La libertad consiste en convertir al Estado de órgano que está por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella, y las formas de Estado siguen siendo hoy más o menos libres en la medida en que limitan la “libertad del Estado”.

Crítica del Programa de Gotha. K. Marx. 1875.

 

El objeto de este artículo es caracterizar la democracia participativa como forma de acción política de la izquierda transformadora en la coyuntura histórica actual. Una acción política dirigida a fortalecer a los sectores dominados en su relación con el Estado capitalista y con vistas a una transformación en un sentido socialista y democrático. Para ello es preciso diferenciar, en primer lugar, entre aquellas prácticas de democracia participativa que van en el sentido del empoderamiento y la liberación de los sectores populares de aquellas que se reducen a una mera legitimación de fachada del régimen democrático-liberal en crisis. Y deslindar las contradicciones que se ocultan entre un proyecto democrático-popular que persigue la reapropiación del poder estatal –en el sentido de la cita que introduce este texto– y un proyecto neoliberal de mercantilización del espacio público a través de la subordinación del Estado a la lógica empresarial privada. La tesis que subyace a todo ello es que la democracia participativa que vale la pena no es una técnica para rescatar a la democracia liberal de su crisis y sus contradicciones.

La crisis de la democracia representativa y la aparición de la democracia participativa

La quiebra del denominado Estado del Bienestar, el aparente retroceso de la intervención del Estado en la economía y la tan traída y llevada globalización son el contexto histórico en el que se produce la crisis del Estado democrático-representativo. Esta crisis de la democracia representativa se habría originado en los países avanzados a consecuencia de la implantación del neoliberalismo, la salida que se dio a la gran crisis del capitalismo regulado en los años setenta del siglo pasado. La pérdida progresiva de los derechos sociales y la frustración de las expectativas generadas por las movilizaciones de 1968 [1] habrían estado en el origen de ese distanciamiento de los ciudadanos respecto a la democracia liberal representativa. El debilitamiento del Estado Social y la paralela difusión de una ideología individualista habrían consolidado esa desafección.

Pero la gobernanza neoliberal no prescinde del Estado, simplemente redefine su papel. Este ya no se limita a expresar y reproducir activamente las relaciones de poder dentro de un territorio delimitado, el del Estado-Nación. Se ve obligado a compartir ámbitos de decisión con unos agentes, lo que se denomina ceder soberanía, a la vez que se blinda contra otros por las mismas razones, porque ya no es el soberano. Pero en último extremo son decisiones que se imponen gracias al monopolio legítimo de la fuerza del que sigue siendo el titular. El ejemplo de la reforma del artículo 135 de la constitución española puede servir para explicar este tipo de actuaciones. El Estado cede soberanía al auto-limitarse cegando la vía para administrar el equilibrio entre sus compromisos externos y sus obligaciones internas, pero es a través del poder del Estado como se impondrán los recortes. Este es el contexto en el que aparece la democracia participativa tanto en las reclamaciones de los movimientos de resistencia y oposición como en algunos programas políticos de la izquierda; como alternativa a la deriva oligárquica y elitista de las instituciones de la democracia liberal.

¿Cuáles son las prácticas reales que están detrás de la expresión “democracia participativa”? En lo concreto, las experiencias de democracia participativa que más han trascendido surgieron en torno a 1990 y se hicieron populares en la ola de movilizaciones antiglobalización. Algunas de ellas han alcanzado gran difusión, como los Presupuestos Participativos de Porto Alegre; otras, aún siendo menos conocidas, han tenido también un gran alcance por el tamaño de población afectada, como la Campaña de Planificación Popular de Kerala en la India. Son fenómenos que se desarrollan precisamente en los años en los que el neoliberalismo se consolida, y aparecen en lugares en los que se producen dos hechos correlacionados: una descentralización de los recursos financieros del Estado y un proceso de democratización formal. Así, las experiencias brasileñas aparecen cuando acaba de aprobarse la Constitución que marca la transición desde el régimen militar a la democracia representativa, y en la India cuando se reforma el texto constitucional existente y aparecen por primera vez los procesos electorales a nivel municipal. Es importante señalar también que son los años de la quiebra del “socialismo real” y, por otro lado, que son partidos de izquierda radical los que los impulsan [2].

En Porto Alegre, el gobierno del Partido de los Trabajadores, enfrentado a una crisis de las finanzas locales tras ganar las elecciones municipales en 1989, puso en marcha un proceso de asignación de prioridades y recursos mediante asambleas populares y delegados electos salidos de ellas que se trasladaron al Presupuesto Municipal; éste fue el origen de los Presupuestos Participativos [3]. Esta experiencia posteriormente se fue extendiendo hasta 140 ciudades en Brasil y un gran número de municipios en otros países de América Latina [4]. Una iniciativa paralela se desarrolló, y se sigue desarrollando, desde 1990 en Montevideo bajo la administración del Frente Amplio. Otra experiencia también veterana y emblemática es la de Villa El Salvador en Perú.

En Kerala, un estado de la India con una población de más de treinta millones de habitantes, el gobierno del Frente Democrático de Izquierdas (FDI), liderado por el PCI-M, lanzó un proceso de planificación desde abajo para decidir sobre el empleo del dinero público cuando una reforma de la Constitución india inició un proceso de descentralización del gasto y de democratización a nivel local. Esta experiencia, mucho menos conocida que las brasileñas, se inició en 1996 y fue capaz de movilizar a más de dos millones de personas interviniendo en asambleas y consejos. Posteriormente, el FDI perdió las elecciones frente a una coalición burguesa encabezada por el Partido del Congreso y la experiencia se ralentizó. En 2006 el FDI volvió a ganar las elecciones por lo que se intentó relanzar de nuevo la experiencia, hasta 2011 en que la derecha volvió al poder. No obstante, las estructuras de planificación y participación a nivel local y comarcal se han mantenido en gran parte del estado [5].

A pesar de la importancia de la experiencia india, han sido las latinoamericanas las que más se han conocido y difundido al menos por la mitad occidental del mundo. Las brasileñas en particular se han constituido como referentes debido probablemente al protagonismo cobrado por la celebración de las primeras ediciones del Foro Social Mundial en Porto Alegre. Pero el concepto de democracia participativa ha inspirado en mayor o menor grado la transformación de las instituciones latinoamericanas que se ha producido en las dos últimas décadas. A raíz de ello, no sólo han aparecido presupuestos participativos en muchos municipios, sino que la experiencia ha inspirado leyes y normas en toda América Latina. Desde las nuevas Constituciones de Venezuela, el Ecuador y Bolivia hasta los procesos de descentralización en la República Dominicana, Uruguay, incluso Colombia o Perú, en todos los casos se han consagrado modelos más o menos formalizados de democracia participativa. La segunda vía por las que estas experiencias se han difundido, a nivel local y regional y con un alcance menor, ha sido como referencia para iniciativas aparecidas en determinados países europeos, especialmente España, Italia y Portugal. Otras variedades de participación a nivel local se han llevado a cabo en otros países europeos como Francia, Bélgica, Reino Unido y Alemania [6].

La ambigüedad de la democracia participativa

Si bien las experiencias de democracia participativa más conocidas fueron abanderadas por partidos de izquierdas, otras han sido llevadas a cabo bajo gobiernos con muy diversas orientaciones políticas  y, en algunos casos, abiertamente conservadores. En Alemania, por ejemplo, los presupuestos participativos se han implantado con gobiernos de la CDU en algunas ciudades. Lo mismo ocurre en algunos casos latinoamericanos. Debe tenerse en cuenta que los presupuestos participativos de Porto Alegre fueron presentados como “buenas prácticas” primero por la ONU y luego por el Banco Mundial lo que dio lugar a lecturas diferentes a la inspiración original de estas prácticas y a su posterior asimilación por ONGs y agencias donantes de ayuda al desarrollo. De hecho, en algunos casos africanos, la existencia de mecanismos participativos se ha convertido en un requisito por parte de los donantes del primer mundo como filtro para evitar la corrupción en el empleo de las ayudas o, en general, como mecanismo para asegurar una buena “gobernanza”.

Esta pluralidad de orientaciones ha impregnado al conjunto de experiencias que se reclaman de la democracia participativa de una cierta ambigüedad de origen, dando lugar a muchos debates en torno al verdadero valor transformador de la democracia participativa. Esta ambigüedad se articula formalmente entre dos interpretaciones diferentes. En una primera interpretación, la democracia participativa es una propuesta que postula la necesidad de ampliar la presencia de la sociedad civil en las decisiones estatales a través de diversos mecanismos de participación ciudadana. Se propone como un remedio a la desafección a la política, como una manera de “abrir” el Estado, de facultar a la sociedad civil para intervenir en la definición del interés público, en muchos casos como un procedimiento para evitar la corrupción. Para hacerlo se postula la necesidad de crear espacios y procedimientos fuera de las instituciones estatales donde se intervenga efectivamente en la definición del interés público: es la dimensión deliberativa y cooperativa de la democracia participativa. La idea es que la incorporación de la visión de la sociedad civil –de sus objetivos, sus percepciones– permite un empleo más eficaz socialmente de los fondos públicos.

La segunda interpretación asegura que esa intervención posibilita la construcción de una mayor igualdad, al dar entrada en la administración de los recursos públicos a grupos sociales que tradicionalmente han permanecido excluidos de los procesos de decisión. A través de la democracia participativa afloran los conflictos inherentes a las divisiones sociales y se reclama el derecho de ciudadanos, colectivos y clases subalternas a compartir el poder de decisión del Estado sobre los asuntos públicos más allá de los mecanismos formales a través de los cuales se configuran los órganos políticos. Es la dimensión política de la democracia participativa.

Estas dos visiones, no necesariamente contradictorias pero sí diferentes, están presentes en los análisis y valoraciones que se hacen de las experiencias reales de democracia participativa. De un lado, se discute si estas experiencias conducen o no a decisiones más eficientes, a procesos más ricos de decisión y a evitar el clientelismo y la corrupción. De otro lado, se valora si las decisiones adoptadas contribuyen a mejorar o no la situación material, tanto en el acceso a los bienes públicos como en términos de poder político, de los sectores populares, de los grupos menos favorecidos. Como se ha dicho, lo segundo no es contradictorio con lo primero, pero detrás de esta dualidad nos tropezamos con lo que Evelina Dagnino [7] ha diagnosticado como una “confluencia perversa”. Bajo un mismo discurso aparente, conviven un proyecto político democrático-popular orientado a combatir las desigualdades sociales desde los recursos públicos y un proyecto de des-estatalización neoliberal para el que la pobreza es un problema a resolver por el “tercer sector” y la filantropía. Ambos proyectos comparten una idea aparentemente común, la de la primacía de la sociedad civil sobre el Estado, pero bajo esa apariencia común hay diferencias antagónicas.

Estas diferencias han sido diagnosticadas en la crítica a los procesos participativos brasileños realizada por la izquierda de ese mismo país, a partir de las contradicciones surgidas especialmente tras la llegada de Lula a la presidencia de la república pero también del análisis de la propia evolución del proceso en Porto Alegre [8].Otro análisis crítico aparece también respecto de la experiencia de Kerala [9]. Desde estas críticas se señala el riesgo de que la democracia participativa en la práctica real no resulte tan transformadora y, en el peor de los casos, pudiera estar suponiendo una fachada tras la cual se oculta un retroceso del Estado y un avance de las posiciones neoliberales [10].

Para resolver esta contradicción real, es necesario salir del terreno en el que se ve a la democracia como un arreglo institucional y adoptar un punto de vista relativamente distinto, el de la democracia como proceso de intrusión de las clases populares en el Estado.

Desde esta perspectiva, la democracia es un proceso histórico mediante el cual los sectores dominados de la sociedad hacen avanzar sus intereses frente a un Estado que es también histórico, es decir, que responde a las relaciones sociales y de poder características de la formación social concreta en el que existe. La democracia no sería pues una “forma de Estado” sino un proceso de intervención en los límites del Estado de lo que inicialmente está fuera de él, que lo modifica ensanchando esos límites, “democratizándolo”. El sufragio universal masculino es el resultado de una intrusión de ese tipo; lo mismo puede decirse del voto femenino. Evidentemente, el sentido de estas modificaciones no es simplemente el de ampliar el censo electoral sino que obliga a tener en cuenta los intereses de los que previamente no tenían derechos a través de su participación conquistada. La historia de las democracias liberales demuestra que las luchas de clases en la forma de movimientos sociales y prácticas revolucionarias, de insurrecciones colectivas en sus diversas expresiones, han sido los requisitos previos necesarios para el reconocimiento institucional de los derechos colectivos y para el surgimiento de una ciudadanía social en cuanto momento de progreso en la historia de la democracia. Es más, ni siquiera cabe hacer una distinción entre derechos civiles y políticos, de una parte, y derechos sociales, de la otra, como si unos fueran anteriores a los otros en el proceso histórico y, por tanto, en un supuesto orden de prioridad. Los burgueses ganaron las libertades políticas para poder hacer uso de sus “derechos sociales”, el derecho a la propiedad privada. Lo mismo se puede decir de la ampliación del derecho al sufragio en relación con los obreros y las mujeres.

La prueba, en sentido contrario, es la constatación en este mismo momento histórico de que cualquier retroceso en los derechos sociales se impone con el recorte en los derechos civiles. En definitiva pues, la democracia no es otra cosa que la intervención de los sectores excluidos sobre el Estado haciendo valer su derecho a la “igualibertad” como la llama Balibar [11].

La democracia así entendida cuestiona en cada momento las relaciones de poder vigentes por lo que sus propuestas son a la vez propuestas sustantivas (¿a qué deben destinarse los recursos socialmente producidos?) y procedimentales (¿cómo se aseguran los sectores subalternos su presencia en la administración de esos recursos?). En definitiva, se disputa sobre qué es el bien público, cómo se decide sobre él y quién tiene derecho a decidir. Dado que el Estado es la “condensación material” de las relaciones sociales de poder, expresándolo en los términos de Poulantzas [12], la democracia y sus avances o retrocesos deben verse en relación con los propios elementos que constituyen esas relaciones y como éstas se ven afectadas por las luchas democráticas. Más que de la democracia como una situación, como un “estado” político de la sociedad, hay que ver la democratización como proceso. Consecuentemente, la democracia participativa contemporánea debe verse como una etapa en la marcha histórica de la democratización [13].

Así se puede entender el surgimiento de la democracia participativa en América Latina. Nace como respuesta al problema político práctico que se plantea tras constatar las características elitistas y excluyentes de las democracias electorales que sustituyen a las dictaduras padecidas por el subcontinente hasta los años 80 y 90. Si bien en esos años la lucha por la democracia representativa era un eje central de la movilización social y el principal objetivo a lograr, pronto se revelaron las insuficiencias de la misma. En plena decadencia del “socialismo real” y del “estado del bienestar”, surge la necesidad de explorar nuevas vías de democratización que posibiliten la intervención de los sectores sociales dominados en las decisiones que les conciernen y en la vigilancia del ejercicio del gobierno. Así aparecen las diferentes formas y expresiones basadas en los principios de participación y control social más allá de las estructuras convencionales. El resultado son las innovaciones democráticas surgidas en las últimas décadas en América Latina: presupuestos participativos, consejos gestores de políticas públicas, consejos ciudadanos, regidurías, mesas de concertación, veedurías y contralorías sociales, etcétera.

Lo que tienen en común estas innovaciones es que constituyen instancias de un espacio público exterior al Estado desde el que las clases populares intervienen sobre éste y demuestran que no hay un consenso sobre la democracia: la democracia real está basada necesariamente en el conflicto. Suponen la aparición de una nueva arena política diferente a las tradicionales: la lucha electoral, la confrontación frontal reivindicativa o la insurrección violenta. Por eso requieren un cambio en la actitud de los movimientos políticos y sociales transformadores hacia el problema de la democracia en el Estado capitalista moderno.

¿Qué entender por intrusión sobre el Estado?

El análisis tradicional de la izquierda sobre el Estado ha considerado a éste  como agente principal de la transformación social y, por tanto, como objeto principal de la actividad política: por eso hay que “tomarlo”. Se percibe al Estado como una simple estructura de mediación, como un medio que baila el son que le tocan. Será fascista si lo toman los fascistas, revolucionario si está en manos de los revolucionarios, demócrata si los demócratas triunfan. La acción política buscaría, simplemente, una sustitución al frente de las palancas del Estado.

Pero el Estado no es el servicio de correos, una herramienta técnica, neutra; el Estado capitalista es una instancia central de reproducción de las relaciones de producción capitalistas tanto por su finalidad, la regulación del acceso a las condiciones de producción que no son “producidas”, como por propia materialidad que reproduce esas mismas relaciones. Las palancas del poder del Estado son precisamente los mecanismos a través de los cuales se naturalizan, reproducen y refuerzan esas relaciones. Por eso las luchas de las clases dominadas y los equilibrios alcanzados en esas luchas y entre las diferentes componentes del bloque dominante determinan también la realidad de los aparatos estatales. La autonomía relativa del Estado capitalista respecto de los capitalistas concretos no es sinónimo de neutralidad; sino que es, a la vez, la condición necesaria y la resultante de esos equilibrios. Lo cual, a su vez, es la condición de posibilidad de una “pacífica” reproducción ampliada del capital.

Desde 1871 sabemos que la transformación del Estado capitalista no consiste en sustituir funcionarios desafectos por funcionarios afines, cambiar leyes reaccionarias por leyes progresistas, crear organismos nuevos que sustituyan a los antiguos... La idea que hay detrás de “no tomar simplemente posesión de la maquinaria estatal” como decía Marx hablando de la Comuna de París, va más lejos. El horizonte es la superación de la división social en clases y, dado que el Estado reproduce es esa división social situándose como árbitro por encima de la sociedad, el objetivo es “la reabsorción del poder del Estado por la sociedad como su propia fuerza viviente en lugar de la fuerza que la controla y somete[14].

Esto requiere una práctica paralela de transformación de lo social que sólo puede darse en confrontación con el Estado. Sin la construcción de la persona social, sin la organización de las capacidades individuales como poderes sociales y su “intrusión” en el Estado no se puede confrontar al poder político del Estado burgués con posibilidades de éxito.

El impulso democratizador que hay detrás de la democracia participativa es una forma contemporánea de este tipo de lucha en torno al Estado. Por decirlo en palabras de Poulantzas, “una transformación del aparato de Estado orientada a la extinción del Estado sólo puede apoyarse en una intervención creciente de las masas populares en el Estado por medio, ciertamente, de sus representaciones sindicales y políticas, pero también por el despliegue de sus iniciativas propias en el seno mismo del Estado[15].

Este tipo de acción política de la izquierda, intuida por el teórico griego a finales de los setenta del siglo pasado, es el que aparece en la práctica dos decenios más tarde en un momento de crisis del Estado-Nación y del socialismo estatista y en países de la periferia. Y es desde posiciones ganadas por la izquierda dentro del Estado, en particular desde los gobiernos locales y regionales electos, desde donde se inician las experiencias. Se basa en superar la visión del Estado como portador del “interés general” para representar un interés sectorial. Este interés sectorial se define como la lucha por democratizar tanto el poder regulador del Estado como el de los agentes no estatales de la regulación. Para ello, desde las mismas instituciones del Estado se promueve una articulación social democrático-popular que busca producir un cambio sustantivo bajo el supuesto de desde el espacio estatal se pueden desencadenar, formar y hegemonizar coaliciones para enfrentarse con un orden opresor.

Ahora bien ¿qué condiciones deben darse en esta forma de acción sobre el Estado para qué efectivamente pueda cumplir ese papel político?  Para ello debemos fijarnos no sólo en las actuaciones explícitas del Estado en beneficio de las clases dominantes –que en principio pueden ser frenadas e incluso revertidas al menos puntualmente por un gobierno de izquierdas con apoyo electoral suficiente– sino en los mecanismos “naturales” a través de los cuales se desempeñan las funciones del Estado y que aseguran la reproducción del régimen capitalista.

El primero de ellos es la división del trabajo. La ubicación de cada uno en la sociedad capitalista en términos de poder y, por tanto, de poder decidir, poder hacer, se determina por la división social del trabajo [16]. Si entendemos la diferenciación entre el trabajo intelectual y el trabajo manual en un sentido no reduccionista como la clave de la forma material en que se organiza el Estado capitalista, podemos identificar la equivalencia entre el poder del patrón y el poder del Estado. Equivalencia en la que el papel de la tecnología –potencia social objetivada, trabajo colectivo muerto apropiado por el patrón– sometiendo al trabajo vivo se corresponde con el de la ciencia de la administración, la razón de estado, la separación de poderes, el superior conocimiento del Estado de lo que es el bien público [17].

El segundo elemento constitutivo de la materialidad del Estado, en este caso específicamente capitalista, es la individualización, la atomización de los seres humanos. Frente a las sociedades “orgánicas” anteriores al capitalismo, las relaciones sociales se descomponen en la sociedad burguesa en relaciones entre individuos formalmente iguales con intereses particulares, legítimos en cuanto individuales, y como tal, privados [18]. La Ley y el Derecho son los instrumentos materiales que hacen posible esta operación. Por ejemplo, el Estado reconoce los derechos de los trabajadores asalariados como tales y los de los empresarios también como tales pero disociándolos para poder conciliarlos. Una vez reconocidos y codificados, son condicionados al interés común cuyo intérprete es el Estado. La producción de un tipo particular de sujeto como un miembro atomizado de la sociedad –el ciudadano privado– es un rasgo clave en la política estatal.

La clave de esta operación es la despolitización de la sociedad civil. Como escribe Marx en “La cuestión judía”:

"Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadera madurez, el hombre lleva una doble vida no sólo en sus pensamientos, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida: una vida celestial y una vida terrenal, la vida en la comunidad política, en la que vale como ser comunitario, y la vida en la sociedad burguesa, en la que actúa como hombre privado, considera a los otros hombres como medios, él mismo se degrada a medio y se convierte en juguete de poderes ajenos. El Estado político se comporta de forma tan espiritualista con la sociedad burguesa como el cielo con la tierra" [19].

A través de la despolitización de los conflictos socioeconómicos y la individualización de las relaciones el Estado no sólo garantiza su propia autonomía relativa frente de las clases dominantes, sino que también produce ciudadanos “átomo”, que son formalmente iguales en una supuesta esfera pública indiferenciada. Bajo esta capa de igualdad está la sociedad civil real formada por ciudadanos socialmente situados como propietarios de los medios de producción o propietarios de la fuerza de trabajo que negocian su relación como iguales en el mercado, sobre una base “justa” garantizada por el Estado, asegurando así la reproducción de las relaciones sociales.

Esta combinación del monopolio del conocimiento con la separación radical de los ciudadanos-individuos entre ellos y con respecto al Estado así como la despolitización forzada de todas las relaciones sociales que no están mediatizadas por el Estado explica el papel del Estado capitalista en el momento actual y en particular el empuje hacia la privatización. Y aquí se vuelve a encontrar la clave de las diferencias que antes se han señalado entre las dos visiones de la democracia participativa; la democrático-popular y la visión neoliberal. En la politización o despolitización de la sociedad civil.

Consecuentemente con lo anterior, la democracia participativa transformadora debe negar tanto la división del trabajo que sustenta al Leviatán estatal como la irracionalidad implícita en la afirmación neoliberal de que no es posible otra acción colectiva que la que está fetichizada, alienada, mercantilizada. Para ello la democracia participativa debe ser en primer lugar, siguiendo a Hilary Wainwright [20], un proceso de construcción colectiva del conocimiento. En él se fecundan mutuamente el conocimiento práctico y tácito de la experiencia vital con los saberes técnicos de eventuales aliados desde dentro de las estructuras estatales y el conocimiento más intelectualizado –el propio educador es educado–. Debe contar con espacios propios de deliberación así como de una arena para la confrontación con el saber tecnocrático de la Administración.

Además la democracia participativa requiere lo que Marx llamó una “corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo[21]. No se trata aquí de hacer una discusión abstracta sobre la división de poderes –ni Marx lo hacía, se refería a un proceso muy concreto, el de la Comuna– sino de recordar que no hay participación que valga la pena sino consiste en adoptar determinaciones que se llevan a cabo y que se pueden controlar. La división entre ejecutivo y legislativo en los Estados capitalistas modernos oculta a duras penas el papel de elemento de amortiguación-legitimación de legislativos impotentes frente a ejecutivos que llevan adelante la agenda más o menos explícita del capital. El paralelo a esta mascarada en el terreno de la democracia participativa es la proliferación de estructuras de “participación ciudadana” en planes estratégicos, agendas 21, proyectos, programas y todo tipo de artefactos abstractos que luego tienen nulo o casi nulo traslado a la realidad [22].

Aquí radica la gran virtud de experiencias como la de los Presupuestos Participativos, en que se remiten a lo concreto. Lo que se va a hacer el año que viene. Es cierto que un avance en la consolidación de la democracia participativa tarde o temprano plantea la necesidad de la planificación a un horizonte más amplio que el típico ciclo anual de los Presupuestos. Pero lo que teóricamente es cierto plantea varios problemas en el terreno práctico. El primero está en el rol del plan como método para recuperar el control sobre el gasto por parte de la tecnocracia –se planifica de forma participada pero se ejecuta desde la racionalidad técnica, con lo cual se acabó la participación–. Es el riesgo de la denominada “captura burocrática” de los procesos [23]. De ahí que sea preciso que la participación se centre en la decisión y ejecución. En tanto las correlaciones reales de fuerzas no cambien mucho en favor de los sectores populares, la solución a la necesidad de planificar no puede situarse ingenuamente como un asunto “participativo” previo a otras decisiones más inmediatas [24]. Es preferible que dentro de los procesos participativos se desarrollen mecanismos propios para formular los planes propios y que estos se confronten en el terreno de la decisión concreta con otros planes que les puedan poner encima de la mesa.

Autonomía y legalidad: la emergencia de las instituciones de la democracia participativa

Uno de los debate prácticos surgidos en la mayoría de los procesos genuinos de democracia participativa ha sido el de su fundamentación legal ¿Deben regularse estos procesos? ¿Qué encaje se les encuentra en el marco constitucional, normativo, del Estado liberal-representativo? En muchos casos, la voluntad detrás de los que proponen dotar de un “encaje legal” a la democracia participativa es encomiable. Lo que se persigue es asegurar que los procesos continuarán aunque cambien las circunstancias políticas –para ser más precisos, ponerlos a salvo de resultados electorales adversos–.

Pero esa pretensión peca a mi juicio de ingenuidad, al menos en un marco legal como el español actual. El fundamento de la participación directa en los asuntos públicos está en el artículo 23.1 de la Constitución de 1978:

"Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal" [25].

Sin embargo, el alcance del derecho a la participación directa ya ha sido acotado por el Tribunal Constitucional: se aplica a los referendos –con sus limitaciones –, a los concejos abiertos en los municipios de menos de cien habitantes y a la modestísima iniciativa legislativa popular. En cuanto a los referendos, es destacable señalar como en el debate constituyente se eliminó la posibilidad de su convocatoria por iniciativa ciudadana para dejarlo exclusivamente en las manos del gobierno [26]. En definitiva, pues, la democracia directa en el sistema legal español es un mecanismo complementario y subordinado a la democracia representativa, limitación que cabía esperar de las condiciones históricas en que se redactó y que el propio Tribunal Constitucional se ha cuidado mucho de recalcar [27].

Así las cosas, de la “legalización” de la democracia participativa sólo cabe esperar su limitación, al menos en el caso español. Pero más allá de este caso debe tenerse presente una cuestión más general. Como hemos dicho, la finalidad de la Ley en el capitalismo en general es despolitizar a la sociedad civil. Incluso la legislación social del Estado, que es una conquista del propio proceso histórico democratizador, transforma bajo el capitalismo las diferencias sociales en categorías sociológicas gestionadas y administradas por el Estado a través de las leyes y los especialistas. Por eso un tribunal puede sentenciar que a un funcionario o grupo de funcionarios se les aplicó mal un recorte pero no se dará el caso de una sentencia que revoque la política de recortes [28]. En palabras de Balibar, existe una tendencia de la ciudadanía a fetichizar las categorías de pertenencia social [29], permitiendo así al Estado despolitizarlas. Esta es una de las paradojas, y no de las menores, del progresismo contemporáneo que en su invocación constante de el “derecho a...” termina siempre pidiendo la aprobación del Estado y de este modo lo reafirma, como si nada pudiera hacerse sin el asentimiento de éste.

Aquí la cuestión estriba en diferenciar entre dos conceptos, el concepto de ley y el concepto de institución. La democracia participativa necesita instituciones, no leyes, pues, las instituciones son, en palabras de Deleuze, “sistemas de medios”, anticipaciones, modelos de acción, mientras que las leyes son prescripciones negativas, las leyes limitan las acciones [30]. Las instituciones de la democracia participativa son la manifestación de un derecho no estatal, el derecho de la democracia a defenderse desde la autonomía propia; en último extremo el derecho a la insurrección como se consagró en la Constitución francesa de 1793 o el derecho a la resistencia del artículo 20.2 de la Constitución portuguesa actual [31].

Dado que en los procesos de democracia participativa, el propio Estado es el promotor de la democratización, esto da lugar a una nueva contradicción cuando en la práctica se traspasan ciertos límites dando al traste con el propio proceso que pretende promover, esto es, cuando la lógica estatal se impone a la lógica autónoma de la democracia participativa y a su maduración. Así se pone de relieve en diversos análisis críticos del proceso de implantación del denominado “poder comunal” en Venezuela [32]. Una intervención, incluso bien intencionada, desde los aparatos del Estado por medio de una profusa legislación y una filosofía que prime los aspectos administrativos y la “ejecutividad” arriesga conducir a una perversión bonapartista al sistema. Este riesgo se acrecienta en condiciones de un fuerte conflicto ideológico y político, como ocurre en el caso analizado en el artículo que se cita.

Por eso la democracia participativa debe desenvolverse al margen de la Ley –la ley estatal, se entiende–. En último extremo, como ya se ha dicho, el fundamento de la ley estatal es la despolitización de las relaciones fuera del propio ámbito estatal. Si la democratización es una acción sobre el Estado desde fuera del Estado, a partir de la repolitización de la sociedad civil, la autonomía de ésta en la regulación y organización del proceso es una componente esencial para evitar la captura de la democracia participativa por los mecanismos estatales.

El que la democratización deba ser un proceso autónomo que se dota de sus propias instituciones, no implica que desaparezca la política. Por el contrario, es un proceso intensamente político. Es más, en ausencia de orientación política el proceso, abandonado a su evolución espontánea, se debilita bien por inocuo o bien por un avance idealista sin maduración y acumulación de fuerzas suficiente que lo lleva a fracasar. En este sentido es interesante destacar como el Presupuesto Participativo de Porto Alegre evolucionó desde un modelo inicialmente territorial para incluir las “asambleas sectoriales” y a los llamados “Congresos de Ciudad”. Los primeros surgieron de la necesidad de incorporar a sectores de la población que no estaban motivados por la problemática típica de los barrios populares en torno a la cual se organizaron los Presupuestos en su primera época. Los segundos para incluir la dimensión de la planificación a medio plazo y con visión global. En ambos casos, la ausencia de una estrategia explícita para dotarse del mismo grado de virtualidad que las propuestas territoriales generó una frustración que a la larga fue dañina para el proceso [33]. Este problema de la estrategia nos lleva al terreno  del papel de la organización política. Pero antes nos detendremos a discutir sobre las “instituciones” de la democracia participativa.

Principios operativos y características de las instituciones de la democracia participativa

Las experiencias de democracia participativa suelen ser muy dependientes de las condiciones sociales y políticas de los entornos en que se desarrollan por lo que es difícil establecer un recetario general sobre la forma de actuar. Los principios enumerados en los puntos anteriores –construcción colectiva del conocimiento, autonomía para la regulación y la formación de la voluntad colectiva y ejecutividad de lo acordado– son muy generales; las instituciones que lo posibiliten y la estrategia para llevarlo adelante son contingentes, dependiendo de las circunstancias concretas del medio social en qué se pongan en marcha. Sin embargo, algo se puede avanzar a partir de las experiencias pasadas.

En un entorno más inmediato podemos señalar las sucesivas declaraciones de Málaga (2007) y Antequera (2008) [34] emanadas de la “Red por los presupuestos participativos, la democracia económica y planificación democrática”, red de ciudades participativas como un breve catálogo de principios centrados en los presupuestos participativos. Dichos principios son:

* Compromiso programático; con la justicia social, la reducción de las diferencias y la discriminación positiva.

* Autorregulación; en el sentido señalado más arriba, de que las normas que rigen de los procesos deben partir de las propias asambleas.

* Vinculación; en el sentido de que los gobiernos que impulsan estos procesos deben comprometerse a cumplir y desarrollar sus resultados.

* Universalidad; funcionamiento basado en asambleas en las que el voto es individual, es decir sin mediación asociativa y extendiendo el derecho a participar más allá de los titulares de derechos políticos “legales” (menores, extranjeros regularizados o no, …).

* Control Social; es decir dotados de un sistema de seguimiento y rendición de cuentas ante las asambleas.

* Deliberación; deben de existir mecanismos de elaboración y construcción colectiva de propuestas y decisiones más allá de la simple votación.

Un elemento básico de estas prácticas es la organización de los activistas de la democracia participativa. En el modelo de Antequera son los denominados grupos motores; colectivos abiertos de personas voluntarias que actúan como animadores e impulsores del proceso en la base (barrios, sectores…). La existencia de esos grupos es crucial para la preservación de la autonomía de los procesos puesto que son los que mantienen la continuidad más allá de las asambleas populares y las reuniones de delegados. Precisamente uno de los problemas surgidos en Porto Alegre fue el declive de los Consejos Populares y las Uniones de Villas (grupos abiertos de ciudadanos) a favor de los Foros Regionales del Presupuesto Participativo (espacios compartidos por ciudadanos y representantes del gobierno local, que acababan siendo hegemonizados por éste a través de la presencia de sus funcionarios y delegados) [35].

Si bien el fortalecimiento de estas instancias es una de las claves de la autonomía, como contrapartida aparece el riesgo de co-optación y profesionalización de estos mecanismos voluntarios. Para prevenirlos existe toda una serie de prácticas en relación con los mecanismos de delegación y representación que son propios del acervo histórico de los movimientos democráticos radicales y que atienden a la democratización de la propia sociedad civil, como son:

* El mandato imperativo.

* La rotación y limitación en la acumulación de mandatos de delegados y delegadas.

* La incompatibilidad entre la delegación y la representación institucional o el funcionariado (se entiende que en el ámbito al que se refiere el proceso).

* El equilibrio de género en la composición de las delegaciones.

* La evaluación periódica del funcionamiento de las delegaciones y revisión de las reglas pactadas.

Otra de las necesidades básicas de un proceso participativo es  la (auto)formación y la acumulación de capacidades por la parte social [36]. Como ya se ha señalado más arriba, la división del trabajo es una de las características de la dominación estatal. La “ciencia de la administración” está llena de tecnicismos que se expresan en un lenguaje tecnocrático que, más allá de la complejidad de la gestión pública, en muchos casos actúa un mecanismo efectivo para separar a los gobernantes de los gobernados. Dotar a la parte social de capacidad técnica y luchar contra el secretismo de los especialistas es una de las claves del éxito.

Desde la perspectiva de un gobierno de izquierdas que quiera promover un proceso participativo puede ser útil la propuesta de lo que un grupo de científicos sociales del campo del denominado marxismo analítico denomina “gobierno participativo con poder de decisión” (GPPD) [37]. Se trata de una aproximación empírica a partir del análisis de varios casos entre los que se encuentran precisamente los Presupuestos Participativos de Porto Alegre junto con otras experiencias de gobierno participativo como la mencionada de Kerala y otras. Según ellos, el GPPD requiere el cumplimiento de tres principios:

Una orientación práctica. Se trata, como es el caso del Presupuesto Participativo, de dar entrada a la participación en la solución de problemas concretos. Este enfoque práctico se beneficia inmediatamente de la aportación de nuevas soluciones a través del proceso participativo, lo que redunda en una mayor eficacia de la acción pública. El debate sobre los problemas prácticos permite además aportar soluciones más justas y posibilita la deliberación y el acuerdo entre grupos populares que, en otras circunstancias, estarían compitiendo por los recursos públicos. La contrapartida de esta orientación práctica o inmediatista requiere que se prevean mecanismos de compensación de las condiciones estructurales de fondo que determinan la desigualdad inicial de las partes.

Participación desde la base. Este principio requiere que los participantes sean los propios ciudadanos afectados y, recalcan los autores, los funcionarios que más directamente están implicados. Dos poderosas razones para ello son la posibilidad de aportar soluciones a los problemas a partir de las experiencias y saberes concretos y la corresponsabilización que se sigue de haber participado en el diseño de la solución.

Deliberación. El proceso de formación de la decisión debe ser un proceso deliberativo mediante el cual se intente definir una agenda común, de modo que la discusión pasa por dos fases: acomodar los intereses particulares a una definición compartida del interés común, y posteriormente seleccionar estrategias para alcanzarlo. La apuesta por la deliberación no presupone una visión idílica del proceso, la deliberación puede ser conflictiva. Pero es precisa para que exista un compromiso con la construcción colectiva de soluciones.

A partir de estos principios, los autores citados se plantean el problema de las características que debe reunir el diseño institucional susceptible de aprovechar los mismos. Aún reconociendo que el elenco de experiencias es reducido y, en cierto modo, relativamente joven, consideran que de ellas se pueden inferir algunas propiedades que debe tener el diseño institucional adecuado para el GPPD. Entre estas características se señalan las siguientes:

Descentralización en la acción. Dado que los problemas que se tratan en los modelos de GPPD son problemas de base, debe desplegarse un proceso de descentralización política y administrativa que posibilite la intervención de la ciudadanía desde abajo. Los organismos descentralizados de esta forma de gobierno participativo no son meros órganos consultivos. Tienen que tener capacidad de ejecución y seguimiento.

Coordinación centralizada. La contrapartida de esta descentralización en la ejecución debe ser la existencia de una fuerte centralización a efectos de coordinación. La razón es de orden práctico, una descentralización total deja en desigualdad a las unidades menos poderosas políticamente o con menos recursos. Pero tiene también un fundamento político: es necesario construir una visión global, centralizada, propia de la ciudadanía para superar el parroquialismo.

Centrada en lo público estatal. Estos mecanismos aspiran a “colonizar” el Estado, es decir, a determinar la actuación de las instituciones estatales. Se sitúan por lo tanto fuera de una concepción “autogestionaria” o de gestión “comunitaria” que, aparentemente, podría parecer más radical pero que podría encerrar un proceso de privatización encubierto o quedarse en una mera caricatura. Por tanto, se trata de hacer posible el acceso de los ciudadanos a la operación cotidiana de los mecanismos estatales, no de dejarles administrar directamente una parcela marginal.

Creación de un contexto favorable. Se entiende que para que los procesos supongan una democratización real debe de haber un contexto favorable que equilibre la desigual distribución del poder entre los participantes. El logro de ese contexto favorable requiere un compromiso político fuerte por parte del propio gobierno que debe apoyar un diseño institucional que compense esos desequilibrios. Junto a esto, es muy deseable la existencia de organizaciones vecinales y sociales, sindicatos, colectivos u otras formas organizadas que contribuyan a evitar la apropiación de la deliberación por los cuadros de la administración o por sectores de ciudadanos que primen por encima de todo sus intereses particulares.

Desde el punto de vista del GPPD, son tres los objetivos que un gobierno participativo puede marcarse:

Soluciones efectivas a los problemas. Un gobierno participativo no debe estar reñido con la efectividad puesto que, de lo contrario, sería muy difícil de justificar ante grandes sectores de la población. La posibilidad de que las soluciones aportadas por los procesos participativos sean más efectivas que las que se derivan del sistema jerárquico de gestión por expertos y más rápidas que las que se pueden alcanzar a través del voto periódico no es despreciable. En primer lugar, con un método descentralizado y de base se convoca a la participación a quienes están más directamente implicados y, por tanto, mejor conocen los problemas. En muchos casos estas personas saben cómo introducir mejoras sencillas que pueden tener impactos importantes. Además, el propio proceso deliberativo garantiza en general el obtener mejores soluciones pues se aprovecha el potencial de diferentes saberes y experiencias y genera el compromiso con la solución adoptada derivado de la participación. Por otro lado, estos procesos reducen el circuito de retroalimentación entre las decisiones y sus consecuencias permitiendo el ajuste más rápido y la descentralización y la probabilidad de ensayar fórmulas diversas, junto con la coordinación, posibilitan un proceso de aprendizaje compartido que mejora la calidad de las decisiones.

Equidad. Las soluciones aportadas por estos procedimientos pueden ser más equitativas si el diseño es el adecuado. En primer lugar porque dan acceso a los bienes públicos a quienes normalmente no gozan de esa posibilidad. Esa fue una de las grandes enseñanzas del Presupuesto Participativo de Porto Alegre. Como es lógico, las políticas específicas para promover la participación de los sectores excluidos y los menos favorecidos son una segunda vía para alcanzar la equidad. Una justificación clásica de la política democrática frente a las basadas en el paternalismo y el despotismo ilustrado es que las personas en situación de desventaja tienen más posibilidades de ser tratadas con justicia con la primera que con las segundas. En tercer lugar, hay una poderosa razón que justifica la posibilidad de esperar resultados más equitativos de los procesos deliberativos. Si la adopción de las decisiones es pública y en un proceso donde todos tienen voz, las posibilidades de alcanzar soluciones equitativas son mayores que en procesos tecnocráticos y poco transparentes. No se trata de conferir un status angelical a la deliberación. Es evidente que en procesos deliberativos los intereses particulares y el poder económico, o los prejuicios están presentes. Pero son más difíciles de defender en el debate público.

Participación amplia y significativa. Desde esta perspectiva, la participación aumenta a consecuencia del establecimiento de canales adicionales para tratar temas de importancia y ejercer influencia directa sobre el poder estatal, es decir crear nuevos espacios en los que se discutan temas socialmente relevantes y se generen soluciones que sean llevadas adelante por el Estado. Asimismo aparece una mejora en la calidad de la participación, garantizada por la difusión de la información necesaria para debatir y decidir de modo informado y por la profundización de las interacciones entre las organizaciones y los participantes, que ven así fortalecidas las capacidades de deliberación y decisión. Ambas características son importantes desde el punto de vista que revaloriza la participación del ciudadano común. Importan también a la hora de dar cuenta de la participación atender a las modalidades de la misma, definidas por el quién, el cuánto y el para qué se participa. Para ello es fundamental una adecuada política del tiempo, condición imprescindible para que la participación sea posible acomodando la agenda y el gobierno del tiempo a las posibilidades reales de los participantes, muy en particular, de las mujeres [38].

A partir de la caracterización de las reformas institucionales que posibilitan un GPPD, de los principios que lo informan y de los objetivos que se persiguen, es posible proponer un marco para la evaluación de las diferentes experiencias. Este marco podría sintetizarse en la siguiente serie de interrogantes:

1- ¿Cómo de genuinos son los procesos deliberativos?

2- ¿Cuál es el grado de cumplimiento de las decisiones?

3- ¿Hasta qué punto pueden los organismos deliberativos controlar la ejecución de sus decisiones?

4- ¿En qué medida se logra la participación y la influencia de los colectivos y grupos sociales más débiles?

5- ¿En qué medida las decisiones descentralizadas son coordinadas y conocidas unas por otras?

6- ¿Hasta qué punto el proceso constituye una “escuela de ciudadanía”, va generando conocimientos y prácticas propias?

7- ¿Los resultados que se alcanzan son preferibles a los que se obtenían con los métodos no participativos?

El lugar de la política en la democracia participativa

En el sistema institucional brasileño el poder legislativo está separado del ejecutivo a nivel municipal, al contrario que en España. En el caso de Porto Alegre eso planteó una interesante dialéctica a tres bandas, entre la Cámara de Vereadores (legislativo), la Alcaldía y las instituciones del Presupuesto Participativo. De una parte estaba la confrontación más evidente, entre instituciones del Presupuesto Participativo y la Cámara que tenía la competencia formal para aprobar el Presupuesto y que estaba acostumbrada a negociar con el Ejecutivo ya que este no tenía mayoría. Pero de alguna manera se ocultaba otro aún más complejo, entre Instituciones del Presupuesto Participativo y el Ejecutivo por el control de la agenda, el calendario, el grado de descentralización... Es interesante destacar que el conflicto entre Ejecutivo y órganos del Presupuesto Participativo se ventilaba entre aliados, no contrarios como era el caso de la Cámara de Vereadores donde las fuerzas opuestas al Ejecutivo tenían la mayoría.

Este ejemplo sirve para identificar una de las cuestiones críticas de la democracia participativa desde el punto de vista político: la gastión de las contradicciones entre un ejecutivo de izquierdas y las instituciones emergentes de la democracia participativa que ese mismo ejecutivo promueve. Y señala un primer terreno de intervención de la política. El caso más grave se produce cuando el orden de prioridades del ejecutivo, o del partido o partidos que lo sostienen, no es coincidente con el que emana de las instituciones participativas. La solución deberá adoptarse sopesando los riesgos que pueda acarrear cada alternativa, tanto en términos de lo sustantivo –qué se prioriza– como de lo estratégico –cómo se afecta al proceso–. Y de tener capacidad de explicarlo después.

Existen, sin embargo, otros casos a primera vista menos graves pero que pueden ser incluso mucho más dañinos y que, de no prevenirse, erosionan tarde o temprano los procesos y pueden provocar su fracaso. Entre ellos están la falta de respeto por la autonomía y el tutelaje del proceso por parte de la tecnocracia de la administración, la ocultación de información y la ausencia de la rendición de cuentas. Son todo muestras de la ausencia de compromiso político real con los procesos, la muestra de la falta de disposición a compartir el poder de decisión. En un gobierno soportado por una fuerza de izquierdas, se trata en definitiva de la desconfianza hacia la capacidad de los sectores populares, la misma de los laboristas fabianos británicos que entendían que “el hombre normal sólo puede describir sus males pero no encontrar los remedios[39]. Nada nuevo bajo el sol, la desconfianza con respecto a las posibilidades de intervención popular en el seno del Estado se transforma en simple desconfianza con respecto al movimiento popular de base. Al final se produce la paradoja, hay que reforzar el Estado a fin de poder extinguirlo mejor algún día...

De esto no se sigue que haya que abordar con ingenuidad la situación de partida que suele ser la de una inferioridad de condiciones y recursos de hecho por la parte de la ciudadanía. Al contrario, deben examinarse y preverse una serie de elementos críticos. Por ejemplo, el carácter democrático de los espacios deliberativos puede comprometerse e incluso anularse con la presencia de grupos o facciones poderosas actuando dentro de esos propios espacios. Incluso sin participar en ellos, los actores externos y los factores institucionales pueden imponer serias limitaciones al alcance de las decisiones de los espacios deliberativos. Y desde el punto de vista del movimiento popular, las instancias participativas pueden dividir a la auto-organización social y ser domesticadas por participantes que gocen de ventajas estratégicas. Existe también el riesgo de que la descentralización pueda “balcanizar” la política perdiéndose la visión global. Todo ello sin olvidar que la participación puede requerir un esfuerzo excesivo de la ciudadanía.

Esto remite a la cuestión política de la construcción de un poder social, un “poder de contrapeso” como lo denominan los autores citados arriba [40]. Por contrapeso entienden la capacidad efectiva de hacer valer los intereses de los grupos menos favorecidos en las instancias del gobierno participativo. Ese poder no se corresponde exactamente con el poder de intervención característico de los movimientos sociales en condiciones de antagonismo, donde organizaciones sindicales o vecinales con fuerte capacidad de movilización pueden interferir en la agenda del poder y conseguir arreglos que tengan en cuenta sus reivindicaciones. La lógica en estas situaciones estratégicas ha sido objeto de estudio en muchas ocasiones [41], pero no es esperable que estos modelos sean útiles en un contexto participativo por diversas razones, entre las que destaca el que las organizaciones que concentran esta capacidad de intervención pueden ser reacias a las innovaciones institucionales que pueden interpretar como un ataque a su autonomía y su capacidad de incidencia.

Este es un aspecto crítico desde el punto de vista de un gobierno de izquierdas que pase de un modelo de gobierno jerárquico a uno participativo. Si las organizaciones que pueden ejercer el poder de contrapeso no están preparadas para ello, puede dar lugar a una situación en la que los activistas quedan atrapados en una colaboración que no saben gestionar y se debilitan los intereses que defienden. Se trata de una “participación de fachada”, normalmente conducente a legitimar una maniobra de desregulación o de abandono por parte del Estado. Solamente con un poder de contrapeso adecuado para un contexto participativo se puede efectivamente avanzar en un sistema en el que la parte más débil no actúe como comparsa.

De ahí que revista gran importancia la política de alianzas con el tejido asociativo y las organizaciones populares “clásicas” y “nuevas”. La llegada al gobierno de una fuerza política de izquierdas puede ser interpretada por determinadas expresiones organizadas como una oportunidad para mejorar su influencia por los medios tradicionales (bien a través de las estructuras de participación corporativa y asociativa preexistentes o directamente por cabildeo), dado su carácter de aliado natural. La solución a adoptar en cada caso depende de las condiciones locales pero el principio general debe ser el de facilitar su incorporación sin ceder en los principios de universalidad y participación directa. Las experiencias apuntan a todo tipo de casuísticas en estos casos, desde desencuentros que han puesto en serio peligro los procesos hasta el fortalecimiento y la renovación del propio tejido asociativo gracias a su incorporación [42]. Otro campo de problemas a resolver es la relación con los técnicos, tanto los trabajadores públicos como sectores ajenos a la administración que se aproximen a los procesos poniendo su capacidad al servicio de ellos.

En el fondo de todos estos problemas están las “viejas formas” de intervención y participación que no afectan a las organizaciones sociales y a los técnicos pero también a los propios partidos, incluso a aquellos que impulsan teóricamente la democracia participativa. El gran reto de los partidos políticos en la democracia participativa es no sólo no ser Estado sino tampoco reproducirlo en su interior. Ello nos vuelve de nuevo a la cuestión de la división entre el trabajo intelectual y el trabajo manual. Es decir a la radical necesidad de medidas objetivas contra la burocratización y la profesionalización, por la democracia directa interna y en definitiva todos los cambios organizativos y culturales necesarios. El modelo tradicional de partido de izquierdas, convertido hoy día en una sombra de lo que fue, es muy poco compatible con la democracia participativa. La conversión del partido en un “mediador” en los procesos fue otro de los problemas de Porto Alegre.

Si esto es así ¿qué les quedará a los partidos? La política y la ideología, ... casi nada. La sociedad no es homogénea, está atravesada por proyectos políticos unas veces simplemente diferentes, otras veces antagónicos. La principal función de los partidos en la democracia participativa es precisamente la politización de la misma. Para evitar que se banalice. El objetivo de un partido que busque crear una alianza hegemónica a través de la democracia participativa, no es sólo el de “controlar” la institución estatal y el de contribuir a desarrollar las instituciones participativas, es también llevar el conflicto a la sociedad civil, poner en cuestión el discurso “ciudadanista apolítico” destapando las lógicas de la diferencia de clase, de género, de etnia y nacionalidad… en definitiva, las que determinan la opresión. Para, a partir de ellas, construir las equivalencias sobre las que fundar un nuevo bloque hegemónico.

Julio Cortázar [43] le atribuye a Lenin la siguiente frase: “Es preciso soñar, pero con la condición de creer en nuestros sueños. De examinar con atención la vida real, de confrontar nuestra observación con nuestros sueños, y de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”. La democracia participativa como forma de acción política no es un activismo por el activismo. Es una opción política en una determinada coyuntura histórica. De ella cabe esperar un aprendizaje para el futuro. Debe llevarse adelante con mentalidad estratégica; para realizarla escrupulosamente.

Epílogo

La clase burguesa fue capaz de desarrollar sus propias relaciones de producción dentro del marco del absolutismo gracias a un instrumento esencial, la propiedad. Las víctimas del actual sistema no disponen de otro instrumento para luchar que la democracia. Para orientar la producción en función de sus intereses necesitan emplear el poder político con un mínimo de autonomía frente a los mecanismos del mercado. Una de las vías contemporáneas para construir ese poder, no la única, pero sí una fundamental, la proporciona la democracia participativa concebida como una forma de acción política.

El valor de las experiencias de democracia participativa para la transformación social está, a mi juicio, en relación con la medida en que sean prácticas de negación de lo viejo y afirmación de lo nuevo. La compartimentación tradicional de los espacios de decisión pública ha ido cambiando como efecto de la globalización capitalista pero también puede hacerlo como resultado de las luchas democráticas y de las respuestas del poder a esas luchas.

La democracia participativa, ¿es una técnica de control social o es un proceso de empoderamiento ciudadano? Existen unos mínimos para crear la oportunidad de que tenga sentido político real. Esos mínimos son la voluntad política y que el proceso cuente con la autonomía suficiente. El resto lo dirá la práctica: una práctica hacia el interior del movimiento democrático que se dirija a la superación de las divisiones, al aprovechamiento mutuo de los diferentes conocimientos, en suma la construcción autónoma de proyectos colectivos igualitarios. Y una práctica hacia el exterior de conflicto y negociación, de ocupación de espacios y socialización de poderes. La democracia participativa es necesariamente una estrategia de la guerra de posiciones.

Pedro Prieto Marín, en su trabajo Las alas de Leo. Participación ciudadana en el siglo XX [44] concluye una revisión crítica sobre diferentes experiencias de democracia participativa en la que le presta una especial atención a procesos de Presupuestos Participativos en Brasil con una ingeniosa metáfora. Recuerda como tuvieron que pasar 1.900 años para que Galileo refutara las ideas de Aristóteles sobre la caída de los cuerpos. Al tiempo que Galileo se atrevía con el más respetado de los filósofos, un compatriota suyo, Leonardo da Vinci soñaba y ensayaba, con resultados decepcionantes, su máquina voladora. Hubieron de transcurrir 400 años para qué su sueño se viera cumplido. El autor concluye: “Quién sabe si, en un futuro no muy lejano, podrá contarse sobre la participación ciudadana, tal como fue conocida en el siglo XX, un relato parecido a éste”.

La “democracia de los modernos” apenas tiene 200 años, 235 si la remontamos a la revolución americana. 160 años desde el primer sufragio universal masculino en Francia y Suiza, apenas 100 desde que se empezó a extender a las mujeres. Bernard Manin [45] tiene razón en parte cuando afirma que los gobiernos representativos siguen siendo lo que fueron desde su fundación, un gobierno de élite. Pero la historia de la democratización es la historia de la intrusión de las personas normales en los terrenos vedados controlados por esas élites. Y eso es igualmente innegable. Actualmente la crisis de la democracia representativa está deviniendo en el Estado competitivo autoritario, es necesario que se abran nuevas vías para la intrusión de los dominados: ese es el sentido de la democracia participativa como acción política.