Ante el actual desprestigio de la poesía, que se manifiesta fundamentalmente en ese fenómeno mediático protagonizado por unos autodenominados cantautores y cantautoras que, además, se califican a sí mismo como poetas, no puedo evitar hacerme la dolorosa reflexión de si es posible que mi generación y, en concreto, las propuestas que impulsamos desde nuestra poética más local, hayan contribuido de alguna manera a la actual decadencia.

                En vez de lamentarnos o de componer poemas más o menos funerales, quizá sea más interesante y productivo repasar nuestra trayectoria y buscar una respuesta para la interrogación anterior. Cuando, a principios de los años ochenta, acuñamos con el profesor Juan Carlos Rodríguez el término de «otra sentimentalidad», nuestra intención no era otra que la de ofrecer una respuesta poética a la nueva España, a la España democrática que comenzaba su andadura, libre ya de las anteriores rémoras que constreñían la práctica poética y la generalidad de las manifestaciones culturales. Nos basamos en planteamientos teóricos inspirados en el marxismo: la historicidad de los textos literarios, la artificialidad de los mismos, incluidos los poemas, el fingimiento como efecto de distanciamiento, la mentira de los trascendentalismos, incluido el poético, etc. Y nos inspiramos en ilustres antecesores como Antonio Machado, Bertolt Brecht, Rafael Alberti o Jaime Gil de Biedma.

 

                …una poesía que intente reproducir los sentimientos de un modo ahistórico, que intente trasladar los valores sin tener en cuenta el proceso histórico nunca podrá penetrar el inconsciente colectivo de su época…

                Cuando la vida y sus relaciones no sólo se «entienden» de otra manera, sino que también se «viven» de  otra manera, cuando el sentimiento de la patria no sólo cambia, sino que desaparece y se convierte en un sentimiento internacionalista, cuando el sentimiento de la paternidad desaparece porque no se entiende la sociedad falocráticamente, ni las relaciones amorosas o filiales como una moral, sino un modo de enfrentarse al mundo con mucha ternura, cuando el amor no es un sentimiento abstracto con debe y haber, sino una realidad que se vive y sólo así se explica, cuando el tiempo no es un decurso abstracto al final del cual nos aguarda la culpa y la muerte, sino simplemente la medida de nuestra historia personal y colectiva, entonces puede hablarse de otra sentimentalidad, de otra poesía. [1]

 

…porque todos estos poemas nos hablan con un aire familiar (palabras de familia gastadas tibiamente) en el que cualquiera puede reconocerse. Se trata, pues, de una referencia hacia un hoy mismo desde el hoy mismo en que se escribe.

                De una vez: esta poesía histórica, en su propia calidad de artificio real, se dice a sí misma (hoy —insisto— y no para ningún lugar utópico o ucrónico) a través de un planteamiento decisivo de realización (o de transformación) aquí y ahora. [2]

 

Se trataba, en definitiva, de elaborar un discurso poético que fuese capaz de expresar las contradicciones emocionales de un tiempo que se adivinaba como apasionante, un nuevo fin de siécle tan atractivo, en principio, como el fin de siglo anterior. Al comienzo, la aparición de nuestros primeros textos de esos años, Las cortezas del fruto (1980), Paseo de los Tristes (1982), Tristia (1982), Pensando que el camino iba derecho (1982), Restos de niebla (1982) y El jardín extranjero (1983), así como los textos teóricos que los acompañaron, «La otra sentimentalidad» (El País, 8 de Enero de 1983), «De la nueva sentimentalidad a la otra sentimentalidad» (Cadena de periódicos del Estado, julio de 1983), «La guarida inútil», prólogo de Juan Carlos Rodríguez a Las cortezas del fruto; la ampliación del grupo con tres mujeres muy ligadas a los comienzos: Ángeles Mora, Inmaculada Mengíbar y Teresa Gómez, y con dos nuevos miembros también muy próximos: Antonio Jiménez Millán y el jovencísimo Benjamín Prado; todo ello hizo que la nueva propuesta causara un verdadero revuelo en el ambiente literario español con valiosas repercusiones en la prensa y en alguno de los críticos del momento, como Aurora de Albornoz, Emilio Miró o Rafael Conte. Y, lo que nos interesa señalar aquí, un buen grupo de seguidores e imitadores que se fue agrandando con el paso de los años.
 
Nuestra trayectoria estuvo muy ligada desde el primer momento a las manifestaciones de la música popular española. En el mismo 1983 se organiza en el pub la Tertulia, a instancias de Mariano Maresca (otro socio teórico importante en la gestación del grupo) un concurso de tangos que finalmente gana el poema/letra de Javier Egea «La noche canalla», que sería musicado después por Raúl Alcover e intepretado por Joaquín Sabina y otros varios cantantes españoles y argentinos. Años más tarde, el músico argentino Daniel López y su grupo «El Conventillo» hicieron un espectáculo con todos los tangos finalistas, titulado «Aires de aquí y de allá» que finalmente quedó impreso en un cd titulado «Tangos de aquí y de allá». Luis García Montero en el mismo 1983 grabó un libro disco, «Rimado de ciudad» con los grupos granadinos Magic y TNT. En años sucesivos, Rául Alcover, Esteban Valdivieso, Aurora Moreno, José Luis Gualda, entre otros, musicaron poemas nuestros convirtiéndolos en canciones. Nuestra poesía quería ser canción, pero sin que por eso la calidad de los poemas o de las canciones se resintiera.
 

¿Dónde comenzó a deshacerse el sueño? Juan Carlos Rodríguez que, aparte de ser uno de los intelectuales españoles más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX, era también un buen amigo y especialmente discreto en algunas ocasiones, afirmaba que el grupo se había deshecho en el mismo año 1983, es decir: en el momento en que se constituyó oficialmente dejó de existir como tal [3]. Yo mismo le discutí en varias ocasiones esta afirmación, argumentando que los principios quedaron, más o menos, vivos hasta finales de los ochenta o en todo caso hasta pasado el primer lustro de esta década. Sin embargo, Juan Carlos insistía en su argumentación. ¿Por qué insistía? Hoy, con la perspectiva que dan los años creo que, por fin, he entendido su insistencia. Juan Carlos Rodríguez señalaba un hecho que, hasta ahora, hasta tomar distancia, nunca me había preocupado y, creo que a Javier Egea tampoco, al menos en aquellos años iniciales: el primer documento (no me gusta llamarlo manifiesto) de la «otra sentimentalidad» no fue firmado por nosotros tres sino solamente por Luis García Montero, es más, ni siquiera sabíamos que el documento se iba a publicar hasta que lo vimos impreso en el periódico aquella mañana de Enero. Y, sin embargo, hacía dos años que discutíamos continuamente todas  las cuestiones que se debatían en él, en privado y en público. Entonces, ni a Javier ni a mí nos molestó lo más mínimo: teníamos una confianza plena en Luis y en su talento. A fin de cuentas, era su puesta en escena, y tanto Javier como yo llevábamos ya varios años, varios libros y varios premios en la escena poética. Sin embargo, desde fuera, alguien mucho mayor y más perspicaz que nosotros mismos estaba viendo en ese gesto cómo el grupo se deshacía ya y cómo «cada cuál» buscaba su camino.

De cualquier modo, fue a comienzos de los años 90 cuando las bifurcaciones respecto al camino inicial fueron más evidentes y más evidente la distancia que iba abriéndose entre nosostros. Las aproximaciones de algunos hacia los centros de poder literario, sin importar demasiado la catadura de los personajes que los ostentaban, no nos agradaba demasiado a los demás, aunque aguantamos por amistad y por lealtad. De todos modos, hubo muchas discusiones y tensiones. Recuerdo la estupefacción que me causó el membrete que José Luis García Martín nos había colocado en el tomo correspondiente de la Historia de la Literatura Española dirigida por Francisco Rico: «La recuperación del realismo» [4]. No entendí cómo podía parecernos bien una descripción basada en conceptos que intentábamos superar. Pero la reelaboración del concepto de «realismo» como camino aparte, estaba ya desarrollándose en el imaginario teórico de algunos de nosotros.

Primero fue el «realismo singular» ya en los 90, oxímoron que Juan Carlos Rodríguez justificaba en broma al tratarse de una construcción teórica elaborada por un poeta. Después, la defensa a ultranza de una «poesía de la experiencia», elaboración teórica sujeta apenas con alfileres extraídos de los artículos de Jaime Gil de Biedma sobre el tema, pero sin haber estudiado a fondo los fundamentos teóricos que los sustentaban, esto es, la tradición anglosajona y su explicación teórico histórica en el libro de Robert Langbaum [5]. Esta «apertura» que en un principio pretendía defender el camino de la individualidad, de la construcción subjetiva, lo que consiguió finalmente fue la extensión de un pretendido estilo poético a otras latitudes de la geografía nacional e incluso a otras lenguas del Estado, pero debilitó decisivamente lo que habían sido los planteamientos fuertes de nuestras propuestas originarias. La «poesía de la experiencia» fue entendida por propios y extraños como la narración, más o menos poética, de aventuras erótico festivas, báquicas o espiritosas y muy poco más. Desde aquí, la polémica con una pretendida «poesía de la diferencia» fue verdaderamente patética, llegando a producir bromas como la antología preparada por Felipe Benítez con el título de El sindicato del crimen. Nos divertimos en algún momento, sí, pero en otros la escisión que se produjo en el país con escritores bien intencionados que no comulgaban con estos planteamientos fue muy dolorosa y, a la larga, perjudicial para la poesía española.

Porque la defensa de la poesía de la experiencia trajo aparejada una violenta cruzada contra el experimentalismo y la vanguardia. El vanguardismo se identificó erróneamente con el irracionalismo, con el individualismo privado, con la subjetividad burguesa, cuando cualquiera que estudie a fondo los movimientos de vanguardia —y la mayoría de nosotros los había estudiado bastante— sabe que los fundamentos de la modernidad, con sus contradicciones, sí, pero también con su enorme capacidad de proyección hacia el futuro están presentes en las poéticas de vanguardia. Esta actitud nos distanció de poéticas y personas interesantes que trabajaban por unos objetivos paralelos a los nuestros. Y, lo que es más, nos restó credibilidad, nos colocó en la sospecha del dogmatismo y la falta de conocimientos, la falta de legitimidad teórica. Los gacetilleros y los columnistas ocasionales hicieron el resto: la «poesía de la experiencia» no era más que un discurso poético comercial al servicio del mercado y de los poderes públicos, un discurso conservador que huía del riesgo y, por lo tanto, de cualquier posibilidad de innovación. Javier Egea, que publicó en aquellos años su Raro de luna, poema experimental inspirado en Louis Aragón, se sintió al margen de toda aquella operación, incomprendido, y se apartó. Por mi parte, intenté aportar algo de sentido común a aquel batiburrillo con la publicación de algún artículo y prólogo relativo al tema, sobre todo con la intención de aclarar qué entendían Gil de Biedma y Langbaum por poesía de la experiencia y qué se entendía por lo mismo en los mentideros de la poesía española [6]. En realidad, sólo conseguí tensiones y disgustos, así que decidí retirarme a mis cuarteles de invierno, es decir, a la escritura, pero alternando esta vez poesía con prosa e incluso teatro. Tenía en el cajón un poema largo a medio hacer. Se iba a titular «Estación de servicio», lo había empezado en New Hamsphire, en el invierno de 1987, y había acabado la segunda parte en Granada durante la primavera de 1991, pero le faltaba todavía una tercera parte. Publiqué la primera parte en una plaquette en Valencia y, más tarde, las dos primeras en la revista de Oviedo, Luna de abajo. Ante el silencio general y la advertencia de un buen amigo de que me «iba a pasar lo mismo que a Quisquete (Javier Egea)» decidí guardar el poema en un cajón hasta que los tiempos fuesen más favorables. Lo concluí en el curso 2006/2007, veinte años después de comenzado, escribiendo una tercera parte que ganó el Premio del Tren ese año. Las tres partes fueron incluidas en mi libro La canción del outsider que ganó el premio Generación del 27 en 2008. Curioso ¿no?

El punto álgido de todo este camino que estamos trazando hacia la banalidad extrema se alcanzó cuando, en 1997, a un ilustre profesor español, sociólogo de la literatura por más señas, se le ocurrió afirmar que el verso de Diario cómplice, «Tú me llamas amor, yo cojo un taxi», era el mejor verso en lengua española de la segunda mitad del siglo veinte. Desafortunada afirmación, no sólo por la exageración sino porque en más de la mitad del espacio cultural de habla española, ese verso no es más que un chiste de dudoso gusto. A partir de aquí, los chistes, burlas, acusaciones e intentos de desprestigio destinados a la poesía de la experiencia fueron innumerables y constantes. Lo peor fue que quienes criticaban, ignoraban y marginaban, no se atrevían con el jefe de filas que había acumulado ya importantes parcelas de poder, sí no que dirigían sus iras y su posible resentimiento contra la clase de tropa que fue la que pagó (a veces en metálico) las consecuencias. Y todavía hoy, las sigue pagando.

Una vez conseguidos ciertos entorchados literarios, elevado Javier Egea al panteón de los poetas ilustres después de que se descerrajara un tiro de escopeta en la cabeza, y tras ciertas escaramuzas con seguidores y herederos, escaramuzas que se parecían como gotas de agua a las padecidas tras la muerte de Alberti y a las que padeceríamos tras la muerte de Ángel González, después del  affaire José Antonio Fortes o el desagradable asunto de la Fundación Ayala, etc., etc., las aguas parecieron calmarse. Pero por poco tiempo. Aparecieron enseguida los epígonos e imitadores. No discípulos valiosos con talento y personalidad, sino simples aduladores, imitadores de tres al cuarto sin nada que aportar. Muy pronto fueron premiados con prebendas, carguitos y editoriales para manejarlos desde atrás como marionetas, a pesar de su incapacidad manifiesta para gestionar nada y a pesar de su dudosa honradez.

Aquí acabó todo, aunque no de golpe. Las diferencias y la condición de cada uno se fueron manifestando, hasta culminar con la subida a los altares de la banalidad en estado puro: la poesía (¿puede llamarse a eso poesía?) de Elvira Sastre, considerada por algunos como «la voz que la poesía española estaba esperando». Esta voz:

 

Y entonces yo,

en vez de bajarte el cielo,

te subí a él.

Nos quedamos aquí,

te dije.

Seamos una estrella

que se cumple.

Nunca tuve tantas ganas

de ponerle a mi rutina tu nombre

como ahora.

Es como añadirle una exclamación

a un puñado de frases corrientes.

 

¡Y tan corrientes! Yo diría que vulgares, sólo superables por las imágenes sin sustancia ni sentido del epígono mayor: Fernandito Valverde. Desde la entronización de la señorita Sastre, cuyo éxito de ventas en la editorial Valparaíso sólo puede explicarse por el grado de estulticia máxima y de ignorancia institucionalizada al que ha llegado la juventud española, gracias a las redes sociales y a otras degeneraciones de la revolución tecnológica, sólo quedaba un paso más para completar el viaje desde la sentimentalidad a la absoluta banalidad: consagrar al gran Marwan con un prólogo. Consagrar esta voz:

 

Ya he probado las prisas

el sexo express y los amores precipitados

la abolición de los preliminares

los ombligos pasajeros

los te quiero a primera vista

los cuerpos fugaces

las bodas en las vegas

las cremalleras atropelladas

me enamoré de desconocidas

y las desquise a contrarreloj.

 

¡Fastuoso, como diría el humorista Forges! ¡Increíble imagen la de «los ombligos pasajeros»! ¡Insuperable neologismo el «desquere»r el amor! ¡Por favor, un poco de seriedad! ¿Para esto hemos quedado? ¿A esto hemos venido a parar? ¡Por supuesto que la poesía se muere! ¡Cómo no se va a morir! Aunque lo más grande es que los que tanto se quejan, lloran y escriben libros, baladas sobre la muerte de la poesía, estén dándole la puntilla con estos apadrinamientos. 

No conmigo. No me importa la popularidad ni nunca me ha importado, no me importa el poder ni tampoco lo he buscado nunca, no me importa la posteridad ni el reconocimiento de los estultos, aunque sean muchos. Me arrepiento de haber contribuido a este estado de banalidad. Pero desde hoy voy a poner todas mis energías y todos mis esfuerzos en conseguir que esta situación revierta. Juan Carlos Rodríguez, Javier Egea, su memoria, no se merecen esto. Si unos cuantos permanecemos firmes en la poesía, sus vidas y su obra no habrán sido en vano.