[1]

¿QUÉ ESTÁ SUCEDIENDO?

¿Puede hablarse ya de la teoría literaria del siglo veintiuno? Obviamente no. Aún es demasiado pronto y, por el momento, no hay más que la estela del debate de los años noventa del siglo veinte. A pesar de todo… No es solo la fascinación por la fecha fatídica. Resulta ya demasiado fácil encontrar los signos (los acontecimientos, directamente: según Baudrillard se habría pasado de la «huelga de los sucesos» al «suceso puro, que encierra en sí todos los sucesos que nunca han tenido lugar» [2]) de una situación histórica cuyas enormes contradicciones emergen con sobresaltos asombrosos. Frente a esta dinámica a menudo convulsa, la teoría no puede permanecer inmóvil. Y, en efecto, se mueve, aunque casi siempre hacia atrás, con recuperaciones regresivas, enroques de identidad, refugios en el pasado (en lo que respecta a la literatura, exactamente el refugio en la literatura como algo del pasado: como el símbolo preclaro de valores humanos actualmente desdichos o amenazados). Frente a la advertencia de la precariedad, Occidente responde sin aprender nada; al contrario, pensando que ha fallado por defecto y que hay que utilizar aún más bombas, más tanques y más tecnología destructiva. Occidentalizándose más. A esto no escapan ni siquiera muchas protestas del neohumanismo (reencontrar la cultura propia, incluidos los himnos: después de todo, en el nombre de la humanidad, al final no se discute más que de las víctimas, cuáles son las más numerosas, cuáles tienen mayor valor, etc.). No creo que sea la única alternativa: también existen ganas renovadas de política, y de la «radical». Esta, raras veces, encuentra la manera de aplicarse radicalmente a la literatura (es decir, hasta resquebrajar su raíz: la literatura todavía se concibe como espacio «inocente» y libre de condiciones externas, donde se puede hacer lo contrario de aquello que se está obligado a hacer en el mundo con la vida cotidiana). Ciertamente son grandes problemas (se trata, en todo esto, de «qué puede ser aún la izquierda»). Y nadie pretende contar con recetas resolutivas, aislados como estamos, excavando cada cual en su galería carcomida. Vale la pena, sin embargo, un rápido cambio de horizonte que busque responder a «qué está sucediendo” al menos con alguna ficha de una bibliografía mínimamente razonada.

 

¿EXISTE AÚN LO POSTMODERNO?

Lo postmoderno existe y resiste, en tanto que «palabra de orden» internacional, capaz de dominar el campo de la teoría literaria. Su uso aún está muy difundido, faute de mieux. Pero el sentido del término está, desde hace tiempo, sometido a una revisión subterránea, tendente a reintegrar elementos que, inicialmente, se daban por superados como la ética [3] o la carga opositiva de la escritura [4]. Entre las publicaciones más recientes, quisiera detenerme acerca de The Fiction of Postmodernity, de Stephen Baker (un libro publicado en Escocia). Por el momento, con motivo del título: hablar de Fiction of Postmodernity no es lo mismo que hablar de Postmodernist Fiction (que era la «vieja» fórmula de Brian McHale), y por dos motivos: 1) existe la sustitución de la postmodernidad al postmodernismo, es decir, la época histórica en el lugar de la poética; 2) existe un doble sentido por el cual la postmodernidad en sí puede considerarse como ficción y, por ello, debidamente demistificada. En cambio, el libro de Baker se caracteriza por la voluntad de hacer pasar las categorías teóricas por el análisis de los textos, y recuperar así no solo la concreción, sino también la «politicidad». Veamos algunos corolarios de los dos puntos nodales: el primer movimiento (postmodernidad en vez de postmodernismo) se realiza, obviamente, siguiendo el rastro de Jameson. Actualmente, el trabajo de Jameson ya ha proporcionado un viraje en el debate, a finales de los años ochenta: se trataba sin embargo del análisis (¡marxista!) de una nueva fase del capitalismo, a pesar de la evidente paradoja que supone «pensar históricamente una época que no quiere saber nada de la historia». El problema de Jameson residía en el hecho de que el análisis iba a descubrir el inextricable entramado de las mercancías y los mensajes y, por tanto, arribaba a un territorio indistinto (económico y cultural a la vez) del cual no podía concluir más que una descripción (el famoso «mapeo»); en cambio, cuando intentaba renovar la distinción entre estructura y supraestructura, esta era tan rígida (tanto como para incitar a pensar en un lukacsismo reptante) que, en cualquier caso, no permitía intervenciones culturales o literarias, sobre la base de la imposibilidad de «salir de la caverna» del propio horizonte histórico. Esto hacía imposible pertrecharse de contradicciones en el seno de lo postmoderno y, en cambio, conllevaba la justificación, a partir de la época-postmodernidad, de la poética-postmodernismo, fundada sobre la contaminación indiferente. Sin embargo, no es necesario creer en una posición inmóvil: los escritos de Jameson de los años noventa muestran un desarrollo que procede: a) en la tentativa de abrir una teoría anti-globalización (algo que, en el decenio precedente, se consideraba necesario, pero prospectaba por la fuerza de las cosas en un futuro utópico, aún por llegar); b) apoyándose a veces en la figura de Brecht (ya no sobre Adorno, el «tardomarxista»), emerge la instancia de la contradicción proyectada, de la antítesis dialéctica, de la intervención (en ámbito anglosajón se habla de «agency»). Más adelante me detendré algo más en la función-Brecht. Ahora quisiera volver al libro de Baker, porque lleva el debate un paso más allá, aunque sea un paso pequeño.

Como decía, Baker politiza lo postmoderno. Pero no se limita a hacer que la «ficción infinita» absorba los materiales políticos o históricos (como ya sucedía en la metafiction historiográfica de Hutcheon). Su discurso reintroduce la dimensión crítica: si la postmodernidad es una situación histórica, entonces es posible atribuir a una determinada narrativa elementos de carácter crítico en lo que a ella se refiere. Los modelos son, sobre todo, Rushdie y De Lillo: en Rushdie, destacan los cruces entre la ideología y la utopía («the ideological and the utopian elements of the text» [5]) que, sin embargo, no se encuentran superpuestas, como en Jameson (en el inconsciente político, ideología y utopía son calificativos de cualquier texto, según se observe con el «método funcional» o bien con el «método anticipatorio»), pero se reconocen en su tensión recíproca, en tanto que efecto deliberado de la escritura. El caso de De Lillo es más complejo: sus personajes están claramente inmersos en el mundo-mercancía; la conciencia «económica» que debe reconocerse (por otra parte, si el epílogo de Underworld se titula Das Kapital…) parecería permanecer en un nivel «descriptivo», privado de contraataque. De todas formas, Baker afirma que la misma falta de reacción, observada clínicamente y cínicamente, es una forma de «self-critique» (capaz de producir «an internal reflection of the conflicts and contradictions of historical process» [6]). La falta de conflicto («conflictlessness») de lo postmoderno si encontraría reproducida con un cuanto de distanciamiento deliberado y de cruel anatomía, de marca sustancialmente moderna.

Pero ¿lo moderno no era algo rancio y un atrezzo ya inutilizable del pasado? Y ¿dónde podría apoyarse su posicionamiento crítico, si todo el espacio queda ocupado por la obnubilante postmodernidad? Baker tiene ciertamente el problema de «recolocar» la crítica (al final del libro, es un curioso clinamen lo que lleva a Hansel y Gretel a rechazar los aromas de la casa de mazapán), pero el análisis que realiza de una parte consistente (y cualitativamente considerable) de la literatura mundial sobre la base de la idea de una disección moderna de la postmodernidad, implica una admisión de no poca importancia. Lo postmoderno no consigue sustentarse solo. Le falta, obviamente, un paso posterior aún más radical: paradójicamente, lo postmoderno, que siempre se ha desmesurado en la crítica a los «Grandes Relatos», ha carecido —tal vez no sea casualidad— de una crítica del relato en su propio núcleo ideológico, de una crítica de la razón ficcional.

 

¿CÓMO SE SITÚA EL FEMINISMO?

El debate del feminismo sigue buscando soluciones de oposición, pero con una pluralidad de líneas que dificulta el poder situarlo.  Además, ninguna de sus tendencias —por el hecho de que, aunque se dé la vuelta, se encuentran problemas— aparece estabilizada definitivamente. Puede observarse aún —suponiendo, no sin reservas, que a los teóricos masculinos se les consienta realizar observaciones en estas materias— desde la antología de balance preparada por María Teresa Chialant y Eleonora Rao, siguiendo una perspectiva internacional, que privilegia el área angloamericana [7]. Mi impresión es que la teoría literaria feminista parece moverse entre dos polos constituidos por un resultado demasiado simple y un resultado demasiado complejo. El resultado demasiado simple es el que se cierra en la reivindicación de valor de las escritoras o de la crítica de las mujeres sobre las mujeres y para las mujeres. En este caso, en el que tampoco deja de operar una escisión conflictiva, sin embargo, no solo se nos basa en el dato personal de la autora (hasta el punto que podría incluso bastar), sino que se cumple una reivindicación sobre el canon (demasiado pobre en presencias femeninas, es cierto) que no cuestiona necesariamente la regla del gusto atestiguada a las puertas del canon. Si el ostracismo se dirige hacia las mujeres por el hecho de serlo, la recriminación será tanto más fuerte cuanto menos se mezcle con otras razones. Así pues, quedan subordinados los rasgos específicos de la escritura.

Centrarse en «quien escribe» quiere decir incentivar la importancia de la matriz autobiográfica. Últimamente, en área italiana, el argumento se desarrolla con el recurso a la narratividad (por lo demás, en un momento en el que no faltan en general filosofías de la narratividad, en Ricoeur y otros). Y existe la conexión con esa primerísima práctica de la militancia de los grupos feministas, que fue la «autoconsciencia» obtenida del relato de sí mismas, o bien la recuperación del «yo narrable». En cambio, una impostación similar (como el Tú que me hablas, tú que me cuentas de Cavarero) parece arrancar la narratividad a la «fábrica de la novela» para sumergirla directamente en el flujo de la vida y, por lo tanto, en instancias «radicalmente» de base, que permanecen indiferentes ante las cuestiones de la literariedad y de la narratología. El interés por la «sustancia» subjetiva, más allá de cualquier técnica, comporta un resultado no alejado del valor humanístico-hermenéutico de un sentido humano comunicable contenido en el texto. Derivar desde el individuo narrante la compartición de una identidad profunda y unitaria («Desde el inicio, la unicidad anuncia y promete a la identidad una unidad a la cual el yo no está dispuesto a renunciar» [8]), implica una confianza en la transparencia del lenguaje, no solo, sino también en la autenticidad de lo vivido en sí, que casi produce un salto hacia atrás, hacia la ingenua espontaneidad. Se reabre aquí el capítulo sobre la autoidentificación requerida por el «deseo de relato». Realmente, «escribir novelas —y leerlas—, ¿conduce a cierta forma de emancipación (…) porque, probablemente, nos empuja a imaginar como sería algún otro» [9]? Volveré más adelante a este punto.

La respuesta de los feminismos (dejamos este prudente plural) no es unívoca. Baste pensar en la tendencia que insiste en lo gótico-fantástico, en lo grotesco y lo monstruoso [10] (el modelo Frankenstein), la que invierte en la alegoría [11]; o bien en las combinaciones con lo postmoderno paródico y citacionista; por fin —no por último— el acercamiento a la hipótesis «experimental». Una escritora experimental está doblemente en desventaja, como autora «difícil» y como mujer, de modo que corre el riesgo de no satisfacer a nadie (de perder incluso el auditorio femenino) y de ser atacada desde todos lados: en definitiva, «navega en un mar entre dos continentes», como justamente afirma Christine Brooke-Rose [12]. Es el resultado de lo demasiado complejo.

Por otro lado, el feminismo debe protegerse del retorno de la esencia (el «ser mujer» como rol codificado e impuesto por el dominio patriarcal) con cierta dosis de deconstrucción.  Desde este lado, el feminismo puede, con todo derecho, reivindicar el mérito de haber «radicalizado el argumento» y de haber profundizado en la crisis de los roles, excavando en el interior de la escisión del yo, en los planos múltiples y en los «estratos infinitos» de las superposiciones que lo componen. «La línea que divide el Yo del No-yo, el nosotras, del ellos, el él del ella no es (y no puede ser) siempre tan clara como quisiéramos. A pesar de nuestra desesperada y eterna tentativa de separarlas, encerrarlas y corregirlas, las categorías siempre presentan grietas» (palabras de Trinh Minh-ha [13]). El «ser mujer» no puede sino ser contradictorio. La emancipación no puede consistir en el simple reconocimiento de la equivalencia del valor; ¿qué vale, de hecho, la paridad de un papel secundario?

Pero la pluralidad también significa trama. Así, en la propuesta de «marginalismo» combativo de la afroamericana bell hooks (pseudónimo que se escribe con rigurosas minúsculas), encontramos juntas la retroversión matriarcal (la resistencia en torno al «hogar doméstico», el acto de recordar, etc.) y la atención a la conciencia crítica, a la escritura y al lenguaje como «lugar de lucha», que conduce a la fórmula del «postmodernismo de la resistencia», identificado en producciones culturales «principalmente experimentales» [14].

O bien, la alteridad femenina puede llegar a inscribirse en un abanico de «alteridades», no fácilmente sumables, como sucede en una de las protagonistas del actual debate teórico americano, Gayatri Spivak. En su libro-compendio, publicado en el límite del mileno, Spivak ha corroborado el intercambio de líneas, precisamente de su investigación, entre feminismo, postcolonialismo, marxismo, psicoanálisis y deconstrucción. Se trata de un trabajo importante, que contiene muchas ideas «radicales», como contestación al «pensamiento único» dominante en la «financialisation of the globe», con la intención de producir una «counternarrative» como alternativa al desarrollo. Si bien la autora encuentra siempre problemas para dirigir activamente la crítica y la duda «deconstructiva» (es decir, para superar la «deconstrucción pura» que, sin embargo, es su instrumento principal: la misma idea de «sujeto subalterno» —aquí las «mujeres rurales» objeto de «super-exploitation» —, como una especie de vacío que no se ha de contaminar con superposiciones «paternalistas», parece volver a proponer la «cosa prohibida» de un cierto neokantismo deconstruccionista), se advierte una intención positiva de compromiso «estratégico». Esto empuja también al feminismo a desplazarse hacia una mayor articulación del discurso. Pero ¿no estaríamos pues, más allá del feminismo? Spivak afirma que el suyo es un «feminist book», pero lo ha titulado A Critique of Postcolonial Reason [15]. Y, con el tema postcolonial, nos encontramos en el siguiente párrafo. 

 

¿EN QUÉ CONSISTE LA TRANSFORMACIÓN POSTCOLONIAL?

La teoría del postcolonialismo crece por la fuerza misma de las cosas. El «nudo» que todos tenemos frente a nosotros es el de la globalización y de la necesidad de derrocar el proceso ruinoso (que también es el terreno del único movimiento que parece captar el interés de los jóvenes). La teoría literaria tiene, desde hace tiempo, un perfil internacional. También en la literatura, la división tradicional «por naciones» resulta ya estrecha: existe la necesidad de operar en todo el campo de juego [16]. Se abren nuevos continentes literarios. Florecen los comparatismos. La teoría de la traducción será, en breve, una de las ramas principales de la teoría de la literatura.

En todo esto, el postcolonialismo introduce una nota fuertemente resentida, el subrayado de la disparidad abismal entre poder «imperial» y súbditos, obligados además a expresarse en la lengua del poder (la mundialización literaria tiene lugar, de hecho, bajo condición de privilegio de la lengua inglesa). Esa carga polémica sustenta también las tendencias que teorizan el hibridismo y la contaminación de los lenguajes, el moverse desde interior del «in-between» (la línea que tiene por representante a Homi Bhabha, para entendernos, y que se encuentra también en la poética de un escritor como Salman Rushdie [17]). En cualquier caso, no puede existir juego irónico ni conmixtión indiferente; el pantextualismo (aunque lo postmoderno como fórmula se adopte también en los países del Tercer Mundo) no tiene cabida aquí, en cuanto que las elecciones del lenguaje se refieren siempre a la cuestión central de la historia de la opresión y a la situación de la relación de fuerzas, en el colonialismo viejo o nuevo. Es más, el riesgo principal me parece que sea precisamente el contrario: que las elecciones de la escritura se vuelvan sustancialmente secundarias respecto del valor documental.

De manera análoga al feminismo, también el postcolonialismo puede detenerse en «quién escribe», o bien en la identidad biográfica del sujeto-autor, tanto si opera en el interior de una cultura colonizada como si lo hace en tanto que migrante o como parte de una minoría al margen de la cultura occidental. En este caso, la raza discriminada se convertiría en garantía del interés del texto como vía de conocimiento del otro. No es que este uso sea incorrecto; más bien, es precisamente el que hoy se calificaría como más «políticamente correcto». Sin embargo, no deja de crear dificultades en el ámbito teórico: de hecho, en las literaturas postcoloniales encontramos fácilmente funciones que, desde nuestro punto de vista moderno, aparecen vinculadas a un valor sacro o a una expresión comunitaria (aunque sea de comunidades y de patrias cada vez más «imaginarias», en medio de la explosión de los cortocircuitos entre lo global y lo local), frente a los cuales nos sentimos incómodos: ¿deberemos pues retroceder detrás de lo pre-moderno? ¿Debemos aceptar «su cultura» con indisimulada condescendencia? ¿Debemos utilizar su diferencia poniéndola en juego contra nuestros estándares, aunque sea con una tergiversación sustancial?

La teoría postcolonial tiene en cuenta estos problemas, cuando se aferra a la difícil senda del hibridismo en vez de optar por la fácil del retorno a las raíces (en la cual se encuentra al acecho la reinvención de la identidad fuerte y del fundamentalismo fanático: el racismo invertido). Para contar con indicaciones al respecto, podemos consultar el volumen del australiano Bill Ashcroft, Post-Colonial Transformation [18], que analiza varios niveles culturales y literarios. Ashcroft, que escribe puntillosamente Post-Colonial con guión, para subrayar una mayor distancia respecto del dominio [19], centra su discurso sobre la noción de «trasformación» como salida del impasse entre la entrada obligada en la cultura occidental y la fuga hacia una presunta pureza originaria. La «trasformación», en cambio, indica la vía del cambio cultural como trabajo interno, sí, pero no sometido, sino al contrario, potencialmente subversivo, en los procedimientos de reactivación y de derrocamiento de las «formas» establecidas por los opresores. La hipótesis transformadora debe suponer la imperfección de poder (ningún sistema de control puede jamás ser absoluto) y una estrategia alternativa. En la «interpellation» de Althusser (que constituye el sujeto como come inmediatamente sometido a la ideología), Ashcroft sustituye la «interpolation» como actividad e intervención, capaz de ir también más allá de la resistencia puramente «defensiva» y de convulsionar desde el interior la cultura impuesta desde el exterior (la interpolación es «intervention into, and simultaneous disturbance and utilisation of, the cultural capital» [20]). Los textos están atravesados por una «trasformative energy». Con metáfora orgánica: «Language becomes an activity with a tangibile force and manifests the actual capacity of fertility and growth» [21]. En esta posibilidad de «political agency», la escritura creativa desempeña un papel privilegiado por sus capacidades de forzar y desafiar los distintos niveles de una ideología que se ha vuelto rizomática (un terreno «fractured, heterogenous, ubiquitous»). Ashcroft entra en el problema específico de las «estrategias de escritura» que pueden tener un doble resultado: por un lado, la interpolación es una imitación rebajada (y casi paródica) en el uso contaminado de la lengua «del amo», como sucede en las literaturas «criollas» y en los distintos «pidgin» (en un futuro no lejano, el inglés podría recibir las afrentas más crueles por parte de toda la población mundial obligada a hablarlo: ¿para cuándo una macarronea basada en el inglés?); por otro lado, es una inserción de términos provenientes de las culturas del otro y dejados sin traducir como hallazgos de un pasado destruido y testimonios del genocidio lingüístico. De esos insertos, Ashcroft habla como de una «metonymic gap», en cuanto servirían de obstáculo para el lector no nativo y, a la vez, indicarían, a modo de fragmentos residuales, el conjunto de la «cultura colonizada» que se ha hecho desaparecer. En vez de ilusionarse por recuperar el origen, se alude a ella por metonimia y alegoría. Precisamente, Ashcroft dedica uno de sus capítulos a la alegoría, afirmando: «allegory becomes the site of cultural struggle, a prime site of counter-discourse» [22]. También el valor testimonial (Ashcroft emplea el término «testimonio», tomándolo prestado del español) que la literatura postcolonial no puede tener, a sabiendas de que la opresión es real y no solamente lingüística, aparece —con la consabida anulación del postestructuralismo— como una acción de choque que irrumpe en el tejido «virtual» de la ficción. Se trata de una «construction of presence», sin intención alguna de contrariar la fobia derridiana por la «presencia»: sin esta imposición, el lector no se vería turbado ni sacudido por la normalidad de una vida cotidiana que ha borrado exactamente las huellas del proceso (de expropiación y masacre del Tercer Mundo) en el cual se han producido nuestras tranquilizantes certezas.

 

¿CÓMO DE MODERNA ES LA VANGUARDIA?

No se puede hablar de literatura en términos «radicales» sin al menos suscitar la cuestión del extremismo de la vanguardia. Dicha cuestión permanece demasiado a menudo ahogada por la diatriba —característica del ámbito anglosajón— entre moderno y postmoderno. La vanguardia acaba estando en medio (demasiado moderna para los postmodernos; demasiado postmoderna para los partidarios de lo moderno) y empujada de nuevo por unos y otros al limbo de la imposibilidad.

Para ver cómo suelen ir las cosas, vale la pena echar un vistazo a una contribución que proviene precisamente del área en la que lo postmoderno es hegemónico: el libro de Richard Murphy, Theorizing the Avant-Garde [23], dedicado al expresionismo alemán (con el añadido «fuera de cuota» de Kafka y Brecht) y planteado, dado el ámbito de la germanística, en un constante diálogo con las posturas de Peter Bürger. Desde una perspectiva de «oppositional discourse», Murphy consigue extraer de la estación expresionista coordenadas importantes: la desarmonía (que infringe la «sublimación» de las «ideal and harmonious forms»), lo grotesco, la distorsión de la forma orgánica (según Bürger y su obra «no orgánica»), la exhibición del «procedimiento desnudo» y el extrañamiento (obviamente, el «efecto V» brechtiano, que en inglés se convierte en «alienation device») y, por último, la valencia autocrítica en contraste con la institución artística. Además se señala oportunamente el cambio de la recepción que, bajo el choque de la vanguardia, debe abandonar las seguridades consoladoras de las impresiones de armonía y totalidad para pasar en cambio, justo a partir del estado de incomodidad, a una actitud de reflexión activa e innovadora [24]. Valdría todo. Ahora bien, mientras que la diferencia entre la vanguardia y la corriente central de lo moderno está clara (el «modernismo» conserva la nobleza de la estética «alta» y se atrinchera en una autonomía literaria defendida del prosaísmo de la realidad: «denies or represses the real», dice Murphy); y es bastante lúcida la distinción con el contratexto de tipo realista (que combate en el contenido la opresión del sistema dominante, pero no llega —como la vanguardia— a desmitificar al mismo tiempo su propia construcción); el resultado es más bien expeditivo y sumario, en cierto modo previsto, y lleva a la vanguardia a desembocar en lo postmoderno. Se apresura a encontrar algo en común: será un cierto distanciamiento y cierta fragmentación, reunidos en la «war on totality». Si lo postmoderno aparece como un horizonte insuperable e indiscutible, la vanguardia no puede sino encontrar acomodo al mostrarse precursora. Es una pena que existan, y Murphy lo admite, algunas diferencias, sobre todo acerca de la «de-aestheticization», pero esto no es una perturbación: deberá incluirse a cuenta (como ya sucede en Bürger, dicho sea de paso) de los cambios históricos; será el efecto de una condición mutada [25]. Y todo se reabsorbe.

Tal vez, desde nuestra perspectiva italiana, la vanguardia asume un mayor relieve, dado que hemos tenido en el Novecento, varios momentos y distintas oleadas. Un balance posterior se encuentra en un extenso ensayo+antología de Fausto Curi sobre La poesía italiana de vanguardia, que recorre todas las fases del antagonismo literario, desde las bases romántico-simbolistas del Ottocento, al futurismo, hasta el Gruppo ’63. El excursus de Curi tiene —como sucede siempre en este autor— una sólida base teórica. En particular, se confirma la relación entre modernidad y vanguardia, en el sentido de la radicalización. Justo como apertura del discurso:

 

La vanguardia es a la modernidad lo que una parte al todo que la contiene y la significa ya que, si es cierto que la vanguardia es la ‘parte’ que con mayor intensidad y de manera más límpida manifiesta las tensiones y las contradicciones que marcan la modernidad y expresa la atormentada relación que une la modernidad al contexto social que la produce, no es menos cierto que la modernidad, entendida en el sentido no solo literario y artístico, constituye el conjunto de las condiciones que determinan el nacimiento y el desarrollo de la vanguardia. [26]

 

Sin embargo, también aquí, dado que no se manifiesta nada más allá de los Novissimi, la vanguardia no llega al final del Milenio salvo con ramificaciones tardías.

El problema de la practicabilidad de la vanguardia permanece en suspenso. Por lo demás, se trata de la misma noción de vanguardia que dificulta su solución. La vanguardia, de hecho, no puede proporcionar modelos (procedimientos precisos que hagan las veces de señas de reconocimiento), so pena de caer en decadencia y convertirse en un códice preconfeccionado. Si se asume siguiendo su excepción agonística, como una carrera que los autores del presente realizan para distanciarse del pasado en el sentido de lo «nuevo», fácilmente tiene razón lo postmoderno al aseverar la imposibilidad de lo nuevo y, ciertamente, ha perdido sentido la innovación formal limitada a los procedimientos literarios (en un sistema editorial de «novedades» continuas, pero fugaces e indiferenciadas). Si, en cambio, se asume en su acepción antagonista como intervención de exploradores en un territorio hostil desconocido, la vanguardia está por inventarse cada vez, a partir de la situación dada. Está llamada en cada ocasión a una «metamorfosis opositiva», para hacer las veces de contrahegemonía, bien hacia la hegemonía literaria (de una cierta línea central moderada de la modernidad o postmodernidad, poco cambia); o bien hacia la hegemonía ideológica (de la nueva ideología, que hoy es difusa y fragmentaria, es ideología de la confusión o del «hecho concreto»). A buen seguro, encontrar los nudos constituyentes y deshacerlos no resulta fácil: pero incluso en la situación actual, siempre resulta posible evaluar la «reacción» del sistema, porque siempre hay algo, un punctum dolens que no se deja tocar sin cierta reacción.

¿Es posible aún la modernidad radical? Yo pienso que sí, y que es posible debatir acerca de ella a partir de algunos puntos irrenunciables, como por ejemplo, el del extrañamiento. De esto, mientras tanto, Curi da una buena definición:

 

El ‘extrañamiento’ del sujeto y del lenguaje es a la vez sufrido y utilizado; ‘mostrar’ quiere decir, en este caso, abolir la ilusión de la naturaleza y de la inmediatez (con excepción, claro está, de los recursos del inconsciente), exhibir el procedimiento, el artificio, gracias al cual el texto se constituye en el acto en el que se constituye; ‘citar’, a su vez, quiere decir bien emplear un lenguaje ya dado o bien servirse de las palabras de manera impersonal, como signos aptos para elaborar una trama verbal que no trasmite un contenido subjetivo sino que ofrece a la atención, en primer lugar, su propia forma y, a continuación, un entramado semántico en el cual lo exterior se mezcla con lo interior, la objetividad con la subjetividad, profanándola, alterándola, haciendo posible una comunicación solo de esta manera. [27]

 

 

¿AUTOIDENTIFICARSE, O NO?

En definitiva, regresa la «tendencia Bertolt» [28]. A decir verdad, el interés por Brecht nunca había desaparecido del todo, a pesar de encontrarse bajo frecuentes acusaciones de «astucia» política y de compromiso con el comunismo «burocrático». En el debate reciente, se debe registrar también un singular Brecht postmoderno. Pero, ¿cómo es posible? Él, partidario del «pensamiento tosco» y contrario a la duda que sirve para «eludir la decisión» («Las cabezas solo las utilizan para sacudirlas… Su actividad consiste en vacilar»; ¡cuántas veces lo repetiría hoy!), ¿está ahora implicado en el escepticismo más refinado? Es cierto que la distancia irónica, a la cual no renuncia tampoco lo postmoderno, pierde el mordiente tendencioso (se trata pues de un Brecht reconducido hacia Diderot); pero igualmente, cuando los postmodernos manejan la teoría del extrañamiento —en cuanto a las citas de Linda Hutcheon y de Fredric Jameson, se trata de consecuencias en su mayoría «radicales» de esa área— es el momento en el cual más se politizan y en el cual vuelven a ajustar cuentas con la corrosividad de lo moderno. Así, para Jameson, su libro brechtiano [29] es aquel en el que la contradicción ya no se encuentra solo en la base socioeconómica, reflejada en la superestructura de formas de antinomia o de aporía lógica (como si la literatura solo pudiera intentar dar soluciones imaginarias a contradicciones irresolubles, en el mejor de los casos sin conseguirlo del todo); a partir de Brecht, la contradicción se produce también en el texto —por lo tanto, de manera activa y no solo pasiva— como «rhetorical procedure».

Sin embargo, tenemos un relanzamiento «neomarxista» más pleno de Brecht en la obra del español Juan Carlos Rodríguez. En Rodríguez, que le dedica una extensa introducción  de un volumen colectivo [30], la actividad del extrañamiento es decisiva para medir el «poder de la literatura», enfrentado a sus límites históricos y sociales. Estos límites están marcados por la ideología, entendida aquí como «mundo simbólico» que permea todo, en el universo de la explotación capilar (la «explotación de la vida» al completo). Brecht nos ayuda a reconocer esta problemática a través de la propia elección del teatro, como lugar de una escena que corresponde al transformarse en espectáculo del mundo mismo. Puesto que el autor está obligado a construirse como un «yo» diferente (es decir, a alienarse), la única posibilidad de crítica de su estado reside en la técnica de desdoblamiento (hacer ver que es y no es el personaje). Así, en la sociedad en la que el capitalismo ya ha transformado a todos en «individuos egoístas», es inútil apelar a la bondad: es necesario dirigirse al egoísmo para desunirlo de sus objetivos (mostrarles que, al final, no los alcanza jamás y que también le conviene trabajar en un «estado de cosas» diferente): sin embargo, esto solo puede hacerlo de manera convincente una expresión dispuesta a experimentar la división en sí misma. Rodríguez destaca el hecho de que, en Brecht, la crítica si confía al gestus [31], es decir, a la semiótica del cuerpo-signo (el actor es solo cuerpo, pero también es signo, aunque se trata de un signo en búsqueda de un código). Contra todo optimismo fácil de izquierda, el personaje brechtiano (desde Galy Gay a Galileo) pasa a través de la derrota, la mera supervivencia, el aplastamiento en la historia —y el final feliz es, habitualmente, una caricatura— porque el hecho más importante no es indicar vías de salida (que, tal vez no existen y no son más que remedios consolatorios), sino mostrar el capitalismo como es «al pie de la letra».

No resulta imposible emparentar la antítesis de Brecht (como en El consentidor y el disentidor) con las oscilaciones deconstructivas. Es más, de Brecht, Rodríguez deduce una dialéctica de tipo diferente, una dialéctica asimétrica y abierta. En el «espejo invertido» (la dialéctica hegeliana «o-o»), el materialismo sustituye el desequilibrio, la imposible unión de los opuestos (la dialéctica brechtiana «no-pero»). Salta la ilusión de la libertad como derrocamiento del poder: «Brecht no pretende desalienar a los trabajadres para convertirlos en hombres. Brecht pretende sólo que asuman su propia condición de seres construidos por el capitalismo» [32]. Pero esto ya se distancia de la inmersión y la autoidentificación en la naturaleza de la sociedad.

El problema reside precisamente aquí, en la autoidentificación. Si es cierto —como advierte Umberto Eco en su obra más reciente, con su habitual claridad didáctica— que se distinguen dos modos de comprensión de la catarsis (en Aristóteles, aunque, finalmente, todavía hoy), uno «homeopático» y «alopático» el otro («en el primer caso, la catarsis nace del hecho de que el espectador de la tragedia está realmente apresado entre piedad y terror, y lo está hasta el espasmo. De modo que, en el sufrimiento de estas dos pasiones, se purga de ellas, saliendo liberado de la experiencia trágica; en el segundo caso el texto trágico nos sitúa a distancia de la pasión representada, a través de un extrañamiento de tipo casi brechtiano, y nos liberamos de la pasión sin sentirla, pero apreciando el modo en el cual se representa» [33]), la primera versión es aún muy difusa e influyente, no solamente en nuestro sentido común. En el mapa de la teoría, la posición de los neohumanistas es fuertemente «identificativa»; incluso uno de entre los bastante «heréticos», como Harold Bloom, propone entrar en el personaje hasta tal punto que el personaje es «persona» y «criatura viviente», casi más que el propio autor. No niego a Bloom, incluso en su voluminoso libro shakespeariano, poderes de sugestión y una radicalidad suya peculiar (como cuando subraya la complejidad de los caracteres y profundiza sobre todo en los «malvados»); sin embargo —aparte de la aureola sacra que impregna la literatura como «Biblia laica»— está claro que la identidad ejemplar proporcionada por el personaje-«figura carismática» si ofrece a la adhesión incondicional. El proceso es el siguiente: «aunque sea cierto que los personajes de Shakespeare son solo imágenes o metáforas complejas, nuestro placer deriva sobre todo de la convincente ilusión de que estas sombras las proyectan entidades tan concretas como nosotros» [34]. Pero, en el fondo, también las posiciones feministas y postcoloniales (precisamente las que Bloom repudia como teorías del «resentimiento») no quedan demasiado lejanas, cuando revalorizan la función del personaje protagonista, dirigiéndose al surgimiento del «yo narrable», o bien sobre la sustancia mítica y ancestral del relato.

Y, ¿entonces? ¿Podemos pensar en construir (o cambiar) a nosotros mismos sin procesos de identificación? Bien visto, también el extrañamiento debe admitir una cuota de identificación, al menos parcial (sobre la cual interviene —¿cómo decirlo?— en segunda instancia). Pero «aquí está Rodas»: abandonarse a la autoidentificación significa aceptarla de manera absoluta y aceptar sin crítica los modelos y los valores que transmite de manera implícita (nos encontraríamos en una hermenéutica que ha excluido la vertiente de la «sospecha»). Además, el privilegiar al personaje y la narración acaba confirmando la jerarquía de géneros que coloca en primer lugar la narrativa en detrimento de la poesía (una jerarquía fijada en primer lugar por la disparidad enorme existente en el mercado editorial) —y el humanismo muestra pues su complicidad subterránea con la barbarie «dirigente» que desearía combatir. De hecho, el mecanismo de la identificación-autoidentificación con el personaje ha pasado a otras manos, es decir, a la fiction de masas (en la cual participa marginalmente, aunque de manera orgánica, la gran parte de la industria de la novela), cuando no completamente a la «vida en directo», movida en cualquier caso por una conversión en fetiche de lo vivido.

La objeción del placer, para la cual ese es el mecanismo que nos atrae y nos seduce (¡la crítica no es «sexy»!) y, por lo tanto, resulta ineliminable o, como máximo, reproducible con la sonrisa irónica del desencanto postmoderno, no tiene —si miramos con atención detrás de su aparente «hecho concreto»— validez alguna: de hecho, no sabemos mucho acerca del placer de los lectores (las clasificaciones de ventas no garantizan que haya existido el placer de la lectura, ni cuánto ni de qué tipo). Porque, luego, existen muchos placeres. Será también un placer ese, un tanto soporífero, de las atmósferas seductoras o de las transferencias de inversión, pero también existe un placer de la energía vital que atraviesa los signos mediante la sorpresa de las imágenes y su fuerza de choque, el placer del dinamismo impreso por el impulso de la rabia, del mordente de la ironía o de la sátira. Brecht hablaba de un «goce crítico» y no creo que haya sido el único en sentirlo. Es cierto también en este caso que se requiere adhesión y complicidad, pero de un tipo distinto. La adhesión a la operación del texto «extrañante» llama precisamente a corresponder a una toma de distancia de los modelos que se representan; sentir su fascinación es secundar el apagado de la fascinación.

 

¿CUÁL ES EL NUDO DE LA TEORÍA ACTUAL?

En los años ochenta, el nudo del debate teórico se encontraba entre hermenéutica y deconstrucción, o bien entre Hans Georg Gadamer y Jacques Derrida. Entre una idea del sentido y una idea del malentendido, tanto que el enfrentamiento de las dos posiciones parecía anclarse en la paradoja: ¿me has entendido? ¡no! Pero, entonces, ¡has entendido la pregunta! ¿Cómo?… El diálogo tuvo lugar en un seminario parisino y, efectivamente, fue un diálogo entre sordos. Derrida expresaba el desacuerdo pero, ciertamente, no de la manera banal de la negación, sino, más bien, a través de la forma de preguntas que, con aire inocente, desmentían el terreno común del discurso [35]. Gadamer respondía con la observación incluso demasiado fácil de que también el deconstruccionista habla para ser comprendido (y, por lo tanto, presupone tener algo en común con el interlocutor). Bajo la copa del panlingüismo solo puede acabar golpeado por esta antítesis: el lenguaje, o tiene sentido y, entonces, tiene uno solo, o bien no tiene ninguno o tiene demasiados (aunque dos equivalen ya a cero). En esta lucha de absolutos (todo/ nada: una lucha absolutamente «teórica») se pierde la perspectiva del relativismo estratégico.

Una parte del debate sigue ahí. Pero es cierto que, en los años noventa, volvió a aparecer una perspectiva histórica. A este respecto, es posible revivir una apertura precisamente en el ámbito anglosajón que ha propiciado el boom de la teoría. El diálogo que podemos imaginar tiene pues lugar entre Fredric Jameson y Terry Eagleton [36]. Un enfrentamiento acerca de lo postmoderno: para el americano, lo postmoderno aparece como un horizonte histórico (postmodernidad=tardo-capitalismo) que no es superable y que connota todos los productos culturales proyectados en su interior; el inglés, en cambio, subraya la impracticabilidad de las sofisticadas «trampas mentales» postmodernistas y trata lo postmoderno como «ilusión» y nueva forma de ideología. Se nos mueve entre una literatura que «refleja» la alienación del mundo contemporáneo y una vuelta a dimensiones de «compromiso».

¿Y actualmente? ¿Cuál sería el diálogo central en la actualidad? Por mi parte, el debate que quisiera escuchar —tal vez redescubriendo la dimensión europea— sería uno entre el esloveno Slavoj Žižek y el español Juan Carlos Rodríguez. Žižek, más que un filósofo, es un brillante ensayista que parte de las nociones de Lacan (releídas a través del cine de Hitchcock) para aplicarlas a la situación social e ideológica. El psicoanálisis asociado al marxismo (Žižek ha visto en Marx al descubridor del «síntoma») permite adentrase en las falsas oposiciones de la cultura actual que oscila entre el cinismo de la dictadura económica y el fundamentalismo de las identidades fijas y de las fes irracionales. Al contrario de lo postmoderno, Žižek piensa que no todo puede reducirse a la deriva de los signos: el extratexto existe, pero no es la realidad (codificada igual que la ficción), sino lo «real» lacaniano [37], eso que irrumpe en las configuraciones dadas y las desbarata y que, para Žižek, corresponde al antagonismo de la lucha de clases. Desde esta perspectiva, las dificultades que encuentra la persuasión racional (la transmisión del sentido de la hermenéutica, al igual que la acción comunicativa dirigida al entendimiento de Habermas [38]) se explican con la fuerza del «nudo» que nos une a la «fantasía fundadora». Si trata, lacanianamente, de «atravesar la fantasía». Y el arte que afronta la irrupción de lo «real» tendrá algo de lo sublime kantiano [39].

También en Rodríguez, el marxismo (un particular desarrollo de Althusser) se entrelaza con el psicoanálisis (un particular relectura de Freud, en la obra que el autor aún está preparando). La ideología es el inconsciente; y es el medium en el cual estamos inmersos. La victoria del capitalismo es haberse convertido en el «aire que respiramos», nuestra «segunda piel». La literatura tiene trabajo en cuanto al «yo»; pero el «yo» es el producto de la situación histórica y social, y se encuentra aplastado entre dos inconscientes: el inconsciente libidinal y el inconsciente ideológico. La afirmación del «yo soy», a la cual atribuimos nuestras esperanzas de sentido (el «sentido de la vida») está, por lo tanto, en un estado de contradicción perenne, mientras que la libertad del sujeto es solamente la máxima de las ilusiones, porque la libertad —en el marco del capitalismo— es libertad «para la explotación» [40]. Esta desmitificación de la libertad no se refiere solamente al liberalismo, sino también a todas esas «contraculturas» de izquierda que se ilusionan por encontrar, por vía regresiva, contra la corrupción de la burguesía o del mercado, una cierta vida natural del hombre (el mismo movimiento no global no es inmune a esto).

Pero, entonces, después del gran predominio del binomio Foucault-Derrida, ¿se vuelve a Althusser y Lacan? ¿Althusser frente a Lacan? Diría que el problema no consiste tanto en fijar los puntos de referencia y dirimir «desempates» similares, sino en valorar cuánta «energía opositiva» puedan producir todavía. Desde este punto de vista, Žižek parece alcanzar una oscilación entre la ironía (cuando asume como propia la posición del «idiota» [41]) y el horror (de la elección obligada entre lo «malo» y lo «peor»). También cuando, en uno de sus pasajes más interesantes, indica las «tres dimensiones de la realidad» en el arte contemporáneo en los modos de la distorsión, del vaciamiento y de la irrupción del objeto [42], estos procedimientos parecen depender menos de diseños intencionales (de «poéticas») que de incidentes textuales; como si fueran alegorías involuntarias de una experiencia quasi mística del suceso. Ciertamente, en ambos autores, los márgenes de maniobra se encuentran en los «desequilibrios estructurales» del capitalismo. Pero, en Rodríguez, la advertencia de la persistencia en la literatura (y también en la estética difusa de la cultura de masas) de una ilusión de «sustancialidad» y, es decir, de acceso directo al ser y al sentido de la vida, comporta la posibilidad de contraponer a la «sílaba del sí» una «sílaba del no» [43] que conteste el valor complementario de la intimidad privada, con una intervención que destaque la contradicción (lo negativo del «vacío» y del «silencio»; la precariedad y la problematicidad del «yo» [44]) y la conecte al proyecto colectivo de una batalla «junto a otros» [45], sin el cual no es concebible ninguna contrahegemonía (o tendencia de cuño gramsciano).

Por lo que pueda valer mi opinión sobre la alternativa literaria [46], diré que esta última vertiente del proyecto colectivo (abandonado demasiado a menudo entre las antiguallas marxistas) sigue siendo, aún hoy, absolutamente necesario. Nótese que no se cuestiona el color del pesimismo. No se trata tanto de alardear de un «optimismo de la voluntad», sino de proceder —como lo diría Benjamin— a la «organización del pesimismo».

 

¿CÓMO SE HABLA A LOS CONTRARIOS?

El imaginario no se somete a la razón; de lo contrario no nos encontraríamos en este punto. Así pues, la razón debe entrar en el imaginario. Para esto, no nos queda más que la modernidad radical: la escritura compleja, la imagen dialéctica y contrastada, el disfuncionamiento de las formas, la fragmentación, la dinámica inagotable, el enfrentamiento «doble» con el mundo y con el texto, la autocrítica de la retórica.

Pero, ¿qué hay de esta «escritura antagonista»? La literatura «del escaparate» la filtra, y ya es decir mucho, al 1 %. Todo el resto (que no es en absoluto irrelevante ni tampoco inconsistente, si se piensa sobre todo en la poesía), en Italia, es clandestino. Haría falta circunvalar el mercado creando y practicando nuevos circuitos. Uno de estos sigue siendo la escuela. Paradójicamente, el lugar de la cultura más polvorienta o (en nuestros años sesentaiochescos) la correa de transmisión de los valores burgueses, se ha convertido en el único espacio de comunicación con las nuevas generaciones. Pero también la escuela es hoy objeto de ataque por abandono y degradación (no interesa, porque no crea mercado). Además, la penetración capilar de la «incultura» de masas pone en riesgo absoluto la comunicación: los destinatarios ya no saben decodificar los mensajes. Parece hablar con alienígenas. ¿Qué ha sido de la fusión de horizontes de la buena hermenéutica gadameriana? Pero tanto más inútil es el repliegue (a lo fácil, a la pura información, etc.) como también los son la mera afirmación de valores que ya no son compartidos y el apego al pasado. Brecht ya desaconsejaba parapetarse tras el «buen Antiguo». La distancia puede cubrirse desde el gesto: de una semiótica somática del lenguaje que se deforma, rebosa y se deshace. El texto de la modernidad radical es el único que «toca» físicamente, más allá de la recriminación ética o del chantaje sentimental. No la racionabilidad moderada, sino la locura (la razón enloquecida porque la razón dominante la considera un derroche), mostrándose como tal y saliendo por la tangente, puede incidir alegóricamente sobre la locura de la razón dominante. En definitiva: para hablar a los contrarios hacen falta alienados.

Pero esto no significa abandonarse a la sugestión (esta es, a lo sumo, un recurso del consumo de fiction, siempre entendido como recurso para la participación emotiva). El poder de la literatura no tiene nada que perder uniéndose al estudio. El estudio (la relectura, el análisis, la atención a lo no-dicho) hacen que sea más cercana y concreta la experiencia del texto difícil y complejo (que es la única realmente comunicativa: el texto sencillo tiene un bajo tenor informativo, se sabe). El camino de la teoría consiste en comprobarse continuamente en la práctica del análisis textual [47]; al mismo tiempo, la técnica retórica debe volver a las «grandes» estrategias de los modos sociales de comportamiento. Dicho con palabras pobres, todo pasa a través de la enseñanza del dinamismo intelectual y expresivo. ¿Será posible algún día?

 

POSTSCRIPTUM 2016

Al confiar para su traducción este ensayo, escrito en torno a 2002-2003, me pregunto qué ha cambiado en estos últimos años. Bien poco: los problemas permanecen todos sobre la mesa, a la espera de una rigurosa «crítica materialista» que, en Italia, recibe cada vez menos atención. La única variante significativa se refiere a lo postmoderno que, realmente (al menos en Italia) parece estar pasado de moda, sustituido por la boga del realismo. Prometo contribuciones sucesivas acerca de esta «inversión de la tendencia» que, aparentemente, solo resuelve la pregunta del «compromiso”, reduciéndola y simplificándola con cierta astucia (como sucede también en política: la solución definitiva para liquidar la izquierda es ocupar su espacio).