Es curioso, muy curioso. Cuando por unos y por otros se considera, desde hace ya décadas, que el comunismo está bien muerto y enterrado, vuelve a aparecer su nombre en la actualidad política, aunque sea de manera oblicua, justo cuando se desarrolla el proceso de recomposición y relegitimación de la esfera política después de la descarada actuación del poder del estado —desde lo europeo hasta lo local— a favor del gran capital. Y no precisamente porque intervengan políticamente partidos que se exhiban como comunistas —el PCE no se presenta como tal a las elecciones: es parte de otra organización que a su vez se presenta coaligada electoralmente con otras y cuando algunos de sus militantes resultan elegidos hablan como representantes de estas otras organizaciones— sino, muy al contrario, por las alusiones siempre en negativo que realizan quienes no se referencian como tales.

En efecto, una buena parte de las nuevas fuerzas emergentes se desarrollan a partir de la proclamación explícita de una premisa: que su acceso al poder únicamente es posible por el desarrollo de una política transversal del pueblo y la ciudadanía, desligándose expresamente de la tradición política comunista y la prevalencia que ésta otorga a la clase trabajadora —proclaman orgullosos que no acarrean ninguna mochila—. Así las cosas, esta tradición comunista solo resulta asimilable en ellas, en el mejor de los casos, como una corriente ideológica más —en consecuencia de carácter cultural y no político— de la amplia pluralidad que resulta aunada en el desenvolvimiento de esa política transversal. Correlativamente, las otras fuerzas políticas en pugna, les ponen palos en las ruedas a su declarada pretensión de acceder al poder acusándoles de que en realidad lo que hacen es disimular su carácter comunista y/o su asociación con los comunistas.

Sorprendentemente, esta doble circunstancia de la utilización política a la contra del término comunismo y la ausencia de intervención política a plena luz del día de una organización que lo defienda, nos remite directamente a la caracterización del comunismo que en su tiempo hicieron Marx y Engels en la poco más de media página que sirve de preámbulo al Manifiesto comunista [1] —publicado como todos sabemos en ¡1848!— y que comenzaba con el célebre «Un fantasma recorre Europa» [2]. En efecto, Marx y Engels, recurrieron allí a la imagen del fantasma para expresar el uso en negativo que se hacía en aquel momento político del termino comunista  («¿Qué partido de oposición —preguntan ellos— no ha sido tildado de comunista por su adversario en el poder?» [3]), de cuyo hecho derivaron dos consecuencias. La primera de ellas consistía en el reconocimiento explícito que se hacía del comunismo en la escena política aunque fuera como un fantasma, como algo que asustaba, que daba miedo, y por tanto como algo de lo que había que huir. Era reconocido pero para separarse de él, era aludido pero para eludirlo.

Pero, ¿por qué apareció en aquel momento —y ahora, salvando las distancias, reaparece— en el escenario político ese fantasma? La respuesta de Marx y Engels hay que buscarla en las propias relaciones sociales que constituyen el capital, aquellas que ambos no pararon de estudiar y de analizar a lo largo de toda su vida. Hay que buscarla en el hecho de que el capital no consiste más que en unas determinadas relaciones de explotación —de producción de plusvalía, como explicitó más adelante Marx en El Capital— que necesitan imponerse continuamente para seguir existiendo. No en vano, el primer apartado del Manifiesto, al que titularon «Burgueses y proletarios», comienza con una frase no menos célebre: «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases» [4].

Así, la raíz del fantasma la sitúan en las luchas con las que los trabajadores se oponen a la explotación que les impone el capital: el fantasma no hace sino reflejar el recelo y el desasosiego que esas luchas suscitan en el dominio del capital. En su límite, el fantasma manifiesta el temor de las relaciones sociales establecidas —de la burguesía como su clase dominante, del estado como garantizador de su orden, de la ideología que las hace posible…— a no lograr someter adecuadamente a sus trabajadores, y en consecuencia a no poder reproducir la explotación que las constituye, expresa el espanto que les suscita la posibilidad de no seguir existiendo, el pánico que les genera el riesgo de su propia desaparición. Lo resumieron, abruptamente pero con mucha claridad, unos Marx y Engels ya mayores en su Carta Circular a Bebel de 1879: «el secreto del fantasma rojo está precisamente en el miedo de la burguesía a la inevitable lucha a vida o muerte que tiene que liberarse entre ella y el proletariado» [5].

Por eso, este miedo adquiere su plena dimensión en aquella parte de las relaciones capitalistas que tiene como función específica la reproducción del conjunto de sus relaciones: en la esfera política que gira alrededor del poder del estado y, en particular, en los procesos de recomposición política a través de los cuales el estado reabsorbe las contradicciones que provoca continuamente su actuación en el establecimiento de las condiciones necesarias para el mantenimiento de la explotación en su forma de plusvalía. Es justamente en el despliegue de la legitimación de estos procesos donde hace su aparición el fantasma, marcando un afuera del que hay que apartarse en la pugna por el poder que encauza las posiciones políticas y deja de antemano fuera del juego político cualquier tentativa que no conduzca a la reproducción de la explotación. A través del fantasma, el poder del estado inmuniza la función para la que está conformado —que es sintetizada por Marx y Engels solo unas páginas más adelante en el Manifiesto: «El poder estatal moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa» [6]—.

En esa carta que enviaron a Bebel, que era una circular destinada a toda la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán como un documento de partido, Marx y Engels analizaban y criticaban con dureza una posición política que sostenía que para acercar a los trabajadores al poder es necesario «liberar a la burguesía de toda sombra de temor», y que en consecuencia «hay que demostrarle clara y palpablemente que el fantasma rojo no es más que eso, un fantasma que no existe en la realidad», con lo que «la burguesía, lo mismo que ‘todas las personas independientes’, ’no temerá marchar del brazo con el proletariado’». Marx y Engels apuntillan: «Pero éste será precisamente quien se quede con un palmo de narices» [7].

Lejos de esta estrategia de desligamiento del fantasma, Marx y Engels, sostuvieron la necesidad de enlazarse con él, de identificarse con él. Reconociendo el fundamento del fantasma en el miedo del capital a desaparecer, hicieron de él su deseo: que las relaciones capitalistas desaparezcan, que la explotación desaparezca. Pero, ¿cómo podían plasmar ese deseo en la realidad? Se dieron cuenta que el fantasma tenía que ser algo más que un fantasma, que había que dotarlo de cuerpo, que había que materializar lo que de otra manera solamente era un espectro que salvaguardaba el dispositivo del poder mediante el espanto que suscitaba. ¿Cómo? Convirtiendo la raíz de la aparición del fantasma, la lucha de resistencia de los trabajadores ante la explotación, en algo más: en lucha por aquello que precisamente el fantasma impedía, en lucha abierta por el poder político. Por eso, en la introducción del Manifiesto, obtuvieron una segunda consecuencia de la utilización en negativo que se hacía del comunismo: La necesidad de su afirmación con la puesta en acción de una política comunista a plena luz del día. De ahí el propio Manifiesto y la conversión de la organización hasta entonces secreta «Liga de los Justos» en «Liga de los Comunistas».

Lo que conllevaba algo absolutamente inaudito. Porque la apuesta por esta estrategia de afirmación del fantasma exigía de la intervención de los trabajadores sobre el poder del estado algo para lo que este poder no estaba hecho de ninguna de las maneras —y que se evitaba precisamente a través del pavor que el fantasma producía—: que ese poder, en vez de reproducir al capital y su explotación, pusiera en marcha un proceso que los hiciera desaparecer y, con ellos, hiciera desaparecer también al propio estado cuya función eran manenerlos. Por eso, tratando de evitar cualquier tipo de falsa ilusión respecto al papel del poder del estado, Marx y Engels, rectificaron parcialmente el propio Manifiesto en el «Prefacio» que hicieron para la edición alemana de 1872: «la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines» [8].

Se comprende así la preocupación que mostraba Lenin en sus últimos escritos respecto al aparato estatal ruso que, a pesar de estar bajo control obrero desde la revolución de 1917, «hemos tomado del zarismo, habiéndonos limitado a ungirlo ligeramente con el óleo soviético” [9]. Se comprenden las relaciones tremendamente contradictorias que se establecían entre el poder obrero sobre el estado, cuyo objetivo era acabar con la explotación, y la maquinaria de estado cuyo funcionamiento la reproducía. Y se puede entender también cómo, cuando la forma peculiar de estado que se conformó tras la revolución soviética —que asumió él mismo todas las funciones del capital— se encontró con la necesidad de perpetuarse en el tiempo frente a los estados estrictamente capitalistas, el peso de estas relaciones se fueran inclinando imperceptiblemente hacía el lado del dispositivo estatal.

Hasta tal punto que esta forma «estatista» de estado acabará finalmente legitimando su perennidad como el resto de los estados: ocultando la lucha de clases que sostienen. Aunque lo hará de manera inversa a los demás: Si éstos lo hacían empleando el fantasma del comunismo, el estado estatista lo hará, frente a ellos, proclamando el comunismo: con él se ha llegado ya al comunismo, es ya la sociedad sin clases del comunismo —lo que para Marx, para Engels, para Lenin, era propiamente una contradicción en los términos: para ellos estado era sinónimo de lucha de clases y explotación y por ello antónimo de comunismo—. Esta identificación entre estatismo y comunismo, no solo será asumida desde esta de forma de estado sino que será gustosamente aceptada y profundizada desde los estados «liberales», permitiéndoles justificar y desplegar su interpretación del comunismo como totalitarismo.

Así, cuando se produce el desplome del estado «estatista», todos pueden hablar con regocijo de «muerte del comunismo» y el mundo capitalista puede contemplarse como si fuera el único posible y como si se correspondiera con la «naturaleza humana», dando rienda suelta a lo que se ha venido en llamar «neoliberalismo». Salvo que, si en algo tienen razón Marx y Engels, las relaciones que conforman este mundo, por muy dominantes que sean y por muy naturales que se imaginen, siguen precisando imponer su explotación para continuar existiendo y, como consecuencia, el fantasma, por muy difunto que lo consideren, permanece vivo y coleando porque no puede morir el miedo del capital a no dominar suficientemente a los trabajadores que explota.

O, al menos, esto es lo que se hace palpable desde el estadillo de la crisis, con la descarada actuación del poder para restaurar la tasa de ganancia del capital y la reaparición del fantasma en el proceso de recomposición de ese poder que nos ha llamado la atención desde el principio. Recurrencia del fantasma que, si bien dispone ahora de una eficacia notablemente aumentada por su hegemónica identificación con el totalitarismo, no deja de plantear una incógnita: Si hoy en día tendremos la inteligencia y la determinación que tuvieron Marx y Engels en su tiempo para hacer del fantasma nuestro deseo más firme, dotándole de cuerpo mediante la puesta en acción de una política encaminada a la eliminación de todo tipo de explotación a plena luz del día.

 

Los artículos que constituyen el núcleo central de este número giran alrededor de la actualidad de ese fantasma del que hablaron en su tiempo Marx y Engels. Se considera la raíz del fantasma, con la descripción que hace José Daniel Lacalle de las luchas de los trabajadores en Andalucía durante los últimos años y con el análisis que realiza Jaime Aja de la actual organización del trabajo a base de la precariedad y su plasmación política; se indaga la incidencia del fantasma en la teoría política actual en cuanto parte de la necesidad de huir de él, con el estudio de Antonio J. Antón de ciertas interpretaciones que se hacen de Gramsci y con el examen de Atilio A. Boron de algunas tendencias posmarxistas; se plantea una política feminista con la propuesta que presenta Keila Fernández; y se señala la encarnación del fantasma en cuerpo, con la exploración que efectúa Carlos Macías de la militancia y su organización.

En la sección de libros se reseñan La educación que necesitamos [10], por sus editores Alberto Garzón y Enrique Díez, y Eclipse rojo [11] (de Felipe Alcaraz), por Ángel de la Cruz.

La sección que dedicamos al marxismo de hoy examina el estado actual de la teoría literaria. Desde Roma, Francesco Muzzioli ofrece una completísima panorámica de las distintas posiciones de la crítica literaria. Desde Nueva York, Malcolm K. Read compara las nociones de inconsciente político e inconsciente ideológico que desarrollan respectivamente Fredric Jameson y Juan Carlos Rodríguez. Y finalmente, desde Granada, Carmen Medina reseña la reciente publicación Para una teoría de la Literatura [12] de Juan Carlos  Rodríguez y éste nos ofrece una selección de textos de ella donde expone su visión de la situación actual de la teoría literaria.