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El problema –tan viejo− es que nos han contado esta historia sesgada, que conocemos sólo una parte de la verdad y que, naturalmente, hay razones más allá de nuestra consciencia que parecen invitarnos a repetirla sin dudar de ella. El relato de los cruciales años republicanos, tejidos, como escribió Antonio Machado, “con el más puro lino de la esperanza” y en los cuales habría de confluir lo más granado de la cultura española contemporánea, se viene hilando desde el principio sin atar bien los cabos, con demasiados flecos sueltos, y resulta necesario anudar bien de una vez por todas nuestra historia para evitar el peligro de creer verdadero un pasado a nuestra medida, es decir, falsificado, manipulado. Ante la amenaza de perniciosos revisionismos y negacionismos como hemos visto crecer peligrosamente en los últimos años, es preciso reanudar el empeño de comprensión de ese periodo único al que ordinariamente llamamos “generación del 27”, y hacerlo de un modo profundo y valiente, asumiendo, para empezar, la paradoja de que al mismo tiempo que rigurosos debates fueron reduciendo el nombre de este periodo cultural casi a “el 27” a secas, modernas investigaciones han ido ampliado su significación al máximo para terminar abarcando hoy todo un sistema cultural amplio y diverso formado por mucho más que aquellos nueve o diez poetas que se enseñaban en la escuela.

Desde luego, nadie duda que atreverse a hablar por primera vez en las aulas de aquellos poetas (entre los que había comunistas, exiliados y homosexuales, por ejemplo) supuso ya un gran avance social en los primeros años de la democracia, pero aquella visión excesivamente simplificada −y de una selección no tan natural como pudiera parecer a priori− ha quedado ya irremediablemente obsoleta. Imposible seguir entendiendo aquel momento cumbre como un club restringido o sociedad limitada que deja fuera a todo un universo artístico de cineastas, pintores, escultores, prosistas, dramaturgos, pensadores, periodistas, traductores, y también una larga nómina de científicos, juristas, políticos, médicos e investigadores, pues fue entre todos que dieron forma a la llamada Edad de Plata. Y, por descontado, imposible obviar por más tiempo que muchos de estos protagonistas fueron mujeres, que llegaron a las mismas cotas de creatividad artística, responsabilidad ética y reconocimiento social que sus compañeros varones. Es preciso operar un cambio de mirada: importa mucho, como siempre, dónde situarse y hacia dónde enfocar cuando uno se aproxima a la realidad.

Y demasiadas veces se olvida que el siglo XX no fue sólo el siglo de “los” intelectuales como tanto se repite, sino también el de “las” intelectuales, pues en ese momento se dieron por primera vez las condiciones necesarias para que las mujeres intelectuales nacieran y tomaran el lugar que les correspondía, haciéndose portavoces de la multitud de cambios que estaban descolocando los roles de género establecidos desde los albores de la cultura. La Segunda República fue, en este sentido, la gran oportunidad de nuestro país, si bien como es lógico la irrupción de las mujeres vino de muy atrás, como consecuencia de una serie de cambios infraestructurales que fueron afectando a toda Europa. Tampoco debe olvidarse que “las modernas” representaban en realidad a toda una gran masa de mujeres cuya lucha diaria fue igualmente importante para resquebrajar el lugar que la sociedad burguesa reservaba para ellas, a qué negar que el capitalismo se ha alimentado siempre del trabajo de las mujeres en los hogares, de su explotación no remunerada. Sólo allá en la cúspide social se pudo transformar esta lucha en lucha por acceder a los ámbitos que les estaban vedados tradicionalmente, desde la educación, las leyes o la política, hasta el arte y la literatura. Y a veces el desafío a la sociedad patriarcal hubo de venir por cauces inesperados, desde la lectura hasta la amistad, ambas cultivadas en lugares de encuentro progresistas como la Residencia de Señoritas o el Lyceum Club Femenino. Pero básicamente hay que entender que se trató de una ruptura ideológica que venía de lejos y cuya brecha se manifestó cultural y políticamente gracias al espacio de libertad generado por esos años.

Resulta paradójico que al principio, en el paso del siglo XIX al XX, las mujeres no estuvieran preparadas para su propia revolución y la rechazaran abiertamente o tuvieran dudas respecto al entonces innombrable feminismo, porque unas décadas después, ya durante el periodo republicano, algunas como Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken, María Zambrano, Rosa Chacel, Maruja Mallo, María Teresa León, Dolores Ibárruri, Concha Méndez, Mercè Rodoreda, Constancia de la Mora, María Moliner, Remedios Varo, Federica Montseny, etc., herederas todas de una larga tradición de mujeres pioneras (María Lejárraga, María de Maeztu, Zenobia Camprubí, Carmen de Burgos, Carmen Baroja, María Goyri…), comenzaron a dar lo mejor de sí en sus respectivos campos, demostrando que las mujeres estaban a la altura de las circunstancias. Y siempre con un esfuerzo doble, porque no sólo eran ridiculizadas con insultos y desplantes, sino que, a un nivel más profundo, es claro que el inconsciente machista que ellas mismas sufrían e intentaban superar –la dominación masculina que vivían como violencia simbólica− les oprimía y les creaba en ocasiones mala conciencia: se sentían malas madres o malas esposas por dedicar horas a la lucha política, a la lectura o a la escritura, como confesaban Pasionaria, María Teresa León o Concha Méndez.

En 1923 el joven alférez Gregorio del Campo, primer novio de la futura pensadora María Zambrano cuya identidad hemos conocido recientemente gracias a la publicación de un epistolario inédito, la invitaba por carta a no perder el tiempo con la Filosofía, mientras ella estudiaba por libre en la Universidad de Madrid:

Tenía la «Metafísica» de Averroes sobre la mesa y me dieron ganas de hojearla −le responde la entonces estudiante−…¿qué quieres hijo mío, se ha despertado en mí la afición hacia esas cosas…No me digas que eso distrae, disuelve, desasosiega, etc., no; esos estudios son muy serios[2].

Cuando la escritora cartagenera Carmen Conde, inspirada por su amiga Ernestina de Champourcín, decidió desafiar a todos y viajar a Madrid para hacerse un hueco en el panorama de la joven literatura y conocer al maestro Juan Ramón Jiménez, también su todavía novio, el escritor Antonio Oliver, le escribía duramente:

"No me parece mal, al contrario, que te vayas a la Residencia de Señoritas; ahora, que sólo por el tiempo estrictamente necesario; todo lo más que te dejo es un mes (...) Me tienes, como desde el día 24: pendiente totalmente de tus cosas, de tus cartas, de tus reacciones ante esa vida, de lo que me callas −¿no me callas nada? – (...) Todavía te queda la visita de J.R.J. y la de la Sra. de Luzuriaga que tanto puede influir en ti. Realmente, tú no sabes lo que yo sufro. Te dejé ir, sabiendo todo esto. (...) No vayas en coche ni a pie, con Maruja Mallo. Por Dios, no vayas a ir a La Granja..." [3].

Y la cosa iría a más en cartas posteriores. Importa resaltar, pues, que no se trata de casos aislados: en sus memorias muchas otras escritoras cuentan cómo querer ser ellas les supuso convertirse en la oveja negra de la familia, debiendo leer, estudiar o escribir a escondidas, reunirse en secreto, disimular sus deseos sexuales, aprender a callar sobre política, ser excluidas de tertulias literarias y otros cenáculos, y, en definitiva, aprenderlo casi todo por sí mismas. Unas se dedicaron en cuerpo y alma al talento de su marido, malgastando a cambio el suyo propio, como Zenobia Camprubí o María Teresa León, quien por cierto había conseguido huir de la vida que le habían diseñado para buscarse a sí misma en Madrid como escritora. Otras incluso publicaron sus obras con el nombre de él, como María Martínez Sierra, o utilizaron pseudónimo masculino para ocultar que escribían, como Lucía Sánchez Saornil. Rosa Chacel se enfrentó con firmeza al machismo de Ortega y Marañón en la propia Revista de Occidente. Recordemos que la Real Academia negó su entrada a la gran lexicógrafa María Moliner en 1972, por mujer y por republicana, y que sólo aceptó a Carmen Conde en 1978, cuando no supuso ya un problema institucional su pasado, por ejemplo la creación junto a Oliver, en 1932, de la Universidad Popular de Cartagena o su participación en las célebres Misiones Pedagógicas. También en ellas participaron activamente Zambrano, Moliner y Mallo. María Teresa León, más tarde, organizó el II Congreso de Intelectuales Antifascistas, ayudó a salvar el Tesoro Artístico Nacional con Rafael Alberti, creó y dirigió las Guerrillas del Teatro.

Defendieron la democracia, se jugaron la vida contra el fascismo, tuvieron que huir al exilio para salvar la vida y eso las hundió más en el olvido. Fueron repudiadas en el país que las vio nacer y aún luego en la reconstrucción de la historia, donde las poetas del 27, por ejemplo, siguen siendo ignoradas en cualquier antología de época, perfectas desconocidas en los libros de texto de las escuelas: nombres como Rosa Chacel, María Teresa León, Carmen Conde o Concha Méndez no aparecen al estudiar la literatura del siglo XX, como tampoco las pintoras Maruja Mallo o Remedios Varo son estudiadas nunca al nivel de sus contemporáneos varones. Todo lo más, una referencia, al paso, como esposas, hermanas, discípulas.

Unos contemporáneos que, por cierto, no siempre supieron leer el presente, incluso aunque se tratara de hombres claramente progresistas y avanzados. El hecho de que los intelectuales más ligados a la modernidad política y cultural tuvieran reparos para admitir la lucha de las mujeres tal y como a priori debería esperarse de ellos también es paradójico, con una actitud frecuentemente ambigua, un sí pero no. Algunos, como Gómez de la Serna o García Lorca, supieron estar a la altura y les brindaron apoyo y consejo, pero otros casos como el de Ortega y Gasset o Gregorio Marañón rechinan porque si bien admitieron a algunas de ellas en sus círculos de élite, lo cierto es que por otro lado sus textos son de un fuerte machismo, que en ocasiones roza la misoginia. Este último, sin ir más lejos, llegó a hablar del carácter “sexualmente anormal” de las mujeres que “saltan al campo de las actividades masculinas y en él logran conquistar un lugar preeminente”. Sus palabras son literalmente, las siguientes: “Agitadoras, pensadoras, artistas, inventoras: en todas las que han dejado un nombre ilustre en la Historia se pueden descubrir los rastros del sexo masculino, adormecido en las mujeres” [4]. Tales comentarios hablan por sí solos.

Es verdad que como en todo grupo humano existieron diferencias entre ellas, provocadas en gran medida por su formación, sus convicciones y sus creencias, que fueron diversas en cada caso. La polémica más famosa es, sin duda, la que enfrentó a Victoria Kent y Clara Campoamor en torno al voto femenino, pero hubo otras polémicas sonadas como las sostenidas por Dolores Ibárruri y Federica Montseny en torno a la posición de sus respectivos partidos en la lucha contra el fascismo. Y es curioso, al paso, observar cómo mientras las primeras pelean por la conquista del sufragio universal, las segundas son ya dirigentes políticos de primer nivel, una de ellas nada menos que ministra… ¡y todo en un plazo de cinco años! En todo caso, igual de importante que el vínculo entre ellas son los lazos que tendieron hacia atrás, para rescatar a sus predecesoras, y por supuesto hacia el futuro, para dar lugar a un nuevo estado de cosas que desgraciadamente se vio frustrado por la Guerra Civil −donde, por cierto, tuvieron un papel de idéntica relevancia− y por los posteriores años de plomo de la Dictadura, donde a la mujer se la volvió a enclaustrar en el hogar, a coser y cantar.

Como escribió Antoni Jutglar, España “no es en absoluto ningún enigma histórico, sino una apasionante y complicada realidad histórica” [5] . Y ahora que está tan de moda la memoria histórica –lo que, por cierto, no deja de ser un fabuloso oxímoron−, ésa que disgusta tanto a muchos de nuestros gobernantes supuestamente demócratas, merece la pena apuntar lo mucho que aún queda por hacer para alcanzar a comprender aquel período histórico sin paragón, donde las cosas estuvieron a punto de cambiar en este país de una vez por todas. Ya María Zambrano alertaba de que los que han ganado la batalla en una época buscan siempre legitimarse –lo vemos en nuestros días de desmemoria intencionada−, pero que “lo vencido siempre clama”, que “siempre aflorará lo enterrado vivo”. Pero no valen aquí feminismos electoralistas y políticamente correctos –el del todos y todas− que sólo hacen risible y banalizan socialmente un problema tan serio como es el de la igualdad y la justicia social. Hay que adentrarse en el pasado y analizar el presente con seriedad, reflexión y conocimiento, y sobre todo, con la vista puesta en ese futuro que ellas vislumbraron.