[1]

I

Las siguientes reflexiones serán de un problema vasto que nos aqueja a todos. Con “todos” me refiero a todas las naciones, al planeta entero, y a México de una manera muy particular. Es urgente seguir pensando el tema de la violencia. Es cierto que con solo pensar no se resuelve mucho, pero también es cierto que mientras más podamos, no solo pensar, sino entender algunos de los aspectos respecto de dónde proviene, cómo surge, y cómo se practica, podremos evitar, al menos, ciertas formas de su reproducción. A veces es imperceptible, a veces ni siquiera nos damos cuenta de cuánto aportamos nosotros mismos a la reproducción de las prácticas de violencia. Por eso es importante seguir pensando, ya que pensar y entender la violencia es la única manera de evitar que se normalice.

Hoy me referiré a una propuesta de explicación de dónde ubicar uno de los detonadores de la violencia generalizada. Digo uno de los detonadores porque, como se puede suponer, la cuestión de la violencia es multifactorial, multicausal; es decir, la causalidad de la violencia es una causalidad sobredeterminada —para utilizar un concepto que se usa mucho en el pensamiento freudiano y político—, esto quiere decir que hay múltiples factores que conforman una causalidad estructural.

Ciertamente no voy a dar cuenta, ni puedo hacerlo, ni creo que casi nadie pueda dar cuenta, de la solución a la realidad puntual que vivimos, al menos en México. Dar solución, como ustedes saben, es una cuestión de especialistas en crimen organizado; y el Estado mexicano está tomando cartas en el asunto, cartas que son también parciales y que, además, son apenas un comienzo de solución. Pero quiero creer que ahí vamos. Lo que voy a exponer podría verse, en el mejor de los casos, como una posibilidad preventiva, y como una idea más sobre este mal que nos aqueja.

Para pensar la violencia me apoyaré en algunas ideas del filósofo y psicoanalista francés Bertrand Ogilvie, en un libro llamado El hombre desechable; así como también recuperaré algunas ideas de Sayak Valencia en Capitalismo gore.

El psicoanalista francés trata de explicar la abrumadora presencia de la violencia en los tiempos que corren y se propone averiguar las razones de esta presencia planetaria. Su pregunta parece ser ¿qué está pasando o qué ha pasado que ha suscitado esta presencia masiva de la violencia en el planeta? [2] De su planteamiento tomaré tres nociones que serán, a su vez, las partes en las que dividiré esta presentación.

El primer punto es pensar que una causa de la violencia tiene que ver con la estructura de las ciudades y de los estados. Es decir, se trata de no atribuir —como muchos autores hacen— la producción de la violencia a razones psicológicas, espirituales, satánicas o extra-terrestres. Ogilvie, igual que muchos otros pensadores, no atribuye a ninguna razón ajena a nosotros las causas del mal, sino que las ubica, en primer lugar, en las características de las ciudades industriales y de los estados democráticos modernos, atribuyéndoles la responsabilidad de un cambio de perspectiva sobre la relación del ser humano con el mundo, lo cual hizo posible el estado actual de la violencia.

En segundo lugar, este autor nos dice que el resultado de este cambio en las formas de la violencia es lo que él llama la producción del hombre desechable, hombre genérico. Yo prefiero decir de las personas desechables, para no hablar de hombre o mujer. En tercer lugar —desde mi punto de vista, el más importante y lo que a mí me interesa enfatizar—, Ogilvie explica que este cambio de perspectiva en las formas de la violencia tiene que ver con lo que él llama la desinvestidura simbólica de las sociedades industriales, en las cuales se difunde la idea de que, finalmente, se puede tratar a las personas como cosas [3].

Ciertamente, ninguna de estas tres tesis es concluyente ni completamente original; es decir, la investigación sobre la violencia, como ustedes saben, es una investigación que está en curso y que está abierta, por lo cual es altamente improbable que algún planteamiento sea concluyente o enteramente innovador [4].

 

II

En relación con la primera tesis —la de que la violencia contemporánea está relacionada con la forma de las ciudades industriales y de los estados democráticos modernos, es decir, con la forma del capitalismo contemporáneo—, se puede decir que se refiere a una violencia estructural o sistémica del capitalismo, es decir, de las formas de producción. Como vimos en el capítulo anterior, esta es una tesis que sostienen Slavoj Žižek, y Étienne Balibar. Ellos hablan de violencia estructural o sistémica como la forma de violencia intrínseca al capitalismo y a la reproducción de las leyes del mercado, que se presenta como el resultado de un proceso objetivo en el que no puede reconocerse ningún sujeto y no puede atribuirse culpabilidad a nadie. Es decir, no podemos encontrar ningún culpable porque es una violencia estructural del sistema, y, en este sentido, ahí es donde nosotros tenemos que reflexionar en qué medida somos individualmente cómplices de esta violencia que no visualizamos, de la que no nos percatamos. Para Žižek esta violencia es la más peligrosa precisamente porque no la vemos. Y esto, de alguna manera, es en parte lo que Ogilvie sostiene.

Otras perspectivas también se refieren a la estructura misma del sistema capitalista como fuente de la violencia extrema. Sayak Valencia trata esto de forma ejemplar. Sostiene que las formas de violencia actuales corresponden a lo que ha llamado capitalismo gore, concebido como un cambio radical del capitalismo tardío, con orígenes rastreables al post feudalismo, a la aparición de nuevas tecnologías, a la globalización y a una economía neo feudal [5]. Pero no solamente ella le llama economía neo feudal. Es ya es una idea generalizada: el capitalismo actualmente está adoptando una forma neo feudal.

El segundo punto que señala Ogilvie es el de los llamados sujetos desechables, es decir, sujetos producidos por estas formas del capitalismo. Tampoco es el único ni el primero en proponer esta idea de personas desechables o sujetos excedentarios. Marx, en el capítulo sobre la acumulación originaria en El capital, ya hablaba de estos sujetos en los siguientes términos:

 

Las fuerzas sociales generales del trabajo, incluidas las fuerzas naturales y la ciencia, aparecen directamente como armas, sea para echar al trabajador a la calle, para ponerlo como un sujeto excedentario; sea para romper su especialización y las pretensiones basadas en ella, sea para someterlo al despotismo y a la disciplina militar del capital. [6] 

 

Con términos semejantes pensadores contemporáneos se refieren a este sector social. No les llaman exactamente «personas desechables, pero el señalamiento existe. Fanon, por ejemplo, habla de muertos vivientes [7]; Bauman habla de parias cuyas vidas son desperdiciadas en los siguientes términos:

 

Expulsados y excluidos por causas diferentes, los resultados son los mismos: enfrentados a la amedrentadora tarea de procurarse los medios de subsistencia biológica, al tiempo que despojados de la confianza en sí mismos y de la autoestima necesarias para mantener su supervivencia social … han devenido superfluos, inútiles, innecesarios e indeseados, y sus reacciones, inapropiadas o ausentes. [8]

 

Estos mismos parias son para Sloterdijk «un sinnúmero de personas no utilizables, desordenadas e infelices, que no pueden ser absorbidas ni por mercados de trabajo, ni por regímenes militares» [9]. Al respecto, Bertrand Ogilvie se pregunta si a partir de las revoluciones industriales y la universalización del salario se están produciendo nuevas formas de violencia que se superponen a las antiguas. Supone que en las sociedades modernas no sólo hay una diferencia cuantitativa de las prácticas violentas, sino que lo que se vive es una nueva forma de las mismas: la producción de sujetos desechables como consecuencia de la antes mencionada «violencia estructural o sistémica» [10].

Marx utilizó un concepto económico muy riguroso y preciso para referirse a un fenómeno similar, el ejército industrial de reserva, que se refiere a todos aquellos desempleados que, se puede decir, estaban en la banca esperando a ser contratados. Siguiendo a Ogilvie, eso ya no ocurre ahora. Se puede decir que el concepto marxista literal de ejército industrial de reserva es un concepto que ya no aplica en la actualidad porque ahora se producen sujetos que nunca serán contratados, que ya están destinados a ser sobrantes.

El pensador francés hace una breve genealogía del problema y encuentra ya en Hegel la idea de que el desarrollo natural de la sociedad civil produce, inevitablemente, individuos que no sólo están amenazados de pobreza o de injusticia, sino que simplemente están «de más». Hegel los llama «la plebe”. Hannah Arendt los llama «supernumerarios», o «individuos en exceso». Ogilvie considera que hay que ir más allá de lo que dice Arendt, es decir, que este exceso del que habla se puede considerar también un exceso desechable. Cuando habla de personas desechables, Ogilvie no se está refiriendo a un recurso retórico, tampoco se está refiriendo a ninguna moda ambientalista de problemas de la basura, o de los desechos electrónicos, o de todos los tóxicos; no, no se está refiriendo a eso. No hay ningún recurso retórico ni efectista. Ogilvie se está refiriendo a una necesidad conceptual de la actualidad en la que los conceptos de la plebe, los supernumerarios, o el de ejército industrial de reserva no dan cuenta más de lo que se está viviendo; ya no se trata de una reserva, sino de millones de personas que quedan desarticuladas en los límites del mercado. Este fenómeno, dice Ogilvie, es algo del presente que no tiene que ver con el tipo de violencia antigua.

Por último, el tercer punto al que me quiero referir tiene que ver con el mecanismo que permite que estas sociedades produzcan personas desechables, que Ogilvie denomina desinvestidura simbólica. Es interesante que se use este concepto porque nos lleva en seguida al universo freudiano, aunque también tiene el sentido del reconocimiento de un rango o de un poder (del señor feudal a su vasallo). Es importante aclarar que en este contexto la noción de investidura es ambigua. Freud utilizó por primera vez el término en 1895 en Estudios sobre la histeria [11], y su sentido fue cambiando con el tiempo, nunca alcanzó univocidad definitiva sino que siempre osciló entre lo neurológico y lo psicológico [12], a veces era pensada como excitación y a veces como monto de afecto [13]. Llama la atención que uno de los sentidos del concepto de investidura proceda del vocabulario militar; se trata de una movilización de la energía pulsional para unirla a la imagen de un objeto, como si se tratara de tropas que se están movilizando para asaltar un cuartel. Esto, a veces, es pensado en términos de afecto: una movilización de energía afectiva que se une a un determinado objeto.

En este sentido, son relevantes las conclusiones que extrae Ernesto Laclau cuando analiza este concepto en su trabajo La razón populista. Dado que Freud considera las identificaciones como precipitados de investidura [14], y dado que, por otra parte, Freud afirma que «la identificación es ‘la exteriorización más temprana de un lazo afectivo con otra persona’» [15], entonces, «la investidura pertenece necesariamente al orden del afecto» [16]. En el libro antes mencionado, Laclau le dedica un espacio a analizar el concepto de investidura, y plantea estas ambigüedades de Freud, pero llega a la conclusión de que, efectivamente, hay una fuerte relación de la investidura con los afectos. Laclau afirma que en Freud la investidura es un conjunto de identificaciones. Por otro lado, la identificación en Freud es la expresión básica y primaria de un lazo afectivo con otra persona. 

¿Y no es esto un lugar común? Sí lo es. Pero, a la vez, si partimos de que nuestras relaciones con el mundo, en general y en abstracto, son relaciones a través de identificaciones con él —con los objetos, con las personas con las que nos relacionamos, con todas las ideas, valores e ideales—, toda nuestra relación con el mundo es una relación vía identificaciones.

Cuando Ogilvie habla de la desinvestidura simbólica de las sociedades industriales se refiere a que, en los estados modernos, y dadas las condiciones del capitalismo de las que antes hablamos, ha desaparecido la forma universal del Estado y de sus instituciones, que tienen como función ofrecer ámbitos de pertenencia a los ciudadanos, que confieren sentido a las acciones y a las vidas mismas. Es decir, en los términos del concepto freudiano de investidura, lo que se hace es ya no proyectar hacia los grupos macro y micro en los que nos movemos ninguna idea, ninguna creencia de que ahí estamos bien, de que desde ahí nos reconocen y, a la vez, podemos reconocernos a nosotros mismos como parte de ese grupo, de ese proyecto. Esta es la idea universal del Estado que está presente en casi todas las teorías del Estado, pero que además estuvo en práctica durante todo el periodo en el que regía el estado de bienestar.

Lo que nos dice Ogilvie, es que cuando el Estado queda desinvestido de su función universal, lo que ocurre es que ya no proyecta hacia la sociedad la idea, la sensación, la subjetividad, de que los ciudadanos cuentan con él, de que éste y sus instituciones están ahí para velar por los ciudadanos, para ver por sus intereses. Eso quiere decir que el Estado y sus instituciones se desinvistieron. Ya no están investidos con ese rol universal, con ese valor universal que en principio debería tener. Es decir, los Estados globalizados ya no ofrecen a los ciudadanos reconocimiento, ya no los reconocen como individuos que forman parte de un mundo, de un velo de pertenencia donde pueden sentirse seguros; y los ciudadanos ya no reconocemos tampoco al Estado como una autoridad ni como una instancia de pertenencia. Al desinvestir a las instituciones, lo que se hace es volver hacia los grupos primarios, hacia ámbitos individuales como única fuente de contención y de pertenencia, y dado que son éstos de los que depende la sobrevivencia y la autoafirmación, se lucha por éstos caiga quien caiga y cueste lo que cueste.

Ante todo esto, lo que se destruye es el tejido social que está compuesto por múltiples y pequeños engranajes que rigen las vidas humanas, que operan en la manera en que los individuos viven su relación con el trabajo, con la educación, con la sexualidad, con la vida y con la muerte [17]. Se sabe que este proceso es sumamente complejo: a través del tiempo y de acciones concretas que van formando las identidades y la autoimagen de los ciudadanos, éstos perciben que no es asunto del Estado velar ni por la salud, ni por el bienestar, ni por su vida [18]. Es esta una situación tendencialmente planetaria que en México conocemos bien. Las acciones concretas que han conformado este proceso pasan por la apatía y la negligencia para atender las emergencias ciudadanas, la demora en socorrer a las víctimas, la impunidad y otras acciones cuyos efectos subjetivos son a veces sutiles, a veces invisibles, pero que con la fuerza de la repetición incesante va moldeando sujetos para los que se van borrando los objetivos y el sentido de la vida [19] y que, desde luego, no sienten ni tienen deuda alguna con un supuesto Estado protector.

Sayak Valencia también da cuenta del proceso de desinvestidura. Denomina sujetos distópicos a los sujetos producidos por la desigualdad inconmensurable generada por las relaciones actuales de mercado. Desde su punto de vista, estas relaciones «reinterpretan y dinamitan los postulados humanistas» que acompañaron a las sociedades, en particular durante los años del sistema de bienestar, pero que dejaron de hacerlo «en el mundo contemporáneo basado en la precariedad económica, la dictadura del hiperconsumo y la competencia individualista» [20].

En términos generales, esto es lo que se entiende por desinvestidura. Para Ogilvie, por un lado, la desinvestidura genera aislamiento de los individuos; por otro, el aislamiento de los individuos no está mediado por una simbolización, precisamente, por la desinvestidura, es decir, ya no hay un valor universal o ciertas referencias universales que permitan la unidad o la unificación de los individuos entre sí; por último, operan las relaciones de poder sin árbitro. En este contexto, si el sentido y el valor de las sociedades globalizadas y sus organizaciones ya no es abrazar e incluir personas sino capitales y tecnologías, los individuos, como dijimos, desarticulados entre sí, pierden lazos de pertenencia, giran la visión hacia los grupos primarios como única fuente de contención, y se entra a un espacio de ausencia de árbitros o, peor, donde no hay más árbitro que la fuerza. Un tejido social con lazos cortados permite que la desinvestidura social alcance a los individuos al mismo tiempo que se abren camino posibilidades de relaciones entre las personas no mediadas por la simbolización civil, sino por las puras posibilidades de cada quién en las relaciones de poder, de quien puede someter, y de quien —en su vulnerabilidad— sólo puede ser sometido.

También Sayak Valencia se refiere a esto en un sentido muy preciso que es el de los «sujetos endriagos» [21]: señala que es consecuencia necesaria de las relaciones de mercado que «los sujetos sometidos empiecen a cuestionarse la coherencia y la infalibilidad» del orden de dominación y que «empiecen también a reclamar un espacio para sí, a ejercer sus posibilidades destructoras, como motor de creación de capital y enriquecimiento, por medio de la instauración de una subjetividad transgresora», que no será como la subjetividad de los triunfadores, ni como la de los resignados, sino será una «subjetividad endriaga» que, mediante la acción ilegítima, busque salir de la condición de víctima [22].

Según esto, la desinvestidura de la que habla Bertrand Ogilvie, opera en tres dimensiones: en la falta de reconocimiento del Estado hacia los ciudadanos, en la falta de reconocimiento de los ciudadanos hacia el Estado, y en la falta de reconocimiento de los ciudadanos entre sí. Esta triple desinvestidura tiene la fuerza de producir al menos cuatro efectos identitarios: en primer lugar, la búsqueda de alternativas identitarias inestables y riesgosas; en segundo lugar, lo que Edgardo Buscaglia llama «psicología de élites», que consiste en el sentimiento de autoanulación de un grupo amplio de la población que borra toda capacidad de acción y de iniciativa [23]; en tercer lugar, se producen también individuos que resisten su transformación en sujetos desechables y se empoderan hasta la ilegalidad y la violencia; y, en cuarto lugar —y quizá el más importante— se producen otras formas de resistencia que consisten en los movimientos sociales que buscan cambiar una situación que puede llamarse mortífera.

 

III

Hasta aquí, he presentado la propuesta de un filósofo y psicoanalista francés para dar cuenta de lo que viven muchas sociedades insertas en los procesos de globalización del capital. La propuesta habla de un proceso de deterioro social profundo que se explica mediante la tesis de la desinvestidura que hace posible que a las personas se les trate como cosas.

Como les decía, no me quiero quedar aquí. A mí me gusta ver las lucecitas en el fondo del túnel. Entonces, si queremos verlas, desde esta perspectiva, con este aparato conceptual que les he planteado, ¿qué tendríamos que pensar consecuentemente? Si hablamos de desinvestidura, ¿qué tenemos que pensar? Lo que debemos pensar es otra forma de investidura, es decir, de reinvestidura. Si queremos buscar líneas de salida, desde esta perspectiva, entonces tendríamos que pensar en la reinvestidura, es decir, en procesos complejos de sustitución para desarraigar lo viejo y proyectar lo nuevo. No es solamente una cuestión discursiva, ustedes saben que no es así de sencillo como quitarnos una camiseta y ponernos la otra, o como aventarle al pueblo camisetas distintas; no, no se trata de eso, ¿Por qué? Porque una investidura específica está formada por un conjunto infinito de prácticas sociales que tienen que ver con la multitud de instituciones; cada institución tiene sus propias prácticas y sus propios rituales, y es ahí, en esas prácticas, en donde los signos deben comenzar a cambiar. Es decir, no se trata nada más de discurso, sino de remover viejas prácticas de largo arraigo en usos, costumbres y rituales, prácticas de todos los días. La remoción de esas prácticas y rituales es una remoción sumamente compleja en dónde tenemos que participar todos y cada uno para que alguna vez esto logre removerse y que se pueda generar una reinvestidura, es decir, en donde otra vez podamos estar sustentados y contenidos por una pertenencia, en donde lo que se nos manda es cuidarnos y cuidar a los otros, cuidarnos y cuidarnos unos a otros.

La re-investidura requiere de la realización de prácticas concretas en todos los ámbitos del espacio social de tal manera que se inicie una nueva percepción. Y si regresamos a lo que Laclau dice de la investidura, se verá que de lo que se trata en estos casos de grandes y vigorosos esfuerzos es de un asunto de afectos: al final, dice Laclau, «la investidura pertenece necesariamente al orden del afecto». Se iniciaría, como ya existe en algunos segmentos sociales, un círculo virtuoso que permea lo social de una genuina atención a los problemas y dificultades de la gente, y desde ahí, las múltiples alteridades estarán vinculadas no por el poder opresivo sino por el acercamiento expansivo, desde el cual sea posible la reconstrucción del tejido social que articula mediante el reconocimiento entre unos y otros.