Felipe Alcaraz, Elegía a Javier Egea, Atrapasueños, Sevilla, 2014

 

PRÓLOGO

Igual que Pasolini acudió al Cimitero Acattolico de Roma para dialogar con las cenizas de Gramsci, con el propósito de hallar respuestas a la cada vez más evidente desideologización de la clase obrera en aquella Italia que derrotó al fascismo en la segunda guerra mundial, alienada en sus mercancías y el consumo, Felipe Alcaraz regresa a la ciudad donde le nacieron para visitarla —redescubrirla, acaso— y conversar con sus calles llenas de Historia, donde se vuelven a pisar, con más nostalgia que memoria, las huellas por donde anduvo y desanduvo sus pasos, recorriendo sus callejones, las antiguas tabernas, la Facultad donde recibieron el magisterio indispensable para la vida y la literatura (y la política, también para la política), las plazas donde posan para el tiempo las estatuas que, como decía Benedetti, sólo sirven para que en ellas defequen las palomas. En la humedad de sus calles, pretende encontrar un fantasma que recorra Granada, con el que pasear de su mano por la ciudad revisitada.

Como una presencia fantasmal, tal vez como una sombra, Javier Egea acompaña a Felipe Alcaraz por un espacio que es a la vez tiempo; un lugar donde se reconocen las improntas de aquellos años donde había un futuro por ganar, finalmente malogrado. La cultura y la política (la cultura política, quizá) en aquellos años trabajaban para la constitución de un nuevo sujeto, radicalmente otro, para la construcción, asimismo, de una sociedad otra. En aquella mal llamada transición parecía que por fin se podía superar el capitalismo, que las luchas que convergían, que confluían en las calles, servirían para cambiarlo realmente todo. Pero como aquella proclama gatopardista, todo cambió para que nada cambiara. Y arriba seguían los mismos, aunque supieron ponerse a tiempo el disimulado traje de demócrata.

Y abajo estaban también los de siempre, aunque ya no eran los mismos, proletarios convertidos en propietarios, como dijera aquel ministro franquista. Dejamos de reconocernos en la clase, para encontrar nuestra identidad en las hipotecas:

Miradme, podemos hablar,

intentas decir a los que pasan.

Soy de los vuestros,

sois mi gente,

sois los personajes transparentes

de aquella solidaridad

insólita que aprendimos

ante las cenizas de Gramsci

y que nos llevó

a una batalla interminable,

convertida ya en designio.

La correlación de fuerzas era lo suficientemente favorable como para derrocar la dictadura, pero no tanto como para cambiar también sus estructuras. Y otro mundo no fue posible, como tampoco fue posible otra literatura:

Como si, al cabo del tiempo,

hubiese acabado la historia

pero no la lucha.

Se proclamó el Fin de la Historia y asumimos —en estricto: interiorizamos— que ya no había nada por lo que luchar.

En un poema —¿o estamos tal vez ante un breve poemario?— rico en intertextualidad, donde resuenan los ecos de los poetas que conforman la educación sentimental de Felipe Alcaraz, late el lamento de un pasado enterrado, con todas nuestras luchas y esperanzas bajo tierra. Pero, ciudad de fantasmas, sus voces regresan a nuestro tiempo y acaso nos acompañen para emprender una nueva batalla, para resarcirse de otras que perdieron, brindándonos su ayuda para que sus derrotas acumuladas hagan germinar la victoria en la guerra definitiva. Aunque tampoco será sencillo, pues nuestros muertos están doblemente enterrados. Decía Walter Benjamin en sus Tesis sobre el concepto de Historia que cuando la clase dominante se apropia de nuestro pasado significa que nos encontramos en un «instante de peligro». Y eso es precisamente lo que está ocurriendo cuando

… una parte de la lucha

se estuviera convirtiendo

en monolitos plantados

en el centro de las rotondas.

O:

«El rincón de Lorca»,

donde sirven la inigualable ensaladilla

«El lenguaje de las flores».

¿Alguien recordará a Egea

con el cóctel Troppo mare?

Banalización de nuestra memoria histórica, de nuestras luchas, de nuestros muertos. «Cuando ni el muerto se encuentra a salvo significa que el enemigo no ha cesado de vencer», nos dice Walter Benjamin. Pero sabemos también —el legado del marxista heterodoxo alemán es infinito— que si los convocamos a este presente, nuestros muertos regresarán para llenar este vacío. Para luchar con nosotros por el socialismo. Y Felipe Alcaraz podría firmar un verso que dijera:

Si Javier Egea volviera yo sería su escudero…

Y acaso Elegía a Javier Egea no sea otra cosa que la paráfrasis de ese verso nunca escrito.

Sin embargo la transición nos dejó muy débiles. Muchos desertaron:

Todos huyeron, oh Cesare,

todos dejaron allí el arma

[…]

Otros nunca confundieron

la soledad con el individualismo

y cedieron a los malditos,

con un rictus de conjura posmoderna,

el aroma de la perdición.

La posibilidad de una poesía otra, que acompañara la construcción de un mundo asimismo otro, se extravió por el camino de la Historia. La poesía renunció a su compromiso, a intervenir en el debate público, como si los ruiseñores hubieran desertado para no volver a cantar nunca más encima de los fusiles y en medio de la batalla, como lo escribió Miguel Hernández. Se fueron con la música a otra parte. A cotizar en el mercado literario. Aunque hubo quien, con peor suerte, opuso resistencia:

La honestidad no es valor

que cotice en los paneles.

El poder necesita sombras chinescas

y el balancín de síes

de la regla consentida;

[…]

Y tu soledad, Javier,

no era una apuesta

previsible en las subastas.

En el momento de la puja

o eres oferta agresiva

o semilla hacia la quiebra.

Y hay resistencias que se pagan.

Quiso Javier Egea definir la poesía como un pequeño pueblo en armas contra la soledad, acaso una milicia sin otro fusil que la poesía, aquella arma cargada de futuro de la que habló Celaya. Pero el capitalismo —y su ideología posmoderna— desarticuló ese pequeño ejército dejándonos en efecto solos. Una sociedad en extremo individualizada, donde el otro no se concibe sino obstáculo para la realización del yo, desintegró cualquier intento de construir comunidad, de constituirnos como un nosotros. La poesía pretendía ser un lugar de encuentro colectivo donde la primera persona del plural se impusiera al singular románticomodernista dominante. Pero nos quedamos solos. La poesía se convirtió en un diálogo entre sujetos libres, en la comunión de dos almas en eterna conversación, la de un autor que escribe y un lector que lee, escucha, sin alzar la mano para interrumpir a quien ostenta un lugar privilegiado en la tribuna pública. El desplazamiento del plural al singular fue la auténtica transición que emprendió una sociedad que dejó de reconocerse en quien tenía al lado; pero a su vez marca el trayecto que ha recorrido una poesía que abandonó la otra sentimentalidad para convertirse en poesía de la experiencia, hoy sin duda hegemónica. La poesía habló al lector de tú a tú, estableciendo una pretendida relación de igualdad, desde el leguaje de lo cotidiano. Se amplió sin duda el número de lectores de poesía, pero, en vez de empoderarlos, éstos fueron funcionales a la ampliación de la cuota de mercado.

Y de nuevo solos. En la política, en la sociedad y en ese momento en que abrimos un libro para iniciar su lectura. Althusser dijo que un comunista nunca estaba solo, pero sufrió la soledad implacable. Como Javier Egea. Que nos mira y nos reta:

«Yo intenté una poesía

materialista —nos dirá algo lejano—.

A ver lo que hacéis vosotros.»