La herencia es una tarea
Derrida tiene escrito que la herencia no es algo dado, sino que siempre es una tarea. Lo explicó en Espectros de Marx, un libro que interesó mucho a Juan Carlos Rodríguez [1]. La tarea, pese a todo, se realiza sobre algo, aunque no faltan —ni en el mundo intelectual, ni en el político— las tradiciones inventadas. Mucho podría aprenderse sobre ellas estudiando cuanto enseñó el maestro granadino acerca de la obsesión por el linaje. Pero dejemos eso para un mayor desarrollo.
Una herencia es el modo en que recogemos un trabajo previo, un esfuerzo convertido en legado. Podemos disfrutar de él y dilapidarlo, incluso dejar que desaparezca. Randall Collins ha documentado procesos donde avances intelectuales se esfumaron sin nadie, entre los próximos, que los supiesen reconocer [2]. Ahora bien, el ejercicio de apropiarse de una herencia puede ser uno de los más delicuescentes, y también practicados, en la vida intelectual.
Por tanto, conviene aclarar. Una herencia intelectual puede especificarse, al menos, de tres modos. Puede referirse a una herencia institucional que permita el acceso a puestos académicos, instituciones culturales y puede que incluso políticas. Otra especificación posible son las redes de reconocimiento que, por supuesto, pueden heredarse. El nombre propio de un intelectual puede blandirse como emblema personal o colectivo y, no es nada raro, convertirse en objeto de ingreso, mantenimiento o progreso en espacios sociales diversos. En fin, un intelectual puede legar resultados y programas específicamente intelectuales en un campo del conocimiento o en varios, sobre algún o muchos objetos de conocimiento. Es posible también, por qué no, que legue un estilo de intervención pública o más concretamente política. Esos planos pueden vincularse entre sí o existir desconexiones más o menos intensas. Juan Antonio Hernández ha rescatado un inédito de finales de los años 70 donde nuestro autor rechaza crear un equipo y propone «una estrategia de motivaciones colectivas» [3]. Ciertamente, lo logró: Juan Carlos Rodríguez no solo se insertó en un campo intelectual, también creó alrededor suyo un campo donde los diversos planos de su figura merecen recepciones diversas.
Es el destino de todas los creadores importantes. Juan Carlos Rodríguez construyó su historia en esos tres planos y en cada uno de ellos dejó un rastro —y este puede proyectarse como herencia. Ese rastro no siempre tiene una lectura fácil porque ningún esfuerzo intelectual vivo se deja explicar fácilmente ni codificar en un manual. Intentaré esbozar —solo esbozar, porque responder con seriedad exige muchas páginas— a qué nos confronta la herencia intelectual de nuestro pensador, dejando de lado las otras dos dimensiones, aunque acudiré de manera puntual a ellas. Mi esbozo se centrará en aquello en lo que su obra nos impone un trabajo de aclaración y profundización. Esta idea no conlleva un juicio, como si hubiera una caracterización alternativa; a saber, que la obra de Juan Carlos Rodríguez es redonda y definitiva. Tal respuesta no podría ser más absurda, aunque sea una respuesta común en los estudios de historia intelectual y, en mi opinión, hoy sigue muy presente. Puede ejercitarse de muchas maneras: considerando al autor reverenciado una fuente inagotable de verdad, poniéndolo a debatir con otros —y juzgando a estos en función de si se parecen más o menos al héroe— o, finalmente, ejercitando un diálogo teórico basado en analogías fantasiosas entre producciones teóricas muy diferentes [4]. En todos esos casos, se ignora que una creación intelectual procede de una historia. Y aunque sea la historia de un nombre propio, siempre se anudará en ella una historia colectiva. En esa historia, como siempre, el desafío consiste en elegir bien los nombres propios y también los nombres comunes que pretenden resumirlos, integrarlos en un espacio de coordenadas que desborda al individuo. Es lo que debemos buscar reconstruyendo la historia de Rodríguez, la cual introdujo un pliegue original al menos en dos ámbitos: el de la teoría marxista y el de la teoría literaria. Y entre ambos, pegada siempre, la práctica política
La ciencia marxista y la incógnita comunista
Juan Carlos Rodríguez no creyó en las disciplinas constituidas y trabajó su marxismo como una perspectiva donde se impugnan las disciplinas académicas y también las jerarquías que conllevan. Hernández aclara, muy oportunamente, que la posición de Rodríguez al respecto conoció fluctuaciones [5]. Su marxismo fue, pese a todo, específico. Tuvo como autor emblemático a Althusser al que dedicó un ensayo tardío donde se trasluce admiración mas también una crítica durísima, crítica que puede localizarse incluso en Teoría e historia de la producción ideológica, libro escrito en 1974. A quienes asistimos a seminarios de la Asociación de Estudios Marxistas en la Granada de los 90, Carlos Enríquez del Árbol insistía en señalárnoslo: era la nota 36 bis de las páginas 71 y 72 del libro. Desde luego, esa distancia del academicismo no contribuía a hacerlo atractivo entre un cierto tipo de estudiante de filosofía (en esto, obviamente, hablo en primera persona). Rodríguez no ejercitó un marxismo de comentario y costaba identificar las exhibiciones eruditas que permitían concursar entre lo académicamente aceptable. Dados los patrones dominantes en nuestro medio universitario [6], eso explica la sordera radical de la filosofía española, incluso la que se considera marxista, respecto de Juan Carlos Rodríguez: este no ofrecía una escritura integrable en los cánones del comentario filosófico; ni sus comentarios parecían académicos, ni sus lecturas resultaban fáciles de asumir —quizá porque, insisto, en ellas destaca una crítica radical del filosofismo. Pese a todo, cabe preguntarse qué fue lo que permitía que Fredric Jameson —un autor a menudo difícil de seguir y que no duda en hacer pasar paráfrasis brillantes por explicaciones [7]— o Terry Eagleton —quien puede presumir de una claridad de la que careció Rodríguez— tuvieran recepciones más entusiastas que la de Rodríguez incluso en nuestro país. Primer punto importante pues que indagar y esto nos exige reconstruir el espacio teórico del marxismo a escala nacional y, al menos, en la que internacionalmente resulte relevante para comprender a Rodríguez.
Vayamos al segundo. La referencia marxista, es casi obligado, lleva unida una reflexión sobre la práctica política. Y esta tanto en un plano más general como en uno más específico, el de la práctica poética. Rodríguez se instala en una tradición completamente moderna, ampliamente estudiada por Reinhart Koselleck: la de una historia que funciona dentro de un proceso de constitución del sujeto colectivo, en la que conocimiento y profecía se encuentran articuladas en el historiador/poeta. Con sus categorías no solo nos enseña lo sucedido sino también lo que, gracias a la lección histórica, es probable que suceda; dentro de esta qué es lo que cabe elegir [8]. La noción de inconsciente ideológico no fue solo un artefacto teórico, también fue aquello que personas que conocieron a Rodríguez se esforzaban por descubrir y transformar.
Y aquí su perspectiva es singular. Nuestro pensador matiza mucho qué entiende por compromiso y le otorga, a la vez, exigencias muy amplias y muy prudentes. Muy amplias son todas las descripciones de cómo crear una práctica vital nueva: el paso a otra escena de Lorca, el proyecto de construir una sensibilidad nueva en la corriente poética de la Otra sentimentalidad. Y he aquí una dimensión, muy exigente, de cómo piensa Rodríguez la experiencia de la práctica política. Había en ésta muchas lecciones extraídas de su análisis de la complejísima formación de la subjetividad burguesa. Esta debería conservarse en mucho —en lo que tuvo de desacralizadora— pero introduciéndole la novedad del marxismo: la perspectiva de la explotación —asunto que suele pensar según la diferenciación entre plusvalía absoluta y relativa—.
En otra dimensión se nos lleva en dirección opuesta. Juan Carlos Rodríguez, que era un observador lúcido y no un fanático, considera que no todo soporta igual las mismas exigencias. Una poesía a la que impongamos muchas tareas filosófico-políticas (y espirituales: pues palparse y modificarse el inconsciente ideológico es un desafío imponente) se troncharía como un perchero al que le encasquetásemos demasiados abrigos [9]. En este punto, cabe discutir qué entendemos por práctica política y cuál es su alcance. El asunto me parece que tiene un valor de primer orden y que Rodríguez lo resuelve conservando lo que bien recomendó Norbert Elias: el compromiso y el distanciamiento. Quizá porque pocos pensadores de su talla se han envuelto tanto en una corriente cultural tan rica.
Un apunte más sobre la relación de teoría y práctica poética. En su obsesiva reflexión sobre la revolución impresionista, Bourdieu recuerda un acontecimiento muy interesante para pensar la vinculación entre Juan Carlos Rodríguez y la Otra sentimentalidad. Los impresionistas solían tener una formación escolar muy endeble y necesitaban la asistencia intelectual de gente que supiera escribir. De hecho, nos recuerda Bourdieu, una broma de Marcel Duchamp fue de espetar que eras tonto como un pintor («bête comme un peintre»). Fue Émile Zola quien ayudó a los impresionistas a defenderse frente a los furiosos ataques de la academia. Manet, por supuesto, inspiró mucho, pero Zola ponía no solo su nombre sino también su talento literario [10].
No es nada especial. Cualquiera que asiste a una producción artística puede encontrársela enjoyada con discursos filosóficos altamente sofisticados y puede preguntarse cuánto en la teoría estética de Jacques Rancière depende de su predicamento entre artistas; también si aquellos que se amparan en él podrían utilizar a cualquier otro. ¿Y adónde nos lleva esto? No puede suponerse, sin más, que la teoría de Juan Carlos Rodríguez registra una determinada actividad poética o literaria o que ésta comprende bien a aquel cuando se reclama de su magisterio. Tampoco se trata de sostener lo contrario (es decir, que hubo una alianza coyuntural fundada sobre el malentendido): pero debe estudiarse bien. Ángeles Mora ha señalado dos ideas a la vez. Es muy difícil saber qué era una poesía materialista [11]. Preguntarse por ello fue muy importante para los poetas de la Otra sentimentalidad. Como sucede con las buenas respuestas a los problemas serios, todo cuanto es verdad no engarza bien lógicamente. Pero la verdad lógica no sirve para ordenar la experiencia creativa, ni la fuerza inspiradora de un programa. Efectivamente, se puede no saber qué es el materialismo y convertir a este en una fuerza intelectual poderosa de evocaciones, investigación, sentido personal y colectivo.
Ciertamente, la otra sentimentalidad tuvo una proyección que no adquirió la teoría de Juan Carlos Rodríguez. Y aquí es donde cabe distinguir entre una escuela intelectual fundada en el apoyo institucional, en una red de apoyo mutuo o en una práctica compartida de reflexión intelectual. Los tres planos pueden coordinarse: o no, o hacerlo parcialmente durante un tiempo para luego dejar de hacerse. Si no lo aclaramos, no sabemos de qué hablamos cuando hablamos de una parte importante del legado de Juan Carlos Rodríguez. Este es un punto muy sensible y que exige una sociología muy fina de los múltiples usos de la teoría. En fin, estamos ante una historia llena de enseñanzas muy ricas sobre cómo y hasta dónde la teoría da cuenta de la práctica o la práctica se deja, incluso cuando lo desea, orientarse por la teoría.
En un plano más general, Juan Carlos Rodríguez propuso una teoría de la revolución que solo puede sorprender. La burguesía creció en el sistema feudal y peleó muchos siglos con él antes de imponerse. Eso no sucede con los intentos de postcapitalismo: lo nuevo no se encontraba en lo viejo, sencillamente no existía y había que inventarlo de nuevo [12]. El marxismo tenía un candidato en la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción y no siempre tal paradigma fue leído de manera esquemática. Aunque hubo y hay modos inteligentes de leer la famosa contradicción —que nos presenta a lo nuevo emergiendo en lo viejo— Rodríguez retrocedió horrorizado ante ese modelo y en una impresionante intervención sobre el Manifiesto comunista no ahorró críticas aceradas contra el tecnicismo de Marx y Engels. ¿Qué significa que el comunismo —o una sociedad no capitalista y emancipada— sea una incógnita? Entendemos bien cuando un poeta —Lorca, García Montero o Egea— sufre una transformación, una ruptura biográfica que es una ruptura epistemológica. Pero, ¿qué puede significar eso para un proyecto político colectivo? ¿Puede concentrarse este en un modelo de crítica artística similar al descrito por Luc Boltanski y Ève Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo? [13] ¿No es ese tipo de crítica el que permite movilizar a Rodríguez en batallas —barroquísimas para los no iniciados— internas a la izquierda literaria y específicamente a la poética? No se trata de despreciar a estas, sino de aclarar su sentido y los presupuestos desde los que se parte. La crítica artística denuncia la inautenticidad cuando una práctica queda adulterada por pactos vergonzantes con lo establecido, o con lo que se imagina uno que es tal. En otras ocasiones, se denuncian las injusticias del capitalismo por contactos, donde algunos mejor situados se aprovechan —o supuestamente se aprovechan— del esfuerzo de otros. Juan Carlos Rodríguez sometió a crítica la noción de autenticidad y tuvo una perspectiva muy irónica sobre la ansiedad por el nombre que siempre avinagra las comunidades intelectuales. Todo ello, e insisto para no perderme, debe contemplarse a la luz del modelo de emancipación que teorizó.
Pero la riqueza de los problemas que nos planteó no se agota aquí. Juan Carlos Rodríguez, en sus libros más logrados, ha propuesto una teoría de cómo las clases sociales experimentan una matriz ideológica común. Los pobres no viven las sociedades en transición de manera monótona, pues no es lo mismo ser un escudero que un pícaro. Dentro de un marco que los atrapa también pueden jugar con él y elaborar estrategias, incluso doblando el sistema que comparten con los amos en su propio beneficio o, al menos, con una particularidad propia [14]. En tales explicaciones, Rodríguez vuela altísimo y permite salir de las oposiciones escolares entre el sujeto y el sistema, e incluso proponernos una descripción situada de la libertad. Poner en discusión tales desarrollos con las discusiones sobre miserabilismo y populismo —tan de moda actualmente— nos exigiría discutir con referencias fundamentales y que van desde Jean-Claude Passeron hasta los Estudios culturales.
El inconsciente ideológico y el campo literario
Juan Carlos Rodríguez ha desarrollado como nadie la idea de que la literatura no ha existido siempre. Por supuesto, que lo importante no era decir eso, sino cómo lo elaboró. Foucault, explicándose muy regular, señaló algo parecido. Fue en un texto inédito, que Juan Carlos Rodríguez solo pudo conocer cuando se publicó en español en 1996 —algo que recuerdo bien: entonces dirigía mi tesis sobre Foucault y hablamos sobre el asunto—. Por lo demás, la similitud de una formulación no indica nada sobre los análisis, absolutamente diferentes [15]. Si de proximidad se tratase más cerca encuentro a Ortega y Gasset, un pensador de enorme sensibilidad histórica en momentos próximo al análisis de Juan Carlos Rodríguez. Léase el capítulo 17, titulado «La tragedia», en el seminal Meditaciones del Quijote. Ortega es muy radical: a los griegos no los entendemos y la tragedia griega «es una página escrita en un idioma del que no poseemos diccionarios [16]. Fórmulas discontinuistas de este tipo son comunes en Ortega quien, en muchos aspectos, era insoportable por la misma ideología académica que se atraganta con Juan Carlos Rodríguez (remito a mi libro ya citado La norma de la filosofía).
Dicho lo cual, la capacidad sistemática de Juan Carlos Rodríguez supera a Ortega y, sin duda, hay un mundo de distancia entre las perspectivas con las que cada uno de ellos teoriza la diferencia histórica. Pero debemos seguir interrogando la idea de que la literatura es una creación moderna, hija de una mirada desacralizada sobre el mundo y en la que no pueden incluirse los productos del esclavismo o del feudalismo. Las formulaciones de nuestro pensador no son siempre igual de contundentes. Y, al menos, encuentro dos asuntos de discusión centrales para la modelización del inconsciente ideológico que nos propuso Rodríguez. Uno, es el de si todo en el esclavismo era esclavista (o feudal en el feudalismo), es decir si todo funciona según un idéntico ritmo. La respuesta de Rodríguez es que no, y en sus trabajos nos muestra siempre coyunturas en las que se articulan diversos modelos ideológicos: esto, además fue teorizado muy pronto con precisión [17]. Este problema, el de las asincronías históricas (y con el que puede ponerse a debatir a Rodríguez con el citado Rancière o con Cornelius Castoriadis), nos lleva al segundo: el de las pervivencias y las transformaciones. Efectivamente, hay dos páginas en Tras la muerte del aura donde Rodríguez concede más a la pervivencia de la literatura y bastante menos a la transformación. La literatura, o un específico campo literario, sí parece haber existido, no siempre aunque sí hace bastante tiempo, casi desde el comienzo [18]. Una discusión seria de las teorías literarias más próximas a la de Rodríguez —por ejemplo, la de Fredric Jameson o la de Pierre Bourdieu— debería integrarse dentro de un análisis de la evolución de nuestro pensador. Porque evolución hubo, y evidente.
Y esto es muy importante, no solo en el plano teórico sino también en el político. Juan Carlos Rodríguez nos propone, a través de la literatura, una teoría del nacimiento del sujeto moderno capaz de competir con las de Max Weber o Norbert Elias. Esa teoría contiene una enorme potencia para una antropología histórica, por ejemplo en lo que respecta al cuerpo. Detrás de cada modalidad histórica de enunciación poética, Rodríguez desgrana las cadenas invisibles en que se sitúa el creador y lo convierte en síntoma de una coyuntura histórica.
En ese camino, Rodríguez ha discutido con teorías literarias alternativas y, tras estas, supo siempre distinguir una específica visión filosófica de la actividad intelectual. Sin embargo, él fue un pensador también atento a su coyuntura histórica. Durante mucho tiempo le leemos formulaciones donde se le reclama al sujeto literario que dimita de sus certidumbres; más tarde Rodríguez lamenta muy profundamente que el capitalismo actual pueda dominar sin recurrir a la literatura o a la filosofía. Porque la literatura existió hace mucho y puede morir no en una nueva subjetividad emancipada: puede morir de exceso de capitalismo; paradójicamente, la literatura puede desaparecer debido al desarrollo del tipo de subjetividad que contribuyó a crear y sostener. La mirada economicista del capitalismo ya no necesita acolchar sus contradicciones con la literatura ni con la filosofía. Hasta ese punto se encuentra satisfecha de sí misma.
Juan Carlos Rodríguez pasó años muy fríos para un marxista y lo hizo sin desdecirse. Cuando el capitalismo nos sacudió con una de sus crisis, publicó un libro sobre marxismo que pasó desapercibido. Curiosamente, el nuevo movimiento popular no se reclamó de él, ni siquiera en su ciudad (¡ni siquiera en su ciudad!), y los pensadores de referencia fueron otros. De nada sirvió, entre tanta literatura atropellada sobre la Cultura de la Transición, que rompiese muy pronto la lectura dominante de la Transición y escribiese, en los años donde las loas al régimen del 78 eran masivas, que el franquismo fue la culminación de la revolución burguesa en España [19]. No, por sorprendente que parezca, Juan Carlos Rodríguez no fue referencia.
La última vez que escuché una intervención suya estábamos muy pocos, casi nadie. Como se lo temía, me llamó para que asistiese y conseguí enrolar a mis amigos Paco Sierra y Francisco Carballo. Creo que nunca he oído hablar con tanta fuerza e inteligencia y de allí salimos, siendo igual de pocos, pero muy conmovidos. Fuera, había una enorme efervescencia política y creo que Juan Carlos Rodríguez estaba bien preparado para la cita con lo que estaba sucediendo. Pero, insisto, no estábamos casi nadie y pocos quisieron pensar lo que sucedía a través de su pensamiento.
Debería avergonzarnos no discutir con toda la seriedad de la que seamos capaces a nuestro mayor marxista con Manuel Sacristán —y en la capacidad de determinación creativa de sus planteamientos, muy superior a este—. Y digo discutir: anotando cuanto no comprendemos ni compartimos y recogiendo lo que nos enseña. No para engrandecer la figura de Juan Carlos Rodríguez. Tampoco, como dice el tópico, para encaramarnos a hombros de gigantes. Si concluyese así, Rodríguez me habría amonestado y hubiera comenzado una disquisición sobre quiénes son enanos y quiénes no y sobre el inconsciente esclavista o feudal (o él me explicaría cuál…) que se oculta tras el manido adagio.
Llevaría razón. Los homenajes y sus tópicos tienen una valiosa razón de ser, pero limitarnos a ellos produce empacho. Debemos discutir porque a nuestra experiencia intelectual le falta el debate franco. Bien que lo supo Juan Carlos Rodríguez, a quien no recuerdo verlo sufrir por una crítica, sino más bien por su ausencia, por desenvolverse en un mundo mezquino donde los perros no ladran.