Sin Juan Carlos Rodríguez, hay toda una generación de poetas y creadores que no habría sido posible, o al menos no habría sido posible de la manera en que los conocemos. Padre, sin duda, de la corriente conocida hoy en los círculos literarios como la otra sentimentalidad, pero ni mucho menos sólo eso; sino imprescindible teórico marxista de la literatura y de cualquier aspecto relacionado con la producción ideológica y cultural. Pensador indómito y fértil, brillante y enriquecedor. Capaz de integrar corrientes para elaborar su propia doctrina. Generador de una obra intensa y singular fruto de su pasión por el estudio y cuya influencia en posteriores producciones, literarias, filosóficas y culturales ya es notoria, aun cuando no siempre se reconozca.

En el inicio de los años 80, llegué a la Facultad de Letras de Granada ya con bastantes poemas en mi carpeta Con poemas en los que pretendía entender y hacerme entender. Admiradora de Garcilaso, Jorge Manrique, Teresa de Jesús, Rosalía de Castro, Emily Dickinson, Bécquer, Góngora, Quevedo, Juan Ramón, Machado, Alberti, Lorca, Kavafis, Rilke... poetas a través de cuyos versos aprendí a leer el mundo donde yo vivía. Pero no llegué a entenderlo del todo hasta que entré por primera vez en la clase de Juan Carlos Rodríguez  y encontré aquel profesor fascinante, seductor, cargado de humor inteligente y a su vez riguroso, sensible y pasional que disfrutaba enseñando. Supe entonces y con absoluta seguridad que había encontrado a mi maestro.

Ya en las primeras clases nos hacía dudar de la dicotomía entre, por una parte pensar y por otra sentir. Hemos distinguido teoría y práctica como dos polos opuestos, como si la teoría no fuera una práctica o como si en cada práctica no hubiera implícita una teoría. Lo que se piensa se siente, y lo que se siente se piensa, nos decía.

Su obra me impulsó a releer a mis autores con otra  mirada sabiendo ya que hay una historia tras cada posición que la determina ferozmente. A entender la literatura como discurso radicalmente histórico y al autor como sujeto radicalmente histórico; libre sí, para ser explotado. A descubrir que lo único que está por encima del bien y del mal en el capitalismo, es la ganancia. La literatura, la filosofía, las humanidades no producen beneficios. En la Teoría e historia de la producción ideológica, Juan Carlos nos mostraba cómo el capitalismo nos conduce al desamor y a la soledad,  y mis versos empezaron a sentir la necesidad de asumir el compromiso.

Desde esa nueva dimensión me propuse  volver a mirar a mi alrededor, revisar la historia recuestionando tanto lo aprendido como mi pretendida condición de poeta, y es más, de mujer poeta. Qué diferente se dibujó ante mí, por ejemplo, la silueta de Ana Karenina, lanzada al tren, como una metáfora perfecta de las ideologías agrarias contra la máquina y los cambios que introducía; frente a la, hasta entonces, simplemente desdichada heroína romántica.

Juan Carlos Rodríguez ha sido un maestro, en el auténtico sentido de la palabra maestro. La numerosísima prole de discípulos hoy sentimos el desgarro de una parte de nosotros, sentimos una ausencia que cuesta soportar y lo sabemos imposible de reemplazar; sin embargo, no estamos tristes. Nuestro querido y entrañable maestro ha vivido, leído, viajado, pensado, escrito, ha amado y ha sido amado, nos ha enseñado a defender el valor de la razón y el valor del corazón y sobre todo nos ha dejado sus reflexiones para iluminar nuestros textos con un foco esclarecedor.

¡Cinco minutos nada menos! fue la exclamación divertida (título de una antigua opereta cómica) que profirió el maestro ante una anécdota que yo contaba. Ante mi entusiasmo y mi declaración de que me parecía el título perfecto para un poema, consintió en cedérmela con la promesa de que el poema estaría dedicado a él.

Por este título, motor del poema, y por tantas y tantas palabras y gestos tuyos, querido maestro, que han cambiado nuestra conciencia de lectores, de lectoras, de escritores y escritoras, te dedico con todo mi cariño este poema.

 

Cinco minutos nada menos

 

El reloj como un tren se detuvo en tus ojos.

En el andén crecían la sospecha y la duda

y quedó despoblado de sueños y viajeros.

 

En la estación desierta,

—como un faro—

me lanzaba destellos el destino.

 

La próxima parada —dijeron por el micro—

y tu boca fue el pozo donde serenamente

arrojé la pasión y la locura.