«Sobre las diversas formas de propiedad, sobre las condiciones sociales de existencia, se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida plasmados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los plasma derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes»
«El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» Karl Marx (1975a)
¿Qué cambios se han producido en la composición de clase de nuestro país durante la crisis y cómo se relacionan con el periodo de crisis de régimen que hemos vivido y vivimos? La larga crisis económica ha provocado en España un periodo de movilización y fuerte contestación social. Las instituciones políticas han vivido un periodo de fuerte descrédito y el sistema de partidos bipartidista, expresión electoral del consenso político, ha sufrido un verdadero terremoto. Sin embargo, las elecciones del 26 de julio han provocado un giro a la derecha. ¿Cómo podemos entender todo esto a la luz del análisis de la evolución de las relaciones de clase?
Partimos de una situación de crisis de régimen, en que la legitimidad del régimen político, sistema de poderes políticos entorno a la hegemonía de una clase dominante, se ha visto fuertemente cuestionada. Esta crisis política nos lleva a preguntarnos qué cambios sociales se han producido para que se hayan debilitado las alianzas implícitas de clase en que basa su hegemonía la clase dominante, es decir la legitimidad otorgada por la mayoría de la población como «clase-guía», como clase capaz de satisfacer las necesidades de la mayoría de la población (González Casanova, 1984), y qué procesos se están produciendo en la recomposición de esa dominación. Los compromisos clase son la base de la hegemonía, pero estos compromisos son dinámicos y políticos pues sólo se dan en correlaciones de fuerzas determinadas, pues obviamente la clase dominante sólo llega a acuerdos en el momento en que no puede realizar sus intereses sin colaborar con los trabajadores y las trabajadoras (Wright, 2000).
1. CONFORMACIÓN Y CRISIS DEL PACTO SOCIAL DEL 78
Lo que apuntamos es este artículo es que el cambio social de fondo que está detrás de la crisis de los consensos del 78 es la precarización social y laboral, aunque como veremos más adelante en este mismo proceso de precarización puede encontrarse también la recomposición de este consenso. Entendemos como precariedad laboral «unas condiciones laborales y de empleo de inestabilidad e inseguridad, durante una trayectoria laboral prolongada, que no permite al trabajador o trabajadora consolidar un proyecto vital adecuado» (Antón, 2006). Analizar convenientemente el fenómeno de la precarización laboral es clave para entender el cambio en las relaciones de clase y la crisis de régimen en que nos encontramos, porque la precarización rompe las normas laborales y sociales, implícitas y explicitas, sobre las que descansa el sistema de relaciones sociales al que llamamos régimen.
Hablar de precariedad laboral es hablar de crisis del fordismo y, aunque este término polisémico puede llevarnos a análisis erróneos, entender las características distintivas del fordismo en España nos parece clave para entender las particulariedades del «pacto social» en nuestro país. Este es un término usado y manoseado, también en nuestra literatura y nuestros documentos, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de fordismo? Nos podemos referir a una serie de avances técnicos, que se siguen utilizando; una forma de organizar la empresa, que se vió modificada rápidamente por el sloanismo; una forma de organizar el trabajo (taylorista-fordista, que sigue siendo relevante, que se extiende al sector servicios y que explica en parte la proletarización o movilidad descendente de grandes grupos sociales); un modo de trabajo que extiende su disciplina más allá del centro de trabajo, configurando una especial formación social, «el americanismo» (rasgos apuntados someramente por Gramsci, (2000); y un régimen socioeconómico, que podemos decir une la formación social fordista con el desarrollo del sistema de relaciones laborales y del Estado del Bienestar, definido por la Escuela de Regulación (que podemos ver descrito, tanto en su desarrollo y su crisis, en (Palazuelos, 2000). Es necesario diferenciarlo porque si buscamos la fábrica fordista, caracterizada «por la producción en masa y a gran escala de mercancías uniformes baratas, por una división del trabajo detallada y por la organización jerárquica de la actividad productiva» (Crompton, 1994, p. 111), sólo la encontraremos en ciertos sectores de la industria (como parte de la agroindustria) pero sí encontramos que la disciplina del trabajo industrial se ha extendido al sector servicios, encontraremos como el consumo de masas se introduce en facetas de la vida de forma que ni Ford ni Gramsci hubiesen imaginado. También comprobaremos que la búsqueda de la descualificación continua del trabajo como forma de dominación, que caracteriza al taylorismo-fordismo (Braverman, 1975), sigue guiando los avances organizativos y técnicos. En la actualidad parece que volvemos al fordismo de Gramsci, sin los compromisos sociales propios del fordismo entendido como régimen de acumulación.
Nos centraremos pues en la crisis de los compromisos sociales propios del fordismo, entendido como régimen de acumulación, en el contexto muy particular de nuestro país; aunque sin detenernos en las bases económicas de esta crisis, que por ejemplo podemos ver en el citado libro de Palazuelos (2005). Como decíamos, la Escuela de Regulación caracteriza las bases económicas de este régimen socioeconómico, pero podemos pecar de economicismo si nos detenemos en exclusiva este punto. La conformación, en los países centrales del capitalismo, de este régimen fue frutos de fuertes luchas políticas, económicas y sociales (Gordon, Edwards y Reich, 1986), y de dos guerras mundiales que cambiaron la correlación de fuerzas a nivel internacional, con el avance del bloque comunista. Tampoco podemos caer en la «idealización» del fordismo como un periodo de «paz social» absoluto, pues ya los años 60 se caracterizaron por un aumento de la movilización obrera en Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia… fruto de reivindicaciones salariales, pero también de reivindicaciones sobre el control del trabajo (Hyman, 1981). Pero sí que podemos entender esta época como un periodo de «lucha de clase democrática», basado en la institucionalización del sistema de relaciones laborales, la extensión del Estado del Bienestar y del sistema parlamentario, y la universalización de la educación como vía para permitir la movilidad social ascendente (Esping-Andersen, 2000).
Para caracterizar la situación de nuestro país, ¿en qué términos podemos hablar de fordismo en España? En España quizás nos sea más útil la breve caracterización de Gramsci que la caracterización de la Escuela de Regulación. La caracterización de Gramsci sobre el fordismo tiene una particularidad que la hace especialmente interesante para el caso español, pues reflexiona sobre la compatibilidad entre fordismo y corporativismo fascista. «La americación exige un ambiente dado, una determinada estructura social (o la voluntad de crearla) y un cierto tipo de Estado» (Gramsci, 2000, p. 75). Este Estado sería «liberal», pero sólo en el sentido (el más fundamental para Gramsci) «de la libre iniciativa y del individualismo económico» (2000, p. 75). Fordismo-americanismo serían compatible con el fascismo, pero su desarrollo produciría la gran paradoja de que acabaría socavando el poder de las clases medias rentistas, base social del régimen. El proyecto «modernizador» del fascismo removería las propias bases que le sustentan.
En España, la extensión (incompleta) del fordismo, no va acompañada del pactos social-democrático que describe Esping-Andersen (2000) o la Escuela de Regulación (Palazuelos, 2000). Si 1945 supone el inicio de la extensión del fordismo como modelo de acumulación y regulación, en España deberíamos esperar a 1977 y con características abiertamente contradictorias. Si en el resto de Europa el llamado «pacto social” de 1945 fue fruto de la victoria en la guerra mundial, en España la derrota en la guerra civil marca un recorrido totalmente distinto. Albert Recio, que caracteriza la guerra civil como una lucha de clases, señala las brutales consecuencias que tuvo la guerra en términos de salarios (1997). En el campo de Andalucía, Joan Martínez Aliert (1968) señala que los jornales de 1936 no se recuperaron hasta mediados de la década de los 60. España se ve descabalgada del desarrollo europeo durante tres décadas (al igual que Grecia y Portugal).
Pero eso no significa que no en España no se desarrolle la norma del empleo estable. El totalitarismo en España, respecto al sistema de relaciones laborales, se basa en dos elementos: «El primero, el despliegue del pleno empleo, determinado en buena medida por la emigración de una parte de la población trabajadora hacia países extranjeros así como por la baja tasa de actividad femenina. El segundo alude a una suerte de norma implícita, mediante la cual se aseguraba la estabilidad en el puesto de trabajo, estableciendo como contrapartida la absoluta prohibición de cualesquiera forma autónoma de organización sindical. Disciplinamiento y estabilidad en el empleo eran las características de este modelo de relaciones laborales» (Bilbao, 2000, p. 77).
Tras la crisis de los 70, cuando en España comenzamos a desarrollar limitadamente el Estado del Bienestar (por ejemplo con el desarrollo de las infraestructuras educativas que contemplaban los Planes de la Moncloa y que permitieron que en 1981 alcanzásemos la escolarización universal, con «apenas» tres décadas de retraso respecto al resto de Europa) y se configuro la base del sistema de relaciones laborales (legalización de los sindicatos en 1977 y Estatuto de los Trabajadores en 1980), en el resto de Europa el Estado del Bienestar, los sindicatos y el sistema de relaciones laborales entraban en crisis. En definitiva, llegamos al fordismo cuando este entraba en crisis en el resto de Europa, lo cual hace que este tenga características particulares en nuestro país.
El consenso de la Transición en España, el pacto social que configura las compensaciones que las clases subalternas reciben dentro del régimen, tiene por tanto características distintas en España que en los países de nuestro entorno. La paradoja legislativa de la Transición es que se elabora un marco normativo adaptado al régimen de acumulación fordista que rápidamente debe ser modificado, limitado o simplemente olvidado. Las demandas por recuperar el terreno perdido en derechos civiles, políticos, sociales y de género, fracasan ante la necesidad de fuertes reformas económicas para contener la inflación, reducir la intervención estatal en la economía, adecuar el sistema productivo al Mercado Común… La letra de la Constitución mira a la etapa de grandes pactos sociales posteriores a 1945, pero su sentido último, la consolidación del nuevo régimen, tiene que actuar en un momento muy distinto. De nuevo «la violación de la letra de la Constitución era la única realización consecuente de su espíritu» (Marx, 1975b).
Es este contexto, el pacto social de la Transición es necesariamente más limitado que los pactos sociales posteriores a la segunda guerra mundial de los países de nuestro entorno. El contexto productivo y la correlación de fuerzas a nivel mundial también han cambiado. La reconversión industrial y la agraria (menos estudiada pero que destruyó muchos más empleos) y la desregulación laboral, cambiaron también los equilibrios del mercado de trabajo. En esta situación, la estabilidad laboral deja de ser la norma, como veremos más adelante.
El desarrollo limitado del consenso fordista hace que los elementos que se desarrollen cobren una importancia estratégica para la legitimación del régimen. Uno de ellos es el desarrollo del sistema público de pensiones, especialmente de las pensiones no contributivas a principios de los 80, y el otro la extensión y mejora del sistema educativo. En un contexto de paro y precariedad ambos elementos han tenido una importancia fundamental en el mantenimiento material y simbólico del consenso del régimen del 78. En un contexto de duros ajustes sociales, surge un pacto implícito entre el régimen y las familias trabajadoras: la universalización de la educación, incluida la extensión de la educación superior, es la vía para la movilidad social ascendente de los hijos y las hijas de la clase trabajadora. Recordemos que el sistema educativo es uno de los pilares del Pacto social de postguerra (Esping-Andersen, 2000), pero en España cobra una importancia mayor: las familias trabajadoras sufrirán las penurias de las políticas ajuste neoliberal de los 80, sin embargo se garantiza que, por primera vez en la historia de España, sus hijos e hijas podrán acceder en igualdad de condiciones (al menos formalmente) a la educación reglada. Aclaremos en este punto que no compartimos que la extensión del sistema educativo garantice la movilidad social ascendente, como la sociología de la educación en España se ha encargado de demostrar. Pero si es un elemento fundamental en el sistema de ideas, mitos y creencias que legitiman el régimen político y social. Por eso, como veremos, la frustración ante la constatación de la ruptura de este pacto implícito marca el inicio de la crisis de régimen.
2. TRES ELEMENTOS PARA ANALIZAR EL EFECTO DE LA FLEXIBILIDAD Y LA PRECARIEDAD EN LA CONFORMACIÓN DE LA NUEVA CLASE TRABAJADORA DURANTE LA CRISIS
Mientras se desarrolla, de forma limitada, el Estado del Bienestar en España, se debilita la norma del empleo estable y se extiende la norma laboral de la precariedad. Es un fenómeno generalizado en los país del capitalismo avanzado (Castel, 1997) que tiene como una de sus bases la extensión de un modelo de gestión empresarial basado en la centralidad de la flexibilidad y que toma como modelo la «empresa en red» frente a la empresa fordista (Boltanski y Chiapello, 2002). La configuración de la empresa en red o empresa flexible (Atkinson, 1984) es un proceso que cambia la organización social del trabajo, de la misma manera que lo cambio la empresa fordista; pero al igual que en esta no es un proceso homogéneo ni completo, sino que la organización flexible del trabajo convive y se mezcla con formas anteriores.
¿Qué caracteriza a esta nueva organización del trabajo? Quedémonos con tres elementos que son fundamentales para entender los cambios en la composición de la clase trabajadora, en sus consecuencias en términos de comportamiento político y en la forma que tenemos de estudiar esta composición: primero, la nueva segmentación del trabajo; segundo, el debilitamiento de las carreras profesionales, con el consiguiente debilitamiento de las identidades de clase tal como se entendían hasta ahora; y tercero, la normalización y naturalización de la precariedad laboral.
2.1 La nueva segmentación del trabajo
La empresa flexible introduce una nueva segmentación del mercado de trabajo, pero es necesario subrayar que no introduce la segmentación en sí misma. Algunos análisis parecen olvidar que durante el fordismo una parte fundamental del trabajo asalariado se desarrollaba fuera de la norma del trabajo estable, de lo que denominamos el mercado primario de trabajo. Este mercado de trabajo secundario se caracteriza por la inestabilidad, la arbitrariedad en el trato y la ausencia de carreras profesionales (Piore, 1983). Esto es especialmente importante para analizar el caso español, aunque este mercado secundario de trabajo está presente en todos los países. En España, en amplias zonas, nunca ha sido mayoritario ni dominante el mercado primario de trabajos que relacionamos con el fordismo. Por ejemplo, si analizamos amplias zonas de la realidad laboral del sur de España podemos observar cómo han llegado a la extensión de la precariedad laboral sin pasar por la norma laboral fordista. La idealización del fordismo que identifica este como una situación de generalización del trabajo estable, olvida también la exclusión de la mayor parte de las mujeres del trabajo asalariado (que nos recuerda Bilbao, 2000), lo cual es sin duda el déficit político y de análisis más flagrante. Estas consideraciones son fundamental para entender el distinto efecto en la conciencia política y social que ha tenido la extensión de la flexi-precariedad: la visión de las transformaciones laborales de las últimas décadas no va a ser la misma por parte de una mujer trabajadora rural del sur de España que por parte de un hombre trabajador urbano de las zonas más industrializadas del país.
Sin embargo, esto no significa que la empresa flexible no haya introducido cambios hasta configurar una nueva segmentación del mercado de trabajo. La organización flexible divide a los trabajadores en centrales (estables pues se encargan de puestos o sectores estratégicos, pero a los que se exige que sean flexibles en las funciones que realizan); trabajadores periféricos (temporales, que entran o salen en función de las necesidades cuantitativas de la producción) y trabajadores subcontratados (Atkinson, 1984). Una parte de lo que eran empleos estables pasan a ser periféricos o subcontratados, perdiendo muchos de los derechos adquiridos, y la proporción entre estables y temporales cambia.
Esta división dentro de la empresa se extiende al conjunto del mercado de fuerza de trabajo, en un proceso de precarización del trabajo ampliamente estudiado en España ( por ejemplo, por citar sólo alguna bibliografía básica, por Bilbao, 2000; Alonso Benito, 2001; Castillo y López Calle, 2003). Y desde luego esta segmentación hace que los distintos colectivos afronten los periodos de crisis en distintas situaciones, como podemos observar en la evolución ocurrida en España durante la crisis entre 2007 y 2015. La crisis la sufren de manera diferente las personas que ocupan puestos centrales y las que ocupan puestos periféricos. Como vemos en el grafico 1, en que se compara la evolución las personas con contratos estables y temporales, el primer ajuste de empleo en la crisis se carga principalmente sobre los contratos temporales, que pasan de 5,35 millones en 2007 a 4 millones en 2009. La destrucción de empleo estable es más limitada y más dura en la segunda fase de la crisis, y, con la llegada al poder del PP a la mayoría de las instituciones, empieza a significar también una fuerte reducción del empleo público a partir de 2012. De esta manera, y paradójicamente, la crisis ha producido una reducción de la tasa de temporalidad. No obstante, también se han producido cambios dentro del sector con contrato estable, que no podemos identificar como «no precarios»: el más destacado la extensión de la contratación indefinida a tiempo parcial.
Sin embargo, si antes de la crisis parecía que vivíamos en un proceso de precarización continuado y que el centro estable y más protegido del empleo estaba sufriendo un asedio definitivo, esto parece que no es así. El modelo flexible también necesita trabajadores y trabajadoras estables, para ocupar los puestos más estratégicos de la organización del trabajo social, aunque esto no significa que estos no sufran otros tipos de forma precarización, como analizábamos antes de la crisis laboral (Aja Valle, Rivera Blanco y Revuleta Díaz, 2007). De esta manera, frente a lo que podía parecer, el número de trabajadores y trabajadoras estabilizados ha aumentado, pasando de 9,25 a 10,40 millones entre 2007 y 2015 (gráfico 3).
2.2 El debilitamiento de las carreras profesionales
Una de las consecuencias más destacables de la flexibilidad, y con más efectos en la configuración de la conciencia de clase, es el debilitamiento de las carreras profesionales. Boltanski y Chiapello (2002) analizan el cambio introducido en los 70 en las clasificaciones utilizadas en los convenios colectivos en Francia, para hacerlas más flexibles, lo que provoca el debilitamiento de estas jerarquías internas: «La individualización de las condiciones de empleo, asociada en numerosos empresas a la recomposición de las situaciones del trabajo, convirtió súbitamente en obsoletas las equivalencias tácitas que servían de base a la percepción de las identidades sociales» (2002). Este ejemplo, ilustra el debilitamiento de una de las patas en que se basa la división del trabajo dentro de la empresa «fordista», la jerarquía, pero los mismos autores constatan que dos décadas después «todavía se mantiene una sólida correlación entre clasificaciones y sueldos» (2002: p. 412). Pero esta relación no es homogénea.
En España (ver tabla 3), se observa una fuerte diferenciación de salarios entre puestos directivos y gerentes (media de 51.594 euros brutos al año) y empleos en la hostelería y el comercio (14.643 euros), pero también observamos que otros factores como el sector, el tipo de contrato, la edad y el sexo tienen una gran influencia. Además, mientras las diferencias por la jerarquía de ocupaciones disminuyen (los y las gerentes han sido la ocupación que mayor salario medio han perdido, un 9,9 %), aumentan las diferencias por sexo, edad y sector económico. Las diferencias por categoría socioeconómica se reflejan en el voto (datos de las elecciones de 2015), como se observa en la tabla 4 y el gráfico 4, con una diferencia fundamental entre personas activas e inactivas y, en menor medida, entre empleadores/as y empleados/ as. Pero dentro de las ocupaciones, las diferencias no son tan acusadas.
La cierta pérdida de capacidad explicativa de las ocupaciones laborales no significa que las diferencias de clase se reduzcan, sino que estás se producen con mayor intensidad dentro de las propias ocupaciones. Según datos de 2015, el 9,5 % de los profesionales y técnicos por cuenta propia (con o sin asalariados), el 6,9 % del resto de autónomos y el 6,0 % de los y las cooperativistas estaban subempleados. Dentro de los asalariados y asalariadas, el 8,2 % de directores y gerentes, el 23,8 % de profesionales y técnicos, el 25,0 % de trabajadores comerciales, el 32,1 % de operarios cualificados, el 42,8 % del resto de trabajadores del sector servicios, el 50,2 % de operarios sin especializar y el 68,2 % de trabajadores agrarios están subempleados o tienes contratos temporales. La flexibilización no afecta de igual manera a todas las ocupaciones, como puede verse, pero si actúa de una manera transversal y la incidencia en las ocupaciones directivas y profesionales ha aumentado durante la crisis, mientras en el resto de ocupaciones descendía. Esto es así por las características distintivas de la segmentación en la empresa flexible respecto a la empresa fordista: la estabilidad depende de que se ocupen posiciones estratégicas en la producción y no sólo de la jerarquía, aunque esta se relaciona con aquella (Atkinson y Meager, 1986).
Otro cambio dentro de la composición de la clase trabajadora, y de las distintas categorías socioeconómicas, es el aumento del nivel educativo. Durante la crisis ha continuado el aumento del nivel de estudios de la fuerza de trabajo, al jubilarse una cohorte de edad que en su gran mayoría no había tenido acceso a un sistema educativo público y universal (los y las nacidas en los años 50). De esta manera, en 2015, las personas con estudios universitarios suponen en 2015 el 37,6 % de las personas activas, el 41,9 % de las ocupadas y el 43,3 % de las asalariadas. La formación universitaria no está ligada ni exclusiva ni mayoritariamente con puestos profesiones y técnicos, sino que cada vez más es un requisito necesario para entrar en el mercado laboral (gráfico 5).
No obstante, no tenemos que confundir ocupaciones con clases sociales. «Las ocupaciones se entienden como posiciones definidas dentro de las relaciones técnicas de producción; las clases, por el otro lado, son definidas por las relaciones sociales de producción», por lo que para entender la posición que ocupa un grupo social hay que analizar el control que ejerce sobre el capital, los centros de trabajo o la autoridad (Wright, 1980) o, visto de otro modo, el control sobre la fuerza de trabajo, el capital, la organización o la cualificación (Wright, 1994).
El análisis de las relaciones de clase es más complejo que el simple análisis de las ocupaciones y categorías profesionales. «Las relaciones de clase se encarnan en puestos de trabajo específicos, dado que los puestos de trabajo son los ‘lugares vacíos’ esenciales que ocupan los individuos dentro del sistema de producción», tal como insiste Wright (citado en Crompton, 1994). Esto lo podemos observar en las diferencias en salario y condiciones por sexo y edad: estas variables tienen más peso que las escalas de ocupación. Las relaciones de dominación por género o por edad, que también son relaciones de clase, tiene más peso al determinar la situación material o el status que el puesto de trabajo que se ocupa.
A pesar del aumento de la Tasa de actividad de las mujeres, las diferencias entre géneros se mantienen en salarios (tabla 3) y calidad en el empleo. Pero detengámonos aquí en la diferenciación por edad, porque esta diferenciación generacional ha tenido un fuerte impacto político. Las generaciones más jóvenes han sido las grandes afectadas por la crisis, al ocupar los puestos de trabajo del mercado periférico o secundaria. En 10 años las tasas de ocupación (proporción de ocupados/as sobre el total de la población) de las personas entre 16 y 29 años han descendido drásticamente, mientras esta misma tasa aumentaba ligeramente por encima de los 50 años (debido principalmente al aumento de las mujeres ocupadas en esta franja de edad), como puede observarse en el gráfico 6. En cuanto al salario, vemos también que los empleos destinados a jóvenes además de reducirse también han empeorado sus condiciones, con duras devaluaciones salariales.
De esta manera, no es de extrañar que sean precisamente las personas más jóvenes las que mayor desapego muestren el bipartidismo, una institución fundamental para el régimen político y social por ser la alternancia entre PSOE y PP el instrumento principal para resolver las tensiones internas del régimen. Independientemente de la valoración que hagamos del resto de opciones, las consideremos una alternativa al sistema o no, desde luego que los sectores de menor edad optaron en las elecciones generales de 2015 por opciones que representan un cambio respecto al sistema de partidos anterior: la opción más votadas el 20-D entre las personas de menos de 34 años fueron Podemos y Ciudadanos, y entre 35 y 44 Ciudadanos (tabla 5). Si sumamos los votos de Podemos, IU y las Confluencias, observamos que su voto ha sido mayoritario en 2015 entre las personas menores de 55 años (gráfico 8).
Todos estos datos indican que el proceso de entrada al mundo laboral estable, al mercado primario, se ha endurecido: hay menos empleos y en peores condiciones para los jóvenes. Pero, ¿se ha retrasado? En el gráfico 9 reproducimos un índice de inestabilidad, que recoge a los empleados temporales y a los subempleados. Observamos que entre los 25 y los 34 años la precariedad se reduce drásticamente y también observamos que los datos son muy similares antes y después de la crisis. Y esto pensamos que tiene una importancia fundamental en la recomposición del régimen, como veremos posteriormente. Pero antes pasemos al tercer punto.
2.3 La normalización y naturalización de la precariedad laboral
La precariedad provoca la individualización de las relaciones laborales, y asociado a esto tiene el efecto de provocar la normalización y naturalización de esta situación laboral (Antón, 2006). En este sentido, entendemos la precariedad como un sistema que persigue la disciplinación de la fuerza de trabajo: el objetivo último es que los trabajadores y las trabajadoras acepten la degradación de las condiciones de trabajo. Al igual que pasó con la implantación de la disciplina de la gran industria y la homogenización del trabajo, el miedo a perder el trabajo favorece el cambio de modelo de trabajo (Gordon, Edwards y Reich, 1986). No podemos dejar de señalar que, a pesar de toda la nueva retórica de gestión que acompaña el modelo flexible, la herramienta de disciplinación principal continúa siendo el ejército de reserva.
El modelo de empresa «flexible» o en red, junto al cambio en la gestión de las relaciones laborales, persigue reducir la influencia sindical. De igual manera que el desarrollo del taylorismo-fordismo perseguía debilitar la influencia del sindicato de oficio reduciendo la importancia estratégica en el proceso productivo de los cuadros intermedios, el modelo de empresa flexible también es utilizado para minar las bases del sindicato fordista. El medio es la descentralización, que divide a los trabajadores y las trabajadoras e incluso les enfrenta. No es desde luego un recurso nuevo, pero sí que tiene formas y recursos novedosos y variados. Con lo que respecta a nuestra situación concreta, es necesario subrayar que España, por delante de Reino Unido, Eslovenia y Alemania, es el país de la UE que mayor herramientas de flexibilidad proporciona a los empleadores frente a los empleados (Chung, 2006).
A los cambios en la organización del trabajo, se acompañan cambios de tipo ideológico. En el tema que nos ocupa, por ejemplo, el análisis de las clases sociales fue abandonado por las ciencias sociales dominantes y su representación desapareció de los medios de comunicación, del cine y de la televisión (Boltanski y Chiapello, 2002). También desapareció de la investigación social: En nuestro país, a principios de los 90, la categoría clase trabajadora desaparecía de las preguntas de auto-ubicación siendo sustituida por el concepto de clase media-baja en los cuestionarios del CIS (a pesar de que la primer tenía una mayor utilidad y de que se rompía la serie histórica) y en el CSIC la Encuesta de Estructura, Conciencia y Biografía de Clase (ECBC) no se realiza con posterioridad a 1991.
«La gente tiene una tendencia natural a identificarse con las situaciones en las que se hallan inmersos», nos dice Blauner, en su estudio sobre la alienación (citado por Hyman, 1981). Esto es especialmente marcado en las trayectorias laborales actuales, que están marcadas por un ajuste continuo de expectativas a la baja (Casal Bataller, 1999). Podemos deducir que este ajuste de expectativas también se produce en términos de expectativas políticas.
¿Es esta tendencia inevitable? Está claro que no y la evidencia la encontramos en el caso español. La crisis ha provocado un ciclo de movilizaciones y una fuerte deslegitimación del régimen, como observamos en el gráfico 10. Pero la conversión de la crisis económica en crisis política no fue inmediata. En los primeros años funciono la válvula de escape que supone la alternancia bipartidista. La frustración por la crisis se dirigió contra el partido en el Gobierno, el PSOE, y encumbró al PP. Sin embargo, en las elecciones generales de 2011 el bipartidismo comenzó a perder votos por primera vez desde 1989, señalando los primeros síntomas de la crisis del bipartidismo. En el primer trimestre de 2012, la intención de voto del bipartismo se hunde (gráfico 10).
Pero antes de que el bipartidismo comenzara a perder votos, la valoración de otras instituciones del régimen comenzaban a deteriorarse. Un indicador clave es la confianza en la democracia, pero su nivel comenzó a ser tan bajo que el PP decidió eliminar la pregunta del cuestionario del CIS. Podemos observar también el descenso hasta 2013 de la valoración de las principales instituciones, pero estos datos son menos continuos. Para analizar el deterioro de la legitimidad del régimen, es decir hasta qué punto la mayoría de la población confían en el sistema para salir de la crisis, podemos analizar la evolución de dos indicadores indirectos: la prospección política y económica. Estos indicadores, que señalan la confianza en el futuro económico y político, comienzan a hundirse entre 2011 y principios del 2012. Antes de que esta frustración se traslade a una pérdida de intención de voto del bipartidismo.
Como hemos dicho, la crisis económica no provocó inmediatamente una crisis política. Tampoco las movilizaciones causaron un efecto inmediato, aunque se puede observar el efecto de las huelgas generales en el descenso del voto al bipartidismo. Sólo «el efecto acumulativo» de las movilizaciones «va a debilitar el aura de inevitabilidad que rodea y protege a las relaciones sociales tradiciones», como escribía el sociólogo marxista Hayman (1975).
Sobre estos «efectos acumulativo», Hayman insiste en la necesidad de combinar movilizaciones laborales con otros movilizaciones sociales que estimulen «la formulación de reivindicaciones de nuevo tipo y nuevas formas de acción» (1975). Esta combinación provoca un estallido en la conciencia colectiva, como el que hemos vivido en nuestro país: «Cuando están dedicados a la lucha colectiva, los trabajadores son más sensibles al atractivo de nuevas visiones del mundo; los elementos ‘desviados’ de las actitudes de clase obrera surgen por doquier, mientras que los supuestos convencionales de la sociedad ‘oficial’ pierden momentáneamente su dominio» (1975).
En este «efecto acumulativo» las huelgas generales han tenido un gran efecto, como se observa en el gráfico 10, porque conectan la realidad laboral con la realidad política. Pero tiene una importancia especial en España, con un tejido empresarial muy fragmentado, y en un contexto de precarización: las huelgas generales son, para una parte importante de la clase trabajadora (precaria, de pequeñas empresas o expulsada del mercado de trabajo) su principal contacto con el movimiento sindical.
Sin embargo, si observamos la gráfica 10, podemos ver como los indicadores que estamos utilizando para seguir la crisis política (intención de voto al bipartidismo y optimismo respecto al futuro político) se estabilizan en 2013 y como a finales de ese año cambia la tendencia. ¿Qué encontramos tras esto? Por un lado, observamos como la tasa de desempleo comienza estabilizarse y luego descender a partir de marzo de 2013. Esto se traduce en un optimismo respecto a la evolución económica, optimismo que comienza a crecer justo a partir de abril de 2013. Por otro lado, el 2013 es un año de reflujo de la movilización. Comienza a materializarse la salida precaria a la crisis, basada en bajos salarios, contratos temporales y aumento de la contratación a tiempo parcial.
Las elecciones europeas del 25 de junio de 2014 y la movilización del 22 de marzo de 2014 llegaron ya cuando este periodo de reflujo parecía consolidado (gráfico 10). De hecho, según los datos del CIS, la aparición de nuevas formaciones políticas (Podemos y Ciudadanos) no supuso un descenso a medio plazo en la intención de voto del bipartidismo: desde enero de 2014 (y salvo la encuesta de julio de 2014) la tendencia es ascendente.
CONCLUSIONES
Según la hipótesis de este artículo, la crisis política la provocó la combinación de crisis económica y de sucesivas movilizaciones masivas. Tres huelgas generales, el hito del 15-M e importantes movilizaciones populares de todo tipo provocaron, sobre la base de la deslegitimación de las instituciones que la crisis estaba provocando, que se abriera una importante brecha en el régimen político y social. La crisis llego a su máximo, en términos de movilización y descrédito del sistema político en 2012.
Sin embargo, durante 2013 y en adelante, se fue consolidando una salida precaria a la crisis. Esta precarización, unida al reflujo de la movilización, explica la lenta recuperación del régimen y el giro a la derecha de las elecciones de 2016. En este contexto, la aparición de nuevos partidos (especialmente Podemos) son la expresión muy destacada de la crisis política, pero llegan ya cuando ha comenzado el periodo de estabilización y desmovilización.
La derecha ha aplicado una política de shock, a modo de las descritas por Klein (2007). La larga crisis, que ha traído momentos de movilización brillantes, en último término ha sido un factor de disciplinación de la mayoría social. Al fin y al cabo, España no escapa de la dinámica que está ocurriendo en otros países de nuestro entorno: desde Francia y Reino Unido hasta Argentina y Venezuela. La derecha neoliberal no se conforma con gestionar, sino que aspira a transformar política, económica y culturalmente la sociedad, y ha aprovechado la crisis para ello.
¿Cómo revertir la tendencia de estabilización del régimen? Tenemos que aprender del ciclo de movilizaciones de 2010 a 2012: sólo desde la movilización amplia y sostenida podremos combatir la precariedad y el conformismo. Como en este ciclo de movilizaciones, las luchas más efectivas han de partir del enfrentamiento concreto a las consecuencias de la crisis económica y de la movilización del trabajo. Al igual que en 2010 y 2012, se trata de acumular distintas formas de lucha que puedan involucrar al conjunto de la clase trabajadora, teniendo en cuenta que una gran parte está en paro o en precario.
El paro y la precariedad se desarrollan en un espacio fragmentado y suponen un difícil reto para un proyecto emancipador. Como nos explicaba Hyman, «a medida que el elemento más básico de control del trabajo —si un empleo determinado va a existir— asume una importancia clave, la viabilidad de una lucha fragmentada queda erosionada: es imposible combatir con éxito al empresario en el centro de trabajo, si su intención es de hecho la de dejar de producir completamente. Una campaña a favor del ‘derecho del trabajo’, sólo puede desarrollarse con eficacia si es una reivindicación general, con consecuencias explícitamente políticas y no meramente económicas» (1975: p. 121). El consejo, escrito al comienzo de la crisis del fordismo continúa siendo útil: la clave es unir luchas y rebasar las reclamaciones económicas partiendo de los problemas concretos de nuestra clase.
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ANEXO: TABLAS