Luego, el fuego declinó y de nuevo se interpuso entre mis visiones y mis ojos la noche lisa y dura, con sus lejanísimas estrellas.

Ana María Matute, La torre vigía

 

Más que una simple guerra entre hermanos, el tema del «caínismo» representa para Ana María Matute una guerra (o 'estado de guerra') cuyo precio es la pérdida de la mismidad de uno. Por eso Matute cree que no es solo que Caín mata a Abel, según la acostumbrada versión del mito, sino que Abel «mata» a Caín. Es decir, a Caín lo mata saber que, como él, Abel se volverá hombre. Y como Abel no es más que la imagen más bella de Caín, su infancia, Caín «lo odió y lo amó y lo mató. Y se mató. Porque fue él mismo, su infancia representada en Abel, que lo mató» (Matute, 1985: 246). Esta «lucha entre la infancia y ser adulto» que es el «gran drama de Caín» (246) no es más que una manera de expresar el auténtico tema de Matute, el de la desposesión o la alienación en suma [1]. Está claro que en dicho drama, la infancia perdida ocupa ahora el lugar del Jardín perdido. Pero cualquier identidad que se quiera establecer entre los enunciados bíblicos y el tema de la alienación propiamente dicha es confundir esos mismos enunciados con los de la filosofía idealista que arranca de un mítico 'estado natural' [2]. Por eso, con todas sus evocaciones bíblicas, del «hombre» desterrado del Edén, el tema de la alienación solo es posible dentro de los planteamientos rousseaunianos en estricto como ha alcanzado a ver Juan Carlos Rodríguez y como iremos indicando al enfocarnos en Aranmanoth (2000), novela de Matute que completa la trilogía inaugurada por La torre vigía (1971) y seguida por Olvidado Rey Gudú (1996).

Por lo que se quiere señalar de Aranmanoth, atañe reparar en un pasaje sintomático de La torre vigía donde el joven héroe anónimo en rumbo al Castillo del Barón Mohl con ansias de hacerse caballero describe una experiencia tan deslumbrante como alumbradora:

 

Por entre las ramas de los árboles... distinguí el brillo lejano y frío de diminutos astros. Y vi, claramente, infinidad de noches transparentes o esferas errantes: praderas de aire y fuego se deslizaban bajo mis pies y sobre mi cabeza, inundándome de un resplandor tan vivo como ningún fuego puede producir. ... Me pareció que por primera vez, a través de aquellas ramas se me ofrecía la total y absoluta visión de la vida y del mundo. Y que en su esplendor yo persistía y renacía continuamente y aún más: eran parte de mí mismo. (Matute, 1971: 67)

 

Aquí se despliega una correspondencia del héroe con la luz, un esplendor en el que «persistía y renacía». La luminosidad da «total y absoluta visión», cura el divorcio entre el yo y el mundo y descubre así la forma íntegra y verdadera del protagonista: «eran parte de mí mismo». Advertida la tematización de la luz en La torre vigía, lo que más llama la atención en Aranmanoth es asimismo la luz, tanto en su presencia como ausencia, a manera de sombra u oscuridad [3]. El hada del Manantial, madre del héroe, es como se sabe un ente de luz —además de un «cuerpo carnal» (es decir, un cuerpo cuya corporalidad natural no se niega)—. La luz aviva los bosques y los campos, fulgura en las miradas y en los semblantes (que, igualmente, podrían ensombrecerse). ¿De dónde procede la imagen de la luz a manera de «total y absoluta visión de la vida» como se recoge La torre vigía? Evoca, sin duda, toda la tradición platónica [4]. Seguramente es una «tradición» diversa, pero frente al evolucionismo implícito en el término ('tradición' implica lo mismo y lo diferente) seguimos un planteamiento radicalmente histórico en relación a lo que se suele llamar platonismo. Si nos atenemos a la discusión que sostiene Juan Carlos Rodríguez en Teoría e historia de la producción ideológica sobre el llamado «neoplatonismo» del siglo XVI, veremos ahí que la ideología burguesa de la primera fase «encuentra» en los textos platonizantes del mundo antiguo una serie de términos e ideas que sirven para expresar los valores y aspiraciones de la nueva clase mercantil frente a la visión aristotélica-escolástica del feudalismo (1990: 66). Las ideas platónicas van a conformar la matriz ideológica de la nueva clase quien por medio de estas ideas busca legitimar su 'jerarquía de almas' frente a una sociedad fundamentada sobre una 'jerarquía de sangres' que es la propia del orden feudal (66). De este modo, en lugar de sangres se hablará de «almas privilegiadas» que son tales «precisamente por su puesta en fusión directa con el alma del mundo» (Rodríguez, 1990: 68). Así, en contra de «las formas sustanciales escolásticas (de las cualidades inherentes y orgánicas)» aparece «una estructura anímica, elaborada en números y en cifras rítmicas (armónicas segregaciones del Uno)» que permite «la 'manipulación' en cuanto que tales elementos ya no son sustancialmente inalterables. Por eso la luz o las lágrimas (el sol o el agua) platónicos... no son sustancialidades orgánicas... sino materializaciones del alma» (70). A este «neoplatonismo renacentista" Rodríguez lo denomina 'animismo' en vista de que se asienta en la noción de 'alma bella' o 'alma privilegiada', pero igualmente para diferenciar sus asertos de los de la historiografía empirista, kantiana, positivista, etc. que justificaría la existencia de tal «tradición platónica». En cuanto que inconsciente ideológico de las primeras burguesías, el concepto de animismo explica la relación alma-luz y el valor de «la serie categorial de la luz» en relación a las aspiraciones de la nueva clase social:

 

[El amor es] una noción que designa... la fuerza «simpática» de atracción universal, la fuerza del espíritu del mundo. ... El «amor» es, pues, sólo una noción funcional más dentro de la tal dialéctica animista y una noción además perfectamente intercambiable con toda la cadena de la «luz». Recordemos, por ejemplo, el texto de Copérnico enunciado al Sol como «visibilidad» transparente del «alma no-sensible» del mundo. La luz, el fuego, los ojos, el calor, son... efectos visibles de tal fuerza anímica, la ley atractiva universal. ... [L]a matriz animista actúa decisivamente a través de su producción de la noción de «alma» engarzada en la dialéctica de la «luz». (Rodríguez, 1990: 187-9)

 

Está claro, por lo que aquí señala Rodríguez sobre la teoría copernicana y la práctica poética de Garcilaso y Herrera (teoría y práctica nacidas de la misma matriz ideológica animista), que la luz, el amor y las lágrimas («toda la cadena» de elementos funcionales e intercambiables) designan la fuerza simpática anímica en la que encaja la noción de alma. En otras palabras, estos elementos producen la noción de «alma bella» que lo es mientras que muestre su relación con el alma del mundo. En vista de la luz que une al protagonista anónimo de La torre vigía al mundo o al universo, se podría decir que las novelas de Matute recuperan en cierta medida el lenguaje animista, pero desde un inconsciente ideológico que no depende de las condiciones ideológicas de la primera fase [5]. El 'yo' que produce el texto de Matute se define por el lenguaje de lo sensible, de la naturaleza y del corazón, lenguaje que representa «la casilla invertida... de toda la ideología racionalista o burguesa» (Rodríguez 2001: 152). De este modo, la luz, el amor o las lágrimas van configuradas por los planteamientos romántico-rousseaunianos en torno a la naturaleza y la sensibilidad: son nociones que expresan la verdad moral o 'sensibilidad' del yo. Así se da, por ejemplo, en el Emile de Rousseau, concretamente en la parábola del vicario saboyano donde el vicario, ante la hipocresía de sus correligionarios, pierde la orientación de su fe para luego encontrarla como lumière intérieur, comprendiendo en definitiva que solo la luz interior del corazón puede servir de auténtica guía espiritual [6]. La sensibilidad rousseauniana no se puede confundir con el sensualismo propiamente burgués (configurado teóricamente por Hume y Locke) donde lo sensible es físico y «no tiene ningún contenido moral» (Rodríguez y Salvador, 1987: 132), puesto que se trata de la variante pequeñoburguesa, inaugurada teóricamente por Rousseau y Kant, que «afirma que el proceso sensorial siempre está lleno de espíritu, y que por tanto siempre está lleno de un contenido moral» (133). Así, como señala Rodríguez en otra parte, el naturismo rousseauniano, particularmente en su concepción del derecho natural, representa un grado intermedio entre el organicismo feudalizante y los planteamientos propiamente burgueses. Esto quiere decir que mientras la idea de naturaleza que tiene Rousseau es totalmente laica y no se rige por signos sagrados ocultos, no por eso deja de ser esencialista en la medida que «supone la existencia previa de una auténtica realidad 'natural'». En cambio para la perspectiva enteramente liberal sería el contrato social mismo el que funda el derecho o la verdad, de modo que no hay naturalidad o esencia a la cual se puede apelar (2001: 145). En estos planteamientos intermedios de la ideología romántica, naturaleza y sensibilidad están unidas en el 'yo' como afirma Rousseau: «En el corazón del hombre es donde reside la vida del espectáculo de la naturaleza y para verle es preciso sentirle» [7].

La luz en Aranmanoth revela una relación de 'simpatía' entre seres sensibles como prueba el encuentro de la niña Windumanoth con la mirada de Orso, su futuro esposo: «como el sol que atraviesa el ramaje de un oscuro bosque, su mirada le devolvió el destello de la mirada que tantas veces había visto en su padre» (Matute 2000: 44) [8]. Así se revela en la mirada de Orso cuando escucha por primera vez la voz del agua del manantial, cuando «en sus ojos, la luz era la luz de la primera mirada» (15). La luz también descubre la simpatía existente entre los seres y la naturaleza animada: las estrellas del firmamento que «observan» o el bosque que «mira». La luz puede mostrarse en sus formas más vivas, como fuego, aurora o «un relámpago en la noche» (138), o puede nublarse o extinguirse como reconoce Aranmanoth, héroe epónimo de la novela, en su padre Orso cuya «mirada parecía perdida en el infinito, sin brillo y sin vida, eran unos ojos cubiertos por la escarcha que se adentraban... en el silencio de la noche» (83). Por lo general, la luz comprende una armonía preestablecida relacionada con la pureza de sentimiento y la felicidad; el bosque en cuyo claro aparece un círculo de piedras blancas que «resplandecía como si la luz naciera de su superficie... como si fuera una lámpara enterrada» (74) es un espacio orgánico que trae serenidad, como sugieren las palabras de Windumanoth: «estoy muy tranquila, siento mucha paz en mi corazón» (76-7). La paz es ciertamente efímera porque la novela «narra» el desequilibrio entre el espacio natural (feliz y tranquilo) y el espacio artificial propio de la alienación rousseauniana. El tema de la alienación humana, recuerda Rodríguez, no es un tema que origina en Hegel o Feuerbach, sino que «es un tema únicamente pensable en la corriente rousseauniana por el desequilibrio que existe en tal corriente entre el espacio verdadero (auténtico, natural) del hombre y el otro (político) que por muy bueno que sea será siempre falseado y artificial» (2001: 169). Esto es, la alienación se da de acuerdo a esta corriente porque la civilización o la diacronía de la sucesión histórica se concibe como una perversión, o como reza en Rousseau: «un funesto azar que no debió haber sucedido nunca» [9]. Lo auténtico es la naturaleza humana (lo sincrónico) [10]. No es difícil ver el eco y despliegue de este planteamiento básico en Aranmanoth: así en lugar de hablar de 'estado de naturaleza' u 'hombre primitivo' —quien, por más señas, dirá Rousseau, permanece siempre niño [11]— Matute hará referencia a la infancia y la juventud; en lugar de hablar de 'Estado' u 'orden civil', Matute empleará la imagen de la Edad Media resaltando lo caballeresco, el vasallaje y sobre todo la guerra, porque el 'estado de guerra' es uno de los efectos del desequilibrio entre el espacio natural y el artificial.

Aunque se diga de Aranmanoth, el niño sagrado que ha de redimir a su padre, que existe «entre el cielo y el niño... un pacto silencioso que les hacía brillar a ambos» (42), el héroe reconoce su 'destitución': «Madre mía... ¿por qué me abandonaste? ... has desaparecido de mi vida y de este mundo sin revelarme sus secretos... ¿Qué hago yo en un lugar que no es mi lugar, y por qué añoro ese otro al que tú y yo pertenecemos...?» (49). Si Aranmanoth guarda un «pacto silencioso» con el cielo es para aludir a la eventualidad de otro pacto, de una alienación total, como veremos sucede con su padre Orso. En virtud de su carácter sagrado o mágico, Aranmanoth es capaz de 'dilucidar' los signos del mundo natural donde se oculta la luz, como le dice a su protegida Windumanoth: «Cada hoja es una palabra, y cada palabra corresponde a un color. Son palabras que no están escritas en ninguna parte, ni siquiera en los libros de los monasterios. Todas las palabras juntas, todos los colores unidos, forman el arco iris» (75). La lectura de palabras «no escritas» no es la feudal que cuenta con un mundo sublunar y sus analogías celestiales, tampoco es la de un «empirismo» esencial como en el mítico jardín del Edén donde todo está a la simple vista, donde ver y saber son lo mismo (Althusser 2017: 72), sino una lectura 'necesaria' dada la quiebra producida por el espacio artificial-político en el espacio moral-natural. En el bosque (espacio propio de Aranmanoth enfrentado al castillo del Conde), los protagonistas pueden leer la armonía fundamental que enlaza todo porque lo que desvelan las bandas de color que forman el arcoíris es simplemente la luz de cuya dispersión —ex uno plures— resulta el color. Los colores apuntan al orden moral-natural que sirve como la brújula desde donde se pueden juzgar todas las cosas: «fueron desvelando palabras y colores. Reconocieron el color morado de la palabra ira, el gris del odio, o de la envidia, y el ácido limón del deseo» (75). En el pequeño huerto de Windumanoth, Aranmanoth lee la palabra 'nostalgia' en la sombra que proyectan las «hojas agonizantes de los árboles»: «no la había leído antes... sé que permanecerá escrita en mi corazón» (80). Sabemos que estas palabras no están escritas en ninguna parte ni en ningún libro, y esto es porque solamente se pueden escribir en el corazón que es lugar verdadero, no falseado, donde se lleva el recuerdo del origen natural.

La temática de la alienación se da además en la historia de Orso, un joven que olvida su infancia al tener que ceder ante «las leyes que debía respetar y que, sin embargo, nunca llegó a comprender» (170) y distanciarse «de ese otro espacio que, de niño, le cubría como un manto y protegía» (10). Se sabe que Orso, aún aprendiz en la práctica de las armas, engendra un hijo, Aranmanoth, con la más joven de las hadas del manantial, pero aun conociendo el hada, quien le descubre el verdadero amor y la verdadera vida, Orso se dispone a servir al Conde, imagen de su perdición: «tras haber escuchado a su señor, el mundo era ya implacable invierno» (35). Está claro que las relaciones feudales aquí solo representan a modo escénico la temática de la alienación, que es imposible en dichas relaciones, puesto que el siervo, unido sustancialmente a su señor/Señor, no se puede alienar nunca y el ordo dei jamás es una realidad artificial y recusable. La «separación» que padece el 'siervo de Dios' tiene sentido orgánico fuerte, es parte de su narración de vida y es tan precaria como la reconciliación es segura. Lo que cuenta respecto a la alienación, en cambio, es lo verdadero de la «naturaleza humana» en relación a lo adulterado, impropio, etc. Por eso las voces del Manantial quedan definitivamente olvidadas bajo «espesuras de egoísmo, mezquindad, cobardía, y, en fin, de tanta ignorancia» (45). Aranmanoth, en cambio, es visitado por su madre que, en forma de silueta, le imparte su legado: «Aranmanoth, no ames como aman los humanos. Por tu media naturaleza será fácil que caigas en sus redes, pero no olvides, no ames como los humanos, hijo mío...» (92). Para Aranmanoth el amor es un profundo misterio, pero el amor que nace entre él y Windumanoth seguramente esclarece la súplica de la madre, cosa que también se insinúa en el marco de otro dualismo que traspasa la obra de un lado a otro, el de género. De ahí la importancia que se le da a los «valores maternos» o alusivamente «femeninos» diseminados en el texto. Estos servirían a modo de reprobación de la civilización en la medida en que esta se supone una sublimación de los «valores viriles» o «falocéntricos», que a su vez serían una aberración de lo natural-primordial-materno. En este sentido resulta muy sugerente la discusión que sostiene Rodríguez en torno a los cambios que se iban dando desde los años 60 en relación a la imagen de la mujer: «si la ley del valor lo rige todo en nuestro mundo... ¿cuánto vale un cuerpo? Si el cuerpo de la mujer no valía nada para Freud ni para la mujer misma (según el inconsciente burgués: sólo el ángel sin sexo del hogar), por el contrario estaba claro que a nivel público el cuerpo de la mujer tenía cada vez más valor para la moda, la publicidad, para la escritura del erotismo en general» (2000: 11). La cuestión está clara puesto que si lo que importa es 'la ley del valor', que lo contabiliza todo, no basta con invertir la asimetría hombre/mujer como descubre Matute en la novela. Siguiendo su inconsciente romántico-rousseauniano (que guarda 'la ley del valor' en su regazo), Matute pasa a fijar lo «materno-femenino» en el lugar de la dualidad rousseauniana que corresponde a la «naturaleza-verdad», efectuando así una simple inversión de la mentada jerarquía, que sería la que, según esta perspectiva, genera la alienación —de modo que la nueva jerarquía permanece atrapada por 'la ley del valor' (la oposición natural/ artificial) y, por ende, permanece dentro de la ideología pequeñoburguesa—. Por otro lado, no hay valores maternos o paternos, femeninos o masculinos en sí, fuera del valor (con todos sus matices) que le pueda asignar una matriz ideológica de clase a estos signos [12].

El legado del hada-madre de Aranmanoth apunta a la necesidad de superar el modo de amar de los humanos, que se puede resumir con el sintagma «corazón depredador» (157). El tema está tratado en la secuencia que narra la llegada del cachorro de una loba de «la raza más depredadora de estas tierras» (65). Nombrado Aranwin —síntesis onomástica de los nombres de los protagonistas— el cachorro sirve, por así decirlo, para aludir a la impostura que representa la locución latina homo homini lupus (atribuida a Plauto). Esta locución, que identifica al hombre con los instintos carniceros del lobo, resulta nula desde el inconsciente ideológico de la obra cuando menos por lo que se insinúa en la afirmación de Aranmanoth: «yo creo, por la experiencia que tengo de estas cosas, y que a nadie excepto a ti revelo, que si se encuentra amado y bien tratado esa peligrosidad no llegará a manifestarse nunca» (65). ¿Qué se insinúa en esta formulación? Leamos de cerca y en el contexto creado por la relación entre los jóvenes (relación que no ostenta instintos de depredador) donde figura el deseo de Windumanoth de «compartir todo» y de «ser como hermanos» (66). En la medida en que 'Aranwin' nombra a ambos protagonistas, el lobo no puede ser más que imagen de otro amor o de otro corazón, puesto que si seguimos el lenguaje rousseauniano, su peligrosidad, la del lobo o la del hombre, no es más que amour de soi, autoestima, e instinto de supervivencia, que no tiene por qué manifestarse sino debido a ciertas condiciones­ —las creadas por las relaciones de alienación, esto es, por la «segunda naturaleza» [13]—.

Para precaverse de los efectos de la segunda naturaleza adquirida en el orden civil, los jóvenes van en busca del Sur (imagen del Edén perdido, etc.), pero encuentran a su despecho un mundo incompatible con lo que va cifrado en dicha imagen —«el Sur es mi infancia... [e]l Sur es mi vida» dirá Windumanoth (105)—. Sira, la hermana de Windumanoth, tratará de desengañarlos: «eso que tú llamas Sur no es una realidad. Y tampoco lo son tus sueños y tus recuerdos. La vida, querida hermana, no es más que una trampa» (145). Efectivamente, lo que encuentran, en lugar del Sur, son los estragos, los desposeídos y los maltratados, dejados por las oscuras aspiraciones del Conde. Cuando Aranmanoth pregunta a un anciano, superviviente del desastre, por lo ocurrido, este responde con resignación «lo de siempre» (158), que es una manera de expresar lo que la novela da por descontado, que el orden civil es 'estado de guerra'. Pero ante la adversidad los jóvenes llegan a descubrir que «el Sur estaba en ellos, y no fue necesario decirlo puesto que... se mostraba ante ellos con la misma rabiosa luminosidad que emana del sol cuando está en su punto más alto» (152). Obviamente, si el Sur no se materializa como lugar es porque, como decía Sira, la vida es «un trampa», por lo que para los jóvenes no hay «lugar» verdadero salvo el del corazón. Orso, por contrapunto, regresa de la guerra en el Sur con el rostro marcado por una cicatriz. Herido por una cicatriz que lo parte en dos, el rostro de Orso es incoherente y perfila una conciencia infeliz. Matute dice «malhadado», insinuando de esta suerte que Orso ha renegado de su hada. Orso ha olvidado las antiguas voces femeninas de su infancia y el Manantial, pero su tristeza es común a todos. Al mirar el rostro de su padre, Aranmanoth se da «cuenta de que la tristeza era capaz de invadirlo todo» (111), que «la mirada de su padre era también la suya... y... quizá lo fuera desde el primer día de su vida, y... de las vidas de todos... [p]orque Aranmanoth miró... la tristeza en la profundidad de los ojos de todos ellos, por más que la disfrazaran con sonrisas de afecto» (112). Es decir, Aranmanoth se da cuenta de que todos los hombres tienen una 'doble naturaleza', y que esta es origen de la 'tristeza'. La tristeza es, desde la lógica interna de la obra, el sentimiento propio del ser alienado, un sentimiento que se expresa en lágrimas o llanto que son «la expresión extrema de la sensibilidad», de la verdad íntima y natural (Rodríguez y Salvador, 1987: 133), cosa que en la novela se enuncia como una llamada de lo más profundo del ser; así el llanto de Windumanoth es «un llanto comparable sólo a la lluvia que precede a una tormenta, que durante horas ha estado preparándose y al fin estalla» (113); son «las lágrimas [que], algunas veces, parecen brotar, al contrario de la lluvia, del más escondido corazón de la tierra» (114). Asimismo, Windumanoth «dejaba escapar alguna lágrima que nadie, excepto ella, percibía. Eran las lágrimas que provocan los sueños cuando éstos vienen y van como si el mar los empujara y los hiciera chocar contra las rocas de un acantilado» (127). Dicha sensibilidad se extiende igualmente a una naturaleza 'animada', por eso Aranmanoth cree percibir «un lejano rumor de lágrimas que le recordó al del rocío sobre la hierba» (127). El recurso a la naturaleza no es más que una manera de apuntar a lo que hay de natural en el hombre, a una naturaleza humana que no procede de más Edén que de la naturaleza laica, pero que no por eso deja de ser «moral». Como sostienen Rodríguez y Salvador, desde Kant y para todo el horizonte romántico «existe una especie de facultad innata en el individuo llamada sensibilidad, que expresaría incluso el modo más directo que tiene de revelarse la 'Verdad íntima' de ese individuo. Se habla así de 'personas sensibles'... y que esa 'sensibilidad' es un valor básico porque expresa el espíritu natural, íntimo, del hombre» (1987: 133) [14]. Las lágrimas como manifestación de la sensibilidad se unen decisivamente al tema del corazón y la pregunta de Aranmanoth sobre el corazón —«¿Qué es el corazón que, a veces, tanto duele?» (94)— y ¿«cómo vive el corazón humano»? (95). Según le explica el misterioso poeta de ojos negros de escarcha, el corazón es «el gran depredador" y «un lobo hambriento" (94). Aun así el poeta le advierte que el corazón es «lo más importante que has heredado de tu naturaleza humana, más aún que tu capacidad de entender el lenguaje del agua, o de las aves, o las voces del silencio» (95). El corazón es «el gran depredador» pero a la vez «lo más importante». Todo esto remite de nuevo a la secuencia del lobo Aranwin y el problema de la ambigüedad de la 'naturaleza' como en este caso la ambigüedad del corazón. Para mostrarle cómo vive el corazón humano, el poeta llevará a Aranmanoth al claro del bosque a la medianoche. Ahí está «el Árbol que algunos llaman del Bien y del Mal... que otros decían el Árbol de la Vida» (98). La alusión es al libro del Génesis, y la escena que se abre ante Aranmanoth es la de una multitud que arrastra una joven al suplicio en la hoguera. El poeta le explica que lo que está sucediendo «forma parte de tu segunda naturaleza» (100). Ciertamente se refiere a la humanidad de Aranmanoth (a diferencia de su naturaleza mágica), por eso se trata de entender lo que está pasando en su incidencia con el tema del corazón como «lo más importante» de la naturaleza humana. De ahí que la escena del sacrificio que presencia Aranmanoth se presente como una prueba para el héroe, para ver si es capaz de escuchar la voz del corazón y guiar la voluntad en razón del bien. No se sabe por qué la joven del bosque ha sido condenada (y quizás por eso se enfatice su mocedad, porque se trata de una inocente), lo que importa es que la multitud estaba compuesta de hombres y mujeres «que solamente deseaban», insinuando así que no es culpable de otra cosa. Por su lado, Aranmanoth «[n]o estaba seguro de que sus deseos fueran realizables» (101), pero enseguida asume una posición incompatible con la de la multitud que «representaba, ante los ojos de Aranmanoth, la confusión, el terror y la soledad humana» (100), y cuyo desear, se deduce, tiene como resultado atentar contra la vida de la joven. Ante lo que está sucediendo, Aranmanoth muestra una voluntad disyuntiva revelada en el lenguaje animista de la luz: «fue entonces cuando algo se alzó en él. Algo como una llama que brota de una chispa y crece interminablemente hasta alcanzar lo más alto. El mismo se vio crecido y lleno de fuego» (101). Después de salvar la vida de la joven, y ante el poeta, Aranmanoth termina llorando al saber de su naturaleza humana, reflejada en los que clamaban por un cruento sacrificio. A sabiendas repite para sí «[d]oble naturaleza» puesto que «las dos palabras enlazaban una lejana pregunta que se perdía en su corazón" (104). Esta sería la clave del texto, el problema de la doble naturaleza de todo ser humano, natural y civil a la vez. Se entiende, por tanto, que si la multitud no puede sino representar el deseo o corazón enajenado (depredador de toda inocencia), Aranmanoth, orientado por el legado de su madre insistiendo que amara de otra manera, se deja guiar por la 'luz' de su corazón. Cuando el poeta le dice a Aranmanoth que «[s]i lloras ahora, tu experiencia en el bosque habrá sido lo mejor que te ha sucedido en la vida» (103-4) es porque Aranmanoth ha conocido además «lo más importante» que es el corazón humano. Es decir, él ha actuado con sensibilidad (piedad, empatía, etc.) que es, para este inconsciente, actuar de acuerdo a cómo la naturaleza nos ha hecho. Es precisamente el problema de Orso cuyo padre fue «como una mano de hierro que oprimía cada día un poco más su corazón» (10). Por eso, destinado igualmente a ser padre, a ser señor de Lines y efectivamente a separarse del aura materna de su juventud, es lógico que «en sus ojos, el brillo que siempre resplandecía al contemplar las montañas o los bosques ahora no era más que una tenue luz a punto de extinguirse, una luz sin apenas vida» (27).

La muerte trágica de Aranmanoth a manos del Conde sirve para redimir a su padre. O sea, sirve para resolver lo que no se puede resolver desde los planteamientos de la obra: la contradicción latente en toda la ideología burguesa entre el yo y la sociedad, la contradicción entre afirmar la propia vida y los límites aludidos. Si Orso se muestra vulnerable ante la estructura social, no cabe duda que para Matute siempre hay una fuerza (o esperanza) en esa vulnerabilidad. Por ejemplo, hay una fuerza entre los desposeídos por la devastación del Conde que aun así se «sentían unidos» y «se comprendían e intentaban ayudarse» (162), es decir, una fuerza que es igual a la sensibilidad de cada cual. De ahí el arrepentimiento y reconciliación de Orso, quien reconoce haberse traicionado a sí mismo (169). El lenguaje del corazón, toda la cadena animista de la luz, el amor y las lágrimas, recuerdan aquí la herida (como la cicatriz de Orso) de la 'doble naturaleza' y la necesidad de ligar lo que está desligado (cualquier yo respecto a lo que es en esencia), la necesidad, en fin, de des-alienar, de reavivar la naturalidad original como remedio a la sociabilidad del orden civil (el deseo depredador).

La insistencia de Matute sobre el tema de la niñez en su obra va engarzada por esta misma línea rousseauniana donde los niños se revelan como un calco de esa 'condición primitiva': «el niño no es un proyecto de hombre, sino que el hombre es lo que queda de un niño» (2011: 7). En este mismo sentido Matute suele decir que escribe libros para niños y adúlteros; ahora sabemos de qué se trata, puesto que, imaginada así, la niñez sería la mejor demostración de lo que es la naturaleza humana anterior a su perversión [15]. En Aranmanoth la aleación romántica entre los elementos del neo-organiscismo rousseauniano y el animismo apunta a un inconsciente ideológico con un funcionamiento objetivo específico a tomar en cuenta, como indica M. K. Read en otro contexto y remitiéndose a Rodríguez y Salvador: «realiza una función crucial en las relaciones sociales imperantes... como correa de trasmisión 'entre los valores de las clases dominantes y el inconsciente de las clases dominadas' a lo largo de la cual se trasmiten la bondad, el amor idealizado, la fraternidad, el amor filial, la belleza, el sentimiento religioso y otras emociones y cualidades que sirven para unir las clases sociales en perfecta armonía» (2016a: 220). Si por un lado dicha ideología sirve objetivamente para engrasar la actividad de las clases que definen la sociedad, subjetivamente la ideología romántica se imagina un mundo cerrado y autosuficiente, amenazado por la alienación, como se descubre en las siguientes líneas de Matute:

 

[E]n el mundo de los adolescentes y de los niños están excluidos los adultos. Es un mundo... redondo... Yo creo que la infancia y la adolescencia son un nudo que no se rompe. Son los adultos los que están excluidos. Porque uno no quiere verse en las fotografías de adulto y cuando se ve en las fotografías de niño, piensa «¿Qué hice con esa niña?». (2000: 7)

 

Que el adulto no quiera verse en las fotografías indica que la alienación nunca es total, ya que es posible pensar «¿Qué hice con esa niña?» —en Aranmanoth, Orso se pregunta de igual manera «¿Qué he hecho con mi juventud?» (181)—. Es decir, como en la citada referencia a Caín, se puede preguntar ¿qué he hecho con «la imagen más bella" de mí mismo, mi yo auténtico? Y esto es así porque la luz —las «lejanísimas estrellas» por ejemplo que observa el héroe de La torre vigía o las que observan a Orso desde el firmamento— solo se puede alejar, ocultar, pero nunca perecer. Quiero decir que la auténtica 'trampa' en los textos de Matute es la estructura combinatoria desde donde se amasan (las dicotomías natural/artificial y yo/mundo), pues, al ser inconsciente la ideología lo engloba todo en su binarismo (espíritu/materia, base/superestructura, y así con todos los matices). De ahí que frente a la convicción de E. Balibar de que los modos de producción son una forma de 'autoengaño', Rodríguez ha tenido que puntualizar que el «autoengaño es, en efecto, una forma de ideología, pero este planteamiento tiene el defecto de aludir a una supuesta verdad originaria, como si primero fuera la individualidad y luego sus formas: por ejemplo, hoy la alienación, la reificación, la cosificación, etc.» (2002: 640). De ahí también el reproche del filósofo granadino a J. Derrida por insistir en el carácter espectral de la ideología como algo que 'deforma': «La cuestión así establecida tiene un pequeño defecto: remitirnos a un algo previo a la ideología, algo (la realidad, la economía, etc.) de lo que la ideología sería simplemente una máscara o de nuevo engaño o autoengaño» (640). Por esta misma razón, M. K. Read ha enfatizado el 'efecto matriz' de la ideología como remedio a todo idealismo y racionalismo filosófico que pretendiera echar la cabeza por encima del muro de la ideología [16]. Y por eso la teoría de la producción ideológica de Rodríguez significa una clara demarcación respecto a todo planteamiento tanto literario (Matute) como teórico (Balibar y Derrida) asentado sobre dichos prejuicios.

 

Bibliografía

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