En estos días se están cumpliendo cuarenta años de la muerte de Jacques Lacan. El óbito fue en París, el 9 de septiembre de 1981. Un homenaje en forma de valiosas publicaciones está teniendo lugar estos días en la École de la cause freudienne, la institución analítica francesa creada tras el fallecimiento del psicoanalista, y en la Asociación Mundial de Psicoanálisis, que reúne a siete Escuelas de Psicoanálisis repartidas por todo el mundo. Hace cuarenta años, aquel día triste de inicio del otoño en las riberas del Sena, yo vivía en París. Todavía guardo la página del diario Le Monde en la que la editorial Seuil le honraba al reproducir, a toda página, las palabras iniciales de Lacan en una entrevista de 1973 en Television. Tantos años después, compruebo con alegría que el pensamiento y la obra de Lacan siguen vivos y que por eso una parte de mí sigue viviendo aún en París.

Paralelamente, a la hora de redactar estas líneas, vengo leyendo últimamente una serie de artículos de amigos y colegas en los que, de nuevo, vuelve a aparecer la palabra «ideología». Tras muchos años en los que había sido sustituida por «imaginario colectivo», «relato», «discurso» y otros términos y nociones generalmente relacionados con los medios de comunicación y los «estados de opinión» de la población, observo que está siendo de nuevo necesario retomar el concepto de ideología para no dejarse atrapar por las encuestas y el marketing electoral. Algo debe contener la ideología como concepto para que haya sido necesario, en estos tiempos de incertidumbre, volver a recuperarla. Su uso explica cosas que lo informacional vela y oculta. Su uso esclarece los análisis, las interpretaciones de la época porque impide caer en la política de las cosas y en la psicologización de las masas.

Cuando he pensado en el título de este artículo he dudado un momento en el orden de los nombres. En pulcritud, el nombre de Juan Carlos Rodríguez debería ir el primero, a continuación el de Althusser y para finalizar el de Lacan. Este orden en los nombres vendría a indicar que gracias al «maestro» el entonces joven estudiante que yo era a comienzos de los años 70, tuvo la fortuna de estudiar Psicología bien orientado. El conductismo y el cognitivismo no eran entonces dominantes y tuve así la fortuna de formarme con la ayuda generosa de la Linguística, de la Filosofía, de la Antropología, de la Lógica matemática y de la Psiquiatría humanista y psicodinámica, con unos profesores magníficos que estaban muy al día del estructuralismo que venía del mayo del 68 francés. Para decirlo de otro modo, la cuestión del sujeto, su presencia y su ausencia, eran la clave de bóveda de la mayoría de las asignaturas y la dialéctica entre lo individual y lo social era un permanente quebradero de cabeza.

Pero he optado por poner su nombre entre Althusser y Lacan para indicar de esa forma que Juan Carlos Rodríguez fue para mí el puente, la pasarela, el acueducto que hizo posible la circulación fluida de nociones y conceptos entre Althusser y Lacan, entre el psicoanálisis y todas las demás disciplinas y saberes. El genio de Juan Carlos Rodríguez hizo, en esos años de franquismo, el anudamiento fértil que nos ayudó a pensar a los entonces jóvenes «lacanitos» (como él nos llamaba), la diferencia ideológica, política y ética entre Psicoanálisis y Psicología y las diferentes prácticas que cada disciplina sostenía. Y todo ello aderezado de consignas y argumentos potentes que hablaban del «retorno a Freud», de la «ruptura epistemológica», del «inconsciente estructurado como un lenguaje», de «revolución freudiana», de  «dialéctica del deseo» y de «plusvalía» y «plus-de-goce».

En todo caso, me parece que si quiero dar cuenta de varios encuentros debo seguir un cierto orden en las razones. La primera de ellas, y la fundamental, es la contingencia.

En 1970, la editorial Anagrama editó en Barcelona un volumen que poco después llegaría a Granada [1]. La librería Teoría, que regentaba Juan Manuel Azpitarte en la calle Melchor Almagro, lo tenía en sus anaqueles y Carmelo Galiano lo ofrecía en bandeja seductora a los jóvenes estudiantes que frecuentábamos la librería. Estábamos advertidos por nuestra práctica política del interés que las publicaciones del estructuralismo francés tenían para nuestra formación. En esa librería supe de ese libro al que me refiero y, a la vez, de Juan Carlos Rodríguez. Que un profesor de Literatura hablara de marxismo, en aquellos años oscuros, lo convertía en un soplo de aire fresco porque, tras la senda de Althusser, el marxismo estaba siendo repensado, la Unión Soviética ya no era la sociedad de referencia y la vida intelectual y política de los partidos de izquierdas en la ciudad tenían en Juan Carlos Rodríguez una orientación muy precisa para despojarse del armazón estalinista. Pero lo que entonces, cuando supe de él, me llamó poderosamente la atención era que el «maestro» (como aprendí pronto que le llamaban) no solo hablaba de Literatura y de Marx sino que también hablaba de Freud y de un tal Jacques Lacan. Juan Carlos Rodríguez fue el primero que habló de psicoanálisis en Granada, después de la Guerra Civil.

No obstante, mi primer contacto con el psicoanálisis se había producido antes del encuentro en la librería. Se había producido en una de las asignaturas del Curso de Orientación Universitaria. El profesor, atento a la actualidad europea y navegando por mares peligrosos para la época y para el Colegio religioso del que se trataba, nos explicó la asignatura de Psicología en conexión con las Ciencias Humanas (Filosofía, Antropología, Linguística, Sociología). Nos habló de Hegel, de Kant, de Heidegger, de Levi-Strauss, de Saussure, de Freud y de Foucault. Recuerdo que nos recomendó leer «El malestar en la cultura». En el texto encontré, por primera vez, una vía de investigación esclarecedora de lo que, desde siempre, me hacía personalmente sufrir: el «desconocimiento» se asentó entonces como una noción a considerar que desterró para siempre la vía del «doble» romántico en la que yo había ubicado las razones de mi padecer de siempre. Pero también encontré una vía de exploración crítica de la ideología católica y represiva del franquismo que me permitió comprender la importancia de las relaciones, de los vínculos sociales, en la constitución y reproducción de la ideología de cada época. A este propósito, recuerdo los debates en clase sobre el reciente asesinato, en julio de 1970, de tres obreros de la construcción a escasos metros del Colegio en el que estudiábamos: para el profesor, la política dejaba de tener sentido cuando la muerte hacía acto de presencia. Aprendí mucho de su magisterio y se lo agradezco.

Por eso, cuando más tarde, en esos encuentros en la librería, gracias a la influencia de Juan Carlos Rodríguez, me topé con ese libro de Anagrama que relacionaba a Freud con Lacan y a estos dos con Marx, la perspectiva, el horizonte epistémico y clínico se esclareció de golpe. Desde entonces, siempre pienso que mejor que no se oscurezca nunca.

En ese libro encontré dos textos: el primero era la traducción, con modificaciones expresas para su edición en castellano, del artículo de Louis Althusser «Freud y Lacan» publicado en 1965 en la revista La nouvelle Critique. El segundo artículo era una traducción de Lacan: en la portada del libro lo habían titulado “El objeto del psicoanálisis» [2] y eran las «Respuestas a unos estudiantes de filosofía sobre el objeto del psicoanálisis» publicado originalmente en Cahiers pour l´analyse en 1966 y que hoy se puede encontrar en los Otros Escritos de Lacan.

Para comenzar, en torno a aquel volumen de Anagrama había varias referencias importantes. No era la primera noticia que tenía de Althusser porque había tomado nota de su «retorno a Marx» y el uso del concepto de «estructura» ayudaba a la hora de vérmelas con lo  que entonces se llamaban las «ciencias humanas» que formaban parte de mi formación.

Pero sí era la primera vez que tropezaba con Lacan. De esa manera, la primera noticia que tenía de Lacan venía de la mano de los Cahiers pour l´analyse, editados por el Círculo de epistemología de la  École normal supérieure, y que Juan Carlos Rodríguez hizo traer a la Biblioteca de la Facultad. Los nombres que la afamaban en aquellos años tenían para mí tintes transferenciales, eran una promesa de saber: Jean Paul Sartre, Henri Bergson, Georges Canguilhem,  Maurice Merleau-Ponty, Michel Foucault, por nombrar a algunos de los autores que la prestigiaban como lugar de saber e investigación abierta a nuevos horizontes.

El texto de Althusser era un texto militante. El psicoanálisis tenía mala fama entre los comunistas por culpa del revisionismo al que los postfreudianos habían sometido la doctrina freudiana. El argumento estaba calcado de lo que los marxistas habían hecho con Marx. Para Althusser, el psicoanálisis era «revolucionario» porque el sujeto freudiano rompía con el sujeto filosófico de la conciencia y con el yo de la Psicología adaptativa. Althusser proponía que el freudismo era la manera de evitar el psicologismo, el biologismo y el sociologismo en el que los postfreudianos habían encerrado a Freud y su descubrimiento del inconsciente.

En un momento dado del artículo, Althusser propone «investigar la relación epistemológica entre los conceptos analíticos y su contenido» y es en este punto preciso en el que nos presenta a Jacques Lacan y el «retorno a Freud», en paralelo a su «retorno a Marx».

Antes de terminar su artículo, en los párrafos finales del mismo, Althusser se hace preguntas. Plantea una serie de preguntas de las que me quedé ya entonces con una de ellas. Viene a decir que puesto que el lenguaje, su estructura formal, es la condición del inconsciente, ¿cómo pensar la relación entre esa estructura formal del lenguaje, las estructuras del parentesco y las formaciones ideológicas concretas implicadas en esas estructuras?

Las preguntas de Althusser me remitían al artículo de Lacan.

Desde el comienzo, con Lacan no todo era cuestión de saber: había en su artículo algo con lo que tropezaba. Imposible ponerlo en la lista anterior de nombres del saber. De la mano de Althusser, una vez que la orientación lacaniana resultaba ser la buena para mi formación, resultó que la lectura de su texto dejaba marca: en mi caso, me hacía plantearme lo que el saber recién descubierto, enlazado con la militancia de aquellos años apasionantes, tenía que ver con lo que me hacía sufrir desde siempre en lo personal.

El psicoanálisis de Lacan no era por tanto un medio, como decía Althusser, de «mistificación de las conciencias» sino más bien de despertarlas.

Del texto de Lacan conservo una serie de orientaciones que aún hoy con el paso de los años siguen siendo esclarecedoras.

La primera orientación habla de la «praxis revolucionaria». Lacan dice en la página 227 de los Otros Escritos que el psicoanálisis no tiene derecho a interpretar la práctica revolucionaria pero que, sin embargo, el psicoanálisis sí que puede decir algo sobre la teoría revolucionaria. Y lo que, para Lacan, tiene que decir el psicoanálisis sobre la teoría revolucionaria pasaba, en su opinión, por criticar que la teoría revolucionaria no se ocupe y deje «vacía la función de la verdad como causa». Un nuevo personaje hacía su aparición entonces en mi vida de joven estudiante: la verdad, despojada esta vez de sus tintes religiosos.

La segunda observación se encuentra en la página 225 de los Otros Escritos. Lacan recuerda que ha dedicado un Seminario entero a hablar de «El objeto del psicoanálisis» y allí donde Althusser, en el artículo comentado anteriormente, dice que el objeto del psioanálisis es el inconsciente, Lacan dice que el objeto del psicoanálisis es el objeto a. Mi curiosidad era máxima a ese nivel. Iba teniendo en aquellos tiempos, poco a poco, experiencias de división subjetiva y me iba haciendo el cuerpo a «lo inconsciente». Pero lo del «objeto a» me vino, de entrada, grande. Pero el colmo es que en el texto de Lacan, ese objeto a tenía que ver, nada más y nada menos, con el objetivo de una praxis revolucionaria. Lacan decía que para «superar” la alienación en el trabajo había que reconocer el estatuto del objeto a. Para mí, ese párrafo fue un cambio de paradigma.

Además, como siempre me había interesado por lo que Lacan decía de Marx, tenía anotado un párrafo de la página 224 de los Escritos en la que Lacan se refriere a Marx en unos términos elogiosos por haberle dicho a la astucia de la razón hegeliana que no todo era saber. La frase en cuestión decía que el síntoma (yo entendía que decir síntoma era decir sufrimiento) era articulable «por el hecho de que representa el retorno de la verdad como tal en la falla del saber» [3]. El saber falla, la verdad retorna, el síntoma tenía una lógica.

Con este bagaje en la mochila, entrado ya el mes de septiembre de 1974, tuve la suerte de comenzar a estudiar Psicología en Granada. Comencé igualmente la militancia joven en una  célula del Partido Comunista en la clandestinidad. Las clases tenían lugar en el Hospital Real de Granada. Me hacía ilusión estudiar las enfermedades mentales y sus causas en  ese impresionante edificio que sirvió de hogar a Juana la Loca, la hija de los Reyes Católicos y que actualmente ocupa la Universidad de Granada. En esas mismas aulas, otrora salas de enfermos, pude también aprender de D. Pedro Cerezo sobre Husserl y el nacimiento de lo psicológico y de D. José Luis García Rua sobre sobre la estética transcendental kantiana. Fueron clases que he agradecido después toda mi vida profesional: evitaron perderme en la conducta, el aprendizaje y en los fundamentos biológicos de la personalidad aderezados de estadísticas. Las prácticas estudiantiles las teníamos en el Hospital Psiquiátrico Provincial, donde me interesé por un paisano, allí ingresado desde hacía años a raíz de un lamentable suceso que estaba en la base de mi inicial interés por saber sobre las condiciones en las que una persona perdía la razón, en un momento dado.

Hegel y la astucia de la razón criticado por el materialismo marxista y la historia de la locura en la «stultifera navis» de Michel Foucault se mezclaban a diario con las prácticas de «la revolución sexual» de Wilhem Reich y las asambleas de estudiantes críticos con las reformas del franquismo que se dibujaban en el horizonte político.

Estando en tercer curso, una mañana me vi sentado en el suelo frío del crucero del Hospital Real junto a centenares de compañeros. Dos profesores se subieron a la tribuna: alguien que dijo que era profesor de Literatura que presentó, a su vez, a un colega que había venido de París. El profesor de Literatura pidió disculpas porque el colega parisino iba a hablar en francés. Algunas escasas fotocopias circularon entre los estudiantes con la traducción. La conferencia duró una eternidad: no entendí casi nada, mi francés no daba para seguir al profesor.

Al terminar la conferencia, pregunté. Acababa de asistir a un acto político con Juan Carlos Rodríguez y con Louis Althusser. Fue la ya famosa Conferencia de Granada sobre «La transformación de la filosofía», el sábado 27 de marzo de 1976. A posteriori, no conocer el idioma de Molière en aquella conferencia lo interpreté como una rima con el desconocimiento que los meandros del inconsciente iba a ir dejando más adelante en las orillas del análisis personal.

Pero faltaban aún algunos pasos que dar hasta llegar al diván. El caso es que la curiosidad se instaló en mis lecturas orientadas, desde esa mañana de sábado, por la epistemología, las relaciones sociales de producción y la estructura «como un lenguaje» del inconsciente.

El psicoanálisis no era la psicología. Entre ambas había una ruptura epistemológica. La psicología era una ideología adaptativa aderezada de estadísticas y de sociología de las costumbres. Por contra, el psicoanálisis era subversivo: permitía pensar «desde Otra escena» lo personal y lo político, los síntomas personales y la injusticia y la desigualdad social.

A lo largo de los años, después de estos encuentros que he contado, hablé muchas veces con Juan Carlos Rodríguez sobre su noción de «inconsciente ideológico».

Todavía lo sigo haciendo.

¡Gracias, maestro! «La luz a tí debida»

 

Granada, 9 de septiembre de 2021.