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I.- MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD: EL INCONSCIENTE IDEOLÓGICO DEL SUJETO LIBRE 

1.- Comenzaré de forma un tanto abrupta pues ya iremos desgranando las cuestiones que aquí esquematizo. Diré así en primer lugar, que considero que el discurso de la Teoría es una de las maneras de configurar la imagen del «yo-soy-libre porque he nacido libre por naturaleza». Que es a su vez el eje del inconsciente ideológico/libidinal del capitalismo. Pues no olvidemos que por un lado están las relaciones socio-vitales existentes y por otro lado la forma en que esas relaciones sociales nos configuran: configuran nuestra manera de vivirlas, de pensarlas, de experienciarlas; nuestra forma de concebir tales realidades vitales. A eso lo llamo nuestro inconsciente ideológico/libidinal. No sin contradicciones o enigmas. En el ámbito literario el enigma de la poesía ha solido centrar la mayoría de los debates. Como no sé la diferencia que puede haber entre modernidad y posmodernidad, aludiré a esos términos como apoyos cómodos cuando los necesite. Señalando desde ahora que tales términos únicamente tienen sentido —acaso— a propósito de las lógicas variaciones históricas de un continuum capitalista cuyo fondo de explotación de las vidas no ha cambiado sin embargo nunca. A esas lógicas variantes históricas es a lo que llamo la radical historicidad de la literatura. Puesto que la ideología inconsciente jamás es homogénea sino que está llena de brechas o fisuras he denominado estallido a algunas de sus contradicciones más profundas.

2.- El primer estallido o la primera gran contradicción la centraré, pues, en torno al aludido enigma de la poesía. Y podemos fijarnos en una fecha que considero bien sintomática: el año 1958. ¿Qué significado podemos extraerle a esa fecha? Para el terreno que ahora nos interesa, es decir, las relaciones dentro del ámbito literario y su inscripción en el inconsciente del «yo soy libre», supongo que podríamos extraer múltiples imágenes a propósito de este primer estallido.

Pues veamos. En 1958 se celebró en Bloomington, en la Universidad de Indiana, un célebre congreso sobre lingüística y literatura. No nos olvidemos de una cuestión básica: Estados Unidos era prácticamente un páramo en el ámbito de la teoría y la crítica literaria. Tampoco es que en ese terreno hubiéramos ido mucho más allá en la Europa Occidental (y menos en la España de Franco). Aunque en Europa y en España hubiéramos vivido, especialmente en los años 20 y 30, todos los avatares de las vanguardias. Y eso ya desde la bisagra del XIX-XX y, sobre todo, antes y después de la Primera Guerra Mundial. Recordemos sólo el modernismo de Darío, el «noucentisme» catalán, las llamadas generaciones del 14 y del 27, el cubismo, el dadaísmo y el surrealismo; y con tremenda fuerza el debate entre la pureza y el compromiso en la II República y en toda Europa. Pues bien: aunque conociéramos además la estética de Croce y Gramsci e igualmente el horizonte fenomenológico desde Husserl a Heidegger, y desde Merleau-Ponty a las ciencias de la cultura y de las formas simbólicas en Dilthey y en Cassirer, etc., aunque todo eso hubiera sido así, seguíamos sin duda en las nubes respecto a la poesía. Y repito que más se diluía el asunto en los propios USA, pese a que ya existiera el New Criticism y pese a que Wellek y Warren hubieran publicado su Teoría de la literatura en 1949. La verdad era que al hablar de la poesía seguíamos moviéndonos entre el «poesía eres tú» y el horizonte de lo inefable. Tanto es así que, en 1948, cuando Sartre publica la primera edición de ¿Qué es la literatura? y saca a relucir toda la avalancha del compromiso (con indudables raíces en la Resistencia contra los nazis), Sartre sin embargo excluye a la llamada poesía lírica de tal compromiso, puesto que en el fondo la poesía seguía siendo algo propio sólo de la intimidad del alma, etc.

Volvamos, así, ahora al Congreso de la Universidad de Indiana, o mejor dicho, a la mil veces reeditada, comentada y condensada «Conferencia de clausura». Es bien sabido que esa «conferencia de clausura» estuvo a cargo de un ruso «bueno» (pues vivíamos en plena Guerra fría desde 1947-48), un ruso que, tras formarse con los Formalistas de su país y luego con los Funcionalistas checos, se había trasladado a Estados Unidos donde fue adquiriendo un gran renombre como lingüista. Durante la II Guerra mundial ese ruso había coincidido además en Nueva York con un joven Lévi-Strauss, con el que trabó una profunda amistad que posteriormente se plasmaría por ejemplo en el análisis conjunto del soneto Los gatos, de Baudelaire, etc.

Y a lo que íbamos: mientras por nuestra parte seguíamos con el «poesía eres tú» o «poesía es lo inefable», ese ruso, o sea, Roman Jakobson, clausuraba el congreso de Indiana más o menos así: ¿Queréis saber lo que es poesía? Pues ahí va, os lo voy a decir. Y lo dijo de este modo: poesía (o función poética, da igual) es simplemente esto:

 

La proyección del principio de equivalencia del eje de la selección al eje de la combinación.

 

Nada menos. Hay que imaginarse por un momento la reacción del auditorio. Primero estupor y asombro. Y enseguida el alborozo general: la retórica de Jakobson había cumplido perfectamente su finalidad persuasiva. Gracias a esa conferencia (que, como se sabe, Jakobson tituló Lingüística y Poética  [2]) al fin teníamos una definición de la poesía en términos tan técnicos y objetivos como pudiera exigir el mayor rigor científico (pues no olvidemos tampoco que estábamos, y estamos, en plena hegemonía del tecnicismo cientifista). Claro que tras el primer asombro vino la reflexión y la conmoción del estallido comenzó a desinflarse. En cuanto la fórmula se tradujo al «roman paladino» se la desmenuzó poco a poco: Jakobson en realidad no se refería más que a lo que los primeros re-descubridores de Saussure llamaban paradigma y sintagma (algo que tampoco se entendía muy bien por entonces), pero algo que él confirmó sin problemas. A lo que se había referido era al juego de las metáforas (el eje de la semejanza) y al de las metonimias (eje de la contigüidad) dentro del texto poético. Y a la vez a las equivalencias o al paralelismo entre elementos fonéticos, sintácticos y semánticos en el interior del poema. En suma, a la atención puesta en el «mensaje en sí», o sea, a los propios signos y no a su exterior. Todo lo que se resumía en una sola afirmación: que lo que se expresaba en la poesía era la intimidad del lenguaje.

No es que el trabajo de hecho de Jakobson hubiera resultado en vano, es que aquella fórmula tan aparentemente científica y técnica se iba desvaneciendo, puesto que a fin de cuentas se inscribía en el mismo horizonte ideológico de toda la crítica fenomenológica: buscar el «en sí» del lenguaje era buscar la pureza del lenguaje como plasmación de la intimidad del alma, como plasmación del yo-soy-libre más puro. Con lo cual en verdad estábamos en el mismo lugar del que habíamos partido. Incluso hubo más críticas: no sólo es que Jakobson no explicara por qué un poema podía considerarse bueno o malo; no sólo es que hubiera dejado de lado la prosa, considerándola simplemente como «a medio camino» entre la función poética y la función referencial (algo que obviamente no indicaba nada); es que había dejado de lado la Historia: para Jakobson la poesía había vivido en un presente perpetuo, una sincronía eterna, un universal inalterable. Desde los que suelen llamarse cantos heroicos hindúes a los sonetos de Shakespeare y hasta Pushkin, Yeats o Valéry, todo habría sido lo mismo: un «uso magistral» de los términos del lenguaje por parte de un poeta libre y puro. Y para ese viaje no se necesitaban tantas alforjas. Incluso Jakobson llegaba a ampararse en el propio Valéry: la afirmación de este de que la poesía era «una vacilación entre sonido y sentido» le parecía a Jakobson más científica que cualquier otra.

Lo cual provocaba más contradicciones en torno al estallido de Jakobson y sus consecuencias posteriores. Puesto que apenas unos años después, en 1966, en otro congreso célebre (ahora en la John Hopkins University) Derrida presentó su famosa ponencia: Estructure, Sign and Play in the Discourse of the Human Sciencies, que supuso el comienzo de lo que iba a ser el auge avasallador de la De-Construcción en los Usa. Y ello en competencia con el Generativismo de Chomsky y con toda la ideología teórica de la Comunicación y la Semiótica textual. En suma, y como diría Richard Rorty, se imponía el Giro lingüístico: no el análisis de las ideas sino de los enunciados o proposiciones; no analizar sólo el mundo del texto sino considerar al mundo como texto. Es decir, el triunfo absoluto del capitalismo ideológico más descarnado. Pues fijémonos: en un momento dado, en esa misma conferencia, Jakobson aludía al hecho de que la «función poética» no sólo existe en el poema, sino en cualquier otro tipo de discurso. Y ponía como ejemplo el eslogan político de la campaña de reelección de Eisenhower como presidente de los Estados Unidos. Puesto que a Eisenhower se le conocía familiarmente como «Ike», el eslogan era este: «I Like Ike», o sea, «A mí me gusta Ike». Efectivamente: la aliteración silábica «aik/aik» sostiene toda la fuerza del eslogan, que Jakobson analiza minuciosamente. Pero ocurre algo sintomático: se le olvida el «I» original, el yo que lo preside y lo dirige todo. Es decir: «yo soy libre para elegir libremente al presidente de mi país que, además, representa al máximo en el mundo la libertad individual, la libertad de mercado, la libertad en todo. Y lo hago porque yo-soy libre por naturaleza», etc. Y en efecto, a través de tal inconsciente ideológico/libidinal es como debemos darnos cuenta de las condiciones en que en el mismo 1958 —o quizás un poco antes— la Alemania de Hitler (reconvertida en la Alemania de Adenauer), la Italia de Mussolini (gobernada por la Democrazia cristiana heredera de De Gasperi) y la Francia de Vichy (ahora de De Gaulle), o sea, las tres potencias nazi-fascistas derrotadas en la Segunda Guerra mundial firmaban en Roma el primer tratado de la Unión Europea. Bajo el manto protector de los Usa, en apenas unos diez años y gracias al Plan Marshall, todos los nazi-fascistas europeos se habían convertido en demócratas y exhibían la libertad como bandera, puesto que la recuperación económica parecía asombrosa: se habló así del «milagro alemán» y —con mayor ironía, claro— del «miracolino italiano». Menos la España de Franco, todo el occidente europeo se había acostado fascista y se había despertado democristiano (o social-demócrata). Por supuesto que tampoco había por qué asombrarse demasiado: la infraestructura capitalista seguía siendo la misma; sólo había que americanizar los gestos y los gustos y los estilos de vida y de conducta parlamentaria, etc. Únicamente el Reino Unido era un caso aparte, y a Inglaterra iremos para hablar de nuestro segundo estallido.

3.- Segundo estallido: obviamente la Ilustración europea del XVIII sí que es el verdadero arranque de la Modernidad. Pero además, en el siglo XVIII, Inglaterra era ya la «más burguesa de las naciones», en frase lapidaria de Marx. No sólo porque en 1649 el Parlamento, con Cromwell a la cabeza, hubiera decapitado al rey Carlos I; no sólo por la llamada «revolución gloriosa» de 1688 (el Parlamento imponiéndose definitivamente a la Monarquía, aunque conservándola), ni siquiera por su potencial marítimo y el valor de sus mercados nacionales e internacionales (lo que culminaría con la revolución industrial y el gran Imperio británico del XIX). No sólo por eso, digo, sino por la conmoción que todo eso había provocado en el nivel básico de las relaciones socio-vitales cotidianas. En un esquema muy simple: las relaciones familiaristas burguesas se habían impuesto sobre el linaje de la sangre azul nobiliaria. Una aristocracia que por supuesto seguiría existiendo hasta hoy, con sus ritos y sus parafernalias perviviendo en todos los terrenos. Sólo que con un matiz decisivo: la propia aristocracia se había reconvertido ya introduciéndose en el ámbito capitalista. De modo que puede decirse que la revolución burguesa estaba ya establecida en gran manera en Inglaterra (o Reino Unido tras la unión con Escocia: Irlanda sería siempre una colonia católica, rural y retrógrada en el imaginario británico).

Pues bien, nuestro segundo estallido lo vamos a centrar en una novela como el Tristram Shandy [3] y un escritor que por casualidad nació sin embargo en Irlanda (son innumerables los escritores irlandeses que posiblemente hayan escrito el mejor inglés literario, desde Swift a James Joyce). Y digo que Laurence Sterne (o sea, nuestro escritor) nació por casualidad en Irlanda pues era hijo de un alférez o abanderado de un destacamento inglés allí establecido. Pero en verdad Sterne creció y se formó no sólo en una Inglaterra protestante etc., sino sobre todo en ese humus fermentador del familiarismo burgués al que habíamos aludido. Aunque se tenía un tremendo respeto por el lenguaje y el gusto aristocrático sobre todo en el terreno artístico. Hume dedicará toda su vida a trasladar ese gusto aristocrático a la clase media para conseguir al menos que esa burguesía inglesa no tuviera —dice Hume, copiando literalmente a Rousseau— el lenguaje, el gusto y los modales tan rudos «como los de un suizo educado en Holanda». 

Pero lo que nos importa: ya que hablamos del familiarismo burgués, deberíamos señalar que el matrimonio del clérigo Sterne fue más bien un desastre. No sólo porque este párroco de York, comido por la tuberculosis, fuera un juerguista empedernido, sobre todo en las fiestas de señoras y señores que se celebraban en el castillo (que ellos llamaban Crazy Castle) que había heredado su amigo John Hall-Steveson (Eugenius, en el Tristram), con resacas tremendas que Sterne procuraba curarse tomando la famosa agua negra de alquitrán que había recomendado el obispo y filósofo Berkeley. No sólo por esto, digo, sino porque su mujer, Elizabeth Lumley, con la que tuvo a su hija Lydia (que luego le serviría de amanuense), su mujer, digo, sufría auténticos delirios mentales en los que se consideraba Reina de Bohemia («El rey de Bohemia y sus siete castillos» será un relato que aparece en el libro. Aunque Bohemia era también un bosque cercano a su casa). Pero en 1760, a los 46 años, la vida de Sterne dio un vuelco inesperado.

Había llevado al librero londinense Dodley los dos primeros volúmenes del Tristram que se publicaron en enero del 60. Se dice que fue la sensación de ese Año Nuevo. En York se vendieron cien ejemplares diarios y en Londres la edición se agotó de inmediato, tanto que en Abril hubo que sacar a la luz una segunda edición de este «libro de Yorick», que era como se le conocía. Por supuesto Yorick es una creación a medias entre Shakespeare y Cervantes: es el bufón de la calavera con la que Hamlet medita y es a la vez un personaje cervantino que cabalga sobre un rocín como Rocinante y que como Cervantes ironiza siempre sobre todas las cosas. Curiosamente el nombre de Shakespeare no aparece en el libro y el de Cervantes aparece continuamente. Y Yorick desde luego es el «alter ego» de Sterne tanto en el Tristram como en su otro libro El viaje sentimental.

Pero vamos a aclararnos. Sterne nos dice que va a contar la vida y las opiniones de Tristram Shandy, gentleman. Sin embargo cuando acaba el segundo volumen Tristram no ha nacido todavía. La voz del propio protagonista, o sea, Tristram, nos lo dice en el capítulo XIV del primer volumen: «En suma, es el cuento de nunca acabar; —por mi parte les aseguro que estoy en ello desde hace seis semanas, yendo a la mayor velocidad posible— y no he nacido aún». Más ironía, imposible. Pero es que un poco más abajo nos añade que va a seguir contándonos su vida publicando dos volúmenes al año. Y así sucedió en efecto desde 1760 hasta 1766. Veamos un esquema mínimo de lo que ocurre en este libro.

Porque lo que sucede es que no sucede nada. De la vida de Tristram sólo conoceremos tres o cuatro cosas que le acaecen hasta los cinco años. Son las opiniones de Tristram, o sea la voz que le presta Sterne, lo único que realmente constituye la urdimbre de los nueve volúmenes del libro. Pero qué opiniones y qué estructura: digresiones, divagaciones, asteriscos, guiones cortos o larguísimos, desorden en la numeración de los capítulos, capítulos largos o de una sola frase, lógica causal completamente interrumpida, páginas en blanco o en negro (cuando mata a Yorick en el primer libro le dedica dos páginas en negro por luto, y luego lo resucita, claro); páginas rayadas, temas dejados sueltos y retomados más tarde de manera inesperada y además con otro asunto y con otro sentido… Es una prosa única, rellena de ambigüedad en cada línea: cada palabra, cada frase, cada guión o asterisco quiere decir una cosa y a la vez su contraria o sus posibles ramificaciones hasta el infinito.

En el volumen I y II Tristram nos cuenta su engendramiento. Esta historia es bien conocida. Su padre, el señor Shandy, el primer domingo de cada mes, cumplía con tres obligaciones: ir a la iglesia por la mañana y, luego por la noche, darle cuerda al gran reloj de la casa y procurar engendrar un hijo con la señora Sandhy. Este ritual había creado en la mente de la señora Shandy una asociación de ideas inevitable. Pero la noche del engendramiento algo falla en tal asociación de ideas: de modo que cuando el señor y la señora Shandy están cumpliendo con la obligación de engendrar un hijo, en el momento álgido, la señora Shandy interrumpe a su marido y le pregunta: «Perdona, querido, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?». Obviamente el señor Shandy se altera de manera inevitable y exclama: «A qué mujer se le ocurriría interrumpirme precisamente en este momento». Pues por culpa de la interrupción apenas deposita una débil semilla hacia el útero de la señora Shandy. Pero lo estoy contando mal: no se trataba de una semilla, sino de un homúnculo. Pues como sabremos, tal interrupción no dejó que el homúnculo pudiera ir con suficiente vitalidad y fuerza.

Obviamente Sterne se está burlando de la «embriología o la «espermática» del machismo remotamente aristotélico aún vigente en su época. Se suponía que el esperma masculino portaba ya en sí un homúnculo, una especie de hombrecillo ya hecho en miniatura, que habría luego de calentarse y vitalizarse en el vientre de la madre. De modo que Tristram, el homúnculo, nos contará su vida y sus opiniones desde ese vientre materno. Y lo puede hacer, verdaderamente, porque es un homúnculo, no un feto.

Pero fijémonos: si los dos primeros volúmenes (apenas cien páginas) están dedicados al engendramiento de Tristram, el tres y el cuatro se dedican al parto y al nombre del homúnculo. El señor y la señora Shandy habían tenido una disputa: ella quería parir en Londres, donde todo era mejor y más seguro. El señor Shandy se impone, como es lógico: debe parir en su casa, en el pueblo. Sólo que allí sólo hay una comadrona y un médico partero y papista, el doctor Slop. Mientras el parto sucede lentísimo en la habitación de arriba, en el salón de abajo, el señor Shandy, el Tío Toby, su ayudante el cabo Trim y el médico partero y papista hablan interminablemente sobre la cesárea, el forceps (que el médico aduce como un nuevo gran invento) y, sobre todo, sobre el bautismo. La burla descarnada se centra ahora en el catolicismo, sacando a colación un texto francés —auténtico— acerca del bautismo del homúnculo introduciendo una cánula en el vientre de la madre e incluso (¿por qué no?) bautizar a todos los homúnculos posibles introduciendo esa cánula en los genitales del padre. La criada Susanah avisa de que el parto es inminente y el forceps del doctor —se nos cuenta luego— aplasta la nariz del niño. El señor Shandy achaca eso a la mala suerte de que el niño naciera por la cabeza y no por los pies —como debería ser, afirma—.

Pero mucho ojo: Sterne nos dice que cuando habla de nariz habla de nariz aplastada y no de que al niño le aplastaran otra cosa, como ustedes, lectores, estarán pensando —añade—. Las digresiones sobre la nariz y el pene —incluso sobre los bigotes— se vuelven de nuevo irresistibles y por supuesto con una continua connotación sexual. Pero no acaban ahí las desgracias. El padre quiere bautizar a su hijo con el nombre de Trismegisto, nada menos, pero la criada Susanah no entiende bien el nombre y el niño acaba siendo bautizado como Tristram.

Es obvio que hoy, en el inglés actual, las correlaciones latinas entre Tristram y tristeza o desgracia (como los Tristia de Ovidio) no se aprecian de hecho, pero en el XVIII era algo mucho más claro, y sobre todo para un clérigo licenciado en Cambridge como Sterne. Los volúmenes 5 y 6 nos muestran a Mister Shandy escribiendo una Tristrapaedia, o sea, una Paideia, una forma de educar a su hijo Tristram. Sólo que divaga tanto que el niño va creciendo más aprisa que el tratado del padre. Y así a los cinco años presenciamos la última desgracia de Tristram. Ya hemos visto la desgracia de su engendramiento, la desgracia de su nariz y de su nombre y ahora se nos ofrecerá la última desgracia que presenciaremos, pues a Tristram ya no lo volveremos a ver. Con cinco años, repito, el niño tiene un día ganas de hacer pis. La joven Susanah, convertida en su niñera, siente escrúpulos de cogerle el pene para ayudarle a orinar y le dice si el señorito podría hacerlo solo. Tristram está de pie encima de una ventana y cuando se saca el pene le cae encima la parte de arriba de la ventana —que era de las de guillotina—. No sabemos muy bien lo que ocurre en el jaleo tremendo que se arma, pero el doctor Slop nos dice que todo se arreglará con una ple fimosis. Insisto que de la vida de Tristram ya no sabremos más. Pero sí de sus opiniones o las de Sterne y de los viajes de este por Francia y por Italia, que luego nos contará más detenidamente en El Viaje sentimental a través de Francia e Italia (la parte italiana no la pudo ya redactar) [4].

En 1766 Sterne publica un último volumen, el IX, que acaba con un chiste imprevisto sobre la famosa historia de una polla y un toro (a cock and a bull). Una Fábula de las mejores que en su género «yo he oído jamás», nos dice Sterne. Se dice que el toro, que era del señor Shandy, pero que prestaba servicio a toda la comunidad cubriendo a las vacas, ya no sirve para eso. El señor Shandy se indigna y proclama que su toro hubiera servido para raptar a la ninfa Europa e incluso que el hijo del criado Obadian era hijo del toro. La señora Shandy dice que no entiende nada sobre esa fábula, y quizá nosotros sólo podamos añadir en verdad que condensa todo lo que nos quería decir el libro: un sinsentido absoluto.

Y acaso pudiera entenderse así si no fuera porque en el capítulo II del segundo volumen hay una alusión directa al Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Y Sterne nos dice que ese es un libro de historia. Pero mucho ojo de nuevo: «la historia de lo que sucede en la mente de un hombre». La definición es magistral. Pues efectivamente a partir de aquí podemos leer acaso otro anverso del libro, otro tipo de urdimbre que no es distinta pero que sí le añade más complejidad de perspectivas. Trataremos de describirlo adentrándonos con mayor densidad en la Ilustración británica y continental europea.

4.- Intentaremos, pues, precisar más las cosas dando un pequeño rodeo: se insiste mucho en la afirmación de que la llamada estética posmoderna  se deriva de la supuesta crisis de la lingüisticidad y de la identidad en nuestros días. Algo que habrían tratado de evitar los textos teóricos tanto de Kant como de Hegel, que, por otra parte, jamás pensaron delimitar unos planteamientos estéticos hasta un momento determinado de sus vidas: hasta tropezarse con el cuerpo. De ahí que Terry Eagleton hable de la Estética como discurso del cuerpo (sin duda bajo la influencia de la teórica del feminismo Toril Moi, su compañera por entonces y a quien está dedicado el libro La estética como ideología);  y Rancière habla del paradigma estético como sensorium común (o sea, en relación con la política) donde se distribuyen las cosas y se hace visible el Arte. Pero evidentemente, deberíamos añadir por nuestra parte, hay que negar que el arte sea «tonto» o «sublime», como quizás podría derivarse de las afirmaciones de Kant y Hegel al respecto. Kant con su juego entre las categorías del entendimiento y las formas de la sensibilidad (o la finalidad sin fin, o sea, fuera de toda inteligencia) y Hegel definiendo la estética como encarnación de la Idea en lo sensible (el juego entre espíritu y materia, etc.), anulando finalmente a la estética misma.

Sólo que respecto al empirismo inglés del que venimos hablando, también me gustaría matizar algo más: por ejemplo en su aludido y obviamente decisivo Ensayo sobre el entendimiento humano John Locke, tanto en la primera edición de 1690 como en la sexta y póstuma de 1710, que es la básica, Locke, digo, finaliza su texto con una división de las ciencias en tres clases: Physiké (escrito en griego), o filosofía natural, que trata de los cuerpos y los espíritus (incluso de Dios y los ángeles); Practiké (también en griego) o sea, la regla que rige nuestra conducta hacia la felicidad; y finalmente —y aquí lo inesperado— Semeiotiké, o sea, la ciencia que estudia los signos y las ideas.

Permítanseme dos observaciones. Primera: ¿por qué aparece Dios dentro de la «filosofía natural» de Locke? Sencillamente porque a Locke le resulta imprescindible para legitimar la propiedad privada y el juramento de los contratos que debe ser sagrado. Por eso en sus Cartas sobre la tolerancia (1689), Locke señala que cualquier hombre puede elegir la religión que quiera o no elegir ninguna, sin que nadie le moleste por ello. Pero sin embargo excluye a los papistas y a los ateos. A los papistas porque son súbditos de otro Estado (el Pontificio) y a los ateos porque uno no se puede fiar de ellos en sus juramentos sobre los contratos de propiedad (lo único sagrado para Locke). Y una segunda observación: Locke dice (en la parte tercera de su Ensayo, la dedicada a las palabras) que las palabras son signos sensibles de nuestras ideas y a la vez que la significación de las palabras o de los signos es completamente arbitraria. Y por eso es necesario un lenguaje preciso y exacto. La sombra que hay por debajo no es la arbitrariedad, obviamente; la sombra que hay por debajo es el hecho de la imagen de las palabras como signos sensibles de las ideas. Y digo que es una sombra puesto que ya señalábamos que el giro lingüístico anglosajón (como lo llamó Rorty) consistirá básicamente en borrar las ideas y analizar sólo los enunciados o las proposiciones lingüísticas coherentes, etc.

O sea, que podemos apreciar desde hoy que ya en Locke existe una crisis de la imagen de los signos que evidentemente irá perdurando hasta nuestros días. Pero es que Sterne se ríe de que el lenguaje tenga que ser exacto y preciso: cada una de sus líneas rebosa ambigüedad, como decíamos, y disloca cualquier sentido posible.

Respecto a la crisis de la identidad (o sea del yo-soy-libre: Locke es obviamente el padre del liberalismo, aunque no del llamado «neo-liberalismo» actual) ocurre algo semejante: Locke legitima la identidad, configurándola a través de la memoria, el entendimiento y la voluntad. ¿Pero qué son estos tres términos? Evidentemente para los escolásticos «pre y postridentinos» (los seguidores del papado romano) memoria, entendimiento y voluntad son las tres potencias del alma divina inscrita en cada hombre. Y Locke necesita quitarse eso de en medio porque necesita al individuo libre y autónomo para que su sistema funcione (y toda la ideología capitalista necesita del individuo supuestamente libre y autónomo para poder explotar «libremente», para poder funcionar también).

Claro que el yo psíquico de Locke va directamente contra esas potencias del alma que Descartes había convertido en sustancias. Pero a la vez, Hume negará la división cuerpo/espíritu: por ejemplo recordando el ingenio de Cervantes en el capítulo XIII del Segundo Quijote, cuando Sancho se alaba por ser buen catador de vinos. En efecto, añade Hume, si el paladar no está refinado, la mente tampoco podrá estarlo. Y así Hume intentará hacer añicos al yo de Locke, precisamente para salvar al yo de otra manera. Estableciendo no una mente previa, como una lámina de cera donde van grabándose las impresiones sensibles para convertirse en ideas, sino como un proceso donde el yo se va a ir constituyendo: el problema de la identidad es obsesivo en Hume, como se sabe, pues en su Tratado sobre la Naturaleza Humana, llega a decir que el yo no existe. O sea, ese yo sólido y previo del que hablaba Locke es sustituido por el famoso «haz de sensaciones» que nos plantea Hume.

También se suele decir generalmente que Kant hizo una síntesis magistral de Locke y de Hume: pero de nuevo  convendría matizar esto, diciendo que Kant los manipula para conducirlos a su propio interés.

Fijémonos: Kant estaba tan feliz con la primera edición de la impresionante Crítica de la Razón Pura cuando leyó un furibundo ataque contra Hume traducido del inglés al alemán. Y Kant se asustó tanto con lo que leyó ahí acerca de lo que Hume decía que rápidamente preparó una segunda edición de su texto, con un pórtico que era una cita de Baco de Verulamio (o sea, Francis Bacon) que precisaba: «No hablemos de nosotros mismos». Y ello porque evidentemente Hume ponía su yo por delante en cada frase. Y eso es lo que hace Sterne: poner su yo (que es también el de Tristram o el de Yorick) delante de cada frase, para presentárnoslo como un proceso en el que va constituyéndose al «chocar» con el yo ya hecho y sólido de los demás personajes. Que precisamente por ello se nos presentan casi como arquetipos sin fisuras.

Como se sabe, Nietzsche llamó a Sterne el escritor «más libre» de la historia (después de Nietzsche, claro), pero ¿qué libertad es esa, aparte de las cuestiones técnicas narrativas? Muy sencillamente y en una palabra: lo que podemos leer en el libro de Sterne es que el intento de inventarse la vida como «yo libre» resulta imposible, o al menos lleno de brechas y heridas, puesto que desde antes de nacer (como ocurre con Tristram niño o como ocurre con Don Quijote que nace a los cincuenta años) ya hay todo un mundo que nos espera (familiar en Tristram, extraño en Don Quijote) y que nos va a ir imponiendo sus signos, su lenguaje y su inconsciente vital y configurando nuestro interior hasta acabar en fracaso.

No teológicamente, porque la vida sea finita, o, al modo hegeliano, porque el Espíritu se extravíe (como diría Kojève), sino literalmente: porque no nacemos libres sino que el inconsciente de la supuesta libertad se nos impone y nos destroza. Por supuesto que si el «inconsciente ideológico» fuera una campana aislante uno/a no podría escapar jamás de ahí, como piensa Stanley Fish, por ejemplo. Pero ese inconsciente —por fortuna— está lleno de brechas y fisuras, como muy bien mostró la Deconstrucción, y como ha planteado siempre el marxismo de Brecht o Gramsci.

5.- Y así llegamos a nuestro tercer estallido o contradicción literaria y artística: la invisibilidad de la mujer, en este terreno y en cualquier otro. Seré brevísimo porque es un trabajo que tengo en proceso.

Empecé a analizarlo a propósito de La obra maestra desconocida de Balzac [5]. Esta novela corta o «nouvelle» la publicó Balzac en 1831 (en su primera versión) en dos partes en la revista L’Artiste. Luego se reeditó en 1931, con ilustraciones de Picasso. Lógico, pues el relato nos cuenta una historia de tres pintores discutiendo sobre la vida y el arte o cómo dar vida al arte. El protagonista aparente es el joven Poussin (el texto se sitúa a principios del XVII) junto a un pintor imaginario, Frenhofer y otro real, Pourbus «el joven». Frenhofer cuenta que está pintando una obra maestra sobre una mujer, su gran amor, a quien nunca veremos. Pero de nuevo debo matizar: la primera parte la titula Balzac Gillette y la segunda parte Catherine Lescault, la supuesta amante de Frenhofer. A su vez Gillette es la joven amante de Poussin, a la que este exige que pose desnuda para Frenhofer, algo que a ella la desconcierta por completo. En la segunda parte, todos están en casa de Frenhofer: este les va a mostrar su obra maestra. Pero al quitar el velo que tapa el cuadro, ellos sólo ven manchas borrosas e inconexas y apenas se distingue el pie desnudo de una mujer. Mientras tanto, Gillette está desnuda y acurrucada en un rincón, pero también invisible: sólo Poussin se da cuenta de que está allí. Aquella noche, cuando todos se han ido, Frenhofer quema su casa y sus cuadros y muere entre las llamas. He aquí pues un libro en el que la invisibilidad de la mujer es prácticamente absoluta. Lo sintomático es que Richard Hamilton [6], el artista británico creador del término «Pop» en 1956, con su famosa imagen/collage titulada «¿Qué es lo que hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?», culminara su larga trayectoria en 2010-2011 con tres paneles creados por ordenador y sobrepintados a mano (Hamilton había aprendido a pintar sobre el cristal gracias a su amigo y maestro Marcel Duchamp) cuyo título es precisamente «La obra maestra desconocida». Parece increíble este nuevo homenaje a Balzac: pero Hamilton incluye ahí el taller de un Poussin maduro y la sobreimpresión de los autorretratos de Tiziano, Courbet y del propio Poussin. Y una mujer desnuda tendida sobre la cama que sin duda evoca a la joven Gillette.

Ahora bien: ¿por qué Poussin, Tiziano y Courbet? Sencillamente porque ellos sí habían intentado mostrar de algún modo la visibilidad de la mujer: Poussin había pintado un paisaje con una imagen absolutamente insólita en 1627. El desnudo de una mujer masturbándose en un claro del bosque, con un sátiro a sus pies y otro masturbándose a su vez tras un árbol. Tiziano porque había pintado la «Venus del perrito» o «Venus de Urbino» que posiblemente inspiró a Poussin (y desde luego a la Olimpia de Manet) o quizá por la mujer que aparece desnuda a la derecha en «El carnaval de los Andrios»; y Courbet por su cuadro «El origen del mundo», el célebre cuadro con el sexo femenino en primer plano, que Lacan guardó durante tantos años en su casa.

Lo decisivo en estos paneles de Hamilton no es obviamente que incluyera ahí a tres pintores de desnudos femeninos (tales desnudos son obviamente infinitos), sino que lo haga concentrándolo todo en la imagen de la mujer en primer plano y con tres célebres pintores observándola por fin. Y digo que esto es decisivo porque, en el texto de Balzac, el pintor Frenhofer había exclamado con rabia contra sus dos compañeros: «¡Pintáis a la mujer, pero no sabéis verla!». No se trata, pues, de pintar a la mujer sino de la cuestión ideológica absoluta de la invisibilidad de la mujer. En nuestra sociedad la mujer debería ser visible pero sin embargo aún no lo es.

Se suele decir —desde Marx— que Balzac  bajó a los sótanos para dar nombre a los que no lo tienen, para hacer visible lo invisible. Pues bien, eso es algo obvio en La obra maestra desconocida. Sólo que curiosamente algo similar fue lo que intentó Jean-Luc  Godard en 1965 en la película Alphaville [7].

En todas las películas de espías al estilo 007, básicamente por tanto las de James Bond, las «chicas Bond» eran absolutamente visibles como desnudos pero invisibles como personas; al igual que en todas las películas de ciencia-ficción la sombra del «Gran Hermano» de la novela de Orwell 1984, planeaba bajo el sonido de la voz de un robot tirano y las mujeres eran igualmente secundarias y robóticas. Pues bien: en Alphaville, Godard consigue que la mujer robótica se vaya transformando en una mujer auténticamente viva y visible. Claro que en gran parte gracias a Anna Karina (recién divorciada del director, aunque aún seguían viviendo juntos). De ella decía Godard: «Es una actriz nórdica, que tiene mucho en común con las actrices del cine mudo. Actúa con todo el cuerpo y no sólo de manera psicológica». En Alphaville, la ciudad del futuro (que en realidad eran los suburbios que entonces empezaron a proliferar en París) en todos los hoteles hay una especie de Biblia (como suele ocurrir en Estados Unidos), una biblia, que es de hecho un diccionario. En este Diccionario están prohibidas todas las palabras que puedan expresar sentimientos o emociones: por ejemplo, llorar o amar. Eddie Constantine (aquel mal actor americano que triunfaba en Francia como el detective Lemmy Caution) le ofrece a la protagonista un nuevo diccionario, para que ella pueda aprender a «releer». No es sólo que Constantine ejerza en cierto modo de Pigmalión, es ella la que se esfuerza en ser distinta. ¿Y cuál es el Diccionario que ella lee? Pues algo decisivo: se trata del libro de poemas de Paul Éluard titulado Capital del dolor, donde se incluye el famosísimo poema «Libertad». Al final de la historia, cuando ambos huyen en coche de Alphaville, la protagonista ha aprendido ya a balbucear algo nuevo. Mira a Constantine y le dice «Te amo».

Así termina la película y así terminamos nosotros. Pero fijémonos: ese «te amo» no es un sentimentalismo romántico, siempre atribuido a la mujer en nuestras sociedades. Mucho más agudamente, Godard nos trata de mostrar el hecho de que bajo el peso insoportable de la competencia capitalista, que nos conduce a la soledad y al antagonismo, cualquier otro tipo de relaciones personales está desapareciendo o ha desaparecido ya.

Pues en realidad se trata de eso: de la lucha por encontrar un diccionario otro, un inconsciente otro, que nos permita alcanzar el sueño de la libertad sin explotación, donde lo invisible pueda ser visible. Quizá comenzando por reconocer la gran trampa de nuestros días —y ya desde el XVIII— la trampa del «yo-soy-libre-por naturaleza», el falseamiento de la libertad que se nos ofrece.

No es imposible luchar por la conquista de un otro tipo de «libertad real».

 

II.- HACIA UN «ESTADO DE LA CUESTIÓN» EN LAS TEORÍAS LITERARIAS CONTEMPORÁNEAS

1.- Recopilando datos: decíamos que la literatura surge desde un inconsciente ideológico que se segrega a su vez desde las relaciones sociales existentes a las que sostiene en su cotidianidad. Y que, en este sentido, la literatura era una de las formas decisivas —en nuestro sistema cultural— de construcción del «yo» (o para decirlo más en estricto: del «yo soy» histórico). Pero insistíamos en que ese «inconsciente ideológico» que nace desde unas relaciones sociales dadas, se tematizaba o legitimaba a través de múltiples lenguajes: los teóricos, los artísticos, los cinematográficos, los digitales —hoy en especial—, etc. Lo que al final se implanta como «prácticas de vida» o como «normas discursivas» hegemónicas.

De modo que no se trata de estar a favor o en contra de una Teoría literaria específica, sino de averiguar de dónde provienen sus raíces.

Sin embargo algo debía ir mal en el campo de la Teoría al inicio del nuevo milenio: tanto como para que Terry Eagleton publicara ya en 2003 su libro Después de la Teoría; o como para que Antoine Compagnon señalara que la(s) Teoría(s) iban directamente contra el sentido común: contra el hecho evidente de que un libro era una cosa escrita por una persona, algo que se compraba y vendía en el mercado y que incluso había alguien que no sólo compraba ese libro sino que lo leía: el lector o la lectora.

¿Por qué este ataque a y este después de la Teoría literaria? Podríamos decir en principio que el campo de la Teoría se había ido progresivamente corroyendo, minando: se había desbordado el vuelo de los signos sin sentido, el ahora ya zumbido inútil de la discursividad posmoderna a-significativa y colgando de las nubes.

Y digo zumbido inútil del encadenamiento del signo tras signo (y como si la realidad social no existiera), porque quizá antes ese zumbido sí se había considerado útil frente al «exceso de realidad» con que había sido considerada cualquier propuesta marxista y/o alternativa, pero ¿ahora?

Lo inútil, lo arbitrario se volvía simplemente contra sí mismo: si ya no había adversario contra el que luchar, era la Teoría misma (incluso por su propio desbordamiento) la que había entrado en el vórtice de lo desechable. Un tercer síntoma: en 1997, Gerard Genette dejaba arrumbada toda su aparatosa arboladura técnica sobre la «Narratología» y retornaba, de manera más clásica, hacia La obra de Arte y La relación estética (hay traducción española en Lumen, Barcelona, 2000). Un terreno este, el de la estética filosófica, en el que se enraizaban, cada vez más profundamente, Badiou, Rancière, el propio Eagleton, Toni Negri o el sartreano Jameson (y por supuesto la antropología lacaniana de Zizeck). De modo que la gramaticalidad y la textualidad de los bellos y viejos campos teóricos se marchitaban y agostaban sin remedio. En el acontecimiento de la literatura —el formidable y sarcástico libro citado— de 2012, a Terry Eagleton no le quedaba ya más remedio que debatir con su único entorno vivo: la filosofía del lenguaje del Empirismo anglosajón actual.

Pero había más:

A) Si los USA (con su hábil estrategia ideológica) habían despertado de su somnolencia histórica de siglos a unos fundamentalismos islámicos que —armados con kalasnikov y la última tecnología digital en una mano y el Corán en la otra— se extendían desde Afganistán al gran territorio de la primavera árabe y desde París o Londres a Wall Street, había que tener en cuenta no sólo el ataque a las Torres Gemelas, o incluso el 11-M, no sólo los absurdos planteamientos aniquiladores sobre Irak, sino el hecho básico de que tales «yihadistas» islámicos no utilizaban (para vivir o matar/morir) palabras «humanas» sino palabras «sagradas». Y contra esa sacralización la Teoría no tenía nada que hacer. Y
B) La reestructuración individual y colectiva del dominio del capitalismo financiero de hoy; y, por consiguiente, el desmantelamiento progresivo de la enseñanza pública (desde la infantil a la universitaria), en el nuevo sistema de acumulación capitalista (desde los años 90 hasta el 2008 y desde entonces a nuestros días), dejaba asimismo arrumbados los llamados Estudios humanísticos —especialmente en la esfera superior— y en ese derrumbe general la Teoría Literaria (o la propia Literatura) difícilmente podían ser amnistiadas: lo han ido siendo hasta ahora, pero convertida la Teoría en una especie de «olla podrida» o una ensalada mixta donde todos los lenguajes artísticos y/o teóricos intentarían salvarse. La literatura por su parte claro que pervive, salvo que pervive sin aura.

2.- Pues bien: en el año 2002 yo mismo publiqué un libro en el que me negaba a aceptar que ni la Teoría ¡ni mucho menos la Literatura! fuera(n) una cuestión «desechable». Pero para eso había que darle al libro (que se tituló: De qué hablamos cuando hablamos de literatura, col. De guante blanco, ed. Comares, Granada, 2002) un horizonte de lucha, de vida continua. Y así en el Prólogo (y en los tres capítulos siguientes) me dedicaba a hablar de la situación auténtica de la teoría y de la historia —nunca he sabido separarlas— en esta realidad que nos rodea.

Y paso a resumir lo que escribí, en tanto que aún hoy me parece un buen «estado de la cuestión» acerca de los debates en torno a los que se movía (y se sigue moviendo) la Teoría literaria: la Teoría está ya incrustada de un modo u otro, en el «campo literario» de que habló Bourdieu. Pero no sólo esta Teoría moderna y posmoderna, sino aquella Norma literaria de la que hablé alguna vez y que en sí misma (con sus diversas variaciones) ha acompañado siempre —más o menos silenciosamente— a las obras literarias.

Pero, repito que en el año 2002 las cosas se habían llevado a tales extremos, que me vi obligado a escribir lo que trataré de condensar al máximo ahora. Debo recordar que el capítulo se titulaba Las teorías literarias contemporáneas, como un comentario lector del libro del mismo título del profesor italiano Francesco Muzzioli (de la Universidad de «La Sapienza» de Roma) y que se subtitulaba: La alegoría, lo grotesco y el distanciamiento como alternativas literarias. O sea, respectivamente, Walter Benjamin, Bachtin y Bertold Brecht, en tanto que guías de escritura práctica y teórica. Quizás —o sin duda— era demasiado optimismo eso de creer entonces en «alternativas» y sobre todo «literarias». Pero es curioso que ya en ese tiempo comenzara a hablarse no solo del famoso «linguistic turn» (el famoso «giro lingüístico» que se habría impuesto a partir de Richard Rorty, etc.), sino —y esto es lo que importa— de un incipiente «political turn», un giro, una vuelta de tuerca en la línea de los horizontes vitales existentes: la «gente» (ese término difuso, luego tan utilizado) comenzaba a darse cuenta de una verdad indiscutible. La democracia, esa preciosa conquista, debería servir para mejorar las condiciones globales e individuales de vida, no para establecer la precariedad y la explotación en favor del capital. De modo que esbozar alternativas —incluso literariamente— parecía volver a hacerse posible. ¿Pero cómo alcanzar las brechas o las fisuras del inconsciente ideológico de nuestra literatura inscrita en las relaciones sociales hegemónicas de nuestra vida cotidiana?

3.- En este sentido la posmodernidad sería un «de aquí a la eternidad», un circuito cerrado y célibe, un bunker donde sólo existiría ese magma de la indiferencia global. Por el contrario la alternativa significaría (o debería significar al menos) la especificidad literaria no como ontología separada de todo, sino como relación concomitante de la Sottolingua literaria con la historicidad (con la determinación histórico/cultural) y, consiguientemente, con  la capacidad de crítica y de polémica a través de la relación entre ideología y lenguaje. La clave podría hallarse en Benjamin con su diferenciación entre «estetización de la política» (el Símbolo ahora posmoderno) y la «politización de la estética» (la Alegoría como dialéctica de las contradicciones). En suma, el valor de cambio del mercado capitalista inscrito en los planteamientos posmodernos frente al valor de uso de la especificidad literaria representada en las vanguardias. Aquí aparece un punto ambiguo, según creo: la referencia a Adorno y al poder del «lado oscuro» del arte vs. la industria cultural. Pero también saber diferenciar entre la oposición de las primeras vanguardias al «realismo burgués», defendido por Lukács, y la situación actual donde la posmodernidad se opondría a cualquier realismo porque para ella «todo es lenguaje». Las escrituras alternativas se enfrentarían directamente a esto, haciéndose cargo del exterior, de las batallas colectivas, frente a la cadena del signo tras signo propia de los posmodernos. La pregunta definitiva sería, pues, ésta: ¿cómo se fabricaría el código de esos signos hegemónicos desde la nueva acumulación del capital? Frente a la «estética de la textualización indiferente» (en suma, frente a la «compatibilidad» con que  lo posmoderno «dribla» las contradicciones), frente al «tutti a casa», o sea, la retirada y la renuncia a la Resistenza, las alternativas actuales se propondrían el resistir,  la permanencia de la oposición, la «Strategia del risveglio», del «despertar».

Sólo que aquí es necesario introducir un matiz: el último libro de Muzzioli sobre las teorías literarias contemporáneas ya no es sólo un libro de Resistencia (con la importancia que esa palabra tiene en la memoria italiana), sino que es un libro de Contrataque, según palabras del propio autor. Y este matiz explícito va a tener una importancia decisiva.

Los nudos claves de esta coyuntura de contrataque son básicamente tres: por supuesto la Alegoría de Benjamin (que ha estado siempre presente hasta ahora), lo Grotesco de Bachtin y el Distanciamiento de Brecht.

Son estos tres nudos los que permiten a Muzzioli pasar de la «posición de trincheras» (la guerra de posiciones, por parafrasear libremente a Gramsci) a lo que él define ahora como una clara salida de lucha en todos los niveles: el contrataque a través de la propuesta de una «Poética política». Esto no estaba tan explícito en su libro anterior sobre la crítica moderna, en el que se analizaban las posturas del Panlingüisticismo, de Lukács, la Escuela de Frankfurt, Della Volpe, Freud, Blanchot, Frye, Starobinski, etc. 

Lo que ahora se trata de exponer es una situación que ha cambiado muchísimo, y que estaba cambiando «ya antes» del primer libro. Nada menos que esto: la constatación de que el vasto campo de la Teoría se había extendido más allá del ámbito de Las teorías de la literatura. Y más aún: Las propias Teorías literarias se habrían extendido más allá del objeto literario. Esto era (es) un síntoma crucial. Si las teorías literarias ya no son propiamente de la literatura sino que pretenden globalizarlo todo, es porque todo se ha literaturizado. El mundo se ha convertido en texto, la filosofía se ha deslizado hacia la estética, la antropología es retórica, la historia es narración o metarrelato, etc. Sería el signo básico de la posmodernidad: la textualización del mundo, el mundo como escritura. No es extraño así que en el capítulo dedicado a Bloom, Muzzioli recuerde un famoso aserto del «dragón» americano: dadas las cosas como están, los fundamentalismos religiosos acabarán con la literatura, puesto que si el mundo se ha convertido en libro, solo el libro divino puede explicar realmente la escritura del mundo. Con la cuestión irónica con que Bloom concluye este aserto. ¿Qué llevarse a una isla desierta? Con Shakespeare y la Biblia bastaría. Aunque creo que ni el propio Bloom se da cuenta de la contradicción ahí inscrita. En la Biblia el mundo está escrito por Dios; en Shakespeare el mundo es un libro escrito por un idiota, con mucho ruido y furia, pero sin ningún sentido. ¿Cómo compaginar ambas escrituras? Sin duda acabarían peleándose en la isla. Pues ¿qué significa este ningún sentido de la literatura? ¿y qué significaría el «fuera de texto» que a fin de cuentas representaría la isla perdida?

4.- Esto es lo que pretende dilucidar Muzzioli a través de su obra. Se señala hasta qué punto la expansión de la Teoría no se debería a una expansión de la literatura (sobre todo de la estrictamente comercial) sino más bien a su interconexión con los Estudios culturales y con la amalgama de discursos que tratan de abrirse paso en los departamentos de Comparative Literature en USA. Como obviamente sin contar con lo que se hace en USA hoy no se puede hacer nada, Muzzioli elige tres síntomas al respecto. La admiración de G. Steiner (oh, qué universidad para las humanidades); el escepticismo de un sociólogo como P. Bourdieu (qué soledad, qué aislamiento respecto a cualquier objeto real que se estudia) acerca de la Universidad de Santa Cruz en California; o la postura de una feminista como Julia Kristeva: así será la humanidad del futuro, cuadrículas de extranjeros que no se conocen y que sólo intentan comunicarse por Internet. Pero sin duda también —añade Muzzioli— cobertura cultural del imperialismo actual.

5.- Sólo que de hecho, cuando constatamos todo esto, nos damos cuenta de que se ha producido una especie de invisible pero inevitable Political turn. Como indicábamos, la extensión de la teoría no viene dada por la correlativa extensión de la literatura, sino a la inversa, como una salida de la estrechez literaria. La extensión de la teoría se debe más bien a la extensión de la opresión. La opresión se ha alargado: no se remite ya sólo a las clases sociales, sino a las cuestiones sexuales, a las etnias, al problema mismo de la identidad en cualquier sentido. Todos estos planteamientos parecen obvios, pero Muzzioli resalta sobre todo su expresión localizada en el ámbito político en sentido lato. Por eso indudablemente lo literario no basta, sino que se trata de plantear una Poética política. Aunque a algunos esto les parezca un planteamiento ingenuo, quizás sea sólo porque habría que replantearse también otra cuestión: la de base y superestructura. El problema es complejísimo y no podemos sino esquematizarlo aquí. Para Muzzioli la aparente falta de «base rea»l no impide en absoluto la realidad de la lucha cultural en el sentido gramsciano. 

Y literatura alternativa en tanto que descentrada, en tanto que crítica y autocrítica (y sobre todo crítica de la ideología dominante). En esta literatura alternativa la teoría encontraría ya una primera «base», puesto que si la ideología dominante fuera hegemónica y sin fisuras no habría posibilidad de crítica. Y sin embargo esa realidad crítica existe más o menos latente por todas partes. Es lo que hacía explícito G. Lucente al señalar en este sentido su simpatía por el feminismo. Pero sobre todo por una cuestión crucial: en la posmodernidad, la literatura entra obviamente en contradicción con el sistema de comunicaciones actuales. Lo que lleva a dos consecuencias claras: o la marginalidad (en Italia apenas se publica poesía, dice Muzzioli) y el discurso del otro; o bien la autopromoción, en el sentido de mantener el pasado como valor (o el valor del pasado). Lo que curiosamente implicaría una devaluación de la Teoría (como ocurre en G. Steiner) puesto que se supone que el texto clásico es autotransparente.

6.- Pero en este Political turn actual no se trataría precisamente de conservar el «pasado conservado» sino de reinterpretar ese pasado y sobre todo de reinterpretar el presente como historia. Es el hecho que Muzzioli denomina «Cómo vuelve la historia», frente al lábil «modelo ahistórico» de lo que fue la posmodernidad. La pregunta histórica retorna a través de formulaciones tan indubitables como qué es la mujer en tanto que hecho histórico, cuál es la relación entre universalismo y relativismo en los Estudios Culturales, qué significa la emergencia de los nuevos nacionalismos islámicos, etc. Muzzioli analiza en este sentido el neohistoricismo («conservador», por supuesto) de los americanos Stephen Greenblat y Louis Montrose, desde la perspectiva de contexto y poder. Por una parte una poética de la historia, pero a la vez una influencia mayor de Foucault que de Derrida. En el sentido de las Representaciones foucaultianas: ¿qué subversión puede haber de cualquier sistema, si ésta está provocada por el propio sistema? Montrose analiza la relación entre poética y política en el Renacimiento, mientras que Greenblat utiliza la correlación de discursos, desde Bali a la Doña Marina de Cortés, dando importancia sobre todo a la teoría de la anécdota, al pequeño detalle narrativo. Pero el análisis de Muzzioli se centra sobre todo en Gran Bretaña donde, bajo la influencia de Raymond Williams, se estableció el materialismo cultural como base de los Estudios Culturales. Muzzioli analiza por ejemplo la obra de Jonathan Dellimore acerca de la cultura homosexual, o la de Catherine Belsey (Desire, 1994), un texto en el que lo importante es (dentro del paradigma de la aniquilación de las diferencias entre alta y baja cultura) la recuperación de la novela rosa, e incluso la legitimación del éxito de Lo que el viento se llevó. En consecuencia el descentramiento althusseriano actuaría no sólo en la «escritura interrogativa», sino igualmente en la «escritura de masas». Brannigan sería el representante del «eclecticismo» por excelencia, mientras que el más radicalmente marxista Jackson compara a los culturalistas con los «jóvenes hegelianos” a los que criticaban Marx y Engels: sólo tienen la revolución o la emancipación en la cabeza. Pero los Estudios Culturales sobre la realidad contemporánea están básicamente encabezados en Gran Bretaña por un «ex-duro» como Stuart Hall, que analizó los movimientos contraculturales en la juventud americana de los sesenta, y que procura siempre utilizar el término de Articulación (tan criticado a veces, por otra parte) de la cultura con el resto de las realidades vitales. Para ello Hall sigue basándose en los nombres claves de Gramsci, Volsonivov o Bachtin, lo que, en contrapartida, parecería obligarle a mantener todavía respeto por el Gran Arte y las estructuras de la cultura occidental. Algo a lo que se opondrían los más simbólicamente marginados de origen, como el australiano Tony Bennet, o el investigador americano de origen palestino Edward Said (con una amplia panoplia de estudios literarios), que se considera «víctima de las víctimas», pero que prefiere hablar de una «afiliación» a la lucha, en vez de hablar de una «filiación», lo que supondría un genetismo demasiado directo. Por supuesto el nombre de Said es hoy fundamental en este tipo de análisis, como lo son también Homi Bhabha, que prefiere hablar de negociación («in/between») entre las diversas culturas, en vez de hablar de negación sin más, algo que asumiría/criticaría Ania Loomba, pues la imposición occidental es obviamente hegemónica. Hemos dejado para el final al ya citado italianista americano Gregory Lucente (a quien Muzzioli dedica el libro, junto a su maestro Ignazio Ambrogio) porque ha sido el más acervo crítico de un marxismo literario o cultural refugiado sólo en la Universidad, una izquierda académica. De ahí quizás las polémicas de Lucente con una figura como Jameson: ¿por qué, se pregunta Lucente, Jameson eligió a un «ilustrado» como Adorno, en vez de a un marxista mucho más auténtico como Walter Benjamin? Ahí radicaría lógicamente, para Muzzioli también, todo el quid de la cuestión: el salto mortal que dio Jameson desde la noción de inconsciente político, defendida por él a principios de los años 80, hasta su posterior defensa totalizante (aunque contradictoria) de la Posmodernidad. Adorno sería para Jameson el verdadero paso hacia lo posmoderno, el dialéctico de los 90 (y eso resulta intolerable tanto para Lucente como para Muzzioli).

7.- Con la simpatía de Lucente hacia la consciencia feminista de la explotación, entramos en el apartado dedicado a Diferencia de géneros. Muzzioli analiza sobre todo las propuestas de Hélène Cixous, de Rosi Braidotti, de G. Ch. Spivak (muy ampliamente) y de Julia Kristeva, entre otras. El esquema que se desprende de los planteamientos de Muzzioli es cuando menos sugestivo, aunque evidentemente bien conocido. Siguiendo a la filósofa Braidotti el planteamiento sería más o menos éste: ya que todo el Logos es falocéntrico, un Logos (una Teoría en sentido estricto) femenino resultaría imposible. Entonces (según Braidotti y Spivak) habría que utilizar otros valores que no fueran los de la Razón objetiva y la abstracción falocéntrica propia de la Teoría (masculina). Así los valores alternativos de la presencia del yo, del cuerpo, de la sensibilidad, de la poesía y de lo bello (curiosamente: los signos que el espejo masculino ha otorgado siempre a la mujer); incluida —especialmente en H. Cixous— la cuestión de lo místico laico, o sea, el deseo corporal fundiéndose en el alma, como en Santa Teresa o en San Juan de la Cruz. Esa membrana mística, permeable entre el cuerpo y el espíritu, sería también lo que habría permitido a Julia Kristeva recuperar el psicoanálisis y los semanálisis de su época de Tel Quel. Es decir, la confrontación entre lo semiótico (dislocador del lenguaje: el lavado poético o narrativo del significante) vs. el orden simbólico del discurso social opresivo, aunque ahora esa recuperación se haga desde una perspectiva mucho más humanista o moralizante.

8.- Mantener el valor del pasado literario frente a la razón funcionalista y los niveles actuales de aculturación sería la tarea de G. Steiner, este sí un místico hasta el extremo de sí mismo, como lo prueba  su autobiografía Errata. El rechazo de Steiner a la Teoría provendría de su imagen de la obra clásica como cuasi creación divina, algo ante lo que la crítica devendría inútil. El crítico acaso sería un acompañante cortés y sensible, ante la autoevidencia histórica, decimos, de la Gran Obra. Harold Bloom seguiría manteniendo la jerarquía y el elitismo que rodean al «genio» (y quizás a él mismo: el lector genial). Siguiendo a Vico, Bloom establecería una especie de decadencia: edad aristocrática, democrática y caótica (la actual: como se ve fácilmente es la misma cuestión de Comte —edad teológica, filosófica y científica— sólo que al revés). Pero afortunadamente estamos volviendo a la edad teocrática primera y eso (como indicábamos al principio) cancelaría cualquier literatura y cualquier canon literario. Antimarxista y antipolítico (¿qué significaría eso?) Bloom sueña sin embargo con Freud como si fuera Jhavé. Y su Canon famoso no es más que el pathos de la preferencia personal. De ahí la angustia del escritor ante «las influencias» y quizá su preferencia personal por la isla desierta con Shakespeare y la Biblia. Los planteamientos hermenéuticos que a continuación analiza Muzzioli son asimismo bastante conocidos: la conservación del sentido en Gadamer, la idealidad comunicativa de Habermas, las dislocaciones en torno al surrealismo de Peter Bürger, etc. Un crítico marxista como Romano Loperini introduciría el materialismo dentro de ese ámbito de valores hermenéuticos, mientras que  Guido Guiglelmi volvería a preguntarse sobre el valor intrínseco de las vanguardias, en diálogo con todos los autores que acabamos de citar. Para concluir con los italianos, Muzzioli señala cómo Vattimo habría secularizado a la literatura y la filosofía para envolverlas luego en una especie de aura religiosa, mientras que Ceserani haría hincapié en la historiografía y Raimondi en una hermenéutica de largo alcance en la comprehensión del texto, englobando a Benjamin y Bachtin.

9.- El apartado que Muzzioli dedica a «Ideología y contradicciones» me resulta más complejo de analizar, no sólo porque ahí tiene la delicadeza de citarme, sino porque ahora sí que todo depende de la ambigüedad máxima con que se establecen los términos de ideología (en cualquier sentido) y de lo que se entienda por contradicciones reales y contradicciones en el discurso. Althusser, Balibar, T. V. Dijk, Zizek y algunos otros nombres aparecen en la introducción a este capítulo. Diré sólo que Muzzioli, que tiene una indudable simpatía por Eagleton, señalará luego que el libro de Eagleton, Ideología. Una introducción, resuelve casi todos los problemas al respecto (cosa que dudo mucho por mi parte). El análisis de la de-construcción vs. la ideología es sin embargo esclarecedor. Muzzioli introduce ahí a Geoffrey Hartman, J. Hillis Miller y, por supuesto, a Paul de Man. Y dos términos básicos: por un lado «para qué escribir crítica» y por otro lado «la visión del Texto como totalidad». Son dos cuestiones de fondo con las que se enfrenta el libro continuamente. También lo «sublime» aparece aquí por primera vez y da la impresión de que a Muzzioli ese término no le desagrada. ¿Quizá por razones estéticas, quizá porque supondría lo no alcanzable por el mercado? Su estudio de P. Bourdieu es muy valioso, aunque de cal y arena (y echo de menos la referencia a La ontología política de Heidegger, un texto básico en Bourdieu), pero Muzzioli analiza con precisión las contradicciones inscritas en la noción de campo literario autónomo (tal como lo establece Bourdieu centrándose sobre todo en Flaubert) y desde luego resalta con fuerza las nociones de habitus y de distinción, claves, como se sabe, en los planteamientos del sociólogo francés. Mientras que el análisis de Eagleton rebosa complicidad, como esbozábamos, incluso acentuando otra vez la noción de lo sublime, las actuaciones últimas de los posmodernos clásicos son diseccionadas por Muzzioli con precisión pero quizá no sin un punto de ironía. Así el último Derrida ¿próximo? a Marx, a Jameson y a Eagleton (pero también a H. Cixous, en una obra teatral conjunta) es delineado a través de la imagen del fantasma o del espectro y de las ambivalencias de sus últimas tendencias hacia la creatividad literaria. Del mismo modo se analiza el inesperado lugar final de Lyotard, defendiendo causas que a Muzzioli no le desagradan, aunque Muzzioli no pueda olvidarse del pasado de Lyotard. Esas «causas buenas» serían quizás la defensa por parte de Lyotard del «conflicto» en lugar del pálido «dialoguismo» de Habermas; su defensa del deseo en la literatura (el deseo que de hecho se llamaría vanguardia) y de lo sublime kantiano (¡otra vez!: pág. 114), o sea, la relación estético/anestético, casi como en Eagleton. Pero también aparece el Lyotard distorsionado que habla de la «fuerza de trabajo» de la parturienta, y su visión ingenua de la energía libidinal y de la infancia, etc. (sin olvidarnos de las «tonterías» del último Lyotard acerca de la ciencia-ficción, etc.) Baudrillard es visto sobre todo a través de su insistencia última en la «estetización práctica», mientras que en Jameson más que de un «inconsciente político» debería quizás hablarse de un «inconsciente histórico». Y este es un reproche muy fuerte que hace Muzzioli.

Pues, en efecto, ello indicaría el verdadero fiasco que Muzzioli encuentra en Jameson. Yo diría que le reprocha haberse convertido prácticamente en un Dilthey, un totalizador del espíritu de la época, un «geist» del que nadie podría escapar. Muzzioli señala en estricto que esa totalización de lo posmoderno que hace Jameson nos remite de nuevo al problema de la superestructura. Algo así como si Lukács hubiera señalado que La destrucción de la razón era la única realidad global de los años 20-30. Así la utilización por parte de Jameson del llamado «Cuadrado de Greimas» supondría el verdadero signo del cierre ideológico de nuestra época. Para Jameson la ideología significaría «Inventar (el subrayado es mío: J.C.R.) soluciones imaginarias o formales a contradicciones sociales insolubles». Por eso ahí no cabría la crítica o la alternativa sino sólo el diagnóstico. La totalización posmoderna bloquearía cualquier crítica o distanciamiento. Las diferencias con lo moderno no están nada  claras y lo sublime para Jameson es sólo lo «sublime histérico». Bien es cierto, añade Muzzioli, que frente a la imagen capitalista de que la utopía ya está aquí, realizada en el mercado, Jameson distingue entre ideología y utopía, en el sentido radical de este último término siempre inscrito de algún modo en los discursos. A Muzzioli le gusta más el nombre de David Harvey, con su libro La condición de la posmodernidad. Harvey señala, en efecto, que Jameson «exagera» y que lo que se llama posmodernidad no es más que una nueva forma de acumulación del capital, la acumulación flexible, etc., donde precisamente es posible asentar la propuesta básica del contrataque de Muzzioli. 

Linda Hutcheon es traída a colación quizás porque fue una de las primeras en hablar de la fusión entre Poética y Política. Pero las diferencias con Muzzioli son obvias: para Hutcheon el arte posmoderno no puede ser otra cosa que político porque necesita inscribirse obligatoriamente en el mercado; en vez de de-construcción ella prefiere hablar de de-doxificación y de reformismo interno en todos los niveles. En el nivel poético se trataría de utilizar las paradojas, el hibridismo de géneros, pero también la representación tradicional: por ejemplo, la novela histórica, no como parodia satírica (que sería su fuerza moderna) sino como «pastiche» posmoderno enclavado en la ironía. Por su parte el holandés Douwe Fokkema habría trasladado la alta posmodernidad a los años 60 (¿cómo segunda vanguardia?) y la habría diferenciado de la de los años 80 con una de las definiciones más curiosas que se han dado nunca: la diferencia entre los escritores que todavía admitían el suicidio como probabilidad, frente a la posterior escritura de las superficies, donde cualquier significado polémico estaría excluido. Para Todorov, en su humanismo último, la posmodernidad sería sólo una charla que circularía por los Campus; mientras que el ensayo/planfeto de Eagleton (que efectivamente tiene bastante gracia) sobre las Ilusiones de la posmodernidad, señalaría en ésta, sobre todo, su falta de distancia crítica, y aunque se opondría a la alta cultura, carecería de validez política alguna, salvo la de mantener el sistema (diría, por mi parte, que Eagleton una vez más deja transparentar aquí su apoyo a la razón iluminista, algo muy propio del marxismo británico). Pero la ironía va más allá en Eagleton: si la posmodernidad supone el anything goes, el «todo vale», el lavarse las manos, entonces, y evidentemente, Poncio Pilatos sería el primer posmoderno. El ataque de Eagleton es mortífero respecto a los dos ejes claves de la posmodernidad: la imagen de la utopía ya realizada en el mercado capitalista y la imagen de lo «indecidible» en cualquier sentido.

10.-  A partir de aquí Muzzioli empieza a ofrecer ya sus alternativas concretas de vanguardia literaria (¿y política?). Comienza con la teoría de la explosión de Lotman, o sea, la creatividad vanguardista e individual, el sintagma vs. el paradigma o la lengua como sistema, puesto que todos los sistemas serían totalitarios. La explosión valdría tanto en la creación artística como en la científica, y lo que importa siempre es la libertad vs. el determinismo (demasiados aspectos positivistas y románticos funcionan aquí, por supuesto). Pero la diferencia entre lengua y mundo es obvia en Lotman. Como señala Muzzioli: ¿Qué Baudrillard podría enseñarle a Lotman, después de la caída de la URSS, que la historia es una ilusión?

Por su parte, Peter Bürger que habría comenzado por intentar historizar la estética, basándose además en la alegoría de Benjamin y el montaje de Brecht, habría vuelto, decíamos, al pesimismo de la vanguardia surrealista: la intensidad del deseo aumenta la desesperación, las puertas del sufrimiento. El sujeto estaría así oscilando siempre entre ese inconsciente y la capacidad del amor para transformarlo en un yo nuevo. Pero Muzzioli se extiende sobre todo en el análisis que Bürger hace de la relación entre Bataille y Hegel. Pues, en efecto: la dialéctica Amo/Esclavo de Hegel invierte sus términos en Bataille. Una vez caído el «esclavo» como signo de la emancipación humana, sólo quedaría la soberanía del amo o del señor: una autonomía de la voluntad, una superioridad frente a lo útil y la necesidad, el gusto por el desafío absoluto, etc. (En el fondo otra vuelta al hegelianismo trágico de Kojève, tan presente en Paul de Man o Klosowski, etc.).

Tras señalar la importancia de la retórica (en contra de la tradición de Croce) y analizar (¡nada menos!) la obra de Iser, Schmidt, Genette, Ricoeur, Jonathan Culler, Rorty, Eco, etc., Muzzioli nos lleva al final, o sea, al principio de este libro. Todo su minucioso y preciso recorrido no ha sido para Muzzioli una mera acumulación descriptiva de nombres y de tendencias (como quizá pueda parecer por el esquema obligado que hago). Muy al contrario: ese recorrido le ha servido para establecer las bases del paso, anunciado al principio, desde la resistencia al contrataque. Y para insistir en los tres nucleos claves que sostendrían la escritura alternativa. Como indicábamos, la alegoría de Benjamin, lo grotesco de Bachtin y el distanciamiento de Brecht (al que incluso se ha acercado el último Jameson). Tras una larga discusión con el francés Compagnon y con el americano Culler, Muzzioli nos invita a «discutir con el texto» desde la perspectiva de un materialismo “abierto” que sirva a la vez como crítica de la teoría (en el sentido de que ésta intente evitar una teoría de la crisis, de las contradicciones). En el fondo podríamos decir, por nuestra parte, que el auténtico humus, el invisible inconsciente hegemónico que la ideología burguesa habría establecido desde el XVIII hasta hoy, no ha variado, de hecho, en sus raíces profundas; pese a todas las sinuosidades de superficie que Muzzioli nos ha mostrado en la lectura de estas teorías literarias contemporáneas. Pero eso no implica ninguna parálisis de lucha, sino, muy al contrario, la percepción de las brechas y las fisuras desde las que es posible iniciar —o continuar— la lucha. Aunque las dificultades sean siempre múltiples, a nivel colectivo y sobre todo personal. Sólo que como señala el propio Muzzioli en la última frase del libro: «Después de todo no es el destino oscuro sino instrumentos humanos quienes han producido la contradicción».

Y lo que los hombres hacen, también los hombres lo pueden transformar en la historia. De ahí, al menos como comienzo, la necesidad de una Poética política, de una alternativa literaria y de una lectura crítica de la Teoría. 

Frente a la «estrategia de la araña», de nuevo la «strategia del risveglio», del despertar.