[1]

Todo a nuestro alrededor habla de la crisis: ‘una circunstancia’, según el diccionario, ‘de inestabilidad o peligro que conduce a un cambio decisivo’. Para poder actuar en una situación de este tipo, encontrar una salida del peligro y trabajar por un cambio que beneficie al 99%, necesitamos dar un paso atrás y preguntarnos ¿qué es realmente lo que está en crisis?

Hay una asimetría entre la mayoría de la gente, formada por personas dotadas de creatividad y conocimientos por una parte y los flujos e instituciones financieras que rigen nuestras relaciones económicas actuales, por otra. Los trabajadores —o los que querrían serlo— se enfrentan a una crisis de sustento y del modo de poner sus habilidades al servicio de la sociedad. Sin embargo no hay duda de que mantienen la capacidad de crear, diseñar y hacer cosas, curar, inventar, enseñar, cuidar, aprender. En este sentido, no es la capacidad humana de trabajar —y por tanto de crear— lo que está en crisis.

Lo que es evidente es quienes están en crisis son los mercados financieros y las instituciones que los dominan [2]. Pero las finanzas no constituyen un mundo en sí mismo; forman parte de un contexto económico y político más amplio, a pesar de su aparente autonomía y la indudable opacidad de su funcionamiento. La reciente cuasi-implosión de las instituciones financieras más poderosas del capitalismo —salvadas exclusivamente mediante la inyección sin precedentes de dinero público— tiene su origen en los problemas políticos y económicos a los que se enfrentó el capitalismo —dominado por Estados Unidos— en los años setenta del siglo XX.

El agotamiento de las capacidades innovadoras —y por tanto productivas— del fordismo hizo por una parte que el capital se desviara de la inversión fija hacia la movilidad de las finanzas. Las presiones que supusieron tanto el gasto militar de la guerra de Vietnam como el gasto público realizado en respuesta al malestar social llevaron por otra parte al presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, a poner en marcha el fin del sistema internacional de regulación y restricción del movimiento transnacional de dinero (Heillener 1994; Sassen 2011).

El levantamiento de los controles sobre el movimiento de capitales permitió en particular a las corporaciones británicas y estadounidenses —ya extremadamente nerviosas por los controles de la posguerra— movilizar sus fondos en operaciones de especulación financiera fuera del ámbito de la producción, donde las tasas de beneficio habían descendido con el tiempo a niveles inaceptablemente bajos (Harvey 2005). En las décadas que siguieron a la disolución de Bretton Woods, la privatización real de la creación de dinero, la desregulación de la banca, el impacto de la nueva tecnología en la velocidad y el alcance de las transacciones financieras y la espiral de desigualdad han producido una ola sistémica de especulación financiera cuya dinámica exacta pocos entendieron (Tett 2009).

De esta manera, el capitalismo de finales del siglo XX y principios del siglo XXI está financiarizado. No solo es inestable, sino que —como Keynes observó acerca de un periodo anterior de financiarización— el paso desde la producción a la especulación financiera asesta un revés al capitalismo, porque destruye el equilibrio psicológico que permite la perpetuación de recompensas desiguales. El empresario solo se tolera mientras sus ganancias tengan alguna relación con las actuaciones que él mismo ha tenido en la sociedad (citado en Backhouse y Bateman 2011).

Este texto empieza señalando el contraste entre este callejón sin salida como base de la organización de las capacidades productivas de la sociedad y la realización del potencial de la creatividad humana para el bien común. Analizo este problema a varios niveles. El objetivo es preparar el terreno para encontrar salidas de la crisis mediante formas de organización económica que coloquen en su centro la creatividad humana, lo que incluye una relación respetuosa con la naturaleza.

En la primera parte intento fundamentar este argumento en la comprensión de que al menos uno de los elementos del orden socialdemócrata de los años de la posguerra lo había vuelto altamente vulnerable  a finales de los años setenta a las fuerzas de la financiarización, sobre todo al poder de las corporaciones transnacionales. Mi enfoque es entender la concepción del papel del trabajo que subyacía a las instituciones sindicales y políticas del movimiento obrero organizado en el preciso momento en el que la economía neoliberal empezó a tomar cuerpo. Mi argumento se basa principalmente en la historia británica reciente (que fue al fin y al cabo la incubadora del neoliberalismo).

Históricamente, el movimiento obrero británico —cuyas relaciones productivas estaban separadas de la política, lo que implicaba una visión economicista del papel de los trabajadores en la producción, reforzada por el monopolio de un único partido de representación obrera— se articulaba bien con el paradigma fordista de la producción masiva y los altos niveles de productividad estandarizada a cambio de salarios elevados que a su vez sustentaban el consumo masivo. Tanto los sectores políticos como sindicales del movimiento obrero veían a los trabajadores como asalariados cuyo derecho a negociar el precio y las condiciones de su trabajo debía garantizarse políticamente. El papel político del Laborismo se entendió en términos de redistribución, mediante el estado de bienestar, abjurando —después de las nacionalizaciones de infraestructuras de 1945— de cualquier intervención significativa en la organización de la producción.

Sin embargo, a medida de que el paradigma de la producción fordista, el consumo masivo y el estado de bienestar construido en torno a la familia nuclear fueron cuestionados por los movimientos sociales desde abajo y el desplazamiento del capital de la producción hacia las finanzas desde arriba, las estrechas concepciones del trabajo y su papel en la producción de la socialdemocracia demostraron ser una fatal debilidad en su oposición a las presiones del mercado dominado por las corporaciones. Había caminos alternativos disponibles a mediados de los años setenta y principios de los años ochenta, el momento decisivo del neoliberalismo. La resistencia a la producción fordista y a la división del trabajo por género por parte de los movimientos a favor de la democracia radical —incluyendo la democracia económica y el control popular de las instituciones estatales— podía haber conseguido —mediante formas de actuación fundamentadas en una comprensión distinta del trabajo— una base más progresista e igualitaria para los cambios propiciados por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. En cambio, gran parte de la dinámica innovadora de los movimientos sociales y sindicales radicales se convirtió en un apoyo ambivalente y no intencionado de la renovación capitalista. Ahora, cuando el proceso de expansión alimentado por el crédito se enfrenta a una crisis y estamos inmersos de nuevo en un periodo de cambio en el que las acciones progresistas podrían facilitar el cambio social, parece un momento oportuno para explorar una noción alternativa del trabajo como la capacidad de crear, fundamentada en nuevos propósitos y prácticas.

LA EXTRAÑA MUERTE DE LA SOCIALDEMOCRACIA

¿Por qué se desmantelaron tan fácilmente las instituciones surgidas del acuerdo socialdemócrata y keynesiano de la posguerra, a menudo a pesar del amplio apoyo popular a los servicios públicos y la regulación? La experiencia británica destaca especialmente esta cuestión [3], aunque la destrucción global de lo público o de lo común ha tenido lugar en un ámbito mayor.

Responder a esta pregunta me lleva a hacer hincapié en la importancia de la creatividad de los trabajadores y en un acercamiento a la economía política que se centre en la creatividad. Una respuesta rigurosa debe tener en cuenta cuanto menos las repercusiones internacionales de la desintegración de la Unión Soviética, junto con las diversas historias nacionales, las instituciones políticas y las estructuras bancarias y empresariales, lo que incluye las relaciones de éstas con las instituciones dominadas por Estados Unidos, como el FMI o la OMC.

Una explicación inicial podría apuntar a la debilidad de la oposición, en particular de los sucesores políticos de los que construyeron el orden de la posguerra (Ali 2003). Resaltaría la forma en la que los partidos de la izquierda, de tradición predominantemente socialdemócrata, adoptaron antes o después las mantras neoliberales de la mayor eficiencia del sector privado y los mercados capitalistas y condescendieron con la amenaza de que los inversores huirían si se perseguían políticas más radicales e intervencionistas. Fue un proceso desencadenado en el norte por el ‘nuevo’ Laborismo de Tony Blair y más tarde en el sur por Thabo Mbeki del Congreso Nacional Africano (Anderson y Mann 1997; Panitch y Leys 1997; Bond 2004; Satgar 2008).

Este argumento, sin embargo, solo describe de nuevo el problema. Sigue siendo preciso preguntarse ¿por qué? ¿Por qué los partidos que representan a los trabajadores, presentes o futuros, fueron tan condescendientes, a partir de los años setenta, con la financiarización de la economía y la mercantilización de la sociedad?

Un concepto limitado del trabajo

En este periodo las instituciones del acuerdo de la posguerra se enfrentaron a varias crisis y en él dio comienzo un proceso de transición hacia nuevos arreglos políticos y económicos. Existían diferentes posibilidades que de hecho se exploraron. En Japón, lo que llegó a conocerse como ‘toyotismo’, con intentos parciales de emularlo internacionalmente, fue una de ellas. Sus métodos organizativos ‘justo a tiempo’ abordaron el problema de la demanda fluctuante y la tendencia del consumidor a rechazar la producción masiva estandarizada. Su proceso laboral distintivo, basado en los equipos y ‘círculos de calidad’, buscó hacer del conocimiento práctico de los trabajadores una fuente de innovación continua dentro de la producción capitalista. En Japón, el contexto fue uno en el que ya se habían vencido a los sindicatos independientes. En Europa Occidental, a finales de los años sesenta y gran parte de los años setenta, los sindicatos de muchos países estaban fuertes y seguros de sí mismos, y se exploraron otras posibilidades por las propias organizaciones obreras en las que la creatividad de los trabajadores se recogía y convertía en la base de estrategias y principios organizativos alternativos por parte de  movimientos sindicales y sociales, tales como los sindicatos de base y el movimiento feminista. Se investigaron también modelos alternativos de propiedad e inversión y de relaciones con los Gobiernos y, de manera diversa, se persiguió el objetivo de extender la democracia desde la esfera política hasta la económica, un proyecto que indicaba la confianza en las propias fuerzas de aquel momento.

Las experiencias más conocidas fueron las de la izquierda del movimiento obrero sueco, especialmente las de Rudolf Meidner y su propuesta de Fondos Salariales de Inversión (1993) así como las estrategias sindicales radicales, asociadas en el Reino Unido con Tony Benn y más tarde con Ken Livingstone e ilustradas brevemente por el plan alternativo de una producción socialmente útil [4] de los trabajadores de Lucas Aerospace (Panitch y Leys 1997; Wainwright y Elliott 1980), junto con la London Industrial Strategy (Greater London Council 1984). Estas iniciativas se repetían a lo largo de toda Europa Occidental.

Estos ejemplos, todos surgidos entre finales de los años sesenta y principios de los años ochenta, indicaban la existencia de un potencial. A medida que los partidos se aliaban con las organizaciones obreras, los partidos socialdemócratas tenían un acceso potencial al conocimiento práctico de cuándo funciona la producción, cuándo no y cómo podría hacerlo en el futuro con el fin de conseguir objetivos medioambientales y sociales. Del mismo modo, tuvieron el apoyo de muchos proveedores y usuarios de los servicios públicos y por lo tanto acceso a los conocimientos de cómo estos servicios podrían responder mejor a las necesidades públicas, incluyendo el potencial de desarrollo económico con objetivos sociales.

Pero en vez de considerar estos apoyos como potenciales agentes creativos y conocedores de la transformación de la economía existente, la cultura institucional predominante en el movimiento obrero los consideraba solo como votantes, cotizantes que reivindicaban asuntos específicos a consecuencia de su condición de asalariados o perceptores de subsidios (Miliband 1961; Minkin 1991; Wainwright 2012). En general, la perspectiva de los sindicatos reflejó esta visión al asumir que su papel era negociar y reivindicar la finalidad y el valor de uso del trabajo, junto con su precio y condiciones. Esta separación del trabajo de la política, del sindicato del partido y la concepción de la naturaleza no política de las relaciones en el lugar del trabajo recorrió las instituciones del movimiento obrero. Durante el auge de la producción fordista, esto tenía sentido y fue consecuente con la militancia de las fábricas; los trabajadores sentían que eran indispensables, lo que les concedía un poder considerable de negociación. Pero a medida que las compañías, frente a la competencia intensificada, internacionalizaron y/o racionalizaron la producción, regularon la individualización de las relaciones laborales y amenazaron con cierres y despidos, los límites de la ‘conciencia en las fábricas’ y el ‘sindicalismo oficial’ se pusieron en evidencia (Beynon 1973).

Al mismo tiempo que surgían en la agenda política estas transformaciones en las relaciones laborales, a los partidos socialdemócratas les faltaba la capacidad intelectual e institucional para llevar a cabo su propio potencial y emprender nuevos rumbos con la democracia económica como su fuerza motriz [5]. Porque el corolario de este concepto limitado del papel del trabajo y de los ciudadanos en general fue la ausencia, cuando el modelo fordista keynesiano se derrumbó, de aliados con conocimientos y potencialidad, que trabajaran dentro del proceso productivo compartiendo el objetivo de una solución democrática y socialmente justa. Aun cuando los Gobiernos socialdemócratas intentaron introducir nuevas estrategias industriales, dependían del conocimiento y del criterio de la gestión privada para implementarlas. Esto ayuda a explicar la vulnerabilidad de los Gobiernos socialdemócratas ante la depredación empresarial, el chantaje económico y la suposición generalizada de que ‘no hay alternativa’.

Este estrecho enfoque del trabajo se hizo también evidente cuando se nacionalizaron servicios públicos, infraestructuras y, en ciertos casos, industrias y compañías estratégicas. En estos casos, el cambio se reducía a la propiedad, lo que ayuda a explicar lo débilmente que se defendieron como organizaciones públicas. Fuera del escenario público, los límites entre lo público y lo privado fueron cuestionados, y a menudo erosionados, por el sector privado desde el momento en el que se fundó el Estado social de la posguerra, aun cuando aquél sacaba un beneficio considerable al proveer el Estado las infraestructuras,la sanidad y la educación de la fuerza de trabajo. La tendencia por parte de los dirigentes políticos de tratar la producción —de mercancías, infraestructuras o servicios— como una competencia exclusiva del ingeniero profesional (fuera éste mecánico o social) significó que se consideraba de poca importancia práctica la implicación de los ciudadanos como productores, usuarios y miembros de la sociedad conocedora e interesada en la eficiencia social de estos entes públicos. El resultado fue la falta de movilización efectiva para defender y desarrollar estas entidades públicas como base para una mayor desmercantilización de la economía.

Este concepto estrecho del trabajo no fue inevitable. Una serie de factores históricos explica estas relaciones entre la política y la producción. Un problema generalizado es que los partidos, y los sindicatos con los que éstos estaban aliados, reprodujeron la separación de la política de la economía, característica de las democracias liberales. Representaban el trabajo como un interés sectorial —de los asalariados y sus familias— dentro de las relaciones existentes de producción.

Asimismo, los programas de reforma de estos partidos se ocupaban principalmente de la redistribución mediante impuestos y el estado de bienestar y del pleno empleo a través de la gestión keynesiana de la demanda. Como lo que estaba en la agenda era la estrategia industrial, las alianzas con el trabajo tendieron a ser corporativistas y se negociaron sobre la base de intereses sectoriales en vez de a partir del trabajo entendido como un aliado creativo y diferenciado a todos los niveles del proceso productivo.

Aun así, hubo excepciones en Europa. En Sudáfrica se implementó el plan de reconstrucción y desarrollo del Congreso Nacional Africano y del COSATU y en América Latina, a distinta escala, el intento más ambicioso hasta el momento del Partido Socialista de Allende de desafiar el poder corporativo y redirigir la economía hacia objetivos sociales, junto con diversos actores económicos populares, con el énfasis principal en la propiedad y nuevas formas de planificación y coordinación más allá de simples cambios en el proceso de trabajo [6]. Sin embargo, sus derrotas convierten estos ejemplos en las excepciones que confirman la regla.

Estas derrotas apuntan la importancia de la correlación de fuerzas entre el Gobierno y el sector privado. Pero todavía necesitamos explorar más allá, al menos en los casos europeos, y entender la mentalidad que ayuda a explicar por qué los líderes de los partidos de masas de la izquierda ni siquiera intentaron cambiar este equilibrio de poder, movilizando y empoderando a sus seguidores como productores creativos y conocedores, como fuentes de un contrapoder positivo. Hubo dos importantes dimensiones del pensamiento dominante dentro de estos partidos que reproducían las ortodoxias culturales más generalizadas del momento.

La primera dimensión es la visión predominante del conocimiento que siguió a la ortodoxia positivista del momento. Se resume mejor a nuestros efectos como una comprensión de la ciencia —tanto social como natural— como una serie de leyes basadas en la correlación regular de acontecimientos (en vez de en la identificación de mecanismos y estructuras subyacentes) y por consiguiente del tipo que podría centralizarse y codificarse. Dentro de esta poderosa epistemología, el conocimiento tácito, la experiencia, el tipo de conocimiento que se reconoce ahora como vital para el proceso creativo —tanto científico como productivo— no tenía ninguna legitimidad (Bhaskar 2011; Wainwright 1994). Esta epistemología se fundamentó directamente en la ‘gestión científica’ de F.W. Taylor, cuyas ideas inspiraron directamente el diseño productivo de Henry Ford. ‘Cada acción del obrero puede reducirse a una ciencia’, observó Taylor en 1911. Definió la gestión como ‘el desarrollo de una ciencia que implica el establecimiento de muchas reglas, leyes y fórmulas que sustituyen el juicio del individuo’. No es hasta finales de los años sesenta que este enfoque fue criticado tanto por el mundo de los negocios como por la izquierda. Hasta ese momento fue la manera aceptada de obtener la mayor productividad del proceso laboral. A finales de los años sesenta este paradigma estaba agotado.

La segunda dimensión del pensamiento dominante se refería a la naturaleza de la igualdad que subyacía la noción de estos partidos de los procesos de reforma. Entendieron la igualdad como el cambio social y económico que podrían proporcionar al pueblo expertos progresistas. La igualdad cultural no solía formar parte de esta visión (Williams 1961) [7] pues habría estado profundamente fuera de sincronía con el paradigma fordista de la separación de la mente y el cuerpo como principio central. La frase ‘deja tu cerebro en casa’ subyacía a la distinción entre el personal cualificado y no cualificado tanto en el centro de trabajo como en el consumo de los hogares de ingresos medios. Recalco estas mentalidades materialmente significativas y profundamente arraigadas porque el cuestionamiento que se hizo de ellas en los años sesenta y setenta abrió de manera ambivalente la posibilidad de un nuevo paradigma económico, inspirado por la confianza en la creatividad del trabajo y su importancia.

La vulnerabilidad ante el poder corporativo

Mi propósito llegado a este punto es hacer hincapié en cómo la ausencia en la política socialdemócrata de un aliado comprometido dentro del proceso productivo contribuyó a la facilidad con la que, desde 1980 en adelante, los impulsores empresariales de la financiarización pusieron en el punto de mira el sistema de provisión y protección social establecido después de la guerra contra el fascismo. Sin un aliado organizado y entendido con objetivos compartidos dentro de la economía tanto privada como pública, los Gobiernos de la reforma social resultaban vulnerables a la presión empresarial y quedaron indefensos ante la reestructuración corporativa de la producción que fue esencial en este proceso de financiarización [8]. La capacidad de crecimiento y la movilidad de las corporaciones transnacionales proporcionaron el factor decisivo, persiguiendo beneficios a través de las fronteras, de la expansión de los mercados financieros y escapando de las restricciones, presiones y obligaciones de su lugar de emplazamiento (Barnett y Müller 1974).

Gobiernos tanto de la izquierda como de la derecha claudicaron ante al poder corporativo, aun teniendo la posibilidad de desafiar el proceso si hubiera existido la confianza política en una orientación distinta para los procesos productivos. Las corporaciones tienen que invertir en alguna parte; necesitan también los mercados y dependen de los Gobiernos para las infraestructuras y hasta para subvenciones. Pero sin un poder eficaz y sostenido dentro de los procesos productivos, las posibilidades de desplegar dichas influencias nacionales y externas con el fin de controlar este nivel ‘mesoeconómico’ de poder fueron limitadas (Holland 1975; Pantich y Leys 1997; Callaghan 2000).

Un sustento económico para una política democrática

Debemos extraer varias lecciones de lo anterior con el fin de pensar y organizar la producción. Pero estas lecciones no deben retrotraernos a utilizar los instrumentos gubernamentales disponibles en los años de la posguerra o las formas de organización sindical que fueron eficaces en esos momentos. Las instituciones del Estado se han reestructurado profundamente en los últimos veinte años en todo el mundo dominado por los Estados Unidos. Detrás del desmantelamiento del estado de bienestar y de la privatización de su núcleo material de empresas y servicios públicos reside la forma en la que las corporaciones, a menudo a través de consultores de diverso tipo, han tomado posesión de las instituciones gubernamentales —de manera dramática y posiblemente letal en Estados Unidos y Reino Unido—, destruyendo la política democrática como la conocemos (Leys 2002; Crouch 2011; Leys y Slater 2012).

La búsqueda práctica de formas de economía política que fortalezcan la política democrática ha llegado por tanto a ser urgente frente a actores económicos cuyo poder está fuera del alcance de las instituciones democráticas liberales por sí solas. Es necesaria una democratización de la democracia. Se requiere una reconfiguración de la relación entre la política y la economía, de manera que el poder corporativo no paralice la política democrática. Este objetivo necesita una política insertada en las relaciones económicas que, como se vio en la Primera Conferencia de Solidaridad Brasileña, ponga ‘al ser humano, en vez del capital privado, en el centro del desarrollo económico’. Esto requiere que el trabajo, el conocimiento y la igualdad sean conceptualizados; es decir, que los trabajadores no constituyan un mero factor productivo y que la capacidad creativa no sea solo una mercancía alienada (Lebowitz 2008).

El énfasis en la lucha por superar la alienación y llevar a cabo el potencial creativo humano sigue siendo fundamental para crear alternativas democráticas al capitalismo. Los principios fundacionales de la Cooperativa Mondragón, por ejemplo, en el epígrafe sobre la ‘soberanía del trabajo’ de sus principios básicos, declaran que ‘el trabajo es el principal factor transformador de la naturaleza, de la sociedad, y del propio ser humano’. Esta nueva conceptualización de la importancia del trabajo es posible porque en las últimas décadas y de manera práctica se ha generalizado una nueva comprensión de la creatividad humana que por razones tecnológicas, culturales y sociales está resurgiendo bajo nuevas formas, aunque su dinámica sea incierta.

¿DESDE EL TRABAJO COMO MERCANCÍA AL TRABAJO COMO UN BIEN COMÚN?

La resistencia a la alienación adopta muchas formas: desde negarse a trabajar, el humor, el sabotaje y el sindicalismo convencional a una variedad de luchas y alternativas contra el Estado y el mercado. Una concepción alternativa del trabajo, como elemento de una economía alternativa más amplia, nos ayudará a entender y —donde proceda— generalizar y explorar el potencial de estas experiencias dispersas, se sitúen éstas en la esfera pública, privada o civil.

¿Se han desarrollado en otros contextos de búsqueda de una economía alternativa de enraizamiento social las herramientas teóricas que puedan contribuir a dicho replanteamiento?

Utilizar el marco del bien común

El movimiento creciente de pensamiento y las diversas iniciativas en torno a la idea del bien común proporcionan una fuente de inspiración que vale la pena explorar, aunque no para aplicar un marco a medida de forma simplista. El alcance del pensamiento en torno al bien común se ha extendido enormemente en respuesta al impulso incesante de mercantilizar los bienes, hasta ese momento, comunitarios, es decir accesibles y responsabilidad de todos. Estos bienes abarcan desde los recursos y servicios naturales que no han sido históricamente dominio del mercado capitalista y que se han organizado a través de asociaciones cívicas y públicas, tales como la sanidad, la educación, la ciencia y, más en general, el conocimiento (bibliotecas y archivos, por ejemplo) hasta los recientemente creados comunes digitales, bajo amenaza constante de nuevas privatizaciones.

A primera vista, el trabajo, entendido en términos de aplicación de la capacidad humana de crear, parecería profundamente individual y por tanto desfavorable para la organización como un bien común. Pero pensándolo mejor, la creatividad humana, con sus dimensiones sociales e individuales inextricablemente entrelazadas, es un bien común evidente, clave para la posibilidad de una economía política basada en los bienes comunes.

Un escritor y activista del bien común, Tomasso Fattori, rastrea las características compartidas que hacen que el marco conceptual del bien común sea útil para comprender el carácter de diversos fenómenos, sin categorizarlos y por tanto homogeneizarlos artificialmente. En un artículo que estudia el significado del éxito de la lucha por el referéndum en Italia en defensa del agua como un bien común (‘una revolución cultural y política del bien común’), Fattori dice: “El bien común es esencial para la vida, pero no solo en el sentido biológico. Se crean estructuras que conectan a las personas entre sí, a elementos tangibles e intangibles que todos compartimos y que nos hacen miembros de una sociedad, no entes aislados que compiten entre sí. Son elementos que mantenemos o reproducimos juntos, de acuerdo con reglas establecidas por la comunidad, un terreno que debe rescatarse de las decisiones de la élite posdemocrática que necesita autogestionarse mediante formas de democracia participativa” (2011).

A la luz de estas reflexiones, ¿tiene sentido y es útil considerar el trabajo como un bien común?

Contrastemos la capacidad humana para crear  con la definición de Fattori. La comparte toda la humanidad; de hecho es lo que nos hace humanos. Es una fuerza social poderosa, una condición necesaria para la vida de muchos otros bienes comunes y, aunque de índole individual, se determina socialmente. Dependiente en buena parte de la naturaleza de la educación, la cultura y la distribución de la riqueza, se alimenta y se desarrolla o se reprime y se desperdicia. Se lleva a cabo socialmente (que este potencial compartido de frutos depende de la naturaleza de las relaciones sociales de la producción, la comunicación y la distribución) y se aprovecha socialmente (quién se beneficia de la creatividad de otros es algo que depende de las relaciones sociales, políticas y económicas).

Quizá podamos utilizar la comparación que hizo Marx entre la abeja y el arquitecto para subrayar indirectamente la afirmación de que la creatividad humana es una clase de bien común. Si fuéramos como las abejas, entonces nosotros junto con nuestra creación podríamos formar parte de un bien común natural, del cual los apicultores son los guardianes y cultivadores. Pero como arquitectos, dotados de la capacidad de imaginar y crear de acuerdo con nuestra imaginación, encarnamos un tipo diferente de bien común: el de la creatividad

 Claro que la creatividad humana no es nueva. Pero la conciencia generalizada —la conciencia propia y el pleno reconocimiento social— de la creatividad como un potencial universal es la consecuencia del auge gradual, aunque desigual, en los últimos 40 años de la insistencia práctica en la igualdad cultural, además de la larga tradición de demandas de igualdad política y económica. Asimismo, la transcendencia generalizada de la dicotomía entre lo individual y lo colectivo y la emergencia de un individualismo social y una comprensión asociativa de la organización colectiva ha ayudado a entender la creatividad como un bien común.

Reclamar la tradición de Ubuntu

Una vez más, el individualismo social no es nuevo. De alguna manera es reconectar, desde las luchas anticapitalistas del siglo XXI, con la tradición ética de Ubuntu. “Existes como persona gracias a que hay otras personas”, en palabras de un delegado de la Conferencia de Economía Solidaria y que dieron origen a este libro. O en palabras del arzobispo Desmond Tutu: “Ubuntu trata en particular de que el ser humano no existe por sí solo. Habla de nuestra interconexión” (2000).

Al nombrar esta capacidad creativa, característica de toda la humanidad, como un bien común, y al destacar su carácter tanto social como individual y las condiciones sociales y asociativas de su realización, preparamos la reclamación de los productos de esta capacidad. Estos productos incluyen los que se ha apropiado el Estado o el capital, como el ‘capital social’ y otras formas de ‘trabajo gratuito’, que es tan vital al capitalismo informacional.

Otra implicación para nuestras propias organizaciones políticas y económicas es la importancia de incorporar en ellas la alimentación y el desarrollo de este bien común. Necesitamos hacer esto en sentido prefigurativo pero también como medio inmediato de fortalecer su capacidad transformadora.

La perspectiva del trabajo como un bien común abre vías para ver y comprender el potencial de las prácticas existentes en la economía solidaria para  conseguir beneficios transformadores en el contexto más amplio de la economía privada, pública y social. Un ejemplo sería la importancia de aprender y reflexionar en torno a la práctica; considerar la creatividad como un bien común lleva a preguntarse cómo podríamos imaginar unas condiciones económicas que incorporen el desarrollo personal, la educación, la reflexión y la regeneración a la vida cotidiana frente a la división actual de la educación, el trabajo, el consumo y la vida personal.

Comprender el trabajo y el potencial de la creatividad humana como un bien común cambia nuestra visión del empleo. Esto ya lo vemos  en la práctica en la economía solidaria en la que los trabajadores nunca pierden el empleo; el objetivo es siempre la reubicación laboral y el reciclaje. Vemos también cómo el desperdicio escandaloso de la creatividad humana de las economías capitalistas en todo el mundo ha sido una fuerza motriz de la explosión de resistencia que arranca en 2011, liderada a menudo por los jóvenes desempleados (Mason 2012).

La creatividad humana como un bien común resalta también la importancia del pensamiento y de la interconexión a diversos niveles de las relaciones sociales y económicas. ¿Qué importancia tendrían ciertas condiciones institucionales para la alimentación y el desarrollo de la creatividad, a nivel micro, en la organización, por ejemplo, de empresas y espacios urbanos?; ¿y qué importancia, a nivel macro, como un medio de sustento más allá o distinto del trabajo asalariado (lo que algunos llaman una renta básica)?; ¿y qué podría significar a los dos niveles, por ejemplo en términos de una regulación legal de la organización del tiempo? (Coote 2010).

De esta manera, ver el trabajo como un bien común desafía la tendencia al egoísmo empresarial o comunitario (presente en la economía social además de las empresas capitalistas) y resalta la importancia de la solidaridad y la mutualidad entre los diferentes elementos de una economía solidaria basada en el bien común. Además, constituye un fuerte antídoto contra el individualismo posesivo tan rampante en los últimos años, sin contraponer a él un colectivismo cosificado (Macpherson 1964).

Diseño institucional

Otra herramienta generada por la idea de la creatividad humana como un bien común es la flexibilidad institucional para negociar y vivir permanentemente con las tensiones entre la dimensión colaborativa de la creatividad y la necesidad variable de autonomía individual, introversión y reflexión. Esta flexibilidad y capacidad para evaluar la dualidad de la creatividad humana y por tanto del bienestar social falta a menudo, no solo en una comprensión estatista del socialismo, sino también en otras muchas perspectivas de la colectividad en el movimiento obrero y cooperativo.

La licencia de “creative commons” es una buena ilustración de cómo es posible reconocer y evaluar la dimensión de la creatividad individual ( y con ella cierto sentido de propiedad) y al mismo tiempo proteger tanto a la comunidad individual como la colectiva contra las peores consecuencias de retirar una creación del bien común y mercantilizarla (Berlinguer en esta publicación).

Una combinación de estas herramientas con un diseño institucional adecuado podría potenciar en la economía solidaria la capacidad de gestionar diversos factores. Aquí puedo utilizar mi propia experiencia de una iniciativa comunicativa de la economía solidaria, la revista Red Pepper, una institución basada en una multiplicidad de intereses interconectados. Su diseño organizativo reconoce una diversidad de fuentes de apoyo, monetarias y en especie, algunas procedentes de organizaciones y otras de personas, pero a todas se les debe rendir cuentas. Reconoce también las diversas fuentes de creatividad, la importancia de un proceso editorial cooperativo, la repercusión de la toma de decisiones individual en distintos niveles del proyecto y la necesidad de una identidad relativamente coherente. El concepto de la creatividad como un bien común parece clave para el desarrollo de una forma de gobernanza transparente, suficientemente flexible y constantemente dialogante con el fin de gestionar esta combinación compleja de intereses e imperativos.

LA CREATIVIDAD DEL TRABAJO EN PERSPECTIVA HISTÓRICA

Antes de que nos emocionemos con el diseño de un sistema del trabajo cooperativo, como si fuésemos unos seguidores actuales de Robert Owen, debemos hacer caso del dicho conocido pero sabio de que los hombres y las mujeres hacen su propia historia pero no en las condiciones de su elección. ¿Qué condiciones hemos heredado que hayan modulado el carácter y la conciencia de lucha y que permitan el desarrollo de la creatividad humana? En esta sección quiero situar las cambiantes concepciones del trabajo de hoy en el contexto de una transición puesta en marcha por las rebeliones de finales de los años sesenta y principios de los setenta y por las primeras señales de la financiarización, ambas actoras en la desintegración del acuerdo de la posguerra.

Me referiré al trabajo de dos economistas políticos basado en estudios del capitalismo de largo plazo, Carlota Pérez y Giovanni Arrighi.

Pérez centra su atención en la relación entre los ciclos financieros y la emergencia de lo que llama un paradigma tecno-económico. Un paradigma de este tipo emerge mediante un proceso de innovaciones conectadas que lleva a una revolución tecnológica que a su vez transforma el comportamiento, la actividad y la organización de la economía y a la larga de toda la sociedad, incluyendo los modelos de consumo y la solución de desafíos medioambientales y sociales (Pérez 2004, 2009). La autora no se refiere explícitamente al trabajo o a los movimientos sociales más allá de una referencia implícita a la importancia de la presión ejercida por el pueblo sobre los Gobiernos. Sin embargo, el alcance de su concepto de paradigma tecno-económico proporciona un marco excelente para desarrollar ideas fundamentales sobre el potencial del trabajo entendido como creatividad humana para un nuevo estilo de desarrollo económico.

Arrighi tiene también una teoría sobre ciclos financieros que se refiere a las distintas relaciones geopolíticas e institucionales características de cada ciclo. A los efectos de mi razonamiento, la fuerza del argumento de Arrighi reside en su análisis del papel históricamente variable de los movimientos sociales en relación con las crisis financieras. Lo que es particularmente significativo es su teoría de la importancia específica de las rebeliones de los años sesenta y setenta tanto para los orígenes de la financiarización contemporánea como para los cambios irreversibles en las relaciones entre directivos y trabajadores, hombres y mujeres, colonos y colonizadores (Arrighi 2004, 2001).

Ciclos de expansión financiera y cambio tecnológico

Pérez entiende la crisis actual como una fase de colapso financiero del último de los ciclos recurrentes de expansión impulsada por las finanzas basada en la implementación de una nueva tecnología, que vendrá seguida finalmente de la renovación —facilitada por el Gobierno— mediante el despliegue de esa nueva tecnología. Después de analizar periodos anteriores de expansión, desplome y renovación, Pérez sugiere cuáles son las condiciones, los propulsores y las direcciones probables de una salida a la crisis actual hacia un nuevo paradigma de desarrollo sostenible.

El punto central de su argumento es que nos encontramos ahora en un periodo no solo de desplome financiero sino también de despliegue parcialmente paralizado de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, porque los inversores de quienes depende el crecimiento, no confían ya en una tasa de retorno suficiente [9]. Emplaza  al ‘Gobierno y a los que pueden presionar e influir en el Gobierno’ a crear las condiciones en las cuales los inversores sí querrían invertir en todo un modelo nuevo de desarrollo centrado en las Tecnologías de la Comunicación y la Información y las tecnologías verdes para de esta manera conseguir nuevos niveles de desarrollo sostenible. Esto lo compara directamente con la combinación de la posguerra de cumplir objetivos sociales y conseguir el crecimiento económico mediante la inversión tanto privada como pública. Por ejemplo, Pérez compara el acceso universal de bajo coste a internet con la electrificación y la suburbanización para estimular la demanda (además de proporcionar servicios educativos e intangibles). Defiende que la modernización de los sistemas de transporte, energéticos y productivos podría igualarse con la reconstrucción de la posguerra en términos de oportunidades de innovación e inversión. Y argumenta que la adopción por parte de millones de personas a escala mundial de modelos sostenibles de consumo podría igualarse con el estado de bienestar y el gasto público en términos de creación de demanda (2012).

Ésta es una visión desafiante y ayuda a situar el debate en torno al futuro de la economía solidaria en el contexto sistémico adecuado. La perspectiva histórica de Pérez, con su enfoque en los ciclos financieros y el cambio tecnológico, la instalación y el despliegue, deja abiertas cuestiones importantes sobre el papel de las instituciones. En particular dudo sobre su expectativa de que sean las acciones gubernamentales las que aviven el ‘espíritu animal’ del capital como base de una transición hacia el nuevo paradigma sostenible. De hecho, la fuerza de su propio análisis de la naturaleza altamente financiarizada del capital señala la necesidad de una acción económica y de poder más allá del Gobierno, aunque relacionada con él, para desplegar y aplicar las nuevas tecnologías a los problemas de desigualdad y cambio climático. Las razones de ir más allá del capital y el Gobierno son en primer lugar que grandes sectores del capital tienden a invertir sus excedentes en los mercados de dinero, convencidos de que el dinero atrae más dinero, en vez de invertir en la producción (Weldon 2011). En segundo lugar, pocos Gobiernos —al menos en Europa— están dispuestos hoy en día incluso a alentar al mundo de los negocios a invertir o a tomar los riesgos implicados en la inversión productiva (Weldon 2011; Mazzucato 2014).

Aunque Pérez puede parecer muy optimista sobre el potencial del capital animado por el Gobierno, es pertinente la manera en la que plantea el desafío económico y medioambiental en términos de un nuevo paradigma tecno-económico. Indica la importancia estratégica de los actores ocupados en la producción y en las relaciones de consumo y cultura que influyen en ella; en otras palabras, los actuales desarrolladores, productores y usuarios creativos, ‘produsuarios’ o ‘prosumidores’ como han sido descritos por algunos (Bauwens 2012), de la nueva tecnología. Esto apunta al potencial de las asociaciones e iniciativas de la sociedad civil, organizadas autónomamente del capital (aunque a veces relacionadas con él) y del Estado como actores económicos transformadores. Y esto incluye las organizaciones obreras (necesariamente renovadas) en los lugares de trabajo y entre los trabajadores precarios y autónomos.

Mi argumento, basándome en el análisis de Arrighi, de la importancia y naturaleza del conflicto social en el origen de la crisis en los años sesenta y setenta, es que a medida que la sociedad civil se afirma conscientemente como un actor creativo y económico, se abren posibilidades para unas relaciones económicas impulsadas por la creatividad cooperativa, lo que nos hace menos dependientes de los espíritus de la jungla capitalista.

Las raíces de la crisis, las rebeliones laborales y la emergencia de la sociedad civil como un actor económico

Arrighi argumenta que los conflictos sociales de los años sesenta y setenta fueron decisivos en la fuga de capital desde la producción a los mercados financieros. Las rebeliones de estos años, señala, fueron “mucho más importantes que la intensificación de la competencia intercapitalista”, es decir el factor clave que produjo la expansión financiera en los periodos de transición de un periodo de desarrollo y crisis capitalista global a otro (Arrighi y Silver 2001). En otros periodos, el malestar social fue posterior a la financiarización y al desplome mientras que las rebeliones de los años sesenta y setenta precedieron la financiarización.

Esta cronología histórica indica también la naturaleza de estas revueltas. No fueron respuestas a las repercusiones de la crisis capitalista, como son el desempleo, la bajada de salarios, etc. Fueron más bien el producto de expectativas generalizadas y no cumplidas, surgidas de las promesas del acuerdo global de la posguerra.

El movimiento por los derechos humanos de los años sesenta en Estados Unidos inspiró globalmente una confianza en el rechazo de la injusticia y la defensa de la dignidad humana. En las fábricas del Norte, las luchas diarias de la misma década, en condiciones de pleno empleo y gran poder de negociación, trataban fundamentalmente de quién controlaba la organización, el ritmo y la disciplina laboral más que del nivel salarial. En el resto de la sociedad, las luchas demandaban que los servicios públicos respondieran a las necesidades sociales, cada vez más diversas y exigentes y teniendo en cuenta que las mujeres —con una nueva conciencia de sí mismas y mayores expectativas— se negaron a asumir en exclusivo la responsabilidad de la crianza y las labores del hogar (Rowbotham 2009). A escala internacional en un contexto más amplio, las luchas tuvieron lugar por el autogobierno y la igualdad política. Todas estas rebeliones tuvieron impacto, aunque de manera distinta, en la rentabilidad, en el cambio del equilibrio de poder en la producción, en la presión para aumentar el gasto público e implementar una fiscalidad más progresista o en el cuestionamiento de los términos privilegiados de acceso a los mercados y a las riquezas naturales del Sur.

Se produjo una compleja diversidad en estas luchas, en cierto sentido intrínseca a su carácter. Pero esta diversidad no disminuye la importancia de lo que tuvieron en común y lo que distinguió históricamente su conciencia: todos los conflictos convergían en la afirmación de la igualdad cultural.

Esta importancia, señalada previamente en este texto, reside en el hecho de que mientras la mayoría de los reformistas democráticos del siglo XX actuó imbuida de una supuesta superioridad cultural —ellos, los profesionales, los líderes, sabían lo que era mejor para las masas— las rebeliones de los años sesenta y setenta hicieron valer una mayor igualdad individual, entendida en términos de las estructuras sociales que produjeron su subordinación. Esto era evidente en la inseparabilidad del cambio personal y social, en un individualismo conectado contingentemente a la liberación social. Nuevos sujetos autodefinidos —mujeres, negros, homosexuales, trabajadores— nombraron, investigaron y cuestionaron su marginalización al ejercer cambios directamente y romper con la subordinación en el mismo momento y lugar. No se cuestionaron solo las estructuras macro de dominación sino también las relaciones micro de la vida diaria.

Las luchas por la igualdad cultural se libraron tanto contra el Estado —es decir dentro y contra las instituciones sociales del Estado además del complejo militar industrial— como contra la corporación fordista.

Un corolario de esta lucha fue la reivindicación activa de ser sujetos, lo que incluía el cambio económico, como trabajadores, mujeres, negros, colonizados o cualquier otro grupo previamente marginalizado socialmente (Mamdani 1996). Esta igualdad cultural y la subjetivación implícita en ella no arraigaron en ninguna institución económica y política duradera. Esto hizo que las innovaciones sociales y culturales de estas décadas fueran ambivalentes al tener el potencial de recorrer dos caminos políticos y económicos. En palabras de un participante en las movilizaciones italianas de 1968, “La destrucción de la autoridad no significó automáticamente la liberación de la diversidad humana” (Tronti 2012). El camino elegido dependía de acciones fuera del control de las frágiles organizaciones que en grado diverso canalizaban aquellas rebeliones.

La ambivalencia del capitalismo neoliberal

El destino ambivalente de la rebelión contra el trabajo alienado (la disfunción famosa de William Morris entre el trabajo mecánico o degradante y el trabajo útil) y la determinación de la gente de gobernar, definir y pensar por uno mismo fue evidente a finales de los años setenta debido a la naturaleza abierta de las rebeliones. Analicemos el terreno de la producción. Aunque en las grandes fábricas automovilísticas de muchos lugares del mundo los trabajadores y sus representantes desafiaron, ridiculizaron y desestabilizaron las prerrogativas de la dirección, raramente las dieron la vuelta de forma profunda. En palabras de Huw Beynon, que observó las luchas de Ford Halewood en el Reino Unido de forma particularmente perspicaz, aquellas luchas “tuvieron una calidad casi interminable; una negativa a aceptar acompañada de una reticencia a contemplar la posibilidad de que las cosas mejoraran” (1973). Añade que “casi toda su experiencia confirma aquella reticencia”.

La descripción de Beynon capta la combinación del rechazo de los trabajadores de su condición como poco más que apéndice de las máquinas y la ausencia de medios para cumplir las aspiraciones detrás de este rechazo. El propio Beynon documenta los limitados horizontes economicistas de los sindicatos como la razón de esta ausencia. Su descripción de la producción fordista y del rechazo diario de los trabajadores de sus imperativos subraya la necesidad, vista a los 40 años, de distinguir entre dos elementos de lo que ha acontecido desde entonces. El primero es la derrota decisiva de las instituciones históricas del movimiento obrero en el Norte y el profundo debilitamiento de los nuevos movimientos radicales; y el segundo elemento son los cambios profundos de conciencia en el orden de la posguerra producidos de forma irreversible por los desafíos de los últimos años de los sesenta.

La aplicación de esta distinción a la producción y al papel del trabajo revela una paradoja que se ha producido durante las últimas dos décadas en torno a la reestructuración de la producción: los diversos modelos productivos posfordistas se han construido sobre la base de “la derrota del trabajador fordista y el reconocimiento de la centralidad del trabajo vivo —cada vez más intelectualizado— dentro de la producción” (Lazzarato 1996). Mike Cooley, ingeniero diseñador en Lucas Aerospace que lideró uno de los pocos ejemplos de organización en el Reino Unido en torno a una política productiva alternativa y la resistencia a la alienación, refuerza el argumento de Lazzarato sobre el ‘trabajo vivo’ intelectual, basándose en sus propias observaciones de las nuevas estrategias de gestión. En un libro que relata los orígenes del ‘Plan corporativo alternativo de la producción socialmente útil’, concebido y promovido por el comité sindical de Lucas Aerospace, describe cómo las técnicas de la dirección buscan ‘el oro en la mente de los trabajadores’ con el fin de convertir sus conocimientos tácitos en parte del proceso productivo (o de servicios) (Cooley y Cooley 1982). Lo importante de esto es que la dirección espera ahora que los trabajadores ayuden a coordinar las diversas funciones productivas y distributivas en vez de solo mandarles a ejecutarlas. Las direcciones de hoy quieren un contexto en el que la orden debe proceder de los propios trabajadores dentro del proceso de coordinación. Los viejos conflictos entre la mano de obra y el capital no se superan; se reconfiguran a un nivel distinto que implica formas de control que a la vez movilizan y chocan con la personalidad del trabajador (Lazzarato 1996; Richardson y Stuart 2009). Las nuevas tecnologías al fin y al cabo proporcionan herramientas para una mayor vigilancia, además de una mayor comunicación.

Lazzarato sugiere el concepto del ‘trabajo inmaterial’ para explorar estas nuevas formas de relaciones explotadoras entre el trabajo y el capital. Se refiere de manera bastante precisa a dos aspectos del trabajo en el capitalismo contemporáneo. El primer aspecto es la naturaleza cambiante del proceso productivo y la forma en la que tiende a depender de la cooperación, la comunicación y la circulación de información. El segundo aspecto es la actividad que produce el contenido cultural de una mercancía; actividades que definen la moda, el gusto, los patrones culturales y las normas de consumo. Estas actividades no se consideran habitualmente como ’trabajo’, lo que difumina los límites entre el consumo y la producción. Lazzarato utiliza el concepto no solo para describir la actividad de los ‘trabajadores del conocimiento’ altamente cualificados, sino también para referirse a la naturaleza del trabajo en el capitalismo de hoy, lo que incluye el trabajo potencial del joven parado o el trabajador precario.

Lo que hay que resaltar aquí es que los años neoliberales de los ochenta, noventa y principios del siglo XXI no fueron solo una derrota, sino una ruptura con los años sesenta y setenta. Los elementos de la nueva conciencia generada en aquellos años se convirtieron en una fuente de innovación y renovación. A medida que el capitalismo se liberó de las restricciones regulatorias de los años de la posguerra, esta conciencia de hecho se reprodujo, si bien es cierto que los rebeldes de los años sesenta y setenta no lo reconocieron en ese momento [10]. El individualismo capitalista captó el auge de la economía neoliberal de los años ochenta como un nuevo espíritu de emprendimiento (Boltanski y Chapello 2005). Sin embargo, ahora, a medida que el capitalismo ha perdido su brillo para el joven aspirante —tanto moral como materialmente— el deseo de autonomía y valor personal encuentra su expresión en una economía civil creciente y muy diversa y un emprendimiento difuso a menudo individual o en red (Murray 2012; Berlinguer en esta publicación).

De esto surge una cuestión obvia. Si los orígenes de esta renovación ambigua del capitalismo residen en gran medida en las respuestas contradictorias del capital a las luchas de los años sesenta y setenta, sustentada por la expansión financiera de las últimas décadas, ¿cuáles son las posibilidades, ahora que estas condiciones financieras están en crisis, para la renovación de la organización social no capitalista del trabajo entendido como creatividad humana aplicada?

Añadiría una pregunta en dos partes a partir del paradigma tecno-económico propuesto por Carlota Pérez. En primer lugar ¿hasta qué punto contribuyeron las rebeliones creativas de los últimos años sesenta contra la ‘gestión científica’ de las fábricas y la uniformidad y pasividad del consumo masivo a las condiciones culturales que dieron lugar a la emergencia inicial de las innovaciones tecnológicas que ocasionaron el nuevo paradigma técnico económico?

Y en segundo lugar ¿hasta qué punto los cambios que contribuyeron a este nuevo paradigma fueron estimulados por la búsqueda de significado y conexión social y por los movimientos sociales radicales que originaron el énfasis en la participación y los modos horizontales de organización?

Hay muchas pruebas de que estas influencias fueron cruciales (Turner 2006). No deja de ser una hipótesis, pero es instintivo que las innovaciones tecnológicas tan integral y cuidadosamente ligadas a la inteligencia humana, el deseo y la capacidad de la comunicación estén relacionadas de modo recíproco y no casual con la explosión de una rebelión difusa y diversa contra la autoridad.

Lo que es cierto es que el desarrollo de internet y la tecnología de la información con su centro en Silicon Valley California fomentaban y dependían de las formas creativas producidas por la ‘contracultura’ de los últimos años sesenta, de forma autónoma del capital y del Estado. En este caso, ¿no es probable que los actores sociales más capacitados para entender y entusiasmarse por extender el nuevo paradigma técnico económico son una vez más fuerzas de la sociedad civil que utilizan los recursos técnicos y culturales de hoy para hacer realidad su creatividad?

¿Qué clase de acción política puede apoyar este proceso? ¿Cómo se le puede enmarcar de forma que contribuya a resolver los desafíos que causan la desigualdad y las actuales amenazas para el medio ambiente en vez de que sea apropiada una vez más por las corporaciones, aunque éstas sean de nuevo cuño?

EL TRABAJO COMO LA CREATIVIDAD APLICADA PUESTA EN PRÁCTICA

Se rechaza cada vez más la aceptación del horizonte limitado del trabajo como un mero ‘factor de producción’. Hay también muchos ejemplos dispersos de iniciativas de trabajo útil y colaborativamente creativo. Muchas de estas iniciativas surgen del conflicto con las consecuencias del capitalismo neoliberal, pero prevén un futuro distinto de la vuelta al capitalismo asistencial.

Quizá sea pronto para llegar a conclusiones sobre estas experiencias, pero quiero terminar señalando tres formas prácticas de hacer realidad la creatividad humana. En primer lugar, la afirmación del control del ‘valor de uso’ del trabajo en la defensa y extensión de la economía pública desmercantilizada. En segundo lugar, hay iniciativas para hacer realidad la creatividad humana dentro y contra el mercado en el disputado campo de la producción descentralizada o ‘distribuida’. Y en tercer lugar, la aplicación del concepto del trabajo como bien común al l autogobierno cooperativo, que desafía la realidad de una clase política ‘especializada’.

Esbozaré algunos elementos clave de estas tres formas, teniendo en cuenta los argumentos expuestos en torno al trabajo, el conocimiento, la producción y su relación con la política.

Defender y extender el campo de la desmercantilización

El neoliberalismo, como proyecto político a la ofensiva en la guerra de clases, tenía dos prioridades asociadas: la destrucción de la fuerza de trabajo organizada y la comercialización de cualquier segmento del sector público desmercantilizado susceptible de generar un beneficio seguro (Harvey 2007). Lo que es interesante es que donde estas dos prioridades se solapaban, la política neoliberal tropezaba.

En una gama sorprendentemente amplia de contextos a lo largo de los continentes tanto del Sur como del Norte, los trabajadores de los servicios públicos han resistido la privatización debido al daño que se haría al suministro de agua, la sanidad, la educación y otros servicios. En otras palabras, los sindicalistas han luchado tanto por el valor de uso de la mano de obra como por sus salarios. Se han organizado como ciudadanos y con los ciudadanos, no solo como asalariados dentro de los confines del centro de trabajo. Han expuesto la corrupción, propuesto mejoras en servicios mediocres y compartido sus conocimientos prácticos y creatividad para aumentar la productividad desde el punto de vista de incrementar el valor público y maximizar el beneficio público (Hall et al 2005; Novelli 2004; Wainwright 2012; Wahl 2011; Whitfield 2011).

Cuando consideramos el contexto de estas luchas, merece la pena preguntar hasta qué punto y cómo la naturaleza parcialmente desmercantilizada de la esfera pública abre posibilidades bien diferenciadas para la lucha contra el trabajo alienado. En principio, se me ocurre, que este contexto de empleo aumenta la posibilidad (más que si fuera una iniciativa dentro del mercado capitalista) de que los trabajadores se expresen mediante su trabajo en la entrega de servicios a sus conciudadanos, como personas conocedoras y sensibles en vez de solo vender su creatividad como si fuera una mercancía. Por supuesto, muchos trabajadores en empresas privadas orientadas al beneficio intentan hacer lo mismo, pero la esfera parcialmente desmercantilizada de los servicios públicos permite que esto ocurra y que haya que luchar dentro de la lógica proclamada de la organización.

Darse cuenta de esta posibilidad ha sido siempre una lucha. Pocas instituciones del sector público —si hay alguna— se diseñaron para desarrollar la creatividad del trabajo al servir a sus conciudadanos. Pero cuando los trabajadores han luchado al lado de las comunidades contra la privatización, es precisamente cuando aflora esta posibilidad. Es el compromiso de los trabajadores con este propósito —el posible valor de uso de su trabajo— lo que respalda el paso de una lucha que solo defiende el sustento de los trabajadores a la lucha por el beneficio de todos.

En cuanto a la organización del conocimiento, una dimensión clave de esta expansión radical del papel sindical es cómo llega a ser un medio que dé confianza y apoyo organizativo a los trabajadores y los usuarios de servicios con el fin de expresar y compartir su conocimiento. La fragmentación diaria de la administración pública de estilo fordista, junto con una réplica de la alienación característica del sector privado, suele inducir a los trabajadores a mantenerse al margen sin compartir sus conocimientos; de hecho se les hace poco partícipes de la gran importancia de sus habilidades o de la información que poseen, hasta el punto de que en estos casos de resistencia,el sindicato socializa el conocimiento práctico de sus miembros y lo convierte en poder de negociación para el futuro del servicio.

En la gran mayoría de estos casos, el hecho de compartir el conocimiento recoge también el conocimiento de los usuarios y las comunidades, por ejemplo de los sistemas subterráneos de agua, de sus necesidades sanitarias, de cómo realizar mejor el reciclaje. Otro elemento característico de las campañas que tuvieron éxito en la búsqueda de alternativas a la privatización ha sido la voluntad de los sindicatos de aprender las posibilidades que brinda la organización horizontal, de ser un actor más en vez de la fuerza controladora a pesar de jugar un papel decisivo gracias a los recursos con que cuentan.

El desarrollo de este tipo de sindicalismo, aun siendo minoritario, es una expresión dentro del sector público de la difusa aspiración de autonomía y significado, con sus orígenes ambivalentes de los años sesenta y setenta, como hemos visto anteriormente. Llama la atención que estas iniciativas atraigan a los trabajadores profesionales y técnicos de los sindicatos sobre la base de la ética del sector público como motor de las campañas.

En general estas iniciativas en torno al valor de uso del trabajo y la movilización del conocimiento y el poder de los trabajadores para maximizar el beneficio público han surgido en el contexto de la defensa del sector público frente a la búsqueda corporativa de oportunidades lucrativas. Pero hay también señales —todavía débiles y excepcionales— de una dinámica similar para incrementar la esfera pública de la producción. Se encuentran, por ejemplo, en las acciones que se llevan a cabo para conseguir que la economía no se base en los combustibles fósiles, con el fin de contrarrestar el cambio climático, donde la gente presiona para que se imponga una lógica social y medioambiental en las industrias energéticas y relacionadas con la energía (Jackson 2011).

En algunos lugares, por ejemplo Sudáfrica, hay sindicatos con tradición en la defensa de temas como el valor de uso, el propósito y el contexto social del trabajo de sus miembros, una defensa que consiguen mediante sus estrategias de negociación además de las campañas políticas. Aquí también, como con las iniciativas sindicales para defender los servicios públicos mediante planes de reforma, el papel del sindicato en el centro de trabajo es fundamental para organizar el conocimiento necesario con el fin de lograr el cambio hacia la energía renovable. El sindicato nacional de de metalúrgicos de Sudáfrica (NUMSA), un sindicato comprometido con la energía renovable de propiedad colectiva, ha creado grupos de investigación y desarrollo junto con los miembros del comité de empresa en las compañías energéticas, incluyendo las fábricas donde se producen calderas solares y turbinas eólicas de pequeño tamaño. Esto sirve de base para organizar el conocimiento de los trabajadores y apoyar las estrategias de negociación, con el fin de llevar a cabo este compromiso. Además, de la misma manera que los sindicatos han apoyado las campañas ciudadanas en torno a los servicios públicos, NUMSA trabaja con diversos movimientos sociales y comunitarios, sobre todo en torno al tema de empleos relacionados con el cambio climático (One Million Climate Jobs Campaign 2011).

Creatividad y solidaridad dentro y contra el mercado

El segundo terreno de lucha contra la alienación del trabajo son las iniciativas comerciales con objetivo social. La relación de éstas con el mercado capitalista no es cómoda; están dentro de él pero con metas que lo superan. Los objetivos sociales de estas iniciativas se manifiestan en la finalidad de su producción o servicios, en cómo se organizan y/o se financian y en quiénes son sus propietarios. Las iniciativas de este tipo han adoptado varias formas a lo largo del siglo pasado —lo que incluía el movimiento cooperativo, las mutualidades y las compañías no lucrativas— padeciendo marginalizaciones y a veces corrupciones hasta hace poco.

Los objetivos sociales de este tipo de iniciativas han sido objetivo de una presión implacable por parte del mercado capitalista, tendente a la centralización, la concentración y el énfasis en las economías de escala tanto en el mercado como el Estado. Una parte de la transición señalada en este capítulo ha implicado una tendencia marcada, visible a lo largo de la economía, hacia la producción descentralizada que crea las condiciones potencialmente favorables —pero también ambivalentes— que permiten que crezcan de nuevo las iniciativas socialmente útiles y hasta transformadoras o asociadas con los movimientos de cambio social.

Las tendencias de los mercados capitalistas a la concentración y centralización no han cesado repentinamente. Al contrario, en las finanzas y los contratos con el sector público por citar dos áreas claves, la tendencia al monopolio continúa a ritmo acelerado. Pero la escasez energética y de recursos, las oportunidades para los nuevos mercados de productos altamente especializados y diversificados y la bajada de los costes de instalación, coordinación y transacción como consecuencia de la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) han supuesto que las unidades de producción descentralizada sean en general las más económicas. El énfasis en los negocios reside ahora en los sistemas y las redes (Bauwens 2012; Castells 2000; Benkler 2006 y Berlinguer en esta publicación). Este contexto de producción descentralizada es, como han señalado muchos, un terreno disputado, marcado por una división que puede describirse toscamente la disputa del control por empresas con fin de lucro y por aquellas maneras de coordinación en las que predominan los valores sociales o comunitarios.

Este terreno disputado es evidente también en la subcontratación de servicios públicos a compañías en competencia entre si, lo que incluye a veces a áreas del propio sector público, a iniciativas solidarias transformadoras o a diversas compañías no lucrativas apolíticas, además de las corporaciones lucrativas. Hay aquí una variedad de experiencias en marcha que involucran a alianzas nuevas y titubeantes entre sectores de la economía solidaria, sindicatos y municipios, con el objetivo de recrear eficazmente la cadena de valor público o social (Olin-Wright 2010, Murray 2012, Wainwright 2012) [11].

El conflicto es más pronunciado en el contexto de la producción inmaterial en el que, por un lado, compañías como Google y Facebook utilizan modelos comerciales que no devuelven el valor a sus creadores y por el otro está la producción entre iguales del bien común en la que el valor lo crean usuarios productivos o ‘prosumidores’ del bien común innovador compartido de conocimiento, código o diseño (Bauwens 2012). Se están desarrollando formas experimentales de producción y diseño que aplican a la fabricación muchos principios del contexto de la producción inmaterial del bien común, incluyendo el nuevo diseño institucional. Un ejemplo de esto es el Open Source Ecology Project [ecología de fuentes abiertas] de Marcin Jakubowsky (Bauwens 2012 www.opensourceecology.org).

El último elemento de este contexto como bien común dentro y contra el mercado es la manera en la que la crisis financiera ha despertado un interés generalizado en la sostenibilidad de las mutualidades financieras entre iguales. Las mutualidades financieras han demostrado ser más flexibles, experimentándose un incremento de las mismas (Haldane 2012). Pero lo que es más importante para nuestro argumento es que es más probable que estas formas de finanzas se relacionen más estrechamente con la producción, se presten mejor al control democrático y respondan a las condiciones favorables para la creatividad y solidaridad. Es ejemplar la manera en la que en los años de formación de la cooperativa Mondragón, el banco de desarrollo que estaba en el centro de la federación permitió el desarrollo de las distintas etapas de las diversas cooperativas. Otro ejemplo es el modo en que una extensa red de cooperativas de crédito en Quebec apoya iniciativas cooperativas y otras de índole social (Murray 2012).

Una vez más, la organización del conocimiento es esencial, con dos elementos importantes. El primero es el fuerte énfasis en la educación en la que hacer, formar y orientar forman parte de la cultura y rutina de la iniciativa. La proliferación de iniciativas con una visión transformadora o al menos trascendental ha implicado a menudo el desarrollo de una diversidad de aprendizajes colaborativos en universidades, a distancia y en red.

En segundo lugar, el bien común del conocimiento es una parte cada vez más importante de la infraestructura compartida de estas iniciativas, lo que incluye el conocimiento de las necesidades, los deseos y los valores de su mercado. En este sentido, las posibilidades de las relaciones en red entre usuarios/consumidores y productores —que posibilita la nueva tecnología pero que están enraizadas en una cultura crítica de consumo— están cambiando la naturaleza de los mecanismos del mercado. Hacen que la dependencia clásica del precio como clave de la información del mercado entre en desincronización con la realidad de flujos complejos de información social. ¿Observamos la emergencia de la planificación y distribución descentralizadas acompañadas de posibilidades realzadas para una socialización democrática del mercado, sin un sistema de planificación centralizada? La organización del conocimiento es fundamental para estas posibilidades.

¿Y el trabajo creativo de la política?

Si analizamos el trabajo creativo en el campo del cambio político, los movimientos de los últimos años han desafiado en la práctica la política como una profesión especializada, la base de la clase política ‘por encima’ de la sociedad. El proceso por el cual la política ha llegado a ser en las últimas décadas una forma especializada de trabajo de gestión y centrado en los medios se relaciona estrechamente con la toma corporativa de la política descrita en la introducción. A medida que el agotamiento de las formas democráticas vigentes ha llegado a ser cada vez más visible, vaciada la democracia por las presiones del mercado y por la naturaleza opaca de la gobernanza internacional, la gente que trabaja por el cambio social ha abandonado gradualmente las estrategias organizativas que dependen de los partidos políticos y pide tan solo que los gobiernos trabajen en su nombre. En su lugar se aplica la creatividad humana a formas diarias de autogobierno y se colabora para encontrar soluciones a las urgentes necesidades sociales y medioambientales o al menos indicar la forma de democratizar la democracia. También se actúa directamente para influir en la opinión pública mediante la acción simbólica en torno a un mensaje claro y estratégico. De este modo, se influye autónomamente —en vez de a través de los partidos políticos— en la agenda política dominante [12].

El grito de ‘¡No pidáis, ocupad!’ resume el espíritu, sobre todo desde que la ocupación no implica solo la desobediencia pasiva sino la acción para que algo ocurra, por ejemplo montar una cooperativa de vivienda en un edificio ocupado, mantener abierto un centro para personas mayores, montar una imprenta en régimen de cooperativa o una cooperativa de comida. Los movimientos como el Foro Brasileño de la Economía Solidaria, ONG políticamente comprometidas como COPAC (centro de cooperativas y políticas alternativas) de Sudáfrica o la recién formada USSEN (red estadounidense de economía solidaria) que surgió del Foro Social de Estados Unidos de 2007 son todos ejemplos de esta política (Mance, Satgar 2008; Esteves; Satgoor en este volumen). Ahora éste es un elemento habitual en todo tipo de movimientos, especialmente los que se enfrentan al poder de los grandes negocios, uniendo campañas educativas, alternativas económicas laborales y a veces acciones de presión centradas en el Gobierno [13].

Este contraste entre las actividades de la clase política y las personas que además de protestar ponen en práctica una forma de resistencia centrada en la creación de soluciones alternativas —por muy parciales o experimentales que sean— nos hace ver también el contraste entre la política reproductiva de lo existente y la política transformadora. Cada forma de política se basa en criterios muy diferentes en torno al trabajo de la política y la naturaleza y capacidades de los ciudadanos. Robert Michels —aunque escribía al principio del siglo XX— describió las suposiciones que sin embargo sustentaban el comportamiento de la clase política de hoy (1966). Esbozó lo que creyó ser en realidad la aplicación inevitable de la gestión científica a la política que implicaba una especialización, propiedad de una élite profesional que —cualesquiera que sean los procedimientos democráticos— es autónoma de las ‘masas’. Se entiende que dichas masas son pasivas en su conocimiento, solo capaces de saber con qué élite residen sus intereses. La política es por lo tanto y en la práctica el último reducto de una metodología fordista, aunque con frecuencia barnizada con la fantasía postmoderna. Lo que ha ocurrido episódicamente desde finales de los años sesenta es una redefinición de la política a través de la práctica, junto con el desafió de los límites entre lo personal y lo político, la política y la economía, lo material y lo cultural. Este proceso de redefinición se ha negado a respetar las instituciones de la política como cercadas protegidas y ‘por encima’ del resto de la sociedad. En cierto sentido, siguiendo la metáfora de la producción, esta redefinición aspira a superar la alienación histórica de la capacidad de autogobierno institucionalizado en la comprensión liberal de la política representativa que reduce la participación popular al voto periódico.

El resultado ha sido una experiencia creativa aunque desigual de todo tipo de formas híbridas de democracia: la participativa combinada con la representativa y a veces plebiscitaria también. Estas formas democráticas populares, producto de la confianza en las capacidades creativas del 99% se han combinado generalmente con una sistemática toma en serio de la educación popular como base de una nueva política. Sin embargo, lo que pocas veces se ha conseguido o experimentado es una democracia política y profunda junto con formas democráticas de producción (Baierle, Dagnino) [14].

Esto nos devuelve al reto de la reconfiguración de la relación entre la política y la economía, de manera que la política democrática no sea paralizada por el poder corporativo. Aquí reside la importancia política de la economía solidaria, no solo como parte de la zona entre el mercado y el Estado, sino como un concepto que identifica todas aquellas luchas e iniciativas que se mueven más allá de la protesta y de la reforma para demostrar en la práctica —y la lucha— la posibilidad de un modo de producción con la creatividad humana y la solidaridad en su centro.

AGRADECIMIENTOS

Además de la edición firme y creativa de Vishwas Satgar y la colaboración estimulante de todos los participantes en la Conferencia de Economía Solidaria de 2011, quiero agradecer a Roy Bhaskar, Daniel Chavez, Robin Murray, Carlota Pérez, Steve Platt y Jane Shallice sus comentarios sobre mis borradores o los debates que han enriquecido mi trabajo.

Referencias

Ali, Tariq (2003). Bush en Babilonia. Madrid, Alianza Editorial

Arrighi, Giovanni (2004). ‘Hegemony and antisystemic movements’. En: The modern World System in the Longue Durée, editado por Immanuel Wallerstein. Boulder, Paradigm Publishers.

Arrighi, Giovanni y Beverly J. Silver (2001). Caos y orden en el sistema-mundo moderno. Madrid, Ediciones Akal.

Barnett, Richard y Ronald E. Müller (1976). Global Reach: The Power of the Multinational Corporations. Nueva York, Touchstone.

Bauwens, Michael (2012). ‘A new mode of commons production’. Red Pepper 184: 38–41.

Bhaskar, Roy (2011). Reclaiming Reality. Londres: Routledge.

Backhouse, Roger y Bradley Bateman (2011). Capitalist Revolutionary: John Maynard Keynes. Boston, Harvard Press.

Boltanski, Luc y Eve Chapello (2005). The New Spirit of Capitalism. Londres, Verso.

Bond, Patrick (2004). Talk Left, Walk Right: South Africa’s Frustrated Global Reforms. Scottsville, South Africa, University of KwaZulu-Natal Press.

Benkler, Yochai (2006). Wealth of Networks. New Haven, Conn., Yale University Press.

Beynon, Huw (1984). Working for Ford. Harmondsworth, Reino Unido, Penguin Books.

Castells, Manuel (2006). La sociedad red: una visión global. Madrid, Alianza Editorial.

Cooley, Mike y Shirley Cooley (1982). Architect or Bee. Boston, Mass., South End Press.

Coote, Anna (2010). ‘A shorter working week would benefit society’, http://www.guardian.co.uk/commentisfree/2010/jul/30/short-working-week-benfitsociety (consultado el 5 de enero de 2015).

Crouch, Colin (2011). The Strange Non-Death of Neo-Liberalism. Cambridge, Polity.

Davies, Steven (2011). Mutual Benefit? Should Mutuals, Co-operatives and Social Enterprises deliver Public Services? Londres, UNISON.

Fattori, Tommaso (2011). ‘Fluid Democracy: The Water Revolution’, http://snuproject.wordpress. com/2011/11/16/fluid-democracy-the-italian-water-rev-olution-transform/ (consultado el 5 de enero de 2015).

Haldane, Andrew et al (2012). ‘Towards a common financial language’, http://www.bankofengland.co.uk/publications/ Documents/speeches/2012/speech552.pdf

Hall, David, Emanuele Lobina y Robin De La Motte (2005). ‘Resistencia ciudadana a la privatización del agua y la electricidad’. En: Más allá del mercado: El futuro de los servicios públicos, editado por Daniel Chavez. Amsterdam, Transnational Institute.

Hart, Keith, Jean-Louis Laville y Antonio David Cattani (2010). The Human Economy: A Citizen’s Guide. Cambridge, Reino Unido, Polity Press.

Harvey, David (2005). The New Imperialism. Oxford, Oxford University Press.

Harvey, David (2007). Breve historia del neoliberalismo. Madrid, Akal.

Harvey, David (2010). The Enigma of Capital and the Crisis of Capitalism. Londres: Profile.

Books. Holland, Stuart (1975). The Socialist Challenge. Londres, Quartet Books.

Helleiner, Eric (1994). States and the Reemergence of Global Finance: From Bretton Woods to the 1990s. Ithaca, NY, Cornell University Press.

Ianuzzi, Elana (2013). ‘Choosing our ground’. Red Pepper 188. pp. 20-21

Jackson, Tim (2011). Prosperidad sin crecimiento. Economía para un planeta infinito. Barcelona, Icaria Editorial.

Klein, Naomi (2008). La doctrina del shock. Madrid, Planeta.

Lazzarato, Maurizio. 1996. ‘Immaterial labour’, https://wiki.brown.edu/confluence/download/attachments/73535007/lazzarto-immaterial+labor.pdf? version=1&modificationDate=1283957462000 (consultado el 5 de enero de 2015).

Lebowitz, Michael (2008). ‘The Spectre of Socialism for the 21st Century’, Links International Journal of Socialist Renewal Dossier No. 3. links.org.au/files/ pdf/Lebowitz_Dossier_3.pdf

Leys, Colin (2002). Market-led Politics. Londres, Verso.

Leys, Colin y Stewart Slater (2012). The Plot to Kill the NHS. Londres, Verso.

MacDonald, David y Greg Ruiters (eds) (2012). Alternativas a la privatización. La provisión de servicios públicos esenciales en los países del Sur. Barcelona, Icaria. Disponible en: http://www.tni.org/es/tnibook/ alternativas-la-privatizacion

Mason, Paul (2012). Why it’s Kicking Off Everywhere: The New global Revolutions. Londres, Verso.

Mazzucato, Mariana (2014). El Estado emprendedor. RBA Libros.

Macpherson, Crawford Brough (1964). The Political Theory of Possessive Individualism: Hobbes to Locke. Oxford, Reino Unido, Oxford Paperbacks.

Meidner, Rudolf (1993). ‘Why did the Swedish Model fail?’ En: Ralph Miliband and Leo Panitch, Real Problems, False Solutions Socialist Register. London Merlin

Michels, Robert (2010). Los partidos políticos. Amorrortu Editores.

Miliband, Ralph (1961). Parliamentary Socialism: A Study of the Politics of Labor. Sidney, Allen & Unwin.

Minkin, Lewis (1991). The Contentious Alliance. Edinburgh, Edinburgh University Press.

Mondragón. “Principios Básicos de la Experiencia Cooperativa”. Véase: http://www.mondragoncorporation.com/experiencia-cooperativa/nuestrosprincipios/

Murray, Robin (2012). ‘The Rise of the civil economy’. En: Global Civil Society 2012: Ten years of Critical Reflection, editado por Mary Kaldor, Henrietta L. Moore y Sabine Selchow. Basingstoke, Palgrave Macmillan.

Novelli, Mario (2004). ‘Globalisations, social movement unionism and new internationalisms: The role of strategic learning in the transformation of the Municipal Workers’ Union of EMCALI’. Globalisation, Societies and Education 2 (2): 161–90.

Novelli, Mario and Anibel Ferus-Comelo (2009). Globalisation, Knowledge and Labour: Education for Solidarity within Spaces of Resistance. Nueva York, Routledge.

One Million Climate Jobs Campaign (2011). One Million Climate Jobs. Cape Town. One Million Climate Jobs Campaign.

Panitich, Leo y Colin Leys (1997). The End of Parliamentary Socialism: From New Left to New Labour. Londres y Nueva York, Verso.

Pérez, Carlota (2004). Revoluciones Tecnológicas y Capital Financiero: La dinámica de las burbujas financieras y las épocas de bonanza. México, Siglo XXI.

Pérez, Carlota (2013). ‘Financial bubbles, crises and the role of government in unleashing Golden Ages’. En: Innovation and Finance, editado por Andreas Pyka y Hans Peter Burghof. Londres: Routledge. http://www.finnov-fp7.eu/publications/finnovdiscussion-papers/financial-bubbles-crises-and-therole-ofgovernment-in-unleash

Richardson, Mike et al. (2009). We Sell Our Time No More: Workers’ Struggles against lean Production in the British Car Industry. Londres, Pluto Press.

Rowbotham, Sheila (2009). ‘1968: springboard for women’s liberation’. In: New World Coming: The Sixties and the Shaping of Global Consciousness, edited by Karen Dubinsky et al. Toronto, Between the Lines.

Sassen, Saskia (2011). Territorio, autoridad y derechos: De los ensamblajes medievales a los ensamblajes globales. Katz editores. Disponible en: http:// es.scribd.com/doc/53438519/Saskia-SassenTerritorio-autoridad-y-derechos-De-los-ensamblajes-medievales-a-los-ensamblajes-globales-fragmento

Satgar, Vishwas (2008). ‘Neoliberalized South Africa: labour and the roots of passive revolution’. Labour, Capital and Society 41 (2): 45–61.

Stalder, Felix (2005). Open Cultures and the Nature of Networks. Frankfurt am Main, Revolver.

Tett, Gillian (2009). Fools’ Gold: How Unrestrained Greed Corrupted a Dream, Shattered Global Markets and Unleashed a Catastrophe. Londres, Little, Brown.

Tronti, Mario (2012). ‘Memories of Operaismo’. New Left Review 73 (enero-febrero de 2012).

Turner, Fred (2006). From Counterculture to Cyberculture: Stewart Brand, the Whole Earth Network and the Rise of Digital Utopianism. Chicago, University of Chicago Press.

Tutu, Desmond (2000). No Future without Forgiveness. Image (an Imprint of Random House) Colorado Springs. Estados Unidos.

Wainwright, Hilary (1994). Arguments for a New Left; Answering the Free Market Right. Oxford, Blackwell.

Wainwright, Hilary (2012). ‘Transformative resistance: the role of labour and trade unions’. In: Alternatives to Public Options for Essential Services in the Global South. Nueva York, Routledge.

Wainwright, Hilary and David Elliott (1984). The Lucas Plan: A New Trade Unionism in the Making. Londres, Allyson and Busby.

Weber, Steven (2004). The Success of Open Source. Cambridge, MA: Harvard University Press.

Weldon, D. (2010). ‘There is an alternative – unlock the surplus’. Red Pepper, julio de 2011, pp. 25- 27, http://www.redpepper.org.uk

Wahl, Asbjorn (2011). The Rise and Fall of the Welfare State. Londres, Pluto Press.

Whitfield, Dexter (2011). In Place of Austerity: Reconstructing the Economy, State and Public Services. Nottingham, Reino Unido, Spokesman Books.

Wright, Anthony W. (1979). G.D.H. Cole and Socialist Democracy. Oxford, Clarendon.

Baierle, S. (2005). Coordinador del grupo organizador e investigador CIDADE, que siguió el proceso de presupuestos participativos que tienen lugar en Porto Alegre desde 1989 hasta la actualidad, entrevistado en Manchester en 2005.

Dagnino, E. (2012). Profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Campinas en Brasil y una autoridad académica en el campo de la democracia y, sobre todo, de la experiencia de democracia participativa en Brasil. Debate en Londres en 2012.