Voy a intentar, en pocas páginas,  reseñar las líneas fundamentales de un proyecto, el de la izquierda transformadora andaluza en un momento determinado. No lo titulo «historia» porque quizás sería demasiado ambicioso, pero, en todo caso, son los preliminares de una historia concreta; y hablo de historia no como pasado: la historia también se desarrolla en el presente. Y esta modesta crónica reproduce los perfiles de un proyecto que sigue siendo historia, a mi juicio: que sigue estando vigente en algún grado. Otra cosa es que se haya podido producir un corte, que se haya dado un fallo estratégico últimamente en el diseño y en la lógica de la izquierda transformadora andaluza, que nos puede abocar a una división seria, dado que, a través de cierta operación, todo se ha intentado refundar en el interior del «espacio» andalucista en versión «moderna»; operación a la que se le ha intentado dar el cuerpo de un nuevo sujeto político acorde con la renovación que parece exigir el supuesto presente, pero que podría suponer de alguna manera, de haberse consumado, la inmersión de la izquierda en una especie de parque temático de la equidistancia.

Intentar evitar o paliar esa posible división (orgánica, en la capacidad de alianzas y en el cuerpo electoral) nos exige un esfuerzo crítico y autocrítico: a ello intento contribuir modestamente con este artículo.

 

I. El octenio prodigioso

Entre 1977 y 1984 se dieron unas condiciones históricas determinadas, en el marco del proceso constituyente que supuso la Constitución del 78 y la llamada Transición, es decir, en el tránsito pacífico (ya veremos que no tanto) de una dictadura a una democracia. Mientras a nivel general se daban los pasos para la aprobación y la puesta en marcha de la «Constitución de la democracia», al par que se iba instaurando el discurso oficial sobre la modélica Transición, en Andalucía levantaba el vuelo una lucha específica por la autonomía plena y contra las condiciones seculares de dependencia y subdesarrollo. En esta encrucijada se produjo la creación del Partido Comunista de Andalucía y de una estrategia transformadora y participativa que desembocaría en «Convocatoria por Andalucía», como paso previo a la creación de Izquierda Unida en todo el estado.

Precisamente el año de 1977, con el que se inicia el octenio (prodigioso) que vamos a enfocar, supuso el pulso más serio de las fuerzas reaccionarias, enquistadas en los aparatos del estado, frente al avance de los contenidos democráticos, y esto porque se abrían paso de manera clara dos medidas que no podían aceptar, pasara lo que pasase: la legalización del PCE y la distribución autonómica del poder central (le conversión del estado centralista en un estado compuesto).

El asesinato de los abogados laboralistas de Atocha y el asesinato de García Caparrós señalaban hasta dónde estaban dispuestos a llegar los franquistas en un momento en que todavía no había constitución, pero se ponían ya en movimiento algunas líneas que después serían fundamentales en su texto. El franquismo echó su cuarto a espadas e intentó detener el tren de las libertades, logrando, paradójicamente, todo lo contrario: los crímenes de Atocha precipitaron la legalización del PCE y el asesinato de García Caparrós supuso una contribución neta a la postulación del estado de las autonomías y, de otra parte, a la apuesta desde la base social para que Andalucía tuviese una autonomía plena.

Las grandes manifestaciones del 4 de diciembre se gestaron desde el punto de vista de la convergencia popular más amplia, contando desde el principio con la oposición de la derecha. El llamado Pacto de Antequera, antes de aprobarse la Constitución, sentaba las bases para no admitir otra cosa que no fuera la autonomía plena andaluza y, a la vez, impulsaba con fuerza los elementos clave de lo que después cristalizaría en la llamada «Constitución de las autonomías».

Al mismo tiempo, desde el principio, el texto de los acuerdos posteriores se escribía antes en las calles, a través de una movilización muy amplia, a lo largo de una Transición que arrancó en aquellos momentos y que fue de todo menos pacífica (repito: otra cosa es la versión oficial que de ella se hizo y que sigue manteniendo contra toda evidencia que fue una transición «modélica» y sin derramamiento de sangre).

La organización del PCE en Andalucía había instalado su política en el seno de la movilización y con la idea clara y decidida de que no se podía perder una oportunidad histórica excepcional, que se expresaba multitudinariamente en la calle, donde se respiraba un espíritu común de novedad histórica y radicalidad andalucista de clase. Novedad, radicalidad constituyente y convergencia social de perfiles muy amplios (unos dos millones de manifestantes en la calle el 4D), que los franquistas intentaron cortar con el crimen de García Caparrós, que no murió al poner la bandera en el edificio oficial, sino cuando andaba por la calle junto a otros compañeros. De ahí que se dijera desde el principio que era un crimen de estado, un crimen premeditado, y de ahí que los asesinos hayan tenido la protección de los aparatos franquistas y posfranquistas (y de alguna manera los del bipartidismo) prácticamente hasta el presente. Fue, sin duda, un crimen de estado frente a la autonomía andaluza y a la construcción del estado de las autonomías.

En 1978 la legislatura constituyente se cerró con un acuerdo constitucional muy amplio, aunque no total, dadas las resistencias por parte de la derecha ante el diseño autonómico, que por otro lado tampoco compartía una parte de los partidos nacionalistas.

El acuerdo de la Transición cobraba cuerpo en el texto que iba a marcar la vida política desde entonces, Y aquí habría que establecer dos matices:

1) Una cosa era la Transición, tal como se produjo realmente, y otra el discurso hegemónico sobre ella.

Y 2) Una cosa era la Constitución del 78, tal como se aprobó, y otra cosa distinta la lectura bipartidista  y neoliberal de la Constitución, que es la que ha llegado a nuestros días y que sigue amparando lo que se conoce como «Régimen del 78».

Y quizás para entender las cosas en sus justos términos históricos y políticos habría que detenerse un momento en esta dialéctica rota de la Transición y la Constitución del 78.

I.I La dialéctica tronchada de la Transición y la Constitución

Quizás un salto hacia adelante en la secuencia narrativa nos puede permitir entender mejor el espacio real (no el espacio publicado) en el que se desarrollaba la política.

La Transición tiene dos relatos, uno oficial, hegemónico hasta ahora, y otro extraoficial, que funcionó en las calles de forma paralela y contradictoria. Solamente ahora, tras el auge de los proyectos de memoria, una vez superada la amnesia decretada por la Transición, empieza a cobrar fuerza el discurso no oficial, que ha llegado incluso a calcular en vidas el coste dramático de la Transición.

El relato oficial se basa en que unos pocos hombres de estado, presididos por un rey ejemplar, supieron acordar el tránsito entre la dictadura y la democracia en torno a una mesa, a través de un esfuerzo histórico de consenso y de cesiones de unos y de otros, en el marco, como diría Vázquez Montalbán, de una «correlación de debilidades» que, por un lado, impedía la vuelta atrás y, de otro lado, no tenía fuerza suficiente para un avance profundo en el terreno de las libertades. En todo caso la operación se vendía como algo prodigioso, «modélico», y que podía servir de ejemplo en todo el mundo. Entre otras cosas porque, según repetía el discurso oficial, había sido una transición sin sangre, prácticamente sin lucha; como si todo un país hubiera suspendido su acción cotidiana a la espera de lo que pudieron acordar los sabios heroicos de la Transición y un rey taumatúrgico.

El discurso real hablaba y habla ahora, con fuerza cada vez más creciente, de una lucha constante que, de una manera o de otra, transpareció después en el texto constitucional y se alargó en las calles y en la política cotidiana durante bastantes años. Entre 1977 y 1983 se han documentado cerca de 600 muertos, 188 de origen institucional, teniendo en cuenta el posfranquismo policial y los grupos de ultraderecha consentidos, cuando no organizados y dirigidos por el poder que se pretendía desmontar.

Si el PCE, por ejemplo (atrevámonos a dar números), podía disponer de unos 300.000 activos en toda España, los grupos «radicales» o de extrema izquierda podían estructurarse a través de unos 30.000 militantes, entre trabajadores, intelectuales y estudiantes. Y realmente en la base social no había una discontinuidad entre el PCE y los demás, que solían entenderse en los barrios y pueblos en los temas esenciales y salir a la calle juntos en innumerables ocasiones, si bien es verdad que era permanente la división en dos asuntos: autodeterminación versus autonomía y en la cuestión de la depuración de los cuerpos represivos.

El caso es que el proceso de desmontaje del poder franquista, dadas las consecuencias cotidianas de la interpretación hegemónica de la Transición, supuso al mismo tiempo el desmontaje de muchos grupos y espacios de lucha antifranquista. Muchos grupos políticos desaparecieron (ORT, PTE, LCR, MC, PCE-ml...), pero bastantes de sus militantes están hoy en la izquierda actual. Es decir, para ser más precisos, una parte desapareció, otra se incorporó al PSOE y el resto se unió a la izquierda transformadora.

Proceso de desmontaje que también se dio en los movimientos sociales, debilitados, desaparecidos o reformulados a lo largo de la Transición, como el movimiento vecinal, el sindical, el movimiento de la cultura, el MDM, el movimiento feminista en general, el movimiento estudiantil, o la misma lucha ideológica a través de la implicación de los intelectuales y artistas. Desaparición paralela a la de las grandes agrupaciones sectoriales del PCE, como la de abogados de Madrid, que pudo suponer en su momento más de 150 militantes.

La Constitución, en el mismo sentido, tiene dos relatos, y una dialéctica, no por oculta, menos tronchada y a veces hasta tramposa. El texto Constitucional y la Ley de Amnistía fueron las dos piezas en que se puede resumir el núcleo del discurso político-jurídico transicional. La Ley de Amnistía, aprobada durante los años constituyentes de la Legislatura Cero (77-79), soportó al final de su tramitación la inclusión de unas líneas, pactadas extraparlamentariamente, por las cuales se incluían en los beneficios a los funcionarios y demás personal del régimen franquista, a partir de lo cual el Tribunal Supremo ha llegado a considerarla una especie de ley de punto final que impide procesar a los franquistas, a pesar de los tratados internacionales y de la imprescriptividad de ciertos delitos.

De un lado, por tanto, la Constitución que se aprueba es un texto consensuado que, partiendo del pie fijo de la monarquía (es la parte necrosada del texto desde el inicio) desarrolla un marco de principios y espacios en los que hubiera cabido una política aceptable, tal como solía explicar Julio Anguita, y desde luego recogía algo más que el germen, a través del capítulo de las autonomías, para un estado federal, es decir, un estado compuesto pleno. Y otra cosa es lo que pasó a partir de su aprobación, por medio de limitaciones constantes que funcionaban a modo de reformas encubiertas, y de modo muy sangrante a partir de la gobernación de Felipe González (1982) y su implementación de la que podríamos llamar Transición Neoliberal.

Pero no solo hubo reformas encubiertas, sino también auténticos cambiar de la matriz de fondo, que han hecho actualmente de la C78 un texto carbonizado, que, sobre todo, funciona como un tótem y un tabú a la hora de defender el régimen del 78 por parte de la derecha española y por su socio de bipartidismo, el PSOE. Y nos podemos referir a los siguientes cambios explícitos de fondo: A partir de la aprobación de los términos de Maastricht, cambia todo la base jurídico-política: La C78 deja de contener, o solo lo hace virtualmente, los elementos fundamentales de la soberanía nacional-popular, que se entrega a la administración de la UE, con lo cual cede los términos esenciales de sus políticas fundamentales, empezando por la económica. Esta reducción tiene su última y definitiva vuelta de tuerca con la aprobación de la reforma del artículo 135 de la C78, por el cual el gasto social, por ejemplo, se subordina a los compromisos financieros y al pago de la deuda, eliminándose incluso las posibilidades de debate en el Congreso en torno a los presupuestos anuales. O, por ejemplo: la famosa LOAPA, que se aprobó por el bipartidismo tras la entrada de Tejero en la Cortes en 1981, cuya filosofía se aplica realmente a través del desarrollo, en gran parte gratuito y sin una ley orgánica que lo desarrolle, del artículo 155, cuya extraña formulación se hizo así por los redactores constitucionales con la no siempre callada motivación de que no se pudiera aplicar nunca. Y, al mismo tiempo, la enmienda esencial y permanente a la C78, que no es otra que el incumplimiento flagrante de sus aspectos más sociales y democráticos.

I.II Congreso Constituyente del PCA

En 1979 se celebra en Torremolinos el Congreso Constituyente del PCA. Los vectores políticos basilares de este Congreso parten de la necesidad de que el marco jurídico-político constitucional se cumpla en su alcance máximo, por razones de diseño de un estado con el poder descentralizado y de cara a la superación del subdesarrollo y la dependencia andaluzas. El otro vector clave era la consecución de una fuerte organización comunista en el seno de una política de alianzas amplia, aún por definir (habría que esperar a 1984), pero que tenía que concretarse en el seno (y como parte) de un bloque socio-político crítico y alternativo.

El debate del Congreso estuvo atravesado desde el principio por una tensión entre un centralismo larvado y la necesidad de realizar el diseño futuro contando, a partir de la C78, con una especie de andalucismo radical de clase, que al final logró carta de naturaleza a la hora de concebir el papel de Andalucía dentro del nuevo estado. A este respecto Andalucía reclamaba los mismos derechos y competencias que vascos, catalanes y gallegos, en el marco de un estado compuesto que, además, no concebía el diseño de una España con comunidades a dos velocidades. Precisamente esta tensión interna, que no logró sintetizarse totalmente, reapareció más tarde en el proceso de consecución de la autonomía plena y, posteriormente, a la hora de diseñar una salida definitiva al Estatuto (Rojas Marcos propuso abandonar la vía rápida y profunda del artículo 151), que estaba atascada por el descuelgue de Almería en el referéndum del 28F. Tensión que está en la base de los cambios que se produjeron en la dirección del PCA a principios de 1981, que pasaron por la dimisión del anterior Secretario General (Fernando Soto) y la elección de uno nuevo (yo mismo).

De otro lado el PCA, que a partir de entonces tendría estatutos propios, apostaba de cara a su programa y a la próxima elaboración del Estatuto de Andalucía por redefinir el papel que el capitalismo le había asignado a Andalucía, convirtiéndola en un territorio subdesarrollado y fuertemente dependiente, con un modelo productivo que necesitaba una transformación profunda en sus aspectos nodales, de ahí que, a partir de entonces, la reforma agraria, concebida como una respuesta integral, sería una pieza clave en el diseño de las apuestas estructurales y programáticas del PCA, que consiguió incluirla en el Estatuto entre las medidas que Andalucía necesitaba.

Al mismo tiempo el Congreso constituyente ratificaba la necesidad de un partido fuerte y participativo. Los problemas de organización y crecimiento gastaron una parte muy importante del tiempo del Congreso. No se concebía ninguna salida transformadora al margen del partido como palanca esencial del cambio. Un partido amplio, bien cohesionado y con un proyecto que se organizara socialmente, a través de un trabajo constante de articulación y ampliación entre la gente y los movimientos sociales.

El papel decidido que el PCA jugó de cara al 4D y todo lo que significaba esta fecha como disparo de salida de un proceso autonómico constituyente de máximas competencias, se repitió, en cuanto a dedicación e intensidad, de cara a los refrendos que se produjeron: el de la autonomía plena, el 28F de 1980, y más adelante, durante el Otoño del 81, el referéndum de ratificación del Estatuto.

Entretanto el comandante Tejero  había comparecido en el Congreso sin que ningún grupo, al menos aparentemente, lo hubiera solicitado.

El intento de golpe de estado de febrero de 1981 tiene lugar cuando aún no se había aprobado en la Comisión Constitucional del Congreso el texto de Estatuto Autonómico remitido por Andalucía.

Las causas que provocaron la organización del intento de golpe, que sin duda partía de una permiso más o menos explícito de La Zarzuela, eran tres (más una) fundamentalmente. De una parte el avance de la España autonómica, fuertemente dinamizada por los tirones de Euskadi y Cataluña, y algo más tarde, de manera inesperada, por esa Andalucía que hasta ese momento se suponía que no iba a dar ningún problema ya que siempre había sido la «España más España». De otro lado, la legalización del PCE era algo que no había podido asumir una parte muy importante de los generales y altos mando del ejército. También contenía el intento de golpe una respuesta a todo o nada, con ley o sin ley, contra el terrorismo de ETA, que no dejaba de matar por aquellos entonces. También, sin duda, se añadió el asunto OTAN, dado que la mitad del hemiciclo, el PSOE también en aquellos momentos, no admitía como referente, rechazando la adhesión de España a ella.

Precisamente a estos problemas responde el pacto de capó, a la puertas de Congreso, tras una noche de espanto en la que intentamos enterarnos de algo por medio de transistores clandestinos, y pacto que se realizó después de que el tardío Rey saliera por televisión desautorizando el golpe, una vez que Tejero había desestimado absolutamente la constitución de un gobierno de concentración con civiles de todos los partidos (él dijo que solo militares y sin aceptar después el refrendo que se había preparado en el Congreso para constitucionalizar el golpe, siguiendo el libro de estilo de De Gaulle).

A partir de la intentona se pretendió, por una parte, frenar el impulso autonómico («racionalización del proceso autonómico», era la fórmula repetida), a través de una ley orgánica, la LOAPA, que concibieron la derecha y el PSOE y que era, de hecho, una reforma encubierta de la C78. Ley que en gran parte desmontó el Tribunal Constituciones, pero que el bipartidismo aplicó a su manera, enfriando por ejemplo, hasta la congelación, el Estatuto Andaluz a partir de la dimisión de Escuredo en 1984.

De otro lado, la situación terrorista se saldó de una manera determinada que con el tiempo, no mucho, derivó en el terrorismo de estado a través de la creación del GAL.

Se despejó igualmente la necesidad de que los partidos del sistema apoyarían la adhesión de España a la OTAN.

Se empezó a decir que tras el golpe y, sobre todo, tras el triunfo electoral del PSOE en 1982, la Transición había terminado y se entraba, por utilizar términos usuales hoy en día, en la «nueva normalidad» del estado. O sea, el régimen consolidado, incluso por encima (o por debajo) de la Constitución, del consenso transicional: el régimen del 78.

El caso es que con el intento de golpe se repetía, de alguna manera (valga la comparación), algo que ya ocurrió en 1936: la legalidad democrática se cortaba, o se intentaba cortar, tras las tramitación de los estatutos de los territorios históricos y cuando le correspondía el turno a Andalucía, que había presentado en el Congreso un texto de máximas competencias. Antes de pasar a la comisión Constitucional hubo sondeos a fin de poder racionalizar y reacondicionar el Estatuto de Carmona, pero la posición del PCA era definitiva: las competencias del artículo 151, o vía rápida y profunda, eran irrenunciables. Y el Estatuto no se recortó. No solo ni principalmente por la posición del PCA, sino fundamentalmente por la inmensa presión que subía desde las bases sociales, que a lo largo de todo el proceso y la tramitación posterior, desde el 4 de diciembre de 1977, pasando por el 28 de febrero de 1980 (superando después el descuelgue provisional de la provincia de Almería con el cambio de la ley de modalidades de referendums) exigía con la gente en la calle la necesidad de los instrumentos más potentes a la hora de solucionar el paro, endémico, y el bucle interminable del subdesarrollo y la dependencia. Andalucía, se repetía, no quería ser más que nadie, pero no aceptaba ser menos. El PCA, en todo caso, intentaba expresar en todo momento, de manera rigurosa, esa presión del sujeto histórico constituyente, tumultuario desde luego, que se expresaba de manera sostenida en el espacio público andaluz y que el Comité Central del PCA asumió sin problemas, aunque con algún desgarro sobre la marcha.

El Estatuto andaluz tenía el mismo nivel competencial y político de los estatutos de los territorios históricos, salvando incluso, como caso único, dos referendums para alcanzar su aprobación. Solo un detalle quedaba atrás, que pronto sería arreglado: la posibilidad de convocar elecciones por disolución fuera de las fechas fijas en que se celebrarían las municipales y las autonómicas de los territorios de la vía lenta.

El Estatuto recogía la reforma agraria, y hubo no pocas presionas, muchas veces vehiculadas a través de la dirección del PCE, incluido su secretario general, intentando suprimir o matizar esa competencia. La posición del Comité Central del PCA era firme y definitiva y así lo transmití en conversaciones y reuniones, sin aceptar ningún tipo de modulación.

En 1982 Felipe González arrasaba en las elecciones generales y su proyecto, con independencia del que había presentado en la campaña, se basaba en la necesidad de una reconversión neoliberal de la economía y de una adaptación, o enfriamiento, de las competencias constitucionales, en sintonía con el ritmo que había adoptado el llamado régimen del 78 y el entendimiento constante, en los problemas de estado, de los dos polos del bipartidismo. González cambió involutivamente el país y lo hizo en nombre de la izquierda, mientras la izquierda «radical» (se han dado antes siglas) se reducía paulatinamente, y el PCE, por su parte, se debatía en crisis interminables que lo pusieron al borde del precipicio.

Los resultados electorales del PCE en 1982 fueron muy escasos y la crisis que se inició era irreversible en algunos aspectos, suponiendo a corto y medio plazo la salida de Carrillo del PCE y el intento de regreso a la casa común, tras una serie de piruetas, resolviéndose así la ruptura que marcó el PCE a partir de 1920, separándose del PSOE y de las posiciones socialdemócratas, que en el caso del PSOE a partir de 1982 eran, sobre todo, posiciones social-liberales, en sintonía casi completa desde el principio con el neoliberalismo internacional, hegemonizado por los EE.UU., que iba cristalizando en lo que después constituiría la vía única de «modernización», y política «normal», en los sistemas democráticos occidentales.

Pero ni el PCE ni el PCA, a pesar de las enormes dificultades y de la defección de una parte importante del equipo histórico nucleado en torno a Carrillo, regresaron a la «casa común».

 

II. Convocatoria por Andalucía, un proyecto del PCA

Había que reaccionar y se reaccionó. La respuesta era sin duda organización-organización-organización y movilización constante y cada vez más amplia en el horizonte de un bloque social crítico y alternativo que, sin duda alguna, exigía a cada paso una política de alianzas cada vez más abierta y audaz. Echaba a andar la política de convergencia.

Al mismo tiempo, el grupo parlamentario comunista en el Parlamento andaluz, integrado por 8 miembros (El PSOE de Escuredo había arrasado en las elecciones de 1982) no dejaba de estrellar pelotas en el muro, desarrollando incansablemente el programa presentado en las elecciones, incluida una ley de reforma agraria integral (RAI) y presupuestos generales alternativos desde el punto de vista de una política de pleno empleo y de transformación del sistema productivo andaluz.

Desde el principio se entendió que la movilización era una parte integrante del programa. En este sentido, no se trataba tanto de participar en todas las movilizaciones que se plantearan, que también, sino en la filosofía de ser parte primordial del conflicto. No solo estar en el conflicto, sino ser parte del conflicto, es decir, ser el conflicto, fundamentalmente por lo que se refería a los asuntos estructurales, estratégicos. De ahí la convocatoria de la Primera marcha a Rota, contra las bases norteamericanas, o el apoyo decidido a la Marcha por la Reforma Agraria integral, a pesar de ciertas opiniones sindicales, como el resto de las movilizaciones de fondo que se sucedieron, como la convocada bajo el rótulo de Salvemos Doñana. Al par se inició un gran debate, que duró mucho tiempo, y que dio paso a la reconversión feminista del PCA. Todo lo cual se condensó en definitiva en una forma de entender las cosas, política y programáticamente, que se conoció como la estrategia roja, verde y violeta.

En todo caso había que responder a la gran crisis comunista que se había generado a partir de los resultados de las generales en el 82, respondiendo a la vez al bipartidismo y, en su seno, a un PSOE que no concebía ni admitía la existencia de una izquierda transformadora. «A la izquierda del PSOE está el abismo», llegó a decir Guerra.

Tras un intenso debate sobre la política de convergencia, se lanzó la nueva etapa en 1984, en un mitin multitudinario en la Plaza de San Francisco de Sevilla, precisamente el 28F, día de Andalucía. El acto además se entendía como una especie de «moción de censura popular» a un gobierno, presidido por Escuredo, que a pesar de sus buenos resultados estaba paralizado dos años después de las elecciones. Efectivamente, tras aprobarse en el Parlamento, a propuestas del PSOE, una ley de reforma agraria, que el PCA no aceptó, por limitada, y en el seno del debate a fin de que se delegaran en Andalucía las competencias del Guadalquivir, el gobierno central, presidido por Felipe González, que estaba dibujando los perfiles de la modernización neoliberal, congeló la gobernación de Escuredo, que no tardó en dimitir, dos años después de su gran triunfo electoral.

La dimisión de Escuredo supuso de hecho la congelación del Estatuto de las competencias plenas conquistado en 1980. Felipe González respondía. El nuevo presidente, Rodríguez de la Borbolla, abrazó desde el principio el realismo político y la prudencia de quien está dispuesto a convertir la autonomía plena en un simple enunciado, en una mera descentralización administrativa. Un presidente que venía dispuesto a corregir el impulso «aventurero» que trajo la autonomía plena y que un día, cuando le preguntaron que era ser socialista en el siglo XX, respondió que ser socialista era simplemente «hacer cositas».

En aquel mitin del 28F de 1980 intervinimos Julio Anguita, alcalde de Córdoba, y yo, como Secretario general del PCA. Desde el principio de cohesión y la necesidad de seguir organizando un PCA fuerte, anunciamos que, en el seno de una política de convergencia, el PCA estaba dispuesto a abrirse a alianzas con otros grupos políticos de cara a nuevas candidaturas, en el marco de una congruencia programática y con el objetivo de introducir cambios estructurales en Andalucía. En este sentido, el PCA convocaba a una estrategia participativa que podía terminar en candidaturas de encuentro e integración, representativas del bloque social crítico y alternativo.

Se iniciaba una nueva fase que se basó, en principio, en la elaboración de un documento de «convocatoria». Dicho documento, que en principio fue «el de los leones» (por el escudo de Andalucía),  definitivamente fue «el de las amapolas» (por la portada que se eligió, llena de rojos y verdes). Dicho documento, Convocatoria por Andalucía, concitó un enorme debate en todas las agrupaciones de Andalucía. Entre enmiendas de estilo y enmiendas de contenido, se aprobaron en torno a ochocientas matizaciones. No se presentó ninguna enmienda de totalidad. Y el documento final, con la portada llena de amapolas, circuló por toda la organización. A tal efecto Julio Anguita y yo mismo visitamos todas las provincias, organizando grandes actos en donde presentábamos las líneas fundamentales de la estrategia y, de alguna manera, le dábamos carta de naturaleza a un posible cambio de «empleo» de Julio, que poco a poco se alejaba de su largo ciclo en la alcaldía de Córdoba y aparecía ya como la propuesta explícita de candidato a la presidencia de la Junta de Andalucía. Candidato que tendría que ser convalidado por la convergencia de fuerzas que se produjera.

El documento analizaba la crisis estructural de Andalucía, criticaba la gestión política que hasta el momento se había hecho (por un Gobierno «que asiste impasible a la profundización de la crisis, asumiendo de hecho el modelo económico que se marca desde Madrid»), mostraba la voluntad del PCA para ponerse plenamente al servicio de los cambios necesarios, adjuntando los términos de una alternativa de progreso basada en la convergencia, y de un programa, concebido no como programa electoral sino como programa de gobierno, para finalmente realizar una convocatoria amplia,

 

desde la necesidad de reagrupar a miles de ciudadanos que no comparten el curso de los acontecimientos y desde la ilusión de que es posible modificar esta situación. Hoy Andalucía exige un impulso político mayor y una fuerza capaz de hacerlo avanzar. El PCA está dispuesto a poner en tensión toda su capacidad para construir una alianza social que pueda imponer otra política... A este compromiso llamamos... a todos los que saben que el progreso y la historia la hacen los pueblos.

 

Desde el principio quedó claro que no se pretendía construir un nuevo sujeto político que refundara al PCA, sino que, a fin de asegurar la estrategia, se trataba de plantearse como objetivo primordial el reforzamiento orgánico del PCA y el aumento de afiliación y militancia. En suma, es preciso implicar a todo el Partido en esta tarea, haciendo del PCA un organismo que desde todas sus agrupaciones y núcleos de dirección se lance al compromiso de poner en pie dicha alternativa. La capacidad para organizar las acciones de masas es el único criterio para enjuiciar si se está en posesión de la línea política, si existe unidad en el Partido y si hay verdadera disciplina.

Y previamente al lanzamiento del proyecto, y acompasándonos después a su desarrollo material, se producía una teorización constante del proceso iniciado, sin falsa (por reductora) pedagogía ni simplificaciones. El documento de lanzamiento superaba los quince folios y al par se produjeron decenas de informes, resoluciones y análisis, (que resumiremos a continuación), que asentaban la filosofía de «Convocatoria por Andalucía».

Yendo al fondo, «Convocatoria por Andalucía», aparte de comportar un método participativo, era un proyecto de alternativa de poder. No pretendía la alternancia, ni ser una bisagra, sino que se basaba en la filosofía de la alternativa: ser otra cosa. Preconizando, por tanto, una alternativa de gobierno, de estado (jugando Andalucía un papel distinto), y de sociedad.

«Convocatoria» partía de la vocación de gobierno. Se creaba para gobernar, desde un «necesario» realismo, por tanto. En este sentido la pregunta que solía plantearse, a la hora de concebir el programa, o cualquiera de sus medidas, no era otra que la siguiente: ¿Qué haríamos nosotros, desde un punto de vista de izquierdas, al día siguiente de empezar a gobernar?

Por lo tanto no se partía desde el «guevarismo» (teórico) de querer perder, de no querer gobernar. De hecho se ofrecía un programa pormenorizado y, a la vez, desde el documento de las amapolas, se proponía un candidato con amplia experiencia de gobierno en el Ayuntamiento de Córdoba: Julio Anguita.

Eso sí, se quería gobernar de otra manera, con propuestas transformadoras elaboradas participativamente. El programa, por tanto, no era la obra de gabinetes técnicos, sino de amplias áreas de elaboración donde junto a los técnicos estaba la gente, la gente corriente, atreviéndose a hablar de sanidad, por ejemplo, y atreviéndose a concebir la posibilidad de tener que gobernar desde una óptica transformadora, sabiendo desde el principio que los votos sin la participación y la organización sociales no lograrían imponer los cambios necesarios.

Desde el principio se repitió la idea, en aquel momento de crisis de la izquierda transformadora y del propio PCE, de que la propuesta de «Convocatoria» no era una parte del PSOE, no era la izquierda del PSOE, ni pertenecía ya a aquella casa común en la que se dio una ruptura histórica al principio de los años veinte. Era, por tanto, una propuesta independiente del PSOE e independiente de cualquier poder del sistema. Y en este sentido, cuando algún tiempo después se aprobó en IU que no se pretendía construir una variante de superficie sobre lo que había, para gobernar «en» el sistema, sino que se luchaba por conquistar la sociedad socialista, se cerraba un debate en cuyo seno los renovadores siempre definían el proyecto por su cercanía o su alejamiento con respecto al PSOE, que se constituía así en el santo y seña de los que, poco después, pidieron la aprobación del Tratado de Maastricht, por ejemplo.

Consecuentemente la propuesta programática sobre Andalucía partía de la base misma del problema, y planteaba, por tanto, la necesidad de un cambio del sistema productivo y un cambio radical de la política económica, así como la necesidad de romper el papel estructural que el capitalismo le había asignado a Andalucía, acabando así con una dependencia secular que suponía un dogal inadmisible, fuente de la pobreza, el paro endémico, la emigración y el círculo vicioso del subdesarrollo.

De este modo los objetivos planteados en el «Documento de las amapolas», eran unos objetivos que podían suscitar, si se trabajaba a fondo (en la lucha comunicativa, cultural y política, creando la hegemonía correspondiente), unas alianzas amplias, como condición de existencia del bloque social crítico y alternativo necesario para el cambio.

Trabajar a fondo y específicamente desde las condiciones andaluzas era una de las apuestas recurrentes. Porque era (y es) cierto que la lucha de clases es universal, y que la historia de la humanidad ha sido hasta nuestros días la historia de la lucha de clases, pero que también era cierto que esa lucha presentaba en Andalucía, por razón de la historia concreta y las condiciones objetivas específicas, una realidad propia, que era preciso deslindar a la hora de establecer la estrategia adecuada.