sociales con una temporalidad específica que impida el ejercicio de estos derechos. Suele decirse incluso que el Estado capta las fuerzas que se le escapan unificando los tiempos sociales. Podría decirse entonces que el tiempo de escucha es el tiempo demorado.

Demorado, no en el sentido cronológico de atrasado sino en el sentido latino de permanecer. Demoror en latín es permanecer, quedarse. Demorándonos en la escucha nos quedamos con el otro, reconocemos que el otro tiene ser propio, que no responde a mis pretensiones, ni a mi reconocimiento ni a mi refutación, sino a las fuerzas de su propia formación, al tempo, al ritmo específico de la complejidad de cada proceso. No hay un tiempo correcto del tiempo propio, éste no se puede calcular anticipadamente; puede ser uno u otro, y si la escucha quiere incluir en su horizonte esos fragmentos vitales, requiere estar entrenada para percibir esos tempos. Éstos pueden ser lentos, como un aspecto del arte, frente al cual el tiempo de escucha requiere ser un ralentando. Una faceta del modo como se vive la experiencia del arte es dejando que éste nos llene con su tiempo, que su tiempo llene nuestros espacios, nuestros días y nuestras horas. La obra de arte nos ofrece su tiempo, detiene el tiempo e invita a demorarnos. Lo que escuchamos siempre es parcial, siempre es un aspecto, y aunque lo que se dice puede ser revelador, en las vueltas y revueltas de los diálogos y las conversaciones, en la secuencia de lo que se añade a lo dicho, los aspectos y sus condiciones van también cambiando y lo que se dice va cambiando de sentido. Si el habla se toma su tiempo, la escucha debe también tomarse el suyo propio.

Pero dijimos que el ritmo social articula tiempos desiguales. Esto quiere decir que hay también momentos vivaces en los que numerosas contradicciones sociales y la evolución de diversos procesos se acumulan y confluyen, produciendo un acontecimiento. Esto es cierto. Los tiempos desiguales pueden ser tiempos de develación o de revelación. De develación paula- tina de las capas infinitas que conforman la historia de los fragmentos sociales, y de revelación repentina en la que se agolpan las determinaciones. Pero ambas dimensiones, la revelación y la develación, suelen acompañarse. Fue una revelación la presencia en la Cámara de la coman- dante Esther en marzo de 2001, y al mismo tiempo no hemos logrado todavía aprehender el significado que tuvo esa intervención y la cantidad de lazos sociales que se tejieron en ese momento. Fue por otra parte una nauseabunda revelación de lo que el ser humano es capaz, la noticia de las humillaciones y las decapitaciones en Irak. Y al mismo tiempo, difícilmente podremos asimilar y recuperarnos de sus efectos y comprender la profundidad de los lazos sociales que en esos momentos se rompieron.

En ambos casos es preciso escuchar demoradamente. Sólo mediante la escucha demorada se puede abrir realmente la complejidad. Sólo en la demora la pluralidad puede surgir. Mientras más nos demoremos en la escucha, más elocuente, rico y múltiple se nos manifestará el otro, y más prontos podremos estar también a reaccionar frente al horror o ante la grandeza. Sólo en el ejercicio de la otra cara de nuestra racionalidad, de la racionalidad desplazada, de la racionalidad anulada que es la razón escuchante, se puede practicar el verdadero arte de la cultura democrática. Sólo así, con la paciencia de quien va destejiendo las comprensiones implícitas que distorsionan la realidad del otro [18], puede surgir la voz de nuestro interlocutor en todas sus dimensiones. Y al mismo tiempo, sólo con la sensibilidad que da la formación compartida podemos reaccionar ante lo extraordinario.

Entonces, así como se ha propuesto el diálogo de escucha o como también se ha propuesto la democracia deliberativa, nosotros proponemos una democracia en la cual se practique lo que es condición necesaria para la deliberación: la escucha. La democracia de escucha se vería obligada a modificar, aunque fuera parcialmente, los tiempos de la política y las instituciones políticas, tomando en cuenta algunas de las cosas que aquí se han dicho: que el habla se toma su tiempo, que no se puede comprender de un solo golpe, que la escucha, por tanto, debe tomarse el tiempo adecuado y que, para ello, se requiere la formación de cierta sensibilidad. El ejercicio de estas prácticas representaría una crítica a la tendencia dominante en nuestra democracia y constituye un nuevo paradigma que tomaría en cuenta la compleja y a veces contradictoria coexistencia de pluralidad y heterogeneidad de vidas y tiempos [19].

 

Retos para la democracia de la escucha

A la primera y modesta conclusión a la que podemos llegar es que a escuchar se aprende. Esto ya es algo. Pero claro, lo que sigue es la cuadratura del círculo: ¿cómo aprender? Dijimos antes que la escucha es un arte, pero distinto de la techné, porque no se aprende en manuales ni en enciclopedias, sino que es un arte que se aprende en las formas de vida. ¿Cómo lograr entonces que el ejercicio de la escucha circule o pueda circular entre las prácticas cotidianas de nuestro diario existir? ¿Cómo llevar a la práctica la situación ideal en que todos seamos escuchados?

El primer problema que se debe enfrentar es que somos muchos, y son, por tanto, muchas voces que podrían hablar y muchas a las cuales escuchar.

La segunda cuestión por precisar es quién debe escuchar a quién: gobernantes a gobernados o éstos a aquéllos, o bien escucharnos entre todos, en todos los ámbitos y en todas direcciones. Pero esto plantea el problema de cómo lograr las posibilidades de respuesta, es decir, que la comunicación sea recíproca tanto en el habla como en la escucha. Hablar de una sociedad deliberativa requiere pensar en las formas convenientes para la realización del completo proceso de escucha.

Otra dificultad que hay que plantear es cómo resolver el problema político de los tiempos diferenciales, es decir, acercar lo más posible el tiempo de la política al tiempo de la vida cotidiana. Son muchas las temporalidades que en la vida cotidiana y la vida pública requieren revisarse: los tiempos de impartición de justicia enredados con la burocracia judicial y con la sordera de los funcionarios se tardaron 10 años en girar órdenes de aprehensión contra funcionarios indiferentes ante los crímenes de Ciudad Juárez. Por otra parte, las políticas del tiempo laboral: tiempos de tras- lado a los centros de trabajo, pensar tal vez en contrataciones por zona, considerar los requerimientos familiares; extensión de los horarios de servicios; tiempos en las relaciones de género: la relación entre tiempo de trabajo y salario en hombres y mujeres, la dedicación al trabajo doméstico y familiar.

Otro obstáculo, quizá el más agudo, es cómo enfrentar las asimetrías en la comunicación política. Porque no se trata de que unos sean los «habladores» y otros los «oidores»; como ya dijimos, es deseable que éstos sean roles intercambiables.

Estos son los retos para la democracia de escucha y tal vez este es el reto que se les ha planteado a todos los movimientos sociales. ¿Cómo hacer para que todos podamos expresar nuestra específica identidad y para que todos escuchemos la pluralidad de diferencias? Conviene tener claro que la creación de instituciones deliberativas, de habla y escucha, es un asunto de largo alcance, que lleva tiempo, ya que representa un cambio estructural del aparato de Estado. No se puede cambiar de pronto lo que requiere una vida de formación, pero por algún lado hay que empezar. Un lugar por donde se puede empezar es por la diversificación del habla. Si la utopía que proponemos es que todos lleguemos a escuchar nuestras diferencias sin exclusión ni sometimiento, estas diferencias necesitan ser expresadas. De otra manera no tendríamos que escuchar.

Si la escucha es un arte que se aprende a lo largo de la vida, hay que suponer que su aprendizaje comienza en la temprana educación. Umberto Eco, preocupado por el rechazo social a las diferencias, hace una propuesta que parece ingenua, pero que no deja de ser inquietante. Propone hacer ciertos ejercicios con los niños, pidiéndoles que descubran si en su zona viven personas diferentes a ellos y a su familia, que describan en qué consisten estas diferencias, que formen grupos de iguales y diferentes y que dentro de los grupos de iguales encuentren también diferencias, y después, dice Eco, hay que enseñarles que «ser diferentes no significa ser malos» [20].

Otra dimensión de la cuestión está relacionada con la era de la multicomunicación electrónica. Podríamos imaginar que, así como hay casetas telefónicas en las esquinas, podría haber también terminales de Internet mediante las cuales se estableciera una red multidireccional entre ciudadanos, y entre éstos y responsables del gobierno y la administración; como una especie de buzón electrónico de quejas y sugerencias, pero también como buzón de diálogo. Y otra opción más arcaica, pero no por eso menos sugerente, es la creación de lugares de debate y deliberación, de algo parecido a las plazas atenienses, como unos patios de diálogo permanentes en los que quien quiera, y cuando quiera, pueda llegar y sentarse del lado del público que escucha o del lado de los hablantes (que denuncian, responden, proponen, etc.), siendo estos lugares intercambiables.

Sueños aparte, una respuesta inmediata a los retos de la democracia de escucha podría depender de los medios de comunicación. Pero contar con esto es más que ingenuo, por dos razones; en primer lugar, porque no es objetivo pensar que con el control y a veces el monopolio de los medios, todas las voces sociales puedan ser escuchadas. Los canales de información suelen depender de factores alejados de los intereses de la democracia deliberativa y, por lo general, el compromiso de informar y de responder a los requerimientos de la sociedad dialogante se reemplaza por la búsqueda de rating mediante el efectismo mediático. El debate político se sustituye por la cultura del espectáculo [21]. Es paradójico que en tiempos de globalización informática la desinformación política represente un problema para la democracia.

Lo que puede ser evidente es que el reto es enorme y que la conducencia del diálogo de escucha requiere la participación de todos los actores sociales, de los aparatos del Estado, de las instituciones públicas y privadas, de políticas públicas bidireccionales, pero también la participación de los ciudadanos. Dijimos antes que frente a los individuos o grupos diferentes del propio se tienen dos opciones, o bien rechazarlos y conformarse con lo idéntico a uno, o huir de la asfixia autorreferencial para salir al encuentro de los otros. Aquí está precisamente el problema. Cómo lograr que los ciudadanos elijamos la segunda opción, la de escuchar, en lugar de elegir permanecer encerrados en nuestra torre de marfil. Esto sólo se logra con la formación de la voluntad y con el cambio de actitudes. Dijimos al comienzo de este trabajo que para escuchar de manera incluyente se requiere un conjunto de habilidades y virtudes que debe fo- mentar la cultura democrática. Y, en efecto, el diálogo de escucha requiere una ética específica, un conjunto de actitudes que bien podrían llamarse «virtudes deliberativas», que constituyen las bases de una ética política pluralista. Como hemos visto, se requiere el desarrollo de la sensibilidad ante las diferencias y de la disposición a tomar los riesgos de encontrarnos con lo distinto, se requiere el desarrollo del «hábito de prestar atención a mensajes y voces que se escuchan lejanamente». La práctica de la escucha exige una fuerte disciplina para conseguir la fuerza para admitir nuestra incertidumbre, para admitir que a veces no comprendemos completamente la experiencia a la que nos enfrentamos y que por eso hay que seguir escuchando, hay que seguir dialogando; la escucha requiere flexibilidad para abstenernos de la negación y el rechazo a lo que se nos presenta como extraño [22].

Pero ¡atención!, diciendo esto estamos cayendo en una contradicción. Antes señalamos que era importante sustituir el intento de convencer al otro por la apertura para aprender del otro. Y, sin embargo, ahora aparentemente decimos lo contrario, pues al hablar de la formación de la voluntad y del cambio de actitudes, lo que de cierta manera se está proponiendo es intentar convencer a los demás de los beneficios que tiene la escucha. Tal vez, en efecto, la primera opción no sea convencer, sino simplemente ponernos a escuchar.