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Nadie puede ver mucho tiempo cómo dejo caer una piedra y decir que no cae […] Pensar es uno de los mayores placeres del ser humano […] ¿pero cuánto tiempo podré seguir hablando sólo con las paredes? Esa es la pregunta.” Bertolt Brecht: Galileo Galilei

¿Quieres hacer el favor de callarte, por  favor?” Raymond Carver

 

1- Introducción con algunas preguntas

I

Pienso que este libro podría iniciarse a partir de una pregunta fundamental: ¿Qué fantasma recorre hoy Europa? Evidentemente el famoso comienzo de Marx y Engels, de 1848 (“Un fantasma recorre Europa”) se ha quedado en cierta medida “corto” en sus previsiones: hoy la dominación de los de arriba sobre los de abajo es ya total y en todas partes [2]. Con lo que además ahora habría que hablar del “fantasma” que recorre el mundo (o lo que se ha llamado “mercado-mundo”, “globalización”, etc.: algo que, ciertamente, el propio Marx señalaba ya en el interior de aquel mismo texto). Puesto que con el término Europa, Marx sólo aludía ahí al caldo concentrado de todo el llamado “capitalismo occidental”: o sea, desde Alemania a Estados Unidos, incluyendo la colonización británica en la India.

El fantasma del que entonces hablaba Marx era por supuesto el comunismo (sin saber muy bien lo que podía ser “eso”, por otra parte). Pero la respuesta de hoy sería muy distinta: el fantasma que de hecho recorre Europa —y el mundo— es la realidad del capitalismo neoliberal y sus expectativas plenas de desolación y de ruina: en cada sociedad y en cada vida diaria (subjetiva o colectiva, eso es ya lo de menos dado que el destrozo es el mismo, aunque con diversas clases de angustia, claro está).

Ahora bien, si en general no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de marxismo, lo curioso es que tampoco sabemos (de alguna manera) lo que es el capitalismo de hoy, salvo a través de los clichés acostumbrados. Por ejemplo, se da por supuesto que sin la Banca no podría existir la sociedad. ¿Por qué? En todo caso sería esta sociedad, puesto que Santo Tomás ya excomulgaba a los primeros banqueros (usureros, decía aquel santo que tanto fascinó a Joyce y a Umberto Eco) [3]. Por supuesto que no propongo retornar a la Edad Media, sólo indico que han existido diversos tipos de sociedades históricas. Y que por tanto es obvio que los sistemas de vida se pueden transformar. Pero, puesto que el capitalismo no se considera un sistema histórico de vida, sino que se considera la vida, se concibe a la vez como lo ya-no-transformable.

Por ejemplo: a propósito de la reciente publicación del libro de Gianni Vattimo, El comunismo hermenéutico, la redacción en Barcelona de un conocido diario en papel y digital, comienza así su entrevista con el filósofo italiano: “Una defensa del comunismo leninista parece un anacronismo”. Me gustaría preguntar cuándo se ha visto el comunismo (digamos, la desaparición de las clases y del Estado) y a qué leninismo se refiere el entrevistador. Porque hay muchos (las ideas de Vattimo al respecto tienen poco que ver con las mías), sólo que la respuesta ya la conocemos todos: no hay más marxismo que la Siberia de Stalin.

Podríamos suponer que el marxismo de Gramsci o del Che Guevara, el de Pasolini o Jean Luc Godard, eran bastante distintos a la Siberia staliniana, pero prefiero homenajear al recién fallecido arquitecto Oscar Niemeyer: se le criticó enormemente a este discípulo “hereje” de Le Corbusier el proyecto de Brasilia (y su puesta en marcha junto con sociólogos y economistas de la talla de Celso Furtado), pero se le criticó sobre todo su alegría vital que podía compartir con amigos como Vinicius de Moraes y su “Chica de Ipanema”, otro símbolo de la bossa nova y del renacer de Brasil.  Al preguntársele a Niemeyer qué era para él la vida, respondió con plena normalidad: “Tener una mujer al lado y que sea lo que Dios quiera”. Y hay quien añade que por eso ponía tantas curvas en sus diseños.

Evidentemente, pues, sí que hay muchos marxismos y socialismos y muy diversos, lo mismo que hay muchos capitalismos (aunque todos tengan más serpientes en la cabeza que la pobre Medusa, hoy tan olvidada). En teoría al capitalismo se le suele definir así: democracia política, mercado libre y libertad de costumbres (claro, esto a partir del 68). O sea: el capitalismo es “lo libre”, una categoría conceptual sin embargo muy difusa, pues ahí se incluye la libertad para explotar hasta el extremo las vidas de todos y de todas. Y al marxismo ya sabemos cómo se le ha definido: el Telón de Acero y el gris siniestro del Gulag.

De cualquier modo: ¿cómo jugar con esos dos tipos de dados?

II

Parecería que estuviéramos en la Guerra Fría.  Pero es lo que nos refriegan todo el día por el morro: en cuanto te descuidas. Como si uno/una fuera un amante de la KGB o de la CIA.

Y aquí empieza el matiz: obviamente el capitalismo angloamericano de la Segunda Guerra mundial no tuvo nada que ver con el capitalismo nazi, pero resulta que los dos eran formas del capitalismo. Si además del Holocausto, hablamos del Vietnam, de Indonesia, de América Latina o de África, habría que empezar a pensar si los dados no chorrean demasiada sangre (sin inmiscuirnos en la vida cotidiana por ahora).

¿Qué tuvo en cambio que ver el estalinismo con el marxismo?

Mucho en apariencia, pero muy poco en el fondo. Sólo que el estalinismo nos convirtió a todos en “muertos vivientes”: otros dados chorreando sangre.

De eso y de otras muchas cosas por el estilo es de lo que se habla en este libro.

Estableciendo la línea de demarcación decisiva:

-El capitalismo se basa en la explotación de las vidas (o sea, en la libertad gracias a la explotación).

-El marxismo se basa en la no-explotación de las vidas (o sea, en  la libertad sin explotación).

Pero esto parece demasiado fácil, pues entonces ¿por qué no se ha impuesto el marxismo y llevamos quinientos años de capitalismo?

Estamos utilizando la palabra “vida” (que no puede ser más que histórica: no hay otra), pero acabamos de señalar que el capitalismo no se nos presenta como un sistema histórico de vida, sino que se nos presenta —y así lo concebimos— como la vida sin más.

Y este es el verdadero trasfondo explicativo de todo, el verdadero fantasma a través del cual existimos, desdoblándose:

a) El capitalismo ha conseguido que su auténtica infraestructura de explotación se vuelva invisible.

b) El capitalismo se ha permeabilizado con ello en nuestro inconsciente y en nuestra piel: y hablamos así de la condición humana, de la naturaleza humana, del ser humano ontológico, no del ser humano producido por el capitalismo, etc. Y nos quedamos tan tranquilos.

O tan intranquilos.

Pues ¿qué significa toda esta sarta de idioteces?

Sencillamente, como venimos anotando, que el capitalismo ha conseguido transformar su infraestructura de explotación —sus relaciones sociales de base— en el Fantasma que recorre el mundo. Y que nos corroe a todos por las venas.

De modo que podemos volver a preguntarnos: ¿qué significa esto?

III

Muy sencillo: que la “explotación vital” es nuestra vida. La única que tenemos y la única que conocemos.

Así de fácil y así de simple, en efecto: esa es nuestra manera de vivir, nuestra manera de pensar y de sentir (si es que estas cuestiones pueden diferenciarse).

No se trata del fin de la historia de Fukuyama (aquella historia ya no cuenta, al parecer) ni de que haga ya más de treinta años que en la práctica desapareciera la URSS ni de que hoy el “eje del mal” se haya trasladado a la teocracia islámica: no se trata de nada de eso, con ser todo muy importante.

Se trata más bien, y sobre todo, de que la infraestructura capitalista parece que se ha evaporado: delicuescente, líquida, mera espuma en el aire, etc.

Se me podrá argüir: ¿cómo es posible? Precisamente ahora, con los desahucios, los suicidios, el paro, los ajustes, la crisis de la sanidad y la educación, de la ciencia y/o de la cultura en general, etc.

Efectivamente: precisamente ahora. Se ven los efectos pero no las causas. Y precisamente ahora por eso las causas se vuelven invisibles. Pues no hay otro horizonte vital que el que se nos impone: hay que aceptar que el capitalismo es el sol y que ahora estamos —sólo— en una puesta de sol —aunque esperando la aurora otra vez—.

Pues obviamente esta es la clave de todo: si la infraestructura (o sea, las relaciones socio-económicas) se convierten en un fantasma evanescente, entonces nadie —y nunca jamás— va a hablar o a luchar contra el capitalismo en sí mismo, sino sólo contra sus pequeños o grandes fallos o lagunas: contra los banqueros malos, contra los ejecutivos deshonestos, contra los jueces corruptos, contra los gobiernos aviesos, contra la Merkel déspota, lo que se quiera. No importa, puesto que el capitalismo es nuestra vida sin más y contra eso no se habla.

Por eso decimos que hoy el capitalismo como tal, su infraestructura de explotación de vidas, ha desaparecido, se ha evaporado de nuestro lenguaje y de nuestro consciente/inconsciente cotidiano.

Si hablas —o escuchas hablar— más o menos en privado a algún/alguna representante de la izquierda supuestamente de izquierdas, es probable que lo primero que oigas decir sea algo como esto: “no conviene hablar a la gente del capitalismo, eso le cae a la gente muy lejos”. Sinvergüenzas y corruptos puede haber muchos, pero aceptar que el capitalismo es en sí mismo una corrosión de la vida resulta imposible pensarlo, pues supondría pensar o aceptar que nuestra propia vida también es una corrupción y una corrosión.

De modo que comprendo perfectamente ese lenguaje, pero deseo llevarlo más allá del mero politicismo oportunista: pues algo muy similar decía la profesora Fernanda Navarro, formidable luchadora mexicana, en el año 2004 en la Universidad de Cuyo (Perú): “También debemos abandonar una terminología desgastada y crear una nueva. No hay que seguir empleando palabras como revolución proletaria o internacionalismo proletario, debemos aprender a hablar de otra manera”.

De hecho, esta preocupación por encontrar un lenguaje nuevo que nos comunique con la gente, es sólo un síntoma de que el lenguaje marxista tradicional era ya (como indicábamos, en gran medida) una acumulación de muertos vivientes. Pero en cualquier caso se trata de la inmensa tarea no de banalizar determinadas proposiciones de ayer acomodándolas a la mera semántica de hoy, no de adaptarnos a la coyuntura existente, sino de traducir nuestro lenguaje a esa coyuntura para transformarla.

Y traducir en este caso quiere decir, como siempre, conducir, trasladar nociones o conceptos claves del ayer al hoy pero sin que el concepto pierda su valor implícito.

Que esa es la gran diferencia entre traducir y banalizar.

Si la gente no comprende el mundo en que vive no es sólo porque no comprenda o no vea esa infraestructura de explotación que se ha vuelto invisible, sino a la vez porque el lenguaje marxista encargado de explicar todo esto, se ha vuelto también invisible: padece una esclerosis múltiple que lo ha llevado a la parálisis (la metáfora favorita de Joyce, a la que volveremos enseguida).

Pero si las relaciones socioeconómicas o infraestructurales parecen haberse vuelto invisibles [4] ¿qué ocurre con la política y con el resto de lo que se solía llamar superestructura? El problema de la política no sólo es que esté devorada por la economía (que ese es su auténtico problema) sino que pretende reconvertirse como “campo autónomo” (lógicamente sin infraestructura): así ya no habría relaciones sociales sino relaciones intersubjetivas. De modo que algunos teóricos [5] vienen y dicen: como la soledad es lo que nos singulariza (lo cual es cierto) habrá que crear un lazo social (lo cual no deja de ser un psico-sociologismo banal: las relaciones sociales existen siempre ya de antemano) que nos enlace con lo común. Y además señalan que eso no es lo privado y lo público, pero luego llegan los politólogos y dicen que sí, y los filósofos les ayudan y vuelven a hablar de lo privado y lo público: y de esa manera lo entendió el bueno de Deleuze, y así lo han entendido dos defensores del capitalismo bueno como Negri y Hardt, o con otro rigor Badiou y Rancière, etc. (No creo que Derrida y la “De-construcción” hayan dejado muchas secuelas serias, más allá de su “moda” coyuntural).

Con el resto de las superestructuras ocurre igual: se trata de que funcionen como remedios o parches ante las inevitables contradicciones de un mundo sin embargo ya hecho (y que no tiene alternativa posible porque ignoramos cómo funciona: es simplemente “lo que hay”, lo que Heidegger prefería decir con su verbo favorito en alemán: “es gibt”: “lo que se nos da”).

IV

En una palabra: esta desaparición de la infraestructura y de las relaciones sociales (y pongo el ejemplo más simple: antes se veían las fábricas, hoy no se ven) implica complejamente la aparición de una superestructura colgada en el vacío, casi como el final del Finnegans Wake de Joyce. Recordémoslo:

A way a lone a last a loved a long the

Joyce decía que había decidido terminar el libro con ese the porque: “era la palabra inglesa menos acentuada y más débil, una palabra que ni siquiera es una palabra, que apenas resuena entre los dientes, un aliento, una nada” [6].

En versión literal la frase de Joyce dice obviamente así: “Un camino un solitario un final (último) un amado un largo el (la los las)”.

De modo que si en vez de hablar “de marxismo” decidiéramos hablar sobre  —o desde— el marxismo ¿ello implicaría algo así como entender ese the? ¿Esto es, habría que volver al principio de todo o habría que partir de ahí, precisamente recomenzar a partir de tal vacío? [7].

Claro que si pronunciáramos los términos finales de la frase uniéndolos entre sí [8], la versión nos llevaría acaso a “junto al” —along the— pero eso también tendría un evidente sentido drástico: hablar del marxismo pero junto al marxismo. Es decir, junto a su historia de triunfos y de derrotas, de cultura afortunada o desastrosa, y sobre todo hablar de cansancio.

Salvo por ese rasguño: el the, ese vacío, esa nada ¿es simplemente la vida? Ya que no hay alternativa: si el vacío es lo único que existe, no hay más que dos estructuras vitales: explotar o no explotar.

De modo que acabar con la explotación diaria de las vidas es la única línea de demarcación —decíamos— que establece cualquier planteamiento, cualquier lucha que se considere realmente marxista.

Todo lo demás, repito, se puede discutir hasta el infinito, “separando el grano de la corteza o de la cáscara”. Pero ¿cómo discutir?

V

Digamos que de dos maneras:

a) De una manera que se deslizaría desde el exterior del marxismo hacia su interior, más o menos para: “Poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos”, o sea, una mesa de billar a la italiana donde cualquiera pudiera jugar y discutir, según nos venía a decir Cervantes en el Prólogo a las Ejemplares. Y, como siempre, la imagen es magnífica.

b) O bien hacerle preguntas al marxismo desde dentro, lo cual conlleva el pequeño problema de que ya se crea poseer de antemano la verdad de ese interior del marxismo, como si alguien nos hubiera dado las llaves para entrar en tal interior.

Supongamos, en efecto, que tenemos algunas llaves (nuestros “clásicos” y su herencia), pero por el momento sólo sabemos lo arduo que es llegar al the, ese largo o lejano camino hacia el vacío.

Y por supuesto que sabemos cuál es nuestra herencia histórica. Por ejemplo la que nos cuenta Dashiell Hammett en Cosecha roja (Alianza Editorial, Madrid, 2004, p. 18). Y Hammett conocía esto muy de cerca:

"Se declararon en huelga. La huelga duró ocho meses. Se derramó con abundancia la sangre de ambos bandos. Los sindicatos tenían que derramarla ellos mismos. Elihu, el Viejo [el dueño de las fábricas], empleó a pistoleros y esquiroles, a la Guardia Nacional y hasta a destacamentos del ejército regular para hacerlo. Cuando se descalabró al último obrero y cesó la rotura de costillas a patadas, la organización laboral de Personville tenía tanta fuerza como un cohete que ya ha sido disparado."

Pero en ese momento que nos narra Hammett se sabía al menos cómo luchar y contra quién (aunque se perdiera igual), mientras que hoy parece que estemos derrotados desde antes de cualquier lucha, puesto que no sabemos contra quién luchamos. O mejor dicho, se trataría de seguir luchando hasta tropezarnos con la verdadera imagen (ya que estamos en ello) que Joyce decidió ofrecernos, dado que Joyce quería mostrar la imagen de Dublín (en el Ulysses) como una alegoría de la parálisis: completamente de acuerdo.

Pues ¿de qué demonios estamos hablando en este texto si no del intento por evitar que el marxismo se convierta en una plastificación exacta de la parálisis?

VI

Desde esta perspectiva, he procurado no ofrecer nunca respuestas a las respuestas ya dadas (en general frágiles, cuando no directamente burdas y desquiciadas), puesto que parto de un hecho constatable: el odio visceral hacia todo lo que “huela” a marxismo o anti-capitalismo.

O bien, no ofrezco respuestas, posiblemente —sin duda— porque no las tengo: las respuestas las tenemos que buscar entre todos. Pero si planteo preguntas que interrogan a la literatura, la teoría, la historia o la vida cotidiana, lo hago desde lo que he entrevisto que podía ser marxismo (con lo que a la vez he procurado interrogar al término mismo, por supuesto).

Preguntas y más preguntas es, en fin, lo que los imprevisibles lectores podrán encontrar si buscan algo entre estas  líneas. Tan solo para ver si conseguimos (entre todos, repito) abandonar la ignorancia y los prejuicios y encender alguna luz sobre lo que significa —o puede significar— de hecho el marxismo como horizonte vital. Y, por consiguiente, replantearnos a partir de ahí directamente algo acerca de nuestra propia vida, la de cada uno y la de cada una.

O sea, la de todos y la de todas las sombras que nos rodean.

Por ejemplo: se podría decir que el libro comienza preguntándose por el yo-soy y acaba convirtiéndonos en Nadie (id est: mostrando cómo el “neoliberalismo” actual nos ha convertido en nadie).

Sólo que perfectamente se podría haber planteado la cuestión a la inversa: preguntándonos por el Nadie y concluyendo con el proyecto de un otro yo-soy. Lo que implicaría ya la empresa de una transformación del mundo y de cada uno (o de todos/as).

Con lo cual queda claro el argumento de la obra y el tipo de preguntas que en realidad me han  interesado.

Con una apostilla final y obligada:

Este libro no existiría en la práctica (al menos tal como es) si no me hubieran impulsado a ello dos amigos de siempre y que siempre me han ayudado: Ramón Akal y Malcolm K. Read. Desearía no haberles decepcionado mucho con mi trabajo. He estructurado el libro en torno a textos inéditos y éditos (siempre revisados y rehechos) que espero cobren aquí un nuevo sentido. Delante de cada bloque hay una breve introducción explicativa. No dedico el libro a nadie en particular —ni siquiera a mis alumnos— porque lo dedico a todos y para todos los que aún creen en la libertad sin explotación.

Y recordando siempre las palabras de Althusser: “Para cambiar el mundo de base (y junto a otras muchas cosas) es preciso cambiar, de base, nuestra manera de pensar” [9].

2- Proposiciones básicas: el “yo-soy” histórico y el marxismo 

1.- No me cabe duda: hablar hoy desde (y sobre) el marxismo implica una serie de enunciaciones que pueden dispersarse hacia un lado u otro, pero cuyo núcleo básico —su fondo— nos lleva de forma inmediata a hablar desde el “yo-soy” histórico, es decir, desde el “yo-soy-explotado”. No nos queda más remedio (ni ninguna otra perspectiva) puesto que ese es el único “lugar” desde el que cada uno/a habla. No hay otro “lugar” posible: aunque dudosamente se sea consciente de tal realidad.

Por ello ese único “lugar” desde el que se habla y se vive —el “yo-soy-explotado”— se convierte automáticamente en un lugar opaco y —casi— imposible para hablar desde él, para pensar desde él.

Y por tanto, sé de sobra que cuando uno emprende una tarea prácticamente imposible no cabe más remedio —acaso— que recordar al Góngora que señalaba lo mismo para el mismo empeño en el siglo XVII: dar razones en Guinea o sembrar cruces en Berbería suponían dos ejemplos magníficos de lo imposible en aquel momento.

Por supuesto que el sarcasmo implícito en estas imágenes gongorinas se puede interpretar de mil maneras —suele ocurrir siempre con Góngora— pero a mí me interesa sólo ahora un sentido literal muy preciso: si en el XVII intentabas “predicar” en Guinea o intentabas colocar unas cruces entre los bereberes, evidentemente ya se sabía cuál iba a ser el resultado: te degollarían en cuanto empezaras a hacerlo.

¿Ocurre algo parecido hoy cuando se trata de hablar de marxismo? Claro que ahora existe la libertad de expresión, pero obviamente —y diciéndolo de forma muy suave— “el resto es silencio”.

2.- Desde tal perspectiva, quizá sea necesario iniciar este libro a través de una serie de proposiciones básicas. Más o menos lo que acabamos de indicar: uno de los problemas fundamentales que nos interroga hoy de forma decisiva es sin duda el hecho de pensar (o leer) nuestro propio “yo” de manera histórica. Quiero decir: ¿cuáles son las relaciones sociales, ideológicas y libidinales que nos construyen como tal yo? ¿Qué historia presente —y pasada— nos ha producido? ¿Cómo nos atrevemos a decir impunemente yo-soy sin saber pensar la realidad histórica que nos envuelve y nos configura día a día? [10].

Precisamente por eso digo que hablar hoy desde (y sobre) el marxismo implica hablar desde el “yo-soy” histórico. Y por consiguiente desde el “yo-soy” en tanto que inscrito en la explotación: económica, política y pulsional/ ideológica. Por supuesto que todo el mundo cree hablar desde el “yo-libre”. Subjetiva y objetivamente: “yo hago con mi vida lo que quiero y hago libremente lo que quiero”. Con lo que sospecho que ese es el país de Nunca jamás, el infantilismo de Peter Pan. Al parecer sólo Alicia no entendía nada de su País de las maravillas. ¿Comprendemos algo nosotros en este sentido acerca de nuestro propio mundo?

3.- Para ir desbrozando cada una de esas cuestiones (que desarrollaremos a lo largo del libro), considero necesario —por ahora— que comencemos por esta pregunta final: ¿cuál es por tanto la realidad histórica actual que —como un tsunami— está destrozando nuestras vidas? Evidentemente el neoliberalismo o la dictadura del capitalismo bancario y financiero en primer plano. Los juegos asfixiantes de la Banca y de la Bolsa que nos exprimen hasta límites nunca imaginados. Aunque se nos pretenda indicar otras cosas, resulta claro que no se puede ver mucho tiempo cómo se deja caer una piedra y decir que no cae [11]. La descarnada crisis no es más que eso: el capitalismo actuando —acumulando— a destajo, en un marco estructural impalpable. Tan impalpable que parece que no se puede hacer nada contra él. Por supuesto todo empezó a comienzos de los años 80 del siglo XX, con el imperialismo americano extendido como un mapa global hasta las entrañas de cualquier rincón de lo que se llamó mercado/ mundo. Ahora ya es mucho más que eso, y con una precisión infinita: casi como el sueño del imposible mapa de Borges. Un mapa idéntico a su territorio.

Y si hablo ahora de “lo imposible” en Borges —como antes hemos hablado de “lo imposible” en Góngora— es precisamente porque Borges sí plasma lo posible de tal imposibilidad: Funes el memorioso necesita en efecto 24 horas para recordar un día. Pero Funes no sólo consigue eso, sino que —para él— eso es “lo normal” [12].

Pues bien, lo “normal” para el capitalismo global de hoy es precisamente que cada persona y cada territorio esté explotado al milímetro (haga lo que haga y se halle donde se halle) durante las 24 horas del día. Una perfección tan asombrosamente intensa y extensa no la hubiera concebido ni el genio único y “diabólico” que se desborda desde los manuscritos de Leonardo da Vinci. Y por tanto jamás la hubiera podido concebir el Diablo más perverso (que, como “genio”, no le hubiera llegado a Leonardo ni a la altura de las zapatillas). Se suele recordar (puesto que él lo narra) el asombro de Ortega y Gasset al ver Las Meninas de Velázquez. Pasmado, se preguntó en voz alta: “¿Pero dónde está el cuadro?” No menos similar semeja ser nuestro pasmo y nuestro asombro de hoy: “¿Pero dónde está el capitalismo?”, nos preguntamos, y no precisamente con ingenuidad ante lo sublime, sino con la ceguera que nos produciría la luz de los ojos de la Beatriz del cielo del Dante reflejada en nuestros ojos: “¿cómo ha conseguido tal perfección?”.

Claro que con un pequeño problema.

Nuestro real viaje dantesco no acaba con ninguna luz celeste que nos ciegue, sino que comienza y acaba —y permanece— en la oscuridad del mismo infierno en que vivimos. Como si todas las Utopías de mundos perfectos se hubieran concentrado aquí, en nuestro mundo.

Y es exactamente aquí donde surge el problema. O mejor, los problemas. Primero: los habitantes del Inferno “sabían” que estaban allí; nosotros no. Segundo: por supuesto que nuestro Infierno tiene un “orden perfecto” —la perfección que admirábamos— pero sólo existe si nos quema la vida; sin explotación, nuestro Infierno desaparece.

Y puesto que el marxismo intenta que ese infierno desaparezca ¿cómo no va a resultar —casi— imposible hablar desde el marxismo y contra un sistema que nos quema hasta extinguirnos pero sin extinguirse él?

4.- Supongo que no hace falta señalar que ese es exactamente el núcleo real del trasfondo de nuestra vida cotidiana.

Claro que “la vida” en que vivimos tiene una historia: la del “mercado-mundo” o “global”, ahora con el capitalismo financiero y bancario en primer plano. Y claro que desde los años 80 y 90 (y ya antes, excepto acaso en la década de los 70) los habitantes de la Europa Occidental creían vivir en el cielo terrestre, con la luz de Beatriz convertida en las luces de neón del “sexo, drogas y rock and roll”. Y no digamos en Estados Unidos: desde siempre, pero en especial tras la “decadencia y caída” del imperio ruso, el eje del mal.

Pero ojo: fijémonos un poco —o mucho— en ese término que he introducido en el anterior paréntesis, el término acaso. Que más bien deberíamos traducir como: sin duda que hubo enormes problemas. No sólo en el 68 francés (y europeo y americano), sino en aquella coyuntura en la que todas las cuestiones que saltaron afuera a raíz de ese 68, se acumularon —en España— con la muerte de Franco y la tan traída y llevada —o llamada— Transición hacia la democracia.

Quizá pueda parecer que ya resulta en exceso manido retornar hacia aquel momento, como si ese pasado hubiera pasado en efecto sin más. Pero la historia nunca transcurre así, y mucho menos para una perspectiva que pretende enfocarse desde el marxismo. El marxismo presupone la radical historicidad realmente transformadora dentro de cualquier situación concreta. Y mucho más cuando esa situación concreta se planteó nada menos que como el momento en que el marxismo habría de desaparecer para siempre. No ocurrió así, por supuesto, pero se pretendió que “ocurriera así”. Por ello creo que no nos desviamos en absoluto de lo que hemos llamado nuestros presupuestos básicos sobre el marxismo y el “yo-soy” histórico, si hacemos aquí una breve pausa y echamos la vista hacia atrás. Ese “mirar hacia atrás” (con o sin ira, como en la famosa obra teatral del inglés John Osborne en los 60) quizá suponga transformar a la vez en algo nuestra propia mirada [13].

5.- Y puesto que tampoco puede caber duda de que aquella época de la Transición, y su problemática complejísima, nos ha traído (en España y, aunque de otro modo, en el resto del Sur europeo) al dominio actual del neoliberalismo sin límites y a la ruina socio vital que nos destroza ¿por qué no analizar un poco “todo aquello” para atisbar un poco el “todo esto”?

Al menos a través de unos cuantos módulos claves. En primer lugar no nos podemos olvidar de que hubo dos Transiciones: por un lado estaba la Transición europea y por otro (pero dentro de ella) la Transición española.

La Transición hacia la Unión Europea se había fijado ya desde el inicio de la guerra fría, pero sobre todo desde el Tratado de Roma de 1957, curiosamente firmado por las tres potencias fascistas recién derrotadas (Alemania, Italia y la Francia de Vichy, reconvertida en la Francia de De Gaulle), es decir, los tres países más “apoyados” por el plan Marshall y el imperio americano. Pero fijémonos en una cosa: no se trataba sólo de crear una Europa libre y democrática frente a la Europa rusificada del otro lado, sino que se trataba de crear la imagen de un “nacionalismo” europeo y “culturalmente” enfrentado (aparte de a los rusos) a su propio ayer —pero retornando a su antesdeayer—.

Y me explico: un nacionalismo cultural europeo que renegaba de su inmediato nacionalismo nazi/fascista y recuperaba el supuesto “nacionalismo liberal” del último tercio del XIX. Se olvidaba con ello que el “nacionalismo liberal” europeo (a través de sus Estados nacionales) había provocado la pavorosa Primera guerra mundial de 1914-18 (para repartirse el mundo, empezando por repartirse la propia Europa), con lo que, a la vez, se olvidaba que tales “estados nacionales” (Francia y Alemania en estricto) ya se habían enfrentado a muerte en 1870 y que el triunfo de Bismarck sobre los franceses se había sobreentendido como una “guerra de razas” con la subsiguiente superioridad de las razas arias sobre las latinas. Pero se olvidaba sobre todo que los Estados nacionales del XIX no sólo se habían unificado muy tarde en ese sentido (como Alemania o Italia) sino que se habían unificado a través de la producción de un imaginario bien significativo: el imaginario del “pueblo nacional” y por encima de las clases (y que así habían surgido múltiples “pueblos” o “naciones” que no se consideraban bien incrustados dentro de esos Estados nacionales).

Con lo que en la nueva Europa libre y democrática, el nuevo (y viejo) nacionalismo populista se iba a extender de dos maneras obvias: 1º) Los nacionalismos estatales del Norte (Alemania muy en especial, sobre todo tras su unificación con la RDA) se iban a convertir en el eje de la Europa Occidental; mientras que los Estados nacionales del Sur se iban a convertir en “dependientes”. Y 2º) En España los llamados “nacionalismo periféricos”, el vasco y el catalán sobre todo, se convertían a su vez en la práctica en “poderes alternativos” en continuo pulso con el poder central: no sólo por la “liberación” frente al franquismo, sino ya desde mucho antes: puesto que la pérdida de las últimas colonias americanas —la riqueza azucarera de Cuba sobre todo— había provocado un terremoto en esas zonas a las que la industrialización y el desarrollo capitalista se les había ofrecido mucho más directamente que al sur hispánico. Con lo que los nacionalismos —medio siglo anteriores a Franco— iban a reverdecer ahora: de manera rápida (en el País Vasco por el miedo) y más gradualmente en Cataluña, de forma muy bien llevada desde arriba y asumida desde abajo como “victimismo nacional”. Estableciéndose así, obviamente, una nueva dicotomía “interior” entre Norte y Sur. Con lo que la larvada lucha de razas (de culturas o de pueblos: una lucha inventada medio siglo antes de Franco, repito, pero llevada al extremo por la dictadura franquista), esa lucha de razas o naciones “interiores” resultaría un muro fantástico (en cualquier sentido) contra el que se iba a estrellar la realidad de fondo de toda configuración estatal: esto es, que cualquier Estado moderno (por muy heterogéneo que pueda ser) se ha establecido siempre como una “empresa”, a través de unas relaciones capitalistas comunes (el mercado interior, la alianza entre las diversas burguesías, el control de los núcleos de capital, etc.).

Y que, por tanto, la explotación de clases ha sido siempre el trasfondo decisivo de cualquier tipo de relaciones capitalistas estatales. Pero el nacionalismo del “imaginario del pueblo” (étnico o cultural, etc.) se estableció —y sigue estableciéndose— como una “realidad natural” (al extremo: la lengua, la sangre y el suelo, aunque hoy lo de la sangre no se diga), mientras que cualquier Estado que no fuera “expresión” de esa “realidad natural” sería por tanto algo meramente “artificial” (y esto es Rousseau puro). Y que, en consecuencia, la “lucha de razas” sería lo verdadero mientras que la “lucha de clases” sería una cuestión ajena —o impuesta— al propio “pueblo natural”.

6.- Lo natural del “imaginario del pueblo” (o de la misma noción de pueblo) supone una ilusión doble, como señala E. Balibar:

"La ilusión consiste en creer que las generaciones que se suceden durante siglos sobre un territorio aproximadamente estable y bajo una designación aproximadamente unívoca, se han transmitido una sustancia invariante. Y a la vez la ilusión consiste en creer que la evolución ‘ideal’ de esa sustancia (de la que nosotros seleccionamos retrospectivamente los aspectos que mejor nos convienen para percibirnos como el desarrollo final de tal sustancia) sería la única salida posible: llevarla a su plenitud. Con lo que así la convertimos en ‘destino’. Proyecto y destino son las dos figuras simétricas de la ilusión de la identidad nacional".

Es decir, la producción del imaginario del “Pueblo” como sustancia eterna y fictiva [14].

Pero puesto que ese imaginario de la esencia del “pueblo” se transmite de familia en familia y de hogar en hogar (algo así como el “origen” perdido del pueblo de Israel en la Biblia), ese imaginario funciona sentimentalmente, es decir, funciona realmente más que cualquier otra realidad (puesto que incluye la sexualidad: no sólo el nacimiento sino la reproducción y la transmisión de esa etnia o cultura: nosotros vs. los otros). Por eso he hablado del “ombligo de los espíritus nacionales” como eje de la Estética o las Literaturas nacionales, como “espiritualización” de la esencia natural que late por debajo de cualquier nacionalismo [15].

7.- Y por eso podría hablarse de un doble Apartheid en la construcción europea: el Apartheid de los Estados del norte vs. los del sur; y el Apartheid de las clases explotadas dentro de cada uno de los Estados del Norte o del Sur (incluidas las clases explotadas en el interior de los pueblos étnicos o nacionales, imaginariamente sin fisuras, en cada Estado establecido).

Evidentemente las cosas son siempre mucho más complejas en todos los aspectos, pero no cabe duda de que el triunfo de los Nacionalismos liberal/populares (estatales y/o no estatales) en la Europa occidental erosionó —hasta casi borrarlo— cualquier análisis marxista tanto del Apartheid europeo como del Apartheid de la explotación socio/vital en Europa y España a raíz de la doble Transición que hemos anotado. A la vez que se nos comienza a explicar —a partir de ahí— mucho acerca de la asombrosa crisis y desaparición de los muy fuertes PC de las democracias del sur europeo (sin hablar por ahora del caso de los partidos socialistas). Y, junto a ello, acerca de la desaparición (o no) de las propuestas sobre el “socialismo democrático” que entonces se plantearon. Todo ello bajo la sombra de los dos grandes baluartes de la guerra fría: la URSS —que agonizaba a partir de los 80— y los USA  (y su inmenso poder político, ideológico y financiero) como eje básico (por debajo) de aquella coyuntura europea y sobre todo de la española: manejando los hilos de ambas Transiciones.

3- Dos Intermedios: la necesidad de la Teoría

-Primer intermedio: Sobre el eje clave del inconsciente/consciente capitalista (la falsa dicotomía “individualismo” vs. “colectivismo”)

1.- Escribir, pues, desde las ruinas resulta especialmente penoso, dado que se ha perdido de vista no sólo una perspectiva capitalista más “suave” (digamos keynesiana), sino mucho más aún cualquier alternativa que pudiera surgir desde dentro de una problemática marxista o de socialismo democrático. Con lo que a partir de aquí necesitamos retornar a nuestros principios básicos, es decir: ¿por qué indicábamos que hablar hoy —y desde— el marxismo implica hablar desde el “yo-soy” histórico y por tanto “explotado”?

Para replantear esta cuestión precisamos recurrir a la “Teoría” y tratar de señalar algunos ejes nodales —el nivel ideológico, claro está— acerca de cómo se presenta el análisis de la realidad histórica en que vivimos en el interior del planteamiento burgués “clave” —desde el XVIII al XXI—. Y digo “planteamiento burgués” puesto que, aunque obviamente las estructuras burguesas han variado mucho desde el XVIII a hoy, sus planteamientos de fondo no han cambiado en absoluto.

Pues lo que en Kant o Hegel, en Locke o Hume, estaba claro como el agua, eso mismo siguió perviviendo desde el siglo XX hasta nuestros días. Dado que para estos planteamientos del fondo burgués el análisis de cada realidad histórica parte siempre de una dicotomía básica: la dicotomía entre individuo y sociedad (o entre sujeto y sistema): unas categorías —ambas— que por supuesto jamás se desmenuzan o se ponen en duda en sí mismas, sino que se dan siempre por presupuestas, como verdades intocables.

Asentado este carácter intocable de los dos términos, las variantes en torno a ese eje clave pueden ser múltiples sólo que siempre condensándose en un punto o en otro: los “liberales” (o sus extremos anarquistas o anarquizantes) estarán siempre a favor del individuo; mientras que los más “sociales”, o digamos “comunitarios”, estarán siempre inclinándose más bien hacia el lado de la sociedad. Con una tercera variante (que en el fondo no es tal, pues sigue partiendo de la misma dicotomía) que prefiere buscar más bien las conexiones (o las relaciones) entre individuo y sociedad.

2.- Por poner un ejemplo drástico de la condensación plena del pensamiento neoliberal de hoy, podíamos remitirnos a aquella decisiva frase de Margareth Thatcher: “La sociedad no existe, sólo existen los individuos”. En realidad no es una frase ni un slogan: es una plasmación perfecta de toda la estructura que late en el neoliberalismo actual. Y su corolario: la famosa TINA (“There is no alternative”).

Pero vayamos al programa “relacional” o “conectivo” elaborado por un muy serio teórico o filósofo de las ciencias duras y de las ciencias humanas: Roy Bhaskar, el padre del Critical Realism, un planteamiento que surge en torno a 1979 y que permanece con relativa fuerza. Precisamente para oponerse a aquellas teorías posmodernas que negaban que la realidad (ontológica) existiera y que sólo existían interpretaciones sígnicas o lenguajes autorreflexivos, etc. (En suma para oponerse al llamado “Giro lingüístico”, un giro que implicaba que lo que llamamos “mundo” no existe como “realidad”, puesto que todo sería “construcción lingüística”, etc.).

Pues bien, veamos lo que dice Bhaskar en su libro decisivo al respecto [16]. Bhaskar busca, en efecto, una “conexión” entre esas dos realidades para él indiscutibles (ontológicas), es decir, el individuo y la sociedad (o lo colectivo y la subjetividad libre). Y para ello nos presenta cuatro modelos de pensamiento social:

1º) Utilitarismo. Su método: empirista; su objeto a alcanzar (o defender): el individualismo.

2º) Max Weber. Su método: neokantiano; su objeto a alcanzar (o defender): el individualismo.

3º) Durkheim. Su método: empirista; su objeto a alcanzar (o defender): el colectivismo.

4º) Marx. Su método: realista; su objeto a alcanzar (o defender): la estructura relacional.

Y a partir de aquí Bhaskar establece la conexión entre “individuo” y “sociedad”. En Max Weber, la individualidad estaría por encima de la sociedad (lo que Bhaskar llama “voluntarismo”); mientras que, a la inversa, en Durkheim la sociedad estaría por encima de lo individual (lo que Bhaskar llama “reificación”). E igual ocurriría (con variantes) con los otros dos nombres. En suma, Marx convertido en un método más, sólo que más comprehensivo: más realista (reconocería la realidad del individuo y de la ontología social) y más relacional (reconocería las relaciones entre el individuo y la sociedad, etc.).

3.- Exactamente una tomadura de pelo, otra caricatura del marxismo. Pues, si nos fijamos, los términos básicos del planteamiento permanecen idénticos en los cuatro modelos (que, por otra parte, son más que discutibles en sí mismos). Lo que se debate se hace —repito— dentro de la dicotomía burguesa entre individuo y sociedad [17]. Pero ocurre que Marx “sale fuera” de ese círculo, se sitúa al margen —y en contra— de tales planteamientos establecidos. Marx disfunciona por completo en tal modelización, chirría ahí. En absoluto Marx es equivalente, en sus términos teóricos, a Weber, Durkheim o el Utilitarismo angloamericano. Meter a Marx ahí es hundirlo, es no entender nada. Puesto que para Marx la dicotomía individuo/sociedad simplemente no existe. Tal dicotomía (o esa conexión) sólo se sostiene en un sustrato burgués obvio: el individuo nacido libre y su relación con los otros individuos de un “conjunto” al que se llama sociedad.

Pero Marx nos dice (en los Grundisse) sencillamente esto: “La sociedad no es un conjunto de individuos” (como se suele pensar en las diversas variantes del Contrato social capitalista). Y así ocurre en efecto: lo que Marx nos está diciendo (en contra de esa imagen dicotómica individuo/ sociedad) es que son unas determinadas relaciones sociales (siempre de explotación, lo que a Bhaskar ni se le pasa por la cabeza) las que configuran las formas de vida social y la inscripción de los individuos en esas formas de vida socio-históricas. No hay pues dicotomía, puesto que los individuos están configurados por esas mismas relaciones sociales de las que son —a la vez— soportes y agentes. La dicotomía está disuelta ya que, añade Marx: “Los individuos sólo se individualizan dentro de la sociedad”. O dicho en términos de hoy, las relaciones sociales configuran los tipos de subjetividad e individualidad histórica y las relaciones sociales —de explotación— configuran a su vez las diversas clases y estratos de una formación socio-histórica dada.

La dicotomía, pues, entre el individuo (supuestamente previo a las relaciones sociales) y el conjunto de individuos (o sociedad, o sea, el conjunto posterior) se diluye por completo en Marx. Pero Bhaskar lo introduce dentro de su modelización: está en su derecho, pero eso supone “falsear” el marxismo. Con todo, necesitamos hacer una precisión más: está claro que el problema reside en los términos mismos. Marx —como Freud en otros aspectos— está transformando, está convirtiendo en otra cosa el sentido habitual de esos términos intocables y dados por presupuestos: individuo y sociedad, tal como nos llegaron desde el XVIII hasta hoy (y no sólo los términos, sino —por consiguiente— sus supuestas reglas de relación como en un tablero de ajedrez: los cuatro modelos de Bhaskar, etc.).

4.- Somos pues nosotros (nuestro sentido común burgués, nuestro inconsciente capitalista) los que seguimos pensando desde tales categorías como si fueran verdades en sí. Y esto es lo que carece de sentido para un pensamiento que se plantee desde la problemática marxista. Repito que, desde aquí, los individuos en absoluto son previos a nada (y por tanto la sociedad no puede ser un posterior “conjunto de individuos”), puesto que los individuos están “ya-siempre” configurados por las relaciones sociales inscritas en ellos, por las relaciones sociales de las que son soportes y agentes.

Por supuesto, esto no quiere decir que uno/a no pueda romper con su propio inconsciente ideológico, haciéndose consciente de su situación y de la estructura real en la que se inscribe (consciente al menos hasta cierto punto). Pero la clave de fondo radica en otro sitio, en la verdadera cuestión decisiva:

a) O bien se considera que nacemos con una libertad natural (y previa a la historia), como individuos con nuestra Razón, Moral y Libertad ya inscritas en nosotros (por eso seríamos individuos previos que luego se reunirían en el conjunto llamado sociedad: y de ahí la siempre larvada dicotomía individuo/sociedad: individualismo vs. colectivismo.

b) O bien se considera, por el contrario, que lo que ocurre es que “nacemos capitalistas”; es decir, que no nacemos en la vida sin más, sino en un sistema histórico ya configurado como si fuera “la vida”, un sistema histórico-familiar, lingüístico, de signos y costumbres tradicionales —cinco siglos de capitalismo— que nos van a ir configurando a su vez, paso a paso, desde que nuestro inconsciente pulsional/ideológico comienza a funcionar [18]. Nacemos pues capitalistas —y hoy más que nunca— tanto los explotadores como los explotados [19].

Y aquí radica el otro lado (el lado oscuro) de nuestro problema: en si somos capaces —o no— de enfrentarnos con el sistema que nos produce; en si deseamos —o no— romper con ese sistema —y cómo, y en qué sentido y hasta qué punto—.

- Segundo intermedio: ¿Por qué el capitalismo es “la vida”? (O de cómo “el peral engendra peras”).

Esta dicotomía individuo/sociedad (o individualismo vs. colectivismo) es pues la que realmente excluye —por su base— al marxismo. Pues si tal dicotomía se nos presenta como trasfondo de cualquier vida, ahí —decimos— el marxismo disfunciona: el marxismo es “otra cosa”. Y sin embargo para la ideología dominante el capitalismo se ha convertido directamente en la vida.

Fijémonos:

1.- Cuando Jean Luc Godard escribió y filmó Dos o tres cosas que sé de ella (1973) no se refería a una mujer, sino a una ciudad: París. Desde luego Woody Allen también ama sobre todo a Manhattan, y los dos han hecho películas espléndidas sobre París y Nueva York. Lo que no sé es si Woody Allen sabe mucho de psicoanálisis (quizá por eso lleva más de cuarenta años psicoanalizándose) o si Jean Luc Godard “sabía” mucho (tampoco le hacía falta, aunque intentara presentárnosla) sobre la problemática teórica marxista y sus diversas prácticas —que él trataba de utilizar en su cine—. Claro que esas propuestas de Godard tuvieron lugar sobre todo en los años 60-70 y entonces, decimos, lo que resultaba imposible era no hablar de marxismo (Godard “utilizaba” sobre todo a Brecht). Hoy, en 2012, lo que resulta imposible —casi— es preguntarse sobre lo que hablamos cuando hablamos de marxismo. Hablar de Marx y marxismo puede ser un rito académico más  —como explicar a Platón o la Estadística económica— o una mera inutilidad histórica. Y sin embargo aún quedan muchas preguntas por resolver (o replantear) [20]. De modo que siempre estamos obligados a volver a comenzar por el principio (dado que esa proposición básica sobre el “yo soy” y el “nosotros somos” es exactamente lo que se ignora, como acabamos de anotar).

2.- Pero es que se ignoran más cosas. Pues está claro que lo que debería resultar más sorprendente es sin embargo lo que menos sorprende.

Quiero decir: el hecho de que al capitalismo le llamemos la vida. “La vida es así”, “la vida nos ha hecho así”, “esta es nuestra vida”… Busquemos miles de símiles por el estilo. Los encontraremos a mansalva: “la vida sigue igual”.

Y tanto —o demasiado menos igual—.

No deja de resultar curioso: que un sistema de relaciones sociales (o socio-históricas) como el capitalismo se identifique directamente con la biología, con el espíritu vital, con la ontología o con el ser —por hablar en términos metafísicos ya muy gastados—; y sobre todo, con el Espíritu Humano, o con la esencia del “ser humano”, con el sujeto libre, con la naturaleza humana libre o con cualquier otro “fantasma” por el estilo, he ahí lo que no sorprende: el capitalismo convertido en nuestra única realidad vital, en nuestro único mundo posible [21].

Lo que ocurre es que la vida —esa es su secreta y terrible verdad— es siempre histórica. Y toda historia tiene su principio y su fin. Sólo que jamás un final histórico ha sido dulce. Fijémonos: cuando la vida era el sistema esclavista greco-romano no sólo el esclavismo griego fue absorbido por el romano sino que este fue derruido a su vez por sus propias contradicciones internas —el latifundismo, etc.— y por el asalto de las “tribus germánicas”. De ese choque no surgió una fusión sino una “cosa nueva” a la que los ilustrados del XVIII llamaron “la larga noche de mil años”. O sea, lo que nosotros llamamos Feudalismo o modo de producción feudal-servil, etc. De modo que durante más de mil años (y son muchos) dio la casualidad de que nuestra vida (capitalista y con “espíritu libre”) no existió. Nuestra vida (capitalista y con “espíritu libre”) comenzó a existir en el occidente europeo entre los siglos XIV-XVI: para que la vida “siguiera igual” se consideró a los griegos como los orígenes del Espíritu, al feudalismo como un paréntesis tenebroso y al XVI como el Renacimiento del Espíritu. Obviamente lo que ocurrió fue otra cosa: la Transición (del XVI-XVII) entre feudalismo y capitalismo fue durísima, fue una “lucha a muerte”. Pero desde fines del XVII a fines del XVIII la suerte estaba ya echada: el capitalismo triunfaba y se estaba convirtiendo así en “nuestra” vida. En el XX-XXI el capitalismo es ya la vida sin más. La que configura a nuestro “yo-soy” y a nuestro “nosotros somos”.

3.- Claro que no sin problemas: durante el siglo XX hubo dos espantosas guerras mundiales (el término “mundiales” supone ya un signo decisivo) y una espeluznante guerra fría: puesto que —de modo inesperado— en 1917 se había producido una Revolución en Rusia (luego la URSS y luego nada). Una guerra fría (rodeada de múltiples guerras calientes) que se acabó en la década de los 80 y principios de los 90. A partir de ahí el capitalismo global (es decir, el imperialismo del capital) se expandió por todo el mundo, ya sin problemas. Se acabaron los oropeles “débiles” y “posmodernos” —aquella estupidez— y nos dimos de cara con la dictadura del capital financiero.

De nuevo no sin problemas. Pues si contar por siglos es muy arriesgado (y lo he hecho sólo para entendernos), detallar los problemas que nuestra vida capitalista nos plantea actualmente resultaría insondable aquí. Lo único, pues, que he querido resaltar han sido algunos hitos de cómo el capitalismo se convirtió en la vida sin más.

Y, a partir de ahí, el hecho de que nos resulte imposible —casi— imaginar otra vida. Pero hay más síntomas que llaman la atención: pues conviene recordar que el capitalismo —como el marxismo— no supone en absoluto un sistema político/ social claramente determinado:

A) Al capitalismo se le suele identificar con dos términos también muy arriesgados y cuya ambigüedad venimos resaltando desde el principio: la libertad —decimos— y la democracia. Lógico, pues la libertad es un invento capitalista y puede prescindir de ella cuando quiera; y la democracia porque supone la expresión —en apariencia— del poder del pueblo libre (obviamente identificar el parlamentarismo actual con la democracia esclavista griega es una mera estupidez etimológica: son realidades históricas que no tienen nada que ver entre sí).

B) Por tanto convendría recordar otras realidades “no democráticas” bajo el capitalismo: obviamente ha habido un capitalismo nazi (la Alemania de Hitler); un capitalismo fascista (el de la Italia de Mussolini) y un capitalismo franquista en España. En América latina ha habido un capitalismo (imperializado) dictatorial y lleno de sangre por todas partes. En África, el capitalismo que existe ha borrado del mapa casi el ochenta por ciento de su territorio: dejando solo el norte musulmán y el sur recién salido del Apartheid (que, por supuesto, también era capitalista, al igual que lo es la Sudáfrica actual). Todos los países islámicos de Oriente Medio son capitalistas. Toda Asia es capitalista (con su bastión más fuerte y más duro centrado en China). El sur de Europa está deshecho por el capitalismo: ¿qué nos queda entonces de la magnífica libertad capitalista y de su grandeza? Evidentemente sólo la imagen de EE. UU. Y se pueden añadir sus ya lastimosos “primos británicos”. De lo que Richard Rorty llamaba la Europa noratlántica sólo queda el núcleo germánico que sigue dominando una Europa cada vez más desvanecida.

Desde esta perspectiva ¿cómo se puede seguir afirmando que el capitalismo es  “por sí mismo” sinónimo de democracia y de libertad? ¿E incluso segregador del Estado social o del Estado del bienestar? Ni en África, ni en Oriente Medio, ni en Asia, ni en Latinoamérica, ni prácticamente en el Sur de Europa ha existido jamás realmente “eso” del Estado social (aderezado con la superestructura del Estado de Derecho, etc.). Es verdad que en los años 80 aún “parecía” que algo así era posible en el propio sur europeo y no es menos cierto que las fachadas de ese microcosmos (Italia con cimientos mucho más sólidos, pero incluso la fachada del Estado español) parecían, digo, discurrir por aquella extraña vía de tren o de aeropuerto que se llamó la Tercera Vía (un término que ahora intenta introducirse en algunos lugares de Latinoamérica). Lo cual implicaba que aún existían otras dos vías: la yanki —que era la realmente hegemónica— y la rusa agonizante. La “tercera vía” tuvo muchos teóricos hasta que se encarnó en Tony Blair. Pero en realidad se trataba de un planteamiento muy antiguo, un invento que tenía raíces continentales y luego mucho más anglosajonas. Quiero decir, la vieja alianza entre socialismo y capitalismo, naturalmente siempre convertida en una farsa. Hasta que tal alianza dejó de ser necesaria, y el discurso social/ capitalista se encontró de golpe al margen y en el vacío: si los rusos estaban desapareciendo y la URSS era el demonio ¿para qué servían esos exorcistas “tercerviáticos” que sólo atacaban al demonio? Cuando el demonio desapareció, de los exorcismos sólo quedó la película de Polansky: La semilla del diablo.

4.- En realidad estábamos americanizados por completo. Sólo que de algún modo el capitalismo europeo intentó ponerse a la altura y así entre 1984 y 1988 fue saliendo a la luz el llamado Informe Delors. ¿Qué planteaba tal informe? Las fases necesarias para la Unión Europea y para la Unión monetaria o “Zona Euro”. Se hundió la Constitución europea (sobre todo con el no de Francia y Holanda) pero se mantuvo la Zona euro con el Tratado de Maastricht de 1998. Los objetivos de tal Tratado los conocemos de sobra: acabar con los Bancos estatales y darle todo el poder a un fantasmal Banco Central Europeo que no apoyaría a los Estados sino a los Bancos privados y multinacionales. En realidad era como la apuesta de Pascal, pero a la inversa: la apuesta por el capital financiero sin ninguna atadura y como factor determinante de la realidad económico-vital implicaba una apuesta por el vacío social pero sin esperanza ninguna de encontrar algo. Era el triunfo pleno de un capitalismo inesperado (y enmascarado durante cierto tiempo). Aunque algunos teóricos y economistas actuales señalen ahora que ya habían visto el terremoto que se venía encima, en realidad hay que decir que prácticamente nadie se dio cuenta de nada de lo que ya estaba ocurriendo mucho antes de Maastricht [22]. Pues en efecto conviene volver a recordar que en 1973 la actuación de Kissinger y Friedman (es decir, la Escuela de Chicago) dirigiendo el golpe de Estado y la dictadura sangrienta de Pinochet en Chile había sido un aviso espeluznante. Y sobre todo el reparto que allí se hizo: para ti (Pinochet) la política y para nosotros la economía (es decir, la privatización neoliberal de todo). De hecho la izquierda de la época sólo se fijó en la cuestión de la dictadura —que era lo que se veía como brutal— pero no se percibió en absoluto la brutalidad subyacente al neoliberalismo recién implantado. Y además ese aviso chileno se convirtió en global no solo con Reagan y la Thatcher sino con Clinton, los Bush y por supuesto con Tony Blair y los pseudolaboristas británicos. El capital financiero debía ser el dueño y sus mercados la “mano mágica e invisible” para dirigirlo todo. Las estadísticas y las matemáticas económicas predecían un éxito absoluto para Friedman. Pero lógicamente no se tocó la Reserva Federal norteamericana —ni la Banca inglesa sostenida por aquella—. Cuando la burbuja financiera estalló en EE. UU., obviamente la Reserva Federal pudo taponar las grietas más grandes. Pero eso no iba a ocurrir en Europa. En el nuevo modelo capitalista sólo había un pequeño problema: la Banca no crea riqueza, utiliza el dinero de los demás para generar más dinero, como “el peral engendra peras” (la frase es de Marx, claro, en el vol. III de El Capital). Y por seguir con Marx, podríamos decir que la fórmula del capitalismo clásico D-M-D’ (dinero, mercancía, más dinero) se transformó así en la fórmula D-D’ (dinero genera más dinero). De modo que durante las décadas 80-90, y sobre todo a partir del 2000 las estadísticas matemáticas estaban ya desbordadas por el vacío de la realidad existente: es decir, el vacío de la economía productiva. ¿Cuál es la solución para seguir engendrando dinero —sin producirlo— en la fórmula D-D’? Obviamente: privatizarlo todo para que los Estados puedan pagar los intereses de la deuda contraída ante los bancos (o para “salvar” a los bancos de sus quiebras), algo que sólo se puede conseguir a través de los ciudadanos/as. Esto es, el neoliberalismo financiero privatizando las vidas y quedándose con cualquier mapa del tesoro. La política se economizó hasta el extremo y ya no servía más que para exprimir sin límites a sus súbditos [23].

El problema de quién “riega el peral” y de quién “recoge las peras” no es un problema para el capital bancario. Puede pasarse años sin regar el peral y sin que las peras se recojan: ya comprarán otros perales, pues los hay a miles (incluido el gran negocio de los seguros, de la salud/ enfermedad y por supuesto del paro: y —con ello— de la privatización de la guerra y de la “seguridad ciudadana”). Claro que con una ayuda decisiva: siempre que China haga todo el trabajo sucio. Y por ahora lo está haciendo a la perfección (que los americanos pregonen en Indonesia o Vietnam que en China no hay derechos humanos o libertad de expresión, pero que Senegal es un modelo de democracia, no es más que la conocida retórica del “tinglado de la vieja farsa”: y la frase ahora, debería saberse, es de Benavente). O más radicalmente, y por parafrasear la famosa imagen del Dante: “Quién entre aquí —en el infierno capitalista actual— que deje atrás cualquier esperanza”. Pero hablando en estricto: sabemos de sobra, evidentemente, que el capitalismo —y muy en especial el financiero— carece de patria, de nacionalidad o de lugar fijo: carece incluso de rostro. No sabemos lo que es ni quién es. Es el enemigo invisible por antonomasia. Sólo que a partir de aquí podemos comprobar que nos hemos saltado la pregunta previa y esencial. Pues no se trata de plantear que alguna vez hubo un capitalismo bueno (en los años 50-60, por ejemplo) y un capitalismo malo a partir del 2000. De lo que se trata es de plantearse la pregunta sobre lo invisible: ¿qué es el capitalismo sin más?

5.- Marx se reía mucho del supuesto “misterio” del capitalismo [24]. Pero es que en efecto el capitalismo, decimos, es invisible en sí mismo. El capitalismo es el único sistema histórico en que el dinero se convierte en capital en el interior mismo del proceso de trabajo (sea el trabajo que sea: el saber, por ejemplo, produce hoy una excelente plusvalía relativa para el capital). De ahí que el proceso de producción constituya la clave de todo. Pero la producción de capital se realiza a través de la extracción del sobretrabajo (en la forma de plusvalía [25]) mediante la explotación de la fuerza de trabajo (en suma: no sólo explotación del trabajo sino de la vida entera) de los trabajadores. Por eso Marx señala que lo que los trabajadores producen realmente es plusvalía —a costa de su vida—. Por supuesto que si bien la producción de capital es el eje clave, a la vez —y para que el sistema funcione— son precisos otros dos procesos simultáneos: la distribución y la circulación del capital.

Pero mucho ojo: la distribución no es sólo la distribución de capitales, salarios y mercancías, sino que la distribución implica sobre todo la distribución de los individuos en clases sociales: explotadores y explotados. De ahí que no existan las clases sociales como algo anterior a la explotación de clases, es decir, algo anterior a la producción y distribución del capital y sus agentes. Muy al contrario: es el proceso mismo de explotación de (de lucha de) clases el que establece la situación de esas clases —y de los individuos como sus agentes y soportes— en el interior de una formación social dada.

Y finalmente —aunque dentro del mismo proceso— nos aparece la circulación del capital [26]. La circulación del capital (capital bancario, capital industrial, agrario, mercantil, intelectual, etc.) es el verdadero lado visible del capitalismo. Es la aludida relación DM-D’ transformada hoy en D-D’: ese “peral que engendra peras” o ese dinero que genera dinero, o sea, el capital bancario o financiero en primer plano. Que es exactamente lo que está ocurriendo ahora.

6.- Pero veamos cómo realiza Marx un análisis de todo esto, no a través de categorías abstractas sino en una coyuntura socio-vital muy concreta. En su impresionante libro Las luchas de clases en Francia de 1848  a 1850 (publicado por primera vez por Marx en el propio 1850 y póstumamente con prefacio de Engels en 1895 [27]), Marx comienza contándonos la historia de la subida al trono de Luis Felipe (el llamado “Rey burgués”) en 1830. Y lo hace con el sarcasmo de siempre: “Cuando el banquero liberal Laffitte acompañó en triunfo al Ayuntamiento de París a su compadre el duque de Orleáns (Luis Felipe), dejó caer estas palabras: Desde ahora dominarán los banqueros”. Y Marx añade de inmediato: “La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de la Bolsa […] y la llamada aristocracia financiera”. Y a partir de la página 211 (ed. cit.) nos hace un deslumbrante desbrozamiento de tal situación a raíz de la pregunta clave: “La entrega del patrimonio del Estado a las altas finanzas ¿por qué está condicionada?”. Para mostrarnos cómo ese capital bancario y financiero “fuerza” al Estado a endeudarse continuamente, pues la deuda del Estado es lo que más apetece a tal capital bancario. Y cómo, tras la caída de Luis Felipe, en 1848, las cosas siguieron igual con la IIª República hasta 1850 y el posterior golpe de estado del “sobrino de su tío”, o sea, Napoleón III. (Si nos fijamos la época de los banqueros de Luis Felipe se expresa por lo demás a la perfección en El conde de Montecristo de Alejandro Dumas: Montecristo “se venga” de sus enemigos, arruinándolos a través de la Banca y la Bolsa. Aunque sin duda el gran fresco narrativo de toda esta época —1830-1850— lo constituya La comedia humana, de Balzac, que no por nada fascinó a Marx, aunque este no pudiera llevar a cabo nunca su prometido ensayo sobre Balzac). De cualquier modo, el análisis realizado por Marx a lo largo de 1848-1850, culminará de hecho, como es obvio, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte (de 1852). Una “pequeña obra” sobre la que Engels ya dio su opinión: “Fue en realidad un trabajo genial”. Nada que añadir, por supuesto, salvo los matices introducidos por el capitalismo bancario y la especulación financiera en el mercado-mundo actual (un mercado-mundo que Marx ya había señalado en El Manifiesto de 1848). En El 18 Brumario (con ediciones de 1852, 1869 y 1885), en el capítulo VII Marx nos hace un análisis impecable de la situación en Francia (y en realidad en toda la Europa continental [28] y británica, incluyendo los Estados Unidos, donde se publicó la primera edición), a través del siguiente esquema: la monarquía de Luis Felipe de 1830 hasta Febrero de 1848; la república social que la burguesía impuso con la ayuda decisiva del proletariado; la represión sangrienta del proletariado de París en Junio del mismo 48 y la aparición de la república democrática, bajo la hegemonía pequeñoburguesa, hasta Junio de 1849; la implantación de la república parlamentaria, con la burguesía dominando ya toda la escena, y la muerte de tal república a manos de la misma burguesía, de los pequeño-burgueses y de los campesinos parcelarios, entregando entre todos el poder al “golpe de Estado” de Napoleón III. La posterior derrota de éste en su ataque a los prusianos de Bismarck y la proclamación de la Comuna de París en 1871 —y su masacre posterior— será el objeto de análisis de La guerra civil en Francia (Londres, 1871, en inglés, francés y alemán. Con prefacio de Engels se volvió a editar en Berlín en 1891). En estos tres textos (Las luchas de clases, El 18 Brumario y La guerra civil) se nos hace pues una historia del XIX europeo realmente deslumbrante, y si Marx se centra sobre todo en Francia es porque ahí las clases trabajadoras fueron siempre más “co-protagonistas” que en ninguna otra parte. De cualquier modo lo que nos interesa aquí es destacar los análisis socio-políticos, ideológicos y económicos de cada clase —y sus fracciones— en las diversas coyunturas estudiadas. Pero a través de un  hilo rojo clave: la lucha básica “por arriba” entre capital industrial y capital bancario o financiero, y su inmediata unión entre ellos cuando se trataba de atacar a los trabajadores. Exactamente la situación que venimos planteando desde el principio.

4-Y final: la dictadura financiera y la nostalgia de “los buenos tiempos” capitalistas

(O de nuevo las proposiciones básicas del “yo-soy” y del “nosotros somos” más un leopardo).

 

1.- Ahora bien: si los efectos de la circulación del capital son “los que más se ven” (pues tocan directamente los bolsillos: se tiene dinero o no se tiene), tal visibilidad no siempre se ha explicado bien. Sólo se ha descrito lo obvio: que la aparición en primer plano de los “mercados de dinero” (los juegos de la Banca y la Bolsa) es una consecuencia lógica de las reglas del mercado cuando ha desaparecido cualquier control estatal, político o social. Y que se alimenta —decíamos— de comer y controlar dinero: comiendo por supuesto las partes más blandas de su propio campo. No sólo a los Estados más débiles sino a los verdaderamente débiles de esos campos estatales: sus ciudadanos/as asalariados, etc. Con lo cual la “proletarización” de las viejas clases medias y la pauperización general se aceleran a ritmo frenético. Pero ¿cómo hemos llegado a tal situación? Me temo que es aquí donde aparece la crítica nostálgica de los imaginarios “buenos tiempos” capitalistas de ayer ante la dictadura financiera actual.

2.- Creo así —desde esta perspectiva— que Zizek (y otros muchos por el estilo) dan una explicación absolutamente superficial sobre todo esto [29]. Dice Zizek que la situación actual se explicaría por el predominio del valor de cambio (el mercado “artificial”, el meramente “dinerario” o “financiero”) sobre el valor de uso (el mercado “natural”, el que satisface las necesidades sociales, etc.). El valor de cambio, hoy, se habría hecho autónomo. Por supuesto no se nos explica el cómo ni el por qué de tal “autonomía” del valor de cambio, pero sí se nos deja traslucir algo mucho más difícil de aceptar por debajo: la supuesta “autonomía del mercado” (o de los mercados” de cualquier tipo) respecto del proceso capitalista en su conjunto. Es algo curiosamente similar a los planteamientos de Zygmunt Bauman a propósito de lo que él llama la “sociedad consumista” (sobre todo a través de la relación “crédito/consumo”) en nuestro “mundo líquido” actual. Aunque Bauman hace ataques muy duros y serios al capitalismo de hoy, también “autonomiza” el nivel de la circulación del capital en tanto que “mercado” viviendo por su cuenta (cfr., por ejemplo, su reciente libro: Esto no es un diario, Paidós, Barcelona, 2012).

Por mi parte dudo mucho (con Althusser y alguno de sus seguidores) que valor de uso y valor de cambio sean auténticas categorías marxistas (aunque Marx las utilice como herencia de la “economía política” clásica). Y lo dudo porque en el fondo el valor de uso no existe nunca “en sí mismo” sino siempre como una forma de valor de cambio, siempre como una realidad “mercantil” (según se aprecia en la distinción —que no es tal— entre “mercado natural” y “mercado artificial”: esa auténtica vacuidad). De lo que se trataría, pues, con mejor tino, sería de plantear que tal predominio de la circulación del capital como dinero especulativo, como trituradora financiera, sólo puede funcionar desde dentro de un marco estructural mucho más amplio: no por sí misma (como si fuera el capitalismo malo) sino como algo implícito en unas relaciones sociales ya estructuradas por la producción y la distribución del capital (de otro modo se llegaría al absurdo lógico de un capitalismo sin explotación, o sea, sin capital: exactamente lo imposible).

No se trata pues de seguir hablando de un capitalismo malo (el de hoy, repito) y de un capitalismo con “rostro humano” (el de antes de ayer). Se trata de comprender el marco estructural —de explotación en bloque— del sistema: nada más [30].

3.- En este sentido pienso que habría que matizar algo acerca de lo que he dicho antes sobre la “privatización económica” del Estado y de la política. Todo esto es bien cierto, sin duda, pero lo que quizás habría que precisar más sería el hecho de que la economía es siempre “economía política” (Crítica de la economía política se subtituló El Capital de Marx); e incluso economía política e ideológica —podríamos añadir nosotros—. La tendencia hacia una economía sin política es ya una forma de economía política, la aparente ausencia de ideologías políticas explícitas es ya una forma de actuación del inconsciente ideológico global y subjetivo. Pues recordemos, en este sentido, que todas las relaciones sociales son una mezcla del nivel económico (siempre determinante), del nivel político y del nivel ideológico. Y que la política y la ideología están “en el corazón” del nivel económico (y viceversa). Lo que ocurre es que aunque el capitalismo tenga crisis cíclicas de sobreproducción, a veces tiene —o provoca— crisis en profundidad del mercado supuestamente desregulado, o sea, del dinero generando dinero. Y entonces aparece el pánico. Fue lo que sucedió entre 1929-1943 en los USA (y por contagio en el resto del mercado capitalista).

Dado que entonces las organizaciones de los trabajadores eran muy sólidas y los objetivos de lucha parecían muy claros —y además estaban los “rojos” en la URSS y en medio mundo— lógicamente el capitalismo sacó todas sus fuerzas a la calle: aparecieron los capitalismos nazi-fascistas y la aceleración asombrosa de la producción en los USA con vistas a una guerra. Y así sucedió de hecho: la Segunda guerra mundial salvó a los USA de la “gran depresión” y trazó el umbral decisivo para el Imperialismo yanki, el llamado mercado-mundo actual. No fue Keynes sino la guerra quien produjo ese “salto”. No digo que los parches de Keynes no fueran a veces efectivos —el gasto público como solución reformista, etc.—. Pero los mercados, insisto, siempre se autorregulan a sí mismos —dentro de sus reglas de competencia, más o menos laxas—. Y sólo se detienen ante un obstáculo: la presión social objetivamente organizada (con el consiguiente miedo de los de arriba y el estructural miedo a la baja de la tasa de beneficios). El contraataque social y político de los trabajadores, en suma, ese es el verdadero miedo de “los de arriba”. Y se me podrá argüir —con razones— que en los USA no hubo jamás esa presión social objetivamente organizada, y así ocurrió de hecho en los años 29-43. Pero sí existía el miedo “desde arriba” (de ahí el New Deal) a la posibilidad de que tal “contraataque” surgiera desde el interior de una amplia población desesperada (y Las uvas de la ira de Steinbeck es sólo un síntoma blando de la situación).

Por eso los USA no entraron en la guerra hasta 1943: es decir, cuando tras dos años y medio de guerra mundial, habían relanzado ya su capacidad industrial, agrícola y técnica hasta el máximo y cuando esperaban que nazis y rusos se destrozaran entre sí en las estepas (creyendo, en el fondo, que los nazis ganarían, aunque quedarían muy debilitados). Pero no ocurrió así: 1943 y Stalingrado precipitaron las cuestiones hasta el final. Por eso los Estados Unidos crearon luego las Democracias Cristianas en Europa y dieron un giro antimarxista pleno a los partidos socialistas europeos. Y con el Plan Marshall y los supermercados y el cine y la televisión en color —al igual que los escaparates y las luces de la ciudad— todo un mundo nuevo comenzó a brillar: la guerra fría en la Europa occidental (con el veto a los comunistas occidentales para gobernar, etc.) supuso —recordemos— el horizonte del “gran film” capitalista que es el que quizá hoy se añora. Como Italia fue el terreno más conflictivo, podríamos señalar dos síntomas básicos en este aspecto: el paso que va desde La dolce vita —1959— de Fellini (el mundo capitalista sin problemas aparentes, salvo el “vacío”) hasta Il sorpasso —1962— de Dino Risi (el mundo capitalista ya lleno de problemas, precisamente en su aparente superficialidad).

Hasta que con el final de la guerra fría, en la década 80-90, los mercados lograron la auto-regularización de sí mismos, ya sin ninguna presión social ni política. Y lógicamente se lanzaron hacia las “partes blandas” del sistema, ahora con el capitalismo financiero en cabeza: ¿hasta cuándo y hasta dónde?

4.- Sin duda se podrían aducir otras razones, pero insisto en que si no fuera por el inconsciente ideológico, si no fuera porque el capitalismo no es sólo “nuestra vida” sino que es la vida, las cosas habrían empezado a resquebrajarse ya. Pero ahora no hay presión social objetivamente organizada y nuestro inconsciente ideológico pesa demasiado. Pues sin duda permanecen los más profundos esquemas vitales de la pulsión anti-marxista visceral (identificando aún al marxismo con los rusos estalinistas, o mejor, con el hecho de que podamos ser desterrados del paraíso capitalista). Algo que podría traducirse en un esbozo como este: cambiar a un horizonte marxista supondría perder la posibilidad de “subir” socialmente, perder el “coche”, la “moda”, los “móviles” y la libertad individual del “yo hago lo que me da la gana porque he nacido libre”.

Evidentemente ahí radica toda la trampa y, como venimos viendo, la trampa es diabólica, puesto que supone la auténtica parálisis de cualquier transformación social [31].

Por eso lo que en realidad se debería transformar sería esa brutal y falseada autoconciencia de la dicotomía entre individuo (previo y nacido libre: el sujeto “fuerte” como personificación del capitalismo) y la sociedad (como conjunto posterior de organización de los individuos previos). Esto es exactamente lo que hemos venido analizando. Pues la alternativa se plantea nítida: habría que pensar más bien: “Yo he nacido capitalista y por eso tengo que hacer lo que el capitalismo me obliga —libremente— a hacer para explotarme de un modo u otro y explotar globalmente al mundo”.

Una vez más: la libertad no se tiene sino que se conquista, precisamente cambiando las reglas del juego, aniquilando la explotación. Pues como he señalado mil veces, si al capitalismo le quitas la libertad de explotar, el capitalismo se convierte en nada. Se me dirá —de nuevo— con plena razón: arrancarle al capitalismo la libertad de explotar es exactamente lo imposible.

En nuestra imaginación desde luego. Cualquier horizonte que no sea el capitalista nos resulta imposible sencillamente porque nacemos capitalistas. Por eso se confunde siempre la “no-libertad de explotación” con la “no-libertad”. Aunque es indudable que el capitalismo no va a entregar gratuitamente esa libertad de explotar. La tarea será tan dura y tan larga como hasta ahora. Y mientras tanto se trata de seguir luchando, si no queremos estar sumergidos siempre en la sombra.

Precisamente Sombra en la noche (Night Shade) es uno de esos relatos increíbles que a veces, como latigazos, sabía dejarnos Dashiell Hammett (y además es un relato brevísimo, de apenas 4 ó 5 páginas, que tuvo serios problemas de censura). Resumo: en los años de la Ley Seca en Estados Unidos, un tipo que —sabremos luego— se llama Jack Bye, va conduciendo y ve a una chica que desde un sedán rojo le pide ayuda. La chica se baja y corre hacia el coche de Jack, parado en un semáforo. Uno de los dos tipos que están en el sedán rojo sale a su vez y trata de enfrentarse con Jack. Este le golpea y lo derriba, pero el otro tipo del sedán se limita a decir: “Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye”. Ya en el coche de Jack, la chica se tranquiliza también y decide tomar una copa. Jack la lleva a un local para negros. Allí hablan y beben, hasta que la chica le dice que por qué no se marchan juntos. Jack entonces le indica una parada de taxis que hay enfrente: es preferible que ella se vaya sola en uno de esos taxis. Jack vuelve a entrar en el local clandestino de bebidas y se sienta en la mesa. Toots, el dueño del local, se acerca a la mesa y le dice:

"- No deberías hacer estas cosas —acotó Toots con tristeza—. Chico, no estamos en Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene aquí, puede ponernos las cosas difìciles a los dos. Me caes bien, pero debes recordar que por muy clara que sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no dejas de ser un negro.

-¿Y qué coño crees que quiero ser? —repliqué—. ¿Un chino?" [32].

Reconozco que Sombra en la noche siempre me impresionó por eso: no perder nunca las propias señas de identidad (por muy ambiguo que resulte el término). El marxismo podrá ser muchas cosas y entenderse de muchas maneras, pero nunca podrá perder su auténtico nervio central: su carácter de transformación de la realidad histórica, frente a cualquier tipo de explotación —al menos para darle alguna luz a las sombras—.

5.- Por eso nos resulta tan difícil saber de qué hablamos cuando hablamos de marxismo. El marxismo es un pensamiento distinto porque piensa desde —y contra— la explotación vital. Algo que nadie había hecho —ni ha hecho— jamás; algo que resulta (casi) imposible de plantear [33].

Ahora bien: precisamente por ello, debe quedar claro que la problemática teórica marxista ni es una isla encerrada en sí misma ni pretende analizar el funcionamiento de los neutrinos. Pero al lado de las tres fuentes “clásicas” de las que se suele decir que surgió (la filosofía alemana, el pensamiento político francés y la teoría económica británica) y al lado —pues todo va unido— de una ya muy larga historia de luchas democráticas y populares de cualquier tipo (con conquistas muy fuertes y experiencias catastróficas), es obvio que el marxismo necesita replantearse y reelaborarse continuamente. La única línea de demarcación nítida que establece el marxismo —para ser considerado como tal— es el hecho de que todos los modos de producción históricos que conocemos han sido modos de explotación de vida subjetiva y colectiva. Y que, en consecuencia, ello supone que los seres humanos no nacemos en absoluto libres e iguales (ni fraternos ni nada por el estilo) porque la Naturaleza Humana nos haya hecho así. En absoluto. Cuando Marx, al redactar el Manifiesto de 1848, transformó el lema de la Liga de los Justos: “Todos los hombres son hermanos”, en el llamamiento decisivo: “Trabajadores del mundo, uníos”, estaba estableciendo una nueva perspectiva —una perspectiva inédita— que suponía en efecto una ruptura (le pese a quien le pese) con la concepción global del mundo de las burguesías capitalistas en su lucha contra el feudalismo. El lema burgués: “libertad, igualdad y fraternidad” (“fraternidad” fue el término que sustituyó al originario “y propiedad privada”) podía ser un manto muy bello, pero escondía una escandalosa mentira de raíz: escondía la explotación como forma de vida.

6.- Y volvemos con ello otra vez a los análisis históricos de Marx ya esbozados antes. En Las luchas de clases en Francia hay algunas páginas claves acerca de cómo se usó descaradamente el término de fraternidad para acabar con las reivindicaciones de los trabajadores entre 1848-50. Mientras que en El 18 Brumario (p. 276, ed. cit.), al plantear la rivalidad entre los dueños del gran capital y los grandes terratenientes (pero también entre los proletarios y las otras fracciones de clase), Marx nos deja unas frases impagables a propósito de lo que venimos llamando el inconsciente ideológico. De modo que al hablarnos de esas luchas políticas y económicas entre las diversas fracciones, Marx señala lo siguiente:

"Al mismo tiempo había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones, simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y principios […] ¿quién lo niega?"

Pero mucho ojo: ¿de dónde sale todo eso? Marx nos lo precisa así: “Sobre las condiciones sociales de existencia, se levanta toda una superestructura…”. De acuerdo. Pero fijémonos en qué curiosa imagen de la vieja superestructura se nos ofrece aquí. Pues Marx continúa:

“Una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y planteados de un modo peculiar”.

Curiosa superestructura, repito, donde se configuran y cobran vida “sentimientos e ilusiones, temores y esperanzas, etc.”. Por supuesto que eso no tiene nada que ver con la imagen de que la superestructura suponga solo ideas políticas, falsa conciencia o la ideología como error frente a la ciencia, etc. Ni mucho menos se refiere Marx a que eso tenga algo que ver con alguna fantasmagoría derivada de la imagen burguesa de la supuesta “Naturaleza Humana”. Lo que Marx nos está diciendo en estricto es que existe un humus pulsional/ ideológico que se deriva de las condiciones sociales de existencia y desde donde se elaboran todos esos sentimientos e ilusiones, modos de pensar y de vida. Algo que Marx vuelve a precisar en estricto: todos esos núcleos de sentimientos e ilusiones

"la clase entera (la dominante) los crea y los plasma derivándolos de las relaciones sociales correspondientes. El individuo suelto, a quien se los imbuye la tradición y la educación, podrá creer así que son los verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta…"

Nada menos. Evidentemente resulta algo asombroso. Por ello ahora seríamos nosotros los que deberíamos añadir: “¿Quién lo niega?”. Y por eso también, concluye Marx, hay que distinguir entre lo que cada individuo (o cada fracción de clase o cada partido) “cree que es” y lo que “realmente es”. En suma, “la relación imaginaria con las condiciones reales de existencia”, pero en toda su complejidad —siempre olvidada— de ilusiones, esperanzas, modos de vida, etc. Algo que obviamente apenas se ha tenido en cuenta. Por otra parte, desde las páginas 278 a la 282, Marx nos hace un análisis magistral de cómo surgió la socialdemocracia y el nacionalismo populista a raíz de la hegemonía pequeño-burguesa en aquella coyuntura: la socialdemocracia, obvio, para armonizar la sociedad suavizando la explotación del capital sobre los trabajadores asalariados; y el nacionalismo populista porque ellos (los demócratas pequeño-burgueses) “con todo el resto de la supuesta nación que los circunda, creen que forman el pueblo. Y por ello hablan de que lo que les interesa es el interés del pueblo y no necesitan examinar los intereses y las posiciones de las fracciones y clases que componen ese pueblo”. No tienen otra arma, concluye Marx, que la fantasmal imagen del “pueblo indivisible” (y de sus “opresores”, que sólo pueden ser extranjeros o traidores). De cualquier modo todos estos análisis dependen de aquella primera imagen del inconsciente pulsional/ideológico (como simpatías, antipatías, esperanzas e ilusiones, etc.) que habíamos visto derivándose de las relaciones sociales existentes —y por supuesto hegemónicas: las capitalistas en este caso—.

7.- Por eso he dicho que en el esclavismo se nacía esclavista, en el feudalismo se nacía feudal/servil y que en el capitalismo nacemos capitalistas. Y pensamos, sentimos y actuamos desde las categorías implantadas por el capitalismo en nuestro inconsciente. Resulta bien sintomático que únicamente Freud se planteara también el hecho de que el supuesto “yonacido-libre”, sólido y fuerte en sí mismo, no existía por ninguna parte. Y Lacan se limitó a decir que éramos “sexuados, parlantes y mortales”. Nada más. El resto   —añado— depende de nuestra configuración vital/histórica. Por eso he insistido tantas veces en la cuestión en la que Freud y Marx se aproximan (la negación del yo pleno y nacido libre) y por eso establecí la diferencia/aproximación entre el “yo triturado” de Freud y el “yo-soy” (configurado históricamente) de Marx. Pues lo único que existe en realidad —vivencialmente— es el “yo-soy-histórico” (que arrastrará siempre, como resulta inevitable, todas sus neurosis normales —o traumáticas— derivadas de su propio aparato psico/somático). Sólo que —insisto— tales pulsiones jamás están configuradas en sí mismas, únicamente el inconsciente ideológico las configura [34].

Pero esta compleja relación Marx-Freud sólo nos indica la similar complejidad de la relación de la problemática teórica marxista con el resto de las prácticas teóricas existentes: la cultura científica, filosófica, literaria, artística, sociológica, económica, histórica… Y no digamos las cuestiones de la vida subjetiva y/o de estructuración social en el nivel político, el económico y el ideológico en el sentido masivo.

El marxismo tiene pues que estar aprendiendo siempre de los demás, de los amigos y de los adversarios, y eso no resulta nada fácil (si supone una ruptura con la explotación, ello implica a la vez estar condenado de antemano), pero ese es el reto: aprender, estudiar y analizar (y alimentarse, por supuesto) de todo lo que las ciencias “duras”, las ciencias humanas y sociales, las relaciones tecnológicas y las luchas vitales en todas sus formas, aportan en verdad a la realidad histórica de cada día. Y aprender —sobre todo— de los errores políticos, económicos e ideológicos continuamente cometidos. Suele señalarse que en la ciencia se aprende más del error que del acierto, pero esto —siendo válido en gran medida— se vuelve complejísimo cuando se trata de luchar contra la verdad de la explotación establecida como verdad de vida. Por eso —y más en la coyuntura actual— ni el marxismo puede quedar atrapado en el gueto (por eso he colocado al inicio la cita de Galileo) ni puede permitirse el lujo de callarse (de ahí que haya colocado también la cita de mi admirado Raymond Carver).

Si no se evitan tanto el aislamiento como el silencio, correremos el riesgo de que el marxismo se convierta —o lo conviertan— en el esqueleto del leopardo que se encontró alguna vez en la parte más alta del Kilimanjaro, uno de los enigmas que más han sobresaltado a nuestra literatura moderna. Recordemos que Hemingway lo cuenta así:

"El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5963 metros de altura, y se dice que es la montaña más alta de África. Su cima occidental se denomina la Ngàje Ngài —la casa de Dios— masai. Cerca de la cima occidental se encuentra el cadáver de un leopardo reseco y congelado. Nadie ha conseguido explicar qué buscaba el leopardo en aquellas alturas" [35].

Resulta de más añadir que si el leopardo no se descongela y revive, obviamente nuestro sistema de explotación capitalista continuará su camino imperturbable.

Y entonces sí que la vida seguirá igual.