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Resulta objetivamente difícil responder a esta pregunta porque su obra, aunque dotada de columna vertebral —el marxismo—,  se repartió por cuerpos doctrinales muy diferentes: la literatura, la historia, la política o la filosofía por ejemplo, y en escalas y variaciones muy diversas: el libro, el artículo, las cartas, el folleto. Ahora, después del maremoto de la postmodernidad, impartir saber no goza de buena salud académica o mediática y el sujeto solo se hace responsable —responde— de sus «no-yos» en tanto identidad disponible para el consumo de lo propio y de lo ajeno. La confusión es un arma de destrucción masiva desde el punto de vista del intelecto y el enemigo ha logrado imponer la confusión entre la doctrina y el doctrinario. El enemigo, ese es en verdad el permanente objeto de estudio y reflexión en la obra, amplia, afilada y germinal de Juan Carlos Rodríguez. El enemigo de clase y sus disfraces e invisibilidades en todos aquellos campos en el que la cultura, de clase, se presenta como universal y perpetua. Esa investigación continua sobre la infiltración del enemigo de clase en los campos del saber fue su tarea a lo largo de años, libros y programas de enseñanza y con esa tarea abrió los ojos, las miradas y las palabras a muchos de quienes durante los largos años de la Transición asistíamos, en estado de desencanto y desánimo, al éxito de los cinismos políticos de los nuevos demócratas y al auge de las insensibilidades estéticas socialdemócratas instaladas en los centros de formación y circulación —universidades, medios de comunicación— de la semántica y la imaginación colectiva.

Juan Carlos Rodríguez como un referente para la preocupación, como un aguafiestas para los verborreos del grupo PRISA y semejantes, como un trago de agua fresca durante esa travesía del desierto que llamamos Transición en la que muchos, a la sombra del poder, disfrutaron de nevera, bebidas refrescantes y aire acondicionado. Una Transición que nos hizo y nos deshizo, y sobre la que el maestro que habitaba bajo las barricadas de su propio sombrero reflexionó con agudeza y acierto.

En el capítulo dedicado a «Pensar la explotación» de su libro De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, J. C. Rodríguez nos hizo observar, por ejemplo, como, asumidas sin crítica, «palabras mágicas» como Libertad y Democracia, iban a actuar a lo largo del proceso y, en tanto categorías transversales y abstractas, a modo de agujeros negros que acabarían abduciendo a las fuerzas de transformación radical (económica, social) que las luchas  antifranquistas habían venido generando: «De modo que en aquellos tres años decisivos (de 1976 a 1979) se desbordó el “politicismo extremo” que se había iniciado en el 68 francés y que no dejó de acrecentarse hasta su desaparición (como por embrujo) a partir de los ochenta». Una reflexión sobre la que los comunistas y los comunistas estamos también obligados a reflexionar especialmente en estos días en que la Democracia Parlamentaria, que es el concepto de democracia dominante, ha vuelto a dar el gobierno, vía Rajoy, a los enemigos de la democracia social y económica. Juan Carlos Rodríguez: un aviso para caminantes.