El profesor que entra en el aula viste elegantemente y lleva sombrero. Es Juan Carlos Rodríguez. Cojea un poco, lleva un libro en la mano y al llegar a la tarima esboza media sonrisa, porque le gusta estar con sus alumnos. Estamos en el 2000, y yo tengo apenas dieciocho años. Hoy nos habla de El Quijote de un modo que no he vuelto a oír hablar a nadie; otras veces será Góngora, Juan Ramón o Jorge Luis Borges, da igual porque lo ha leído todo y sabe explicarlo todo. Abre un poco la ventana, enciende un cigarrillo y expulsa el humo fuera, a lentas bocanadas.

No dice palabras, dice cosas, cosas que vienen de muy lejos pero se dirigen directamente hacia el futuro, si uno aprende a leer más allá de las líneas. El combate con Cervantes —que se sabe de memoria— es de igual a igual. Hace largas pausas para pensar, y para que pensemos. Pero ninguno de nosotros está allí para entonces, perseguimos por el campo de Montiel el sueño de la libertad y cuando casi lo tocamos con la punta de los dedos, nos despierta de golpe el peso de la Historia. Despertábamos, sí. No sé decir mucho más.

Cuentan que ahora ya no está, pero es mentira: Juan Carlos va estar siempre con nosotros.