[1]

Para cualquier lector de la seminal Teoría e historia de la producción ideológica (1975), de Juan Carlos Rodríguez, que pueda necesitar algún conocimiento «de fondo» de la problemática althusseriana en la que se arraiga el texto, Althusser and the Renewal of Marxist Social Theory (1992), de Robert Paul Resch, difícilmente se puede mejorar y por una simple razón: mientras tantos comentarios comparables se han centrado en la búsqueda temprana (y pronto abandonada) de las garantías filosófico-epistemológicas, el texto de Resch da prioridad al concepto de historia del marxismo estructural y, específicamente, a la subsiguiente revisión de Althusser intentando reubicar los conceptos de ciencia y filosofía dentro del materialismo histórico. Tal énfasis, que los lectores de Teoría e historia y sus secuelas apreciarán de inmediato, encaja perfectamente con el desarrollo de la «radical historicidad de la literatura» de Rodríguez y su resistencia al «problema del conocimiento» empirista, creado cuando el proceso de conocimiento se derrumba en una ontología de la experiencia.

Nos damos cuenta que para Resch, como para Rodríguez, todo gira en torno al punto de partida que sólo puede ser, dentro del contexto althusseriano, la formación social entendida como una totalidad de instancias —económica, política e ideológica— que, aun ejerciendo sus propios modos de determinación particulares, desiguales y por lo tanto contradictorios, siempre están determinadas por el efecto matricial de la totalidad. Por consiguiente, en este marco, la ideología debe primero segregarse, inconscientemente, en las relaciones de producción antes de ser formalizada y legitimada (¿conscientemente?) en el aparato estatal. Hay aquí una oportunidad obvia para desarrollar la noción de un inconsciente ideológico omnipresente que, como era de esperar, Resch no estaba dispuesto a despreciar; de ahí el entusiasmo con que, cuando procedió a elaborar una teoría materialista de la acción social, destacó rápidamente la existencia de un «inconsciente ideológico» (Resch 1992, 217), que es articulado a través de la mediación de los textos del sociólogo francés Pierre Bourdieu.

Cualquiera que esté familiarizado con los significativos desequilibrios de poder de la academia global, no se sorprenderá al encontrar a un sociólogo francés a favor de un teórico español, hasta sobre uno que, como en el caso de Rodríguez, ha teorizado profundamente un inconsciente ideológico muy peculiar que arranca desde un punto de vista althusseriano. Salvo que éste será el primero en cuestionar, y con razón, la relevancia para la problemática althusseriana de un sociólogo francés no sólo por su anti-althusserianismo, sino también por su anti-marxismo. Sus sospechas de que la iglesia de Resch es excesivamente amplia se confirmará cuando, en manos de los estadounidenses, el althusserianismo sufra un nuevo desplazamiento en favor del psicoanálisis lacaniano. Sintomáticamente, como veremos más adelante, Rodríguez siempre ha mantenido su distancia frente al inconsciente libidinal. Pero antes de afrontar el giro psicoanalítico y el rechazo del español al respecto, consideremos la postura de Bourdieu sobre Althusser y el marxismo con mayor detalle.

 

Pierre Bourdieu: Marxismo y althusserianismo suplantado

Sorprendentemente, considerando su reproducción en Ideología. Un mapa de la cuestión [2], una antología de Slavoj Žižek que pretendía relanzar la «ideología» como concepto teórico, la «Entrevista» entre Pierre Bourdieu y Terry Eagleton arroja dudas desde el principio sobre la utilidad del concepto, hablando teóricamente, dado su uso excesivo y el mal uso al que ha sido sometido (Bourdieu y Eagleton 1994, 267). El sociólogo elige explícitamente como blanco la «muy aristocrática» distinción de Louis Althusser entre «conocimiento verdadero» y «falsa conciencia», presumiblemente sobre la base del temprano intento del filósofo de elevar la filosofía al estatus de Teoría de las teorías. Dicho esto, la confusión de Bourdieu de la teoría de la ideología de Althusser con una teoría de la «falsa conciencia» es, por lo menos, engañosa: mientras que los primeros textos definían la ideología en gran medida en términos negativos y opresivos, una circunstancial lectura de La revolución teórica de Marx [3] debería ser suficiente para persuadir a cualquiera de la importancia que su autor atribuye a la inconsciencia de la ideología. Así: «En verdad, la ideología tiene muy poco que ver con la "conciencia", incluso suponiendo que este término tenga un significado inequívoco. Es profundamente inconsciente» [4].

Tal hincapié es importante: en su desafío, Bourdieu procederá a involucrar a los altusserianos en una condena en masa del marxismo a causa de su apego a la conciencia:

 

Creo que el marxismo, de hecho, sigue siendo una especie de filosofía cartesiana, en la que tiene un agente consciente que es el erudito, la persona docta, y los demás que no tienen acceso a la conciencia. Hemos hablado demasiado sobre la conciencia, demasiado en términos de representación. El mundo social no funciona en términos de conciencia; funciona en términos de prácticas, mecanismos, etc. [5]

 

Para ilustrar su argumento, el sociólogo nos remite a la forma en que funciona el sistema educativo, en el que a ciertos alumnos se les anima a creer que tienen talentos y dones naturales, mientras que otros están sujetos a una especie de «violencia simbólica» que conduce a concluir que son estúpidos e inútiles en cada tema. Este tipo de violencia institucional «es algo que uno absorbe como el aire, algo que uno no se siente sometido a presión; y está en todas partes y en ninguna parte, y escapar de eso es muy difícil» [6].

La acusación de cartesianismo, insistimos, es una parodia total de un cuerpo de trabajo que desde el principio insistió marcadamente, en la medida en que esto era posible en una era pre-freudiana, en la inconsciencia de los procesos sociales. Así, Marx, en el prefacio de la Contribución a la Crítica de la Economía Política: «No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino, por el contrario, su ser social la que determina su conciencia» [7]. Y eso es sólo el principio: los textos de Marx, es claramente necesario recordar a Bourdieu, están repletos de declaraciones en el mismo sentido: por ejemplo, los Grundrisse hablan de una «iluminación general» que impregna las relaciones sociales en general (Marx, 1973, 107), mientras que El Capital manifiestamente contempla a los individuos como portadores («Träger») de categorías económicas que los trascienden totalmente (Marx 1976, 92). Sin embargo, tales consideraciones palidecen en insignificancia ante la repetida insistencia de Althusser en que, en la mayoría de los casos, las representaciones ideológicas no tienen nada que ver con la «conciencia», que «los hombres "viven" sus ideologías como el cartesiano "vio" o no vio —si no la miraba— la luna a doscientos pasos de distancia: no como una forma de conciencia, sino como un objeto de su "mundo" —como su propio "mundo"—» [8].

Por supuesto, Eagleton sabe todo esto y, como era de esperar, se siente obligado a advertir «una especie de ironía» en el hecho de que, al mismo tiempo que Bourdieu desarrollaba sus propias teorías que ponían de manifiesto la inconsciencia de la doxa, la tradición marxista misma estaba tratando en la obra de Althusser, cualesquiera que fueran sus límites, de trasladar el concepto de ideología a un lugar institucional mucho menos consciente y mucho más práctico que quizás se aproximaba de alguna manera a su propia posición (Bourdieu y Eagleton 1994, 270). Del mismo modo, el marxista británico sostiene que, al hablar del capital cultural, Bourdieu estaba de hecho «desplazando el énfasis de los determinantes económicos que impiden que las personas se emancipen» [9]; e incluso se atreve a sugerir que Bourdieu estaba «reaccionando al economismo elevando las imágenes económicas a la esfera cultural» [10].

Había mayores ironías en las afirmaciones de Bourdieu que Eagleton ignoraba, a saber, que el marxismo ya poseía, y había poseído desde 1975, una teoría del inconsciente ideológico en Teoría e historia; que en el curso de la exposición de esta teoría, su autor había ilustrado sus mecanismos específicamente en referencia al aparato educativo; y que ya había afirmado la prioridad causal de las relaciones de producción sobre el «capital cultural»: «… si la “escuela” es un Aparato Estatal no es ella la que “crea” la ideología, sino, en todo caso, y únicamente, la que la materializa y reproduce … De igual modo: la dialéctica inscrita en los textos literarios (la que los produce como tales, su lógica interna) es la plasmación de un inconsciente ideológico que no “nace” en la Escuela, sino directamente en el interior de las relaciones sociales mismas y desde ellas únicamente se segrega, etc.» (Rodríguez 1990, 23).

Sería injusto castigar a Eagleton por no estar familiarizado en 1991, cuando tuvo lugar su diálogo con Bourdieu, con un texto en español que no fue traducido al inglés hasta 2002 [11]. Dicho esto, la extrema indefinición de su respuesta a lo que sólo puede interpretarse como una parodia abyecta del marxismo es curiosa y requiere un examen más detenido. Pero, antes de que esto suceda, necesitamos volver a las particularidades de los textos de Althusser.

 

Althusser: Freud y Lacan

La característica más sobresaliente de la teoría de Althusser, que hemos discutido antes, fue su insistencia en el «siempre-pre-dado» de la «unidad compleja» que es la formación social y las contradicciones internas a esa formación, «cada una reflejando en sí misma la relación orgánica que tiene con otras en la estructura en la prevalencia del todo complejo» [12]. Para teorizar más a fondo este pre-dado, hemos indicado, era necesario pensar en la formación social no como un «contexto social» exteriorizado, para oponerlo a un sujeto interiorizado, sino como una estructura laminada, en el sentido de estructuras que están contenidas dentro de estructuras, o de otra manera: de una totalidad de instancias relativamente autónomas —económica, política y económica— cada una de las cuales ejerce su propia forma de efectividad independiente.

Inevitablemente, este llamamiento a una causalidad manifiestamente estructural planteó algunas cuestiones bastante espinosas. Por ejemplo, ¿cómo interactúa el efecto matriz de la totalidad con las efectividades transitivas de las instancias individuales y, en particular, con la instancia ideológica? ¿El proceso toma la forma de una transferencia de energías o implica tratar una causa menos como una cosa y más como una relación? Evidentemente, queda mucho trabajo teórico por hacer. Dicho esto, incluso en esta etapa, se establecieron ciertas distinciones fundamentales: en particular, que las relaciones sociales son actualizaciones concretas o manifestaciones empíricas de las estructuras sociales, mientras que las estructuras sociales se realizan, reproducen y transforman a través de la práctica [13]. Igualmente evidente fue que Althusser estaba decidido a bloquear la reducción de los procesos estructurales a la psicología individual. Así, al hablar de las obras de Brecht, se niega a plantear la cuestión de su recepción en términos de una forma de conciencia espectadora, es decir, psicológica: «Si la conciencia no puede reducirse a una conciencia puramente psicológica, es una conciencia social, cultural e ideológica, no podemos pensar su relación con la actuación únicamente en la forma de una identificación psicológica» [14]. En consecuencia, la psicología está sobredeterminada por la estructura social, y es sobre la segunda en la que el teórico de la ideología necesita concentrarse.

Los lectores de inclinación psicoanalítica de La revolución teórica de Marx se apresuraran a señalar la referencia al «imaginario» (233-34) y al endeudamiento confeso de Althusser con Freud por el concepto de sobredeterminación, desplegado (con la debida precaución) para caracterizar las articulaciones recíprocas de la estructura del todo social (206n46). Tampoco escapará el coqueteo ocasional con la realidad psicoanalítica: «Tenemos el mismo alba y la misma noche, bordeamos los mismos abismos: nuestra inconsciencia» [15]. Dicho esto, Warren Montag traza correctamente la comprensión de Althusser de lo «imaginario» en esta conjunción con la definición de Spinoza del imaginario como la inversión de causas y efectos en la vida humana: nos imaginamos a nosotros mismos como la fuente de nuestro pensamiento, palabra y acción cuando de hecho simplemente desconocemos las causas que nos determinan (véase Montag 2003, 62). También, sin duda, estaba presente en la mente de Althusser la clásica distinción entre «apariencia» y «realidad», tal como tradicionalmente era desplegada por el marxismo cuando se le pide aclarar la naturaleza estratificada de lo real [16]. Una cosa al menos es cierta: nunca se le ocurre a Althusser plantear en términos teóricos la conexión entre la (des)conciencia de la ideología y el inconsciente libidinal.

Para Leer Capital [17] es bastante diferente: en este trabajo, Althusser incorpora toda la panoplia de la erudición freudiana/lacaniana con el objetivo de abordar la infraestructura inconsciente de los textos de Marx: «Debemos este resultado, que ha revolucionado nuestra lectura de Freud al intransigente y lúcido —y durante muchos años aislado— esfuerzo teórico de Jacques Lacan» [18], así como Balibar sigue aplicando analógicamente las nociones freudianas de «desplazamiento» y «condensación» para caracterizar la dialéctica de la formación social y sus instancias (241-53). De acuerdo con Resch, no tiene demasiada importancia estar atado a este giro psicoanalítico: el objetivo de Althusser, supuestamente, es simplemente emular el procedimiento metodológico de cualquier ciencia, que debe apuntar a los mecanismos reales que generan eventos actuales, en contraposición a los eventos actuales en sí mismos (Resch 1992, 176). Pero lo que este comentarista, no obstante perspicaz, no se da cuenta es que Althusser acumula esta deuda particular a un precio, como se verá más adelante cuando volvamos a Lenin y la Filosofía [19].

En este trabajo, lo que ahora es un «imaginario» lacaniano manifiesto conducirá a Althusser en su famoso ensayo sobre los aparatos ideológicos del Estado a exagerar el papel desempeñado por los aparatos del Estado en detrimento del efecto matricial del todo (Althusser 1971, 127-86) [20]. Más importante incluso fue el acto de entrega, en «Freud y Lacan»,  de la propia noción del inconsciente al psicoanálisis (198, 205-07). Aunque ciertamente Althusser tendrá más que decir sobre la relación entre la ideología y el inconsciente como resulta evidente a partir de sus textos inéditos [21], de ahora en adelante no habrá contradicción con la división del trabajo: la ideología pertenece al marxismo, el inconsciente al psicoanálisis. Con consecuencias muy importantes: por un lado, se bloquea el camino al inconsciente ideológico, al menos hasta la llegada de Rodríguez; por otro lado, se abre la puerta a aquellos eruditos que no quieren (¡inconscientemente!) romper con la centralidad de la oposición sujeto/sistema y con la compulsión de ubicar lo inconsciente dentro de la subjetividad/psicología del individuo. Con esto en mente, vamos a recoger el hilo de Terry Eagleton.

 

Terry Eagleton: De la ideología al inconsciente libidinal        

Mientras que era de esperar de un no-marxista como Bourdieu el asalto a Althusser, la timidez de la respuesta de Eagleton, hemos sugerido, demanda un examen más detenido. Después de todo, Criticism and Ideology (1976) fue ampliamente interpretado como un intento de leer la teoría literaria a través de la lente del althusserianismo y, según los primeros indicios, justificadamente: su segundo capítulo establece una enfática ruptura con la dicotomía sujeto/objeto venerada por la ideología burguesa  —«Toda obra es obra de muchas cosas además de un autor», apunta su epígrafe (tomado de Valéry)—; y con el «Modo General de Producción» asomando a lo largo de los epígrafes, el curso parece dirigido hacia una «Ciencia del Texto», que se articulará a lo largo de líneas althusserianas. Sin embargo, las sospechas se despiertan cuando, inesperadamente, la teorización de la formación social se condensa en cuestión de unas pocas líneas (Eagleton 2006, 45), y las expectativas se defraudan completamente cuando, en lo que sigue, se descompone el «modo literario de producción» en una lista de categorías discretas y reificadas. La oposición sujeto/objeto, deducimos rápidamente, nunca fue completamente descartada. Todo lo que ha sucedido es que se ha invertido, de modo que, mientras que Raymond Williams, sobre la evidencia de la propia crítica de Eagleton (21-42), «sobresubjetiva» la literatura, Eagleton la «sobreobjetiva»: así, para el sujeto, lee el objeto.

Eagleton, se debe decir, continuará de principio al fin aprovechando la problemática althusseriana. Fundamentalmente, un texto literario no se origina en un sujeto; ni la ideología precede a su expresión. «La producción particular de la ideología que podemos llamar la "ideología del texto" no tiene preexistencia: es idéntica al texto mismo» [22]. Por otra parte, se sostiene algo semejante al efecto matricial de una formación social para determinar cada frase, así como toda imagen ejerce una determinación sobre el conjunto. «Podemos decir, pues, que el texto en este sentido se "produce" —pero se produce en relación constante con la ideología que le permite una autonomía relativa—» [23]. De hecho, Criticism and Ideology se tambalea en el borde de un inconsciente ideológico: la tarea de la crítica, se da cuenta, es precisamente la de hablar o de completar lo que el texto deja necesariamente sin decir. «Su objeto es la inconsciencia de la obra —aquello de lo que no es y no puede ser consciente—» [24]. Excepto que es precisamente en este punto donde el texto vacila. Sintomáticamente, Eagleton comienza a tomar su señal no de Althusser sino de su discípulo, Pierre Macherey, y de Para una teoría de la producción literaria [25] de Macherey. Casi inmediatamente, el enfoque se desplaza hacia el inconsciente libidinal. «Vale la pena señalar aquí que estas formulaciones de Macherey sugieren la posibilidad de un encuentro entre la crítica marxista y el gran científico que tan a menudo ha figurado dentro de tal crítica sólo como un elocuente silencio: Freud» [26]. Con la entrada de Freud en el debate, la formación social se desplaza a favor del sujeto, de manera que en lugar de las complejidades y contradicciones de la formación social de Marx, son tratadas las que son características del «trabajo onírico». El desplazamiento será permanente.

El momento es oportuno para apuntar las advertencias de Rodríguez sobre la obra de Macherey. El español ya advertía en Teoría e historia que el énfasis de este último en la objetividad con respecto a la producción textual es cualitativamente distinto del suyo. Tal como se despliega en Para una teoría de la producción literaria, su argumento sigue, el término «producción» simplemente permite al althusseriano francés tomar distancia del énfasis irracionalista y romántico sobre la «creación literaria». Tal «tecnicismo», según se afirma, continua estando dentro de los parámetros de la problemática empirista o kantiana, que piensa inconscientemente en términos de la expresión (por el sujeto) de «ideas» y «sentimientos» (Rodríguez 1990: 156-57). Es ésta una acusación que Rodríguez repetirá en De qué hablamos: «Es de nuevo un simple matiz pero creo que el matiz es de talla» (Rodríguez 2013, 193n28).

El viaje de Eagleton a la teoría althusseriana fue un «momento» que, según su propia estimación, rápidamente «se desvaneció» (Eagleton y Beaumont 2009, 137), liberando así al autor de Criticism and Ideology para cabalgar en la cresta de todos los estudios post-estructuralistas, psicoanalíticos y feministas que pasaron a barrer completamente la academia en los años 80 y 90. No era que dejara de hablar desde un punto de vista reconociblemente marxista, simplemente que el punto de vista en cuestión sería el de un marxismo «antropológico», por lo tanto un marxismo que asumía la noción de un «ser de especie» y la «continuidad la historia humana», y que, crucialmente, tomó la oposición sujeto/objeto como su punto de partida. Althusser seguía siendo una presencia inquietante y necesitaba ser exorcizado periódicamente, sobre todo a causa de su sujeto «bastante marchitado» (118), o alternativamente reconfigurado para enmarcar la noción althusseriana de ideología en términos estrictamente lacanianos. En el momento de Una introducción a la teoría literaria [27] de Eagleton (1983), el equilibrio se ha desplazado decisivamente hacia el psicoanálisis: Althusser está siendo utilizado para iluminar la teoría lacaniana (Eagleton 1996, 149). En Ideología: una introducción [28], la unidad compleja de la estructura en la dominación de Althusser se encuentra relegada a la condición de una reflexión posterior (Eagleton 1991, 153).

Curiosamente, a pesar de todo, la imagen de un inconsciente ideológico, de naturaleza vagamente estructural, se prolonga en la obra posterior de Eagleton, cuando, por ejemplo, advierte contra los peligros de antropomorfizar un texto literario y de psicoanalizar al autor.

 

El texto tiene un inconsciente porque, como cualquier pieza de lenguaje o cualquier sujeto humano, existe en virtud de sus declaraciones performativas inevitablemente atrapadas en una red de significaciones que excede y, a veces, subvierte esa actuación, y que no puede controlar plenamente. Y este inconsciente no es sólo algo más que un texto que está más allá del control del trabajo; es una falta de control, una forma en la que el texto se elude y no es idéntico a sí mismo, que está inscrito en el texto mismo y sin el cual no podría decir nada en absoluto. [29]

 

Una advertencia bien intencionada, para ser cierta: innegablemente, la actividad del sujeto es subvertida por una red inconsciente, pero una red de significaciones, debe señalarse, integrante de una formación discursiva frente a una social, integrante, en otras palabras, de una individualidad subjetiva. Lo que prepara el escenario para la conclusión de lo que sería un largo desvío, a través del marxismo, hacia una versión actualizada de los orígenes de Eagleton: «La forma más difícil de emancipación es siempre la autoemancipación, como lo saben las feministas, los teóricos psicoanalíticos y los teólogos, pero muchos marxistas (incluso después de Gramsci) no lo entienden» [30]. La propia reacción de Rodríguez sería adecuadamente mordaz: «Terry Eagleton no se enteró mucho de la problemática althusseriana», aunque reconoce la utilidad de Ideología: una introducción: «No niego la inteligencia de Eagleton, pero su empirismo sigue siendo [...] inane» (Rodríguez 2013, 175n12).

 

La pérdida de una ontología social

El apego ideológico a la oposición sujeto/objeto no era de ninguna manera particular de Eagleton. Por el contrario, como Rodríguez había discernido incluso antes de la aparición de Criticism and Ideology, fue compartido por los miembros de una generación anterior de marxistas británicos, adheridos como éstos a un empirismo nativo. Había, por supuesto, diferencias —por ejemplo, EP Thompson apoyaba la noción de ideología como las «ideas» poseídas por el sujeto individual, mientras que Perry Anderson pensaba en términos de la autoconciencia de una clase— pero todos estaban de acuerdo en dar prioridad al papel de un sujeto: «En suma: entendida, pues, la "ideología" como el "contenido" de la razón humana en cada clase, cada época o cada hombre» (Rodríguez 1990, 381). De lo cual Rodríguez dedujo no sólo el dominio de las relaciones sociales burguesas en Gran Bretaña, sino también la existencia de un inconsciente ideológico segregado por estas relaciones.

 

La creencia en una verdad básica del sujeto humano, a la que se llamaría «sicología», y la ignorancia, por tanto, de la existencia de un nivel ideológico inconsciente y determinante propio de cada tipo de relaciones de clase, he ahí lo que revela siempre en última instancia la presencia del empiricismo incluso bajo enunciados —como ocurre en este caso— francamente izquierdistas. (388)

 

No sorprende que el trabajo de Rodríguez siga siendo desconocido para los marxistas británicos, cuyo debate subsiguiente seguirá un curso previsible. Así, cuando Anderson llegó a defender a Althusser contra el asalto manifiestamente escandaloso de la Miseria de la teoría [31] de Thompson (1978),  por fuerza se centrará en la tendencia de Thompson a pensar en términos voluntaristas y subjetivistas, es decir, en enfatizar la conciencia individual.

 

El error conceptual consiste en amalgamar aquellas acciones que son en realidad voliciones conscientes a nivel personal o local, pero cuya incidencia social es profundamente involuntaria (relación de la edad matrimonial, por ejemplo, con el crecimiento demográfico), con aquellas acciones que son voliciones conscientes al nivel de su propia incidencia social, bajo la única rúbrica de «acción». [32]

 

Obsérvese, de pasada, que Anderson opone a «consciente», no a su obvio antónimo «inconsciente», sino a «involuntario», como si temiera comprometer la noción de inconsciencia. Y con razón: el único «inconsciente» fácilmente disponible era de la variante freudiana, un enfoque que habría expuesto a Anderson a la misma acusación de individualismo que él desarrollaba en el proceso de derribo contra Thompson. Después de todo, la crítica de Anderson era la tendencia de Thompson a «separar la clase de su anclaje objetivo en determinadas relaciones de producción e identificarla con la conciencia subjetiva o la cultura» [33].

En otras circunstancias, la noción de inconsciencia ideológica de Althusser podría haber proporcionado una forma alternativa de teorizar el inconsciente, y, momentáneamente, debe decirse que Anderson, a través de su énfasis en la clase en oposición a la conciencia individual, plantea la existencia de una estructura que, tomada en su conjunto, «funciona inconscientemente y sin volición» [34]. Pero sólo momentáneamente: en última instancia, no era ya capaz de romper con la noción de sujeto o conciencia de Thompson: su única condición, reiteramos, era que se definiera en términos de clase.

Anderson estableció el patrón para una generación más joven de marxistas británicos que iban a seguir su estela. Así, aun aceptando la realidad de las acciones de naturaleza colectiva que no eran ni deseadas ni previstas, los comentaristas de Althusser siguieron sintiéndose intimidados por la inmensa presencia de Thompson. En consecuencia, las cuestiones fundamentales quedaron por resolver, como estos mismos comentaristas fueron los primeros en reconocer. ¿Dónde, por ejemplo, encontrar la voluntad requerida para llevar a cabo la revolución proletaria? Cogido entre la espada y la pared, Ted Benton finalmente se ve obligado a cuestionar la base misma sobre la que descansa la ideología empirista: «Mientras la oposición entre estructura y acción gobierne la teorización sobre la causalidad histórica, los extremos del fatalismo estructural y el voluntarismo vacío solamente pueden ser evitados por combinaciones arbitrarias de los dos» [35]. El problema está bien planteado, pero una cosa es decirlo y otra resolverlo, sin cambiar la naturaleza del terreno en el que se presentó el debate, cuando, insistimos, requiere que se empiece desde el punto de vista de la formación social.

La necesidad a gritos es la de un inconsciente que es el resultado no tanto de la represión como de la producción, pero aquí Benton se encuentra desprovisto de los recursos teóricos necesarios. Se consideran brevemente a Lacan, Reich y Marcuse (106, 233), pero resultan poco útiles: Lacan porque se centra en el lenguaje como tal, como opuesto a sus implicaciones culturales; Wilhelm Reich y Herbert Marcuse, porque su trabajo está arraigado en un marxismo antropológico y, en consecuencia, se refieren al «hombre» como tal. En cuanto a Althusser, se le excluye sobre la base de su antihumanismo, lo que efectivamente deja a Benton haciendo señales hacia un espacio, el del inconsciente ideológico, que no puede ocupar: «La noción de una determinación inconsciente de la vida consciente proporciona un espacio teórico para una concepción de los actores humanos como algo más que meros “portadores” de las estructuras externas, sin recurrir a la noción esencialmente teológica de la acción como “causa no causada”» [36].

Gregory Elliott apunta adecuadamente el énfasis de Althusser sobre la «unidad compleja» que es la formación social (Elliott 1987, 95), junto con la denuncia del filósofo sobre la confrontación sujeto/objeto, con una consecuencia inicialmente prometedora para su discusión de la teoría ideológica de Althusser: Desde la perspectiva althusseriana, la «falsa conciencia» implica engañosamente la posibilidad de una verdadera conciencia, lo que subestima el poder objetivo de la ideología. Para Althusser, como explica Elliott, la ideología es una realidad objetiva, independiente de la subjetividad de los individuos sujetos a ella, que se desliza en todos los niveles de la sociedad, más bien como un «cemento» (173). La metáfora es alentadora: Elliott parece estar a punto de teorizar la existencia de un inconsciente ideológico diferenciado. Pero las esperanzas se desvanecen inmediatamente cuando el comentarista atrae a Freud y Lacan a la discusión, legitimado, hay que decirlo, a través de referencias a los propios textos de Althusser (175).

Al igual que Benton y Elliott, Alex Callinicos «piensa» inconscientemente dentro de los límites de un marxismo antropológico y por lo tanto permanecerá hipotecado al concepto de una especie que es, por lo tanto también a la de una «naturaleza humana», basada en una ontología que consiste en «sujetos y agentes». Aquí es donde comenzará Making History de Callinicos (1987). Los lectores deben esperar hasta que el segundo capítulo de este trabajo para familiarizarse con «Los conceptos básicos del materialismo histórico».

Como sucede a menudo, la excepción confirma la regla: en Deciphering Capital (2014), Callinicos de repente descubre las virtudes del énfasis de Althusser en las estructuras sociales. Éstas, está ahora Callinicos dispuesto a conceder, no se reducen a «relaciones humanas». Brevemente, el marxista se tambalea al borde de un mea culpa. «Por el momento, quiero extraer la tesis filosófica implícita en las discusiones de Althusser, la primacía ontológica de las relaciones y resaltar tanto su fertilidad como su relativa ausencia de los debates contemporáneos» [37]. Que su ausencia relativa podría haber tenido algo que ver con la naturaleza abyecta de la recepción de Althusser dentro del marxismo británico no debe considerarse: Thompson sigue siendo recomendado por su «denuncia retóricamente muy eficaz» del «antihumanismo» de Althusser y la acusación del «funcionalismo» contra las opiniones de Althusser sobre la ideología debe subsistir. Pero aun así, nuestra impresión es de que un marxista furiosamente reclama, aunque tardíamente y en la addenda de un trabajo, la necesidad de un «desvío» a través de las relaciones. «Esto se debe a que la principal relación de explicación es la relación de capital, concebida [...] como dual —como la explotación del trabajo asalariado por el capital y la lucha competitiva de los capitales—» [38].

 

La rebelión del sujeto

Para haber reubicado con éxito el debate marxista sobre el terreno de la formación social y resistido así al recurso prematuro al psicoanálisis, habría sido necesario reafirmar la existencia no simplemente de un mundo externo —la ontología plana del positivismo cumplía ese requisito— sino de un mundo externo estratificado, diferenciado, abierto y, sobre todo, gobernado por leyes de tipo transfactual, operando en un nivel trascendental hacía la realidad empírica. Desde el punto de vista de las ciencias sociales, un realismo de este tipo también habría necesitado respetar ciertas exigencias, principalmente, que la complejidad de la conciencia humana no se reduzca a una confrontación entre un sujeto y un objeto; y que la existencia intransitiva de estructuras causales no se derrumbe, hermenéuticamente hablando, en la dimensión transitiva de la práctica.

Ahora el realismo trascendental puede parecer bastante sencillo, pero por supuesto, como el filósofo de la ciencia se apresurará a asegurarnos, teóricamente plantea algunos temas extremadamente espinosos. Por ejemplo, si se concede (como comúnmente se hace) que sólo las entidades pueden ejercer un poder causal, ¿qué se requiere antes de que algo pueda decirse que constituye una entidad? La ley de la gravedad puede trascender el nivel de la caída de la manzana, pero ¿cuál es exactamente su estado ontológico? Forzosamente, tales preguntas se vuelven singularmente apremiantes dentro del dominio de las ciencias sociales. Las personas, podríamos estar de acuerdo, son las portadoras de las estructuras sociales, pero ¿cuál es exactamente el estatus ontológico del sistema económico del capitalismo, la ley de la tasa decreciente de ganancias o el sistema bancario? Ciertamente ejercen una eficacia causal, lo que sugiere que son suficientemente reales, pero ¿no son más bien propiedad de una serie de actos humanos vinculados al concepto, es decir, no una entidad en el sentido estricto de la palabra? ¿Acaso los realistas no corren el riesgo, al menos con respecto a las ciencias sociales, de ser demasiado promiscuos sobre lo que pensamos como entidades? [39].

Sujetos a las distorsiones positivistas y acosados ​​por las tendencias idealistas, el materialismo histórico necesitaba tanto una teoría del conocimiento como cualquier otra doctrina ontológica (Rubén 1977: 1). Entre los problemas que asolaban su versión althusseriana destacaba la teoría de las operaciones de causalidad estructural; Althusser se vio atrapado entre: a) la noción de Vorstellung, que presupone la existencia de una estructura inmanente, sí no de una causa ausente, que sólo es visible en sus efectos, pero que trasciende sus efectos; y (b) Dartellung, para la cual toda la existencia de, por ejemplo, una formación social consiste en sus efectos, en el sentido de no ser más que sus efectos. Tampoco estaba claro cómo una causalidad estructural intransitiva, por más concebida que fuera, debía ser combinada con la noción de causalidad transitiva, ejercida por las instancias independientes (económica, política e ideológica). Las trampas a evitar eran las de una causalidad expresiva, concebida en la línea de un Espíritu Hegeliano omnipresente, y una causalidad lineal, cuya atención exclusiva generó una especie de objetivismo positivista (Dewes 1987, 3). Althusser llegó, a modo de solución, a la noción de un efecto matriz de una formación social, a través de la cual pensar la determinación de los elementos unos sobre otros, de cada uno sobre el conjunto, y de la estructura del todo sobre sus elementos (Montag 2013, 73-100).

Mientras que el propio Marx había desplegado un esfuerzo considerable a la crítica del idealismo hegeliano, Althusser se resistió al empirismo, lo que hizo mediante la extracción desde los textos clásicos del marxismo de una teoría del conocimiento que, en contraste explícito con su contraparte empirista, enfatizaba la producción, el carácter transformador de la adquisición del conocimiento. Forzosamente sus críticos han interpretado lo que pretendía ser una crítica metodológica desde un punto de vista epistemológico, es decir, desde la familiar relación sujeto/objeto, llevándolos a castigar al filósofo por subdimensionar la dimensión intransitiva en la producción del conocimiento y sucumbiendo así a una especie de neo-kantianismo. He tratado estos temas en otros lugares, específicamente en lo que se refiere a la obra de Rodríguez (Read 2015), y no tengo la intención de volver a hablar de ellos aquí. El punto importante, en el presente contexto, es que la combinación de un antihegelianismo y el anti-empirismo tuvo ciertas consecuencias devastadoras: principalmente, llevó a socavar desde dentro del compromiso althusseriano con la noción de formación social, cuyo efecto fue canalizar la atención hacia el sujeto psicoanalítico. A modo de ilustración, consideremos brevemente el caso de Laclau y Mouffe.

El fracaso central de estos dos autores es su incapacidad para enfrentarse a la noción de efecto matricial, teorizada por Althusser, y específicamente con el hecho de que la determinación indirecta e intransitiva ejercida por la totalidad social es «siempre ya» operativa, incluso cuando las instancias individuales ejercen su propia causalidad lineal transitiva. Según su estimación, no existe tal efecto, ausente o no (Laclau y Mouffe 1985, 97-105). Al prolongar el proceso de reducción, se suprimen las efectividades de las instancias económica y política a favor de la ideología. La práctica social se funde hacia arriba, según el modelo de la praxis individual, desencadenando así una reacción en cadena «que tiende a aplanar la totalidad marxista en una variación de la totalidad hegeliana» [40]. En una maniobra táctica Laclau y Mouffe dibujan el objeto externo de nuevo al nivel del significante o significado, aun cuando aceptan la existencia de un reino intransitivo. Subrepticiamente, el objeto es despojado de sus cualidades naturales y reducido a una construcción discursiva (107).

El edificio post-marxiano está sustentado por una versión de la psicología lacaniana que limita la problemática lacaniana a una relación flotante entre lo simbólico y lo imaginario. Esto implica reubicar la teoría social en el terreno del significado y así reducir el concepto de la estructura en dominio a un patrón aleatorio de «significantes flotantes». Estos significantes son suturados por los significantes maestros, también conocidos como points de capiton, puntos nodales y significantes vacíos, que crean y sostienen la identidad de un discurso particular construyendo un nudo de significados definidos (95). Dicho esto, su versión del psicoanálisis testifica finalmente contra los dos postmarxianos: al centrarse en lo simbólico e imaginario, excluyendo lo real, elimina la energía libidinal contenida en una articulación sobredeterminada, con lo que limita el análisis al nivel de sentido, por lo tanto a una hermenéutica (Boucher 2008, 93). Esta hermenéutica tiene un rasgo redentor, y es una cuestión importante: recuerda a los marxistas la importancia de temas ajenos al ámbito tradicional de la política laboral.

 

Recuperando lo Real

Žižek completa el proceso iniciado por Laclau y Mouffe de reducir la formación social a una dialéctica lacaniana de la psique. Esta dialéctica toma como punto de partida lo que Lacan llama la alienación del hombre en el lenguaje, constitutiva de una represión primaria. Según Lacan, todo ser humano que aprende a hablar se aleja de sí mismo, en la medida en que, por el mismo acto de entrar en el lenguaje, pierde su unidad fusional con la madre. El proceso de alienación puede ser bloqueado: un niño puede «elegir» no someterse al Otro del lenguaje, al precio de la psicosis. Pero cuando el proceso se lleva a cabo, el niño se queda con un ser que quiere ser, lo que le lleva a centrarse en el falo y su posesión, como un medio para rectificar la experiencia de la pérdida materna y recuperar la plenitud del reconocimiento. La comprensión de que, de hecho, la madre carece de un falo impone al niño la realidad y, finalmente, la aceptación de la castración. A través de la castración —un acto de «separación» constitutivo de una represión secundaria— el niño entra completamente en el orden simbólico, tomando su lugar por medio del «Nombre del Padre». El Padre en cuestión no debe confundirse con el verdadero padre: la metáfora paterna significa la autoridad última que sostiene el orden simbólico. El padre simbólico es el autor de la Ley, que dice «Yo soy quien soy».

El desgarro de la Cosa materna deja atrás un agujero, que el sujeto-a-ser a partir de entonces luchará por simbolizar y desea llenar. También deja atrás un resto, un Objeto a, para usar el término lacaniano, como un recordatorio (por así decirlo) de la fusión materna anterior. El Objeto a es el referente fantasmático del significante maestro, como «Dios» o «la nación», sí no las fantasías que ocupan el vacío en el centro y que sintetizan la búsqueda permanente de sustitutos maternos. Crucialmente, estas mismas fantasías también nos protegen de acercarnos a la Cosa maternal, la cual continúa ejerciendo una fuerza inconsciente en el significado consciente. El colapso de esta pantalla mediada lingüísticamente conduciría a la extinción del deseo y a un colapso en la psicosis. Durante el curso de la socialización, el cuerpo se inscribe progresivamente con significantes, como consecuencia de lo cual el placer primario en el cuerpo se localiza en ciertas zonas: la boca, el ano y los genitales. Dicho esto, la represión no es completa: La «sustancia» simbólica del cuerpo, como disfrute incestuoso o goce, continúa infiltrándose en la red simbólica, a través, entre otras cosas, de los mecanismos de la metonimia y la metáfora [41].

La empresa de Žižek —repensar la ideología en términos de la dialéctica lacaniana— comienza razonablemente. Al parecer,  encuentra un paralelismo entre el desgarramiento de la socialización infantil, en el que el goce de lo Real es reprimido por el orden simbólico, y el acontecimiento violento que marca el origen de la sociedad, coincidiendo con la represión de los explotados por una ideología dominante. La cultura de la sociedad pre-clases es un «núcleo pre-ideológico" (Žižek 1994, 21), equivalente al goce pre-simbólico, que vuelve en forma «espectral» a «llenar el agujero del real» y, en adelante, para atormentar la cultura de la sociedad de clases. Para Žižek, no puede haber realidad sin el espectro, ya que, según Lacan, la realidad no es la «cosa en sí», sino algo que ha sido llevado a la existencia por el lenguaje. Todo fenómeno social debe ser considerado como un intento (en última instancia fracasado) de «ocultar y "remendar" la grieta del antagonismo de clase, borrar sus huellas» [42], la lucha de clases, sobre esta base, «no es otro que el nombre del límite insondable que no puede ser objetivado, situado dentro de la totalidad social» [43].

Aunque todo esto es persuasivo, se sugieren una serie de objeciones muy básicas. En primer lugar, la interpretación de la relación de clase como real del marxismo, presiona el antagonismo social más allá de la conceptualización, en cuyo caso, se puede preguntar, ¿cómo se puede argumentar que el antagonismo de clase moderno es entre el capital y el trabajo en lugar de, digamos, entre amos y esclavos? En segundo lugar, una cosa es afirmar que los mecanismos sociales reales sólo pueden ser visibles en sus efectos actuales, de acuerdo con el modo realista normal de las ciencias, y otra muy distinta anular lo Real al presentarlo como producto del lenguaje. Un irrealismo de este tipo podría tener sólo un resultado posible: hacer inefable e incognoscible el antagonismo de clase [44]. Finalmente, los materialistas históricos objetarán que la reducción de la historia a una sucesión de intentos fallidos de captar la Cosa sólo puede terminar, más pronto que tarde, en un marxismo antropológico y en afirmaciones sobre la existencia de una naturaleza humana transhistórica. En las palabras de Boucher: «En el momento en que hemos convertido el "núcleo real" de la naturaleza humana en la raíz del antagonismo social y del proceso histórico, arriesgamos una antropología filosófica donde la tesis hegeliana de la “sustancia como sujeto” designa una “desaparición”, "reprimido" el momento de identidad entre el sujeto y el objeto» [45].

 

Sobre la radical historicidad de la literatura

Una vez que la posición asumida en Ideología. Un mapa de la cuestión había sido plenamente articulada, la ruta obvia hacia adelante, a través del desarrollo de una alegoría de la psique, era moverse hacia arriba, hacia un sujeto concebido como ego cartesiano o autoconciencia kantiana. Es una ruta que Žižek no dudará en tomar (Resch 1999, 2001). Alternativamente, podría haberse movido hacia abajo hacia un relato de la subjetividad como emergiendo del mundo natural y hacia la sociedad, que fue el camino tomado por los marxistas antropológicos de una inclinación menos filosófica. La elección de Rodríguez era situarse en un terreno completamente diferente, el de la historicidad radical de la ideología y, específicamente, de la ideología literaria, en la transición del feudalismo al capitalismo. Esto implicaba tomar como punto de partida, no el sujeto (en cualquiera de sus formas, trascendental o de otro tipo), sino dos conjuntos conflictivos de relaciones sociales en una lucha por la supremacía. Cada conjunto debía segregar su propia ideología, el sustancialismo en el caso del feudalismo, el animismo en el caso del capitalismo mercantil, cada una equipada con su propia versión del cuerpo, la escolástica por un lado, la platónica por el otro (Rodríguez 1990, 99 -110).

Para el sustancialismo era fundamental la noción del cuerpo como la cumbre del mundo corruptible, sublunar, y como tal se caracterizada por la mezcla inextricable de cuerpo y alma; también, la correspondiente ausencia de una división reconocible entre el interior y el exterior del «hombre», y por lo tanto entre los sectores público y privado (205). El sustancialismo se verá obligado a adaptarse al nuevo desorden, consecuencia del ascenso del animismo, y algunas de las páginas más brillantes de Teoría e historia son las dedicadas al análisis de la formación de compromiso subsiguiente, en forma de animismo cristiano, a través de la mediación de Fray Luis de León (243 ss). Las características de tal animismo consistían en ajustes clave con respecto a las divisiones antes mencionadas, de manera que, mientras la oposición entre este mundo y el siguiente permaneció, fue reconfigurada de forma que el primero fue equiparado con lo «público», personificado por su obsesión por el «oro», dejando al otro mundo la correspondencia con el ámbito de la intimidad, personificado por la vida del pastor. La atención cambió en sincronía con una división interna en este mundo, entre una naturaleza buena y una mala, y la obligación de un (proto-)sujeto libre recién creado o alma bella para elegir entre los dos:

 

Fray Luis insiste continuamente en la visión del pasto como ideal privado emanado desde la naturaleza buena, e ideal privado en tanto que soledad y en tanto que libertad. La ideología de la libertad aparece desde el primer momento en la matriz animista italiana (y ya dijimos que no hay sujeto para la ideología burguesa si no es sujeto libre: esto es, que contrata «libremente» su trabajo, etc.). (252)

 

El animismo cristiano, reiteramos, permanece a lo largo de una formación de compromiso, como consecuencia de lo cual sobrevive la noción de servicio, junto con las referencias al «linaje» y la «sangre», y la importancia de una eventual fusión («anegamiento») con la deidad. Dicho esto, no se puede negar el impacto del animismo, registrado en el erotismo profundamente acentuado del lenguaje del animismo cristiano —la penetración, el desmayo, el éxtasis orgásmico y demás— justificado por el hecho de que Dios necesitaba dirigirse al hombre en forma humanizada, en términos «cariñosos». Tal lenguaje ha sido utilizado, comprensiblemente, por los eruditos modernos para traducir rápidamente los textos de los místicos españoles en el lenguaje del psicoanálisis. Pero en este punto, y precisamente en este punto, Rodríguez reafirma la historicidad del texto involucrado.

 

… la ambigüedad que este animismo cristiano inscribe en la dialéctica del cuerpo es lo que verdaderamente explica el profundo erotismo de nuestros místicos. Lo explica literalmente, quiero decir, sin necesidad de aspavientos sicoanalíticos o beatos (y ni siquiera retóricos […]. Recordemos el caso «erótico» más claro en el propio San Juan de la Cruz. (256)

 

La elección, pues, es entre la vida espiritual interior y las apariencias carnales, que debe ejercer el alma privilegiada sostenida por la gracia:

 

Por supuesto que el texto es transparente, y no posee más sentido que el «literal» que se lee a primera vista. Pero es una literalidad inscrita, como decimos, en la lógica interna propia de la dialéctica del cuerpo en el animismo cristiano. (256)

 

Y el resto sigue: en la medida en que el espíritu y las apariencias no se mezclan sustancialmente, existe la posibilidad de una espiritualización del cuerpo —de ahí la importancia que se atribuye a la belleza del desnudo—. El espíritu se extrae de la sustancia material de la misma manera que, a nivel del lenguaje, los conceptos se extraen de la sustancia fónica, y el valor de intercambio del valor de uso de las mercancías: «La noción de “uso” en este momento está ya calcada del tráfico de Mercado: las palabras se usan como las “mercaderías”» (279).

Esta posición, basada en la historicidad radical de la literatura, condicionada por un inconsciente específicamente ideológico, es la que Rodríguez se niega a abandonar a lo largo de su carrera, incluso cuando se enfrenta cada vez más a la ruptura del sujeto moderno y la urgente necesidad teórica a la que da lugar: «cómo enganchar las contradicciones del yo libidinal (o sea, del deseo de escribir) y del yo soy (o sea, del inconsciente histórico e ideológico» (Moya Casas y Varela-Portas de Orduña, 1999, 77). Otras persistencias serán la resistencia al concepto de «naturaleza humana» —mínimamente, somos mamíferos bípedos (77)— y la insistencia en localizar el debate sobre otro terreno, «que no sea la relación sujeto/sistema» (77), que sólo puede ser la de una formación social, estructurada sobre la base de un modo de producción y de su correspondiente figura históricamente localizada de «individualidad» (Rodríguez 1998, 5).

La tensión entre el inconsciente ideológico y su contraparte libidinal, se sigue, se resolvió por el simple proceso de eliminación: el alcance del inconsciente libidinal se vio tan reducido como para ser ocluido por la densidad histórica de su equivalente ideológico: «En consecuencia si nuestro Inconsciente libidinal (nuestro supuesto yo) está desde siempre atrapado, configurado, por el inconsciente histórico, por el lenguaje ideológico de su realidad familiar y social, sólo a través de este lenguaje puede decir yo soy» (Rodríguez 2006, 404). Lejos de existir como un reino salvaje y pre-social, el argumento mantiene que el inconsciente debe ser entendido como un producto histórico, que posteriormente es sometido a la represión (412). Tal es, pues, la posición de Rodríguez sobre la historicidad radical de las formas de individualidad, que me parece eminentemente defensiva, con una condición: que las formas en cuestión son vistas más que como el resultado de una confluencia hacia abajo de las estructuras de la formación social; en otras palabras, que tales formas se teorizan como estructuras complejas, laminadas por derecho propio y, en consecuencia, tan complejas y relativamente autónomas como las instancias de la formación social.

Para hacer frente a la condición en cuestión, vamos a seguir a Resch proponiendo un sujeto lacaniano a lo largo de un todo estructurado, constituido por los tres subsistemas, a saber, lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico, actuando simultáneamente pero con fuerza desigual y con conflictos de desarrollo desigual; también rehusando a pensar en los subsistemas, tomados individualmente, como sujetos potenciales, y menos aún como el «verdadero» sujeto; y, por extensión, resistiendo la tentación de vaciar este sujeto, para llegar, siguiendo a Žižek, a la noción mística de un sujeto independiente, trascendental, además de sublime (Resch 2001). El reto será desarrollar esta lógica al mismo tiempo que se rehúsa a separar el sujeto de las condiciones histórico-objetivas de su producción en cultura. Para poner a prueba nuestros puntos de vista, volvamos al corazón de Teoría e historia y, concretamente, a la obra de Fray Luis de León.

 

Fray Luis de León: Naturaleza versus convención

En una larga nota al pie de la página 282 de Teoría e historia, Rodríguez cita un largo pasaje de De los nombres de Cristo para elucidar los principios básicos del animismo cristiano. Con miras a extender el programa de investigación iniciado por Rodríguez, comencemos explorando el texto de Fray Luis con un análisis más profundo. Un texto animista cristiano, para reproducir brevemente el propio argumento de Rodríguez, es aquel en el que se ve que dos ideologías, sustancialismo y animismo luchan por la supremacía. En el caso de De los nombres, la lucha se manifiesta en el intento de un compromiso entre dos puntos de vista opuestos del lenguaje: en primer lugar, la visión sustancialista basada en la noción de que, de alguna manera, las palabras están inextricablemente ligadas a las cosas que nombran; y en segundo lugar, la insistencia animista de las palabras como conceptos, que se extraen de la materia fónica de la misma manera que la estatua se extrae de la piedra. Así:

 

… todas las cosas viven y tienen ser en nuestro entendimiento, cuando las entendemos y cuando las nombramos en nuestras bocas y lenguas. Y lo que ellas son en sí mismas, esa misma razón de ser tienen en nosotros, si nuestras bocas y entendimientos son verdaderos. Digo esa misma en razón de semejanza, aunque en cualidad de modo diferente. (Léon 2015, 18)

 

La implicación es clara: mientras que las palabras y las cosas deben ser diferenciadas, las palabras verdaderas mantienen una conexión con sus referentes. Sobre esta base, Fray Luis procederá a distinguir entre dos tipos de sustantivos, propios y comunes: los primeros deben considerarse naturales, en la medida en que están esencialmente ligados a las cosas que nombran, los segundos, convencionales, en la medida en que son imágenes o conceptos generados en el alma por el arte. Fray Luis elabora, de manera un tanto enigmática, que el término «nombre» se entiende normalmente como referencia a las palabras convencionales, aunque propiamente hablando, debe aplicarse a su equivalente natural. «Y así nosotros hablaremos de aquéllos, teniendo los ojos en éstos» (19).

Las ambigüedades existen entonces, pero al menos podemos localizarlas con cierta precisión con respecto a la lucha entre las dos ideologías en conflicto. El impacto del animismo sobre De los nombres se registra bajo la apariencia de un Alma del Mundo, que supuestamente impregna y enlaza la totalidad de la creación. En un ejemplo, la división sustancialista entre este mundo y el siguiente es trascendida y la posibilidad planteada de la ascensión del alma a, y la unión con, el Absoluto.

 

Porque se ha de entender que la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras y en que, siendo una, sea todas cuanto le fuere posible; porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a Él, haciéndosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas, y el fin y como el blanco adonde envían sus deseos todas las criaturas. (17)

 

En este contexto, Fray Luis se aferra al valor compartido en común, a nivel del concepto, por cosas que son materialmente diferentes: «quiero decir, que es imagen de aquello en que muchas cosas, que en los demás son diferentes, convienen entre sí y se parecen» (20). Los valores se intercambian entre los diálogos, como en De los nombres de Cristo, de la misma manera que las mercancías se intercambian en el mercado, a cuyo respeto debe recordarse lo siguiente: que el «diálogo» es uno géneros recién creados favorecidos por el animismo, y que el animismo engrasa las relaciones sociales de una burguesía o clase comercial emergente.

Al mismo tiempo, no se contradice la naturaleza de la lealtad última de Fray Luis, con un sustancialismo sostenido lingüísticamente, a través de un llamamiento a la motivación semántica («corregidor» de «corregir»), etimológica («casamenteros» de «mentar»), el simbolismo sonoro, la onomatopeya, y, por último, pero no menos importante, los nombres propios, caracterizados por los «nombres de Cristo».

 

En los cuales, cuando de intento se ponen, la razón y naturaleza de ellos pide que se guarde esta regla; que, pues han de ser propios, tengan significación de alguna particular propiedad, y de algo de lo que es propio a aquellos de quien se dicen; y que se tomen y como nazcan y manen de algún minero suyo y particular; porque si el nombre […] substituye por lo nombrado, y si su fin es hacer que lo ausente que significa, en él nos sea presente, y cercano y junto lo que nos es alejado, mucho conviene que en el sonido, en la figura, o verdaderamente en el origen y significación de aquellos de donde nace, se avecine y asemeje a cuyo es, cuanto es posible avecinarse a una cosa de tomo y de ser el sonido de una palabra. (20)

 

Las palabras están marcadas por sus etimologías, así como los miembros de la aristocracia están marcados, en la forma de su vestido, por sus linajes.

 

El Nombre del Padre

Por fuerza, en su disquisición sobre los nombres de Cristo, Fray Luis debe confrontar primero el problema de la invisibilidad, por lo tanto, de la irrepresentabilidad de Dios. Un iconoclasmo radical no permite imágenes, por lo tanto, no hay nombres: ¿Qué nombre de voz o qué concepto de entendimiento puede llegar a ser imagen de Dios? (25). Y no es sorprendente que Dios no pueda tener un nombre más que su equivalente psicoanalítico, el Objeto a. Se puede decir que ambos constituyen fantasías que defienden al sujeto del deseo puro característico de la pulsión de muerte, sí no de la Cosa materna. Jean-Joseph Goux no se atreve a trabajar lo que él llama homología: si Dios puede ser eterno sólo en ausencia de lazos corporales, el «asesinato del Padre» separa el símbolo de la materia corruptible; igualmente, el oro, el «señor de las mercancías» (Marx), puede funcionar como el equivalente universal, la medida de todos los demás valores, sólo si, como el falo, deja de funcionar como valor de uso, es decir, es asesinado. En todos los casos, estamos hablando de un desprendimiento absoluto, una posición suprasensible más allá de la materia (Goux, 1990). La necesidad de algún tipo de denominación para Dios —recogiendo el hilo de Fray Luis— sólo es necesaria «con tenerle en casa» (León 2015, 27) o, alternativamente, cuando se hace hombre: «Y como Dios tenía ordenado de hacerse hombre después, luego que salió a luz el hombre quiso humanarse, nombrándose» (27).

Los nombres de Cristo —tomemos el ejemplo de las «Caras de Dios»— deben ser interpretados como partes o piezas, psicoanalíticamente como significantes maestros, de una grandeza divina que no se puede conocer en su totalidad: nunca se podría concebir la divinidad «en la cara», sólo «cercado y como vestido de fuego y de otras señales visibles» (47), como con ocasión del Arbusto Ardiente. Althusser utilizó la confrontación entre Yhavé y Moisés para poner en escena su pequeño teatro de interpelación (Althusser 1971, 177-83), en el que Dios, definido como el Sujeto por excelencia («Yo soy el que soy»), subraya a Moisés en términos especulares: «¿No fueron hechos los hombres a la imagen de Dios?» [46]. Rodríguez declara significativamente: «Yhavé no convierte en absoluto a Moisés en "sujeto" sino en un siervo, es decir, en el delegado de su voz ante el pueblo, etc.» (Rodríguez 2002/3, 20). Es una objeción más que ampliamente sostenida por De los nombres, cuya versión del mismo episodio está repleta de referencias a «linaje», «venganza» y «honor» que, junto con otros esparcidos por todos lados, al «servicio», «siervos», «sangre», «señores», ciertamente son más que sugerentes del enraizamiento del texto en el sustancialismo. Pero en este punto, estrujemos más el análisis de Rodríguez.

Fray Luis se interesa por el tema de la idolatría y el becerro de oro como fuente de la culpa judía: «... en el pecado de la adoración del becerro merecieron, como en culpa principal, que permitiéndolo Dios, desconociesen y negasen a Cristo después» (León 2015, 168). Fray Luis es implacable: «¿qué mayor fortaleza esperaba de un poco de oro mal figurado?» (169), y volverá obsesivamente a lo largo del texto a los «adoradores de ídolos». La conexión psicoanalítica es inevitable: como argumenta persuasivamente Goux, en la raíz de la prohibición judaica contra las imágenes de adoración está la prohibición contra el incesto con la madre (Goux 1990, 137). El becerro de oro, explica con detalle, es, en realidad, una vaca de oro, por lo tanto equivalente a la Isis egipcia, la gran diosa; Isis está igualmente vinculada con el dios fenicio Baal, quien, en forma de toro, se acopla con su hermana, la vaca salvaje, de la que nace un becerro. El éxodo de Egipto, sobre esta base, es un éxodo del interior de Egipto, tierra de esfinges, tumbas y jeroglíficos, tierra de la imaginación y sus iconos invasores.

De acuerdo con la misma lógica: la formidable rabia lanzada sobre los idólatras por Moisés significa la amenaza de castración que acompaña al amor prohibido por la madre (137). Tampoco puede haber vacilaciones por sus implicaciones, principalmente, de que la poda de la imaginería sobreabundante y el lenguaje figurativo —en evidencia a lo largo de De los nombres— equivale a un intento, en nombre del Padre, de contener el goce que emana de las fuentes de las pulsiones.

Lo más sorprendente de Fray Luis es que debe abandonar inmediatamente su condena de la idolatría judaica para centrarse en el cuerpo de Cristo, conscientes como somos, siguiendo a Goux, del vínculo entre la encarnación y los iconos.

 

Pues pongamos los ojos en esta acabada beldad, y contemplémosla bien, y conoceremos que todo lo que puede caber de Dios en un cuerpo, y cuanto le es posible participar de él, y retraerle y figurarle y asemejársele, todo esto, con ventajas grandísimas, entre todos los otros cuerpos resplandece en aquéste; y veremos que en su género y condición es como un retrato vivo y perfecto. (León 2005, 52)

 

Por supuesto, el cuerpo en cuestión no es el Cristo sangrado, sufriendo, crucificado, como es tradicionalmente concebido, sino del Cristo espiritualizado, tal como es representado por el animismo, del que no son escatimados ningún detalle con respecto a su color, los ojos, la boca, las mejillas, las manos, las piernas, y así sucesivamente: «Pues si en el cuerpo de Cristo se descubre y reluce tanto la figura divina, ¿cuánto más expresa suya será su alma santísima?».

La prohibición del Antiguo Testamento sobre el icono, deducimos, ha sido levantada: la imagen de Cristo encarnado da testimonio de la transfiguración de la materia por la luz divina. Levantada, pero sólo parcialmente. El apego a la Cosa materna sobrevive en la forma de la Madre de Dios: «que aunque lo conserve de todos, mas atrévome yo a llamarla mía en particular, porque de mi niñez me ofrecí todo a su amparo» (42). La Virgen en la cámara celestial de la boda, nos recuerda Goux, es Madre y Esposa de Cristo (Goux 1990, 148). El texto de Fray Luis es uno en el que el proceso de «alienación» es incompleto, lo que explicaría su apego a las fuentes materiales del lenguaje (¿por lo tanto, maternas?) En la Cosa. ¿Qué es el alma bella sino un proto-sujeto que se halla precariamente alojado en lo Simbólico y, en consecuencia, inexorablemente arrastrado hacia su objeto a, una fantasía cuyos significantes maestros son los Nombres de Cristo? Siempre recordando que el objeto en cuestión está debidamente protegido: «El artículo de la limpieza y entereza virginal de nuestra común Madre y Señora, está significado en las Letras y profecías antiguas» (León 2015, 41-42). La limpieza mantiene la negación de la materia, la «entereza», la ilusión de la totalidad maternal.

 

La Ley del Padre

Rodríguez efectivamente teorizó el compromiso negociado por el animismo cristiano con respecto a la división sustancialista entre este mundo y el siguiente: la esfera celeste sigue siendo priorizada, pero ahora se identifica con la esfera privada, dejando a su contraparte terrestre corresponder con la esfera pública. Lo que no se enfatizó suficientemente fue el cambio igualmente significativo desde una perspectiva vertical, que abarca la totalidad de la creación, desde la más baja a la más alta, hasta una perspectiva más horizontal y narradora. Fray Luis es perfectamente explícito en cuanto a la forma que tomará la narración. Comienza con un primer nacimiento, que corresponde a una caída de la inocencia adámica en servidumbre, definida en términos de un apego sustancialista a la materia: «... la sustancia de la naturaleza del hombre, ella de sí y de su primer nacimiento es substancia imperfecta» León 2015, 108). La naturaleza humana, se sigue, debe ser considerada como podrida con veneno y corroída por el pecado. Un segundo nacimiento corresponde a la creación del alma bella, que se distingue por su capacidad de elegir entre el pecado y la salvación. De esta manera, y Fray Luis es muy específico sobre el punto, aquellos que privilegian la noción de nacimiento están siendo desplazados por los buenos y justos. En cuanto a este último, escribe: «Porque, dado que sean diferentes en nacimientos, mas […] el nacimiento en que se diferencian fue nacimiento perdido y de quien caso no se hace para lo que toca a ser vasallos en este reino, el cual se compone todo lo que San Pablo llama nueva criatura» (199). Regresemos a considerar algunos de sus rasgos distintivos.

 

Psicoanalíticamente, el «primer nacimiento» corresponde a la represión primaria, a través de la cual el niño es alienado de lo materno. La «elección» que enfrenta el niño es aquella entre abrazar la psicosis y entrar en la sociedad. Al igual que el alma hermosa, finalmente será sometida al estado de derecho a través de un segundo nacimiento y el correspondiente proceso de separación o represión secundaria: «Porque ¿qué vida puede ser la de aquel de quien sus apetitos y pasiones, no guardando Ley ni buena orden alguna, se muevan conforme a su antojo» (230). Correspondiendo a la distinción entre los dos tipos de nacimiento hay dos clases de leyes. La primera consta de decretos estatutarios sobre lo que es y no es jurídicamente aceptable, (243) a saber: «escribiendo con autoridad pública mandatos y ordenaciones de ello y pregonándolas públicamante». La referencia aquí es a las leyes que se imponen a través de un proceso de intimidación y que, arquetípicamente, se ponen en piedra, como en el caso de la ley mosaica. Tal soberanía dictatorial supone un paso más allá de los marcos legales anteriores —actos de venganza individual (ojo por ojo, diente por diente), códigos de indemnización y sistema de tribunales— hasta el establecimiento de legalidades abstractas y universales [47]. El segundo tipo de ley es ejercido por el alma bella sobre sí misma: «que se hace, no diciendo ni mandando lo bueno, sino imprimiendo deseo y gusto de ello» (León 2015, 243). Psicoanalíticamente, estamos hablando de las imposiciones de un superego.

La preferencia de Fray Luis, predeciblemente, es para el segundo tipo de ley interiorizada. A pesar de su continua lealtad a su Señor, los «hombres nuevos» que viven de acuerdo con esta ley son hombres esencialmente libres, es decir, dueños de sí mismos (y, crucialmente, de su fuerza de trabajo). En ellos, el equilibrio entre lo público y lo privado se inclina decididamente a favor de este último: por lo tanto, Cristo, en su calidad de pastor, «ha de residir en el secreto de sus entrañas, enseñoreándose de ellas, y en las que ha de apacentar dentro de sí» (81). Se nos recuerda que ese dominio de sí mismo será un elemento indispensable del capitalismo, que para funcionar debe transformar al siervo feudal, unido por definición a un señor, en un sujeto libre; libre, es decir, dispone de su fuerza de trabajo como quiera: «Porque cierto es que el verdadero hombre del hombre está en el mismo hombre, y en los bienes de lo que es señor cada uno» (81).

Consecuente en su interioridad está la capacidad del alma bella de transformarse. Es una capacidad que no debe ser subestimada, que impregna el ser entero del alma profundamente: «... le dará ser de Dios y la transformará cuasi en Dios, así también hará que, lanzándose el alma por todo el cuerpo y actuándole perfectísimamente, le dé condiciones de espíritu y cuasi le transforme en espíritu» (220, cursivas añadidas). Hay una dimensión social en las aspiraciones del alma que no debe escaparse: el hombre nuevo aspira a reemplazar la jerarquía tradicional basada en la «sangre» y el «linaje» con una basada en la «sensibilidad» del individuo. Por supuesto, todavía no hablamos del «hombre hecho por uno mismo» del antiguo burgués clásico: desde el punto de vista de un animismo cristiano, Fray Luis no está más inclinado a cuestionar la razón de ser del orden social que él de la Gran Cadena del Ser, del cual el orden social no es sino un segmento.

 

Porque lo primero, la paz pide orden, o mejor decir, no es ella otra cosa sino que cada una cosa guarde y conserve su orden: que lo alto esté en su lugar, y lo bajo por la misma manera; que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo señor que sea servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda a los otros con el respeto que a cada uno se debe. (228)

 

Correspondiendo a los dos tipos de leyes, como era de esperar, había dos objetos de fantasía, a saber, «concordia de Dios» y «amistad con los hombres» (233). La fantasía, recordemos, en términos psicoanalíticos, es una construcción que nos lleva a buscar sustitutos maternos pero que, al mismo tiempo, nos protege de acercarnos demasiado a la Cosa materna. Llena una abertura en el Otro, oculta el hecho de que el Otro, el orden simbólico, se estructura alrededor de una imposibilidad traumática, alrededor de algo que no puede ser simbolizado, es decir, lo real del goce. Fray Luis está tan alerta como cualquier psicoanalista moderno a la paradoja esencial: el deseo sólo puede existir cuando su objeto original es reprimido y está condenado a perseguir el objeto metonímico del deseo; también a la ironía esencial, a saber, que el objeto del deseo, el oro, no puede satisfacer jamás porque no es el verdadero objeto del deseo:

 

… los no dichosos por fuerza vienen a ser desdichados y miserables; porque aman como la fuente de su descanso lo que no lo es; y, amándolo así, pídenselo y búscanlo en ello, y trabájanse miserablemente por hallarlo, y al fin no lo hallan. Y así los atormenta juntamente y como en un tiempo el deseo de haberlo y el trabajo de buscarlo y la congoja de no poderlo hallar. (256)

 

Y así al escenario final de De los nombres de Cristo, que toma la forma bastante previsible de un escenario edípico. Como era de esperar, los personajes centrales son muy pequeños en número —el Esposo, el Esposa, el Padre, el Hijo— y limitados en sus intereses; estos se extienden tras las «alianzas matrimoniales», los «cuerpos», la «gracia» seminal, la «carne», los «acoplamientos», etcétera, términos de referencia justificados por la necesidad de expresar lo que «nunca cupo en lengua humana» (278). El último acto de compromiso de Fray Luis debe ser claro: se conserva el lenguaje de un animismo secular; lo que se cambia es el objeto del deseo:

 

Y así como Vos, en Vos no tenéis fin ni medida, así el deleite que nace de Vos en el alma, que consigo os abraza dichosa, es deleite que no tienen fin; y que cuanto más crece es más dulce; y deleite en quien el deseo, sin recelo de caer en hartura, puede alargar la rienda cuanto quisiere, porque testificáis de Vos mismo.

 

Conclusión

La falta de «aceptación» de Althusser en el contexto de la academia burguesa se remonta, en última instancia, al rechazo (inconsciente) de sus críticos de romper con la importancia atribuida a la intencionalidad, autoral o de otro tipo, de ahí la prioridad concedida a la  subjetividad y la discursividad. Como era de esperar, incluso los llamados marxistas estaban destinados, antes que tarde, a intentar reconfigurar la teoría althusseriana de la ideología en términos psicoanalíticos, antes de proceder a rechazarla por sus deficiencias psicoanalíticas. Aquellos marxistas que continuaron enfatizando la primacía de la formación social fueron tratados de la única manera que la academia sabía: «silenciándolos», dejando a Rodríguez, por ello, ironizar sobre la no recepción de su obra en términos del perro que no ladra.

Althusser debe ser considerado parcialmente responsable por la facilidad con que se llevó a cabo esta contrarrevolución teórica. Se produjo una pérdida de enfoque cuando la atención del filósofo comenzó a pasar de la formación social a la interpelación del sujeto. Rodríguez localizó un momento clave en el proceso: en su famoso ensayo sobre los AIE [48], Althusser parece pensar en términos de la sujeción de un sujeto siempre-ya-existente anterior, cuando todo lo que existe, debemos saber, es «un manojo de deseos y pulsiones». Llegando hasta el final, Rodríguez escribe: «Es obvio que no existe nada previo a estar construido "desde-siempre-ya". Es un problema que Athusser intuye muchas veces, pero que casi siempre acaba por distorsionar, lo difumina y lo convierte en humo. Algo que lógicamente supone un error muy grave a la hora de conceptualizar la noción de lo que podríamos llamar el inconsciente ideológico» (Rodríguez 2002/3, 21).

El problema es tal que, además de en el ensayo sobre los AIE, Rodríguez busca el origen en los ensayos de Althusser sobre el psicoanálisis. Su propia solución, tanto al final de su carrera como al principio, ha sido simplemente marginar el componente psicoanalítico. Creemos que esta posición es imposible de mantener: el cisma existe, el inconsciente libidinal existe y cualquier programa político que no lo tenga en cuenta está condenado a fracasar. Nuestra respuesta ha sido volver a la discusión original de Rodríguez sobre el animismo cristiano y, respetando su mandato de centrarse en los determinantes estructurales de este animismo, profundizar, a través de una exploración ateológica de De los nombres de Cristo de Fray Luis, en la disyunción entre la energía libidinal de una articulación y el registro consciente de su significado.

 

Bibliografía

Althusser, Louis. 1990 (1969). For Marx. Trad. Ben Brewster. Londres/Nueva York: Verso.

Althusser, Louis, 1971. Lenin and Philosophy and Other Essays. Trad. Ben Brewster. Nueva York: Monthly Review Press.

Althusser, Louis Althusser. 2003. The Humanist Controversy and Other Writings. Trad. G.M. Goshgarian. Londres/Nueva York, Verso.

Althusser, Louis and Étienne Balibar. 1970. Reading Capital. Trad. Ben Brewster. Londres/Nueva York: NLB.

Anderson, Perry. 1980. Arguments within English Marxism. Londres: NLB.

Benton, Ted.1984. The Rise and Fall of Structural Marxism: Althusser and His Influence. Nueva York: St Martin’s.

Bhaskar, Roy. 2002.  From Science to Emancipation: Alienation and the Actuality of Enlightenment. Nueva Delhi/Thousand Oaks/Londres: Sage.

Bottomore (ed.), Tom. 1983. A Dictionary of Marxist Thought. Oxford: Basil Blackwell.

Boucher, Geoff. 2008. The Charmed Circle of Ideology: A Critiue of Laclau and Mouffe, Butler and Žižek. Melbourne: Re.press.

Bourdieu, Pierre and Terry Eagleton. «Doxa and Common Life: An Interview». En Žižek (ed.) 1994: 265-77.

Callinicos, Alex. 1987. Making History: Agency, Structure and Change in Social Theory. Oxford: Basil Blackwell (Polity Press).

Callinicos, Alex. 2006. The Resources of Critique. Cambridge (U.K.) and Malden, MA: Polity Press.

Callinicos, Alex. 2014. Deciphering Capital: Marx’s Capital and its Destiny. Londres: Bookmarks.

Dewes, Peter. 1987. Disintegration: Post-Structuralist Thought and the Claims of Critical Theory. Londres/Nueva York: Verso.

Eagleton, Terry. 1991. Ideology: An Introduction. Londres/Nueva York: Verso.

Eagleton, Terry. 1996  (1983). Literary Theory: An Introduction. 2nd ed. Oxford and Cambridge, Massachusetts: Blackwell.

Eagleton, Terry. 2006 (1976). Criticism and Ideology: A Study in Marxist Literary Theory. Londres/Nueva York: Verso.

Eagleton, Terry and Matthew Beaumont. 2009. The Task of the Critic: Terry Eagleton in Dialogue. London/Nueva York: Verso.

Elliott, Gregory. 1987. Althusser: The Detour of Theory. Londres/Nueva York: Verso.

Fink, Bruce. 1995. The Lacanian Subject: Between Language and Jouissance. Princeton, Nueva Jersey: Princeton University Press.

Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe. 1985. Hegemony and Socialist Strategy: Toward a Radical Democratic Politics. Londres: Verso.

León, Fray Luis de. 2015. De los nombres de Cristo. Madrid: Ediciones Q.

Goux, Jean-Joseph. 1990. Symbolic Economies: After Marx and Freud. Trad. Jennifer Curtiss Gage. Ithaca, Nueva York: Cornell University Press.

Marx. Karl. 1973. Grundrisse: Foundations of the Critique of Political Economy (Rough Draft). Trad. Martin Nicolaus. Nueva York/Londres: Penguin Books/New Left Review.

Marx, Karl. Capital: A Critique of Political Economy. 1976. Vol. 1. Trad. Ben Fowkes. Nueva York/Londres: Penguin Books/New Left Review.

Montag. Warren. 2003. Louis Althusser. Basingstoke, Hampshire, and Nueva York: Palgrave Macmillan.

Montag, Warren. 2013. Althusser and His Contemporaries: Philosophy’s Perpetual War. Durham/London: Duke University Press.

Moya Casas, Pablo César y Juan Varela-Portas de Orduña. 1999. «Entrevista a Juan Carlos Rodríguez». Ferrán. 17: 73-83.

Read. Malcolm K. 2015. «The Legacy of Althusser Revisited and Re-Discovered: Juan Carlos Rodríguez». En La literatura no ha existido siempre. Ed. Miguel Ángel García, Ángela Olalla Real, Andrés Soria Olmedo. Granada: Editorial Universidad de Granada: 465-80.

Resch, Robert Paul. 1992. Althusser and the Renewal of Marxist Social Theory. Berkeley, Los Angeles, Oxford: University of California Press.

Resch. Robert Paul. 1999. «Running on Empty: Žižek’s Concept of the Subject». Journal for the Psychoanalysis of Culture and Society. 4 (1) (1999), 92-98.

Resch. Robert Paul. 2001. «The Sound of Sci(l)ence: Žižek’s Concept of Ideology-Critique». Journal for the Psychanalysis of Culture and Society. 6 (1) (2001), 6-20.

Rodríguez, Juan Carlos. 1990 (1975). Teoría e historia de la producción ideológica: las primeras literaturas burguesas (siglo XVI). Madrid: Akal.

Rodríguez, Juan Carlos. 1998. «Lecturas de nuestra vida: sueños y discursos objetivos (En torno a la explotación ideológica)». Iralka. 10: 5-12.

Rodríguez, Juan Carlos. 2001. «La literatura y la pesadilla del yo (Freud y los dos inconscientes)». En Matrices del siglo XX: Signos Precursores de la Posmodernidad. Madrid: Universidad Complutense.

Rodríguez, Juan Carlos. 2002. Theory and History of Ideological Production: the First Bourgeois Literatures (the 16th Century). Trad. Malcolm K. Read. Newark: University of Delaware Press.

Rodríguez, Juan Carlos. 2002/3. Althusser: Blow-Up (las líneas maestas de un pensamiento distinto). Granada: Asociación Investigación & Crítica de la ideología literaria en España.

Rodríguez, Juan Carlos. 2013. De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (Teoría, literature y realidad histórica). Madrid: Akal.

Rubin, David-Hillel. 1977. Marxism and Materialism: A study in Marxist Theory of Knowledge. Hassocks, Sussex: Harvester Press.

Tucker (ed.), Robert C. 1978. The Marx-Engels Reader. 2nd ed. Londres/Nueva York: W.W. Norton & Co.

Žižek (ed.), Slavoj. 1994. Mapping Ideology. Londres/Nueva York: Verso.

Žižek, Slavoj. 1994. «The Spectre of Ideology». En Žižek (ed.) 1994: 1-33.