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«La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el estado de excepción en el que vivimos»

Walter Benjamin, Tesis de filosofía de la historia (1938)

 

1. En las siguientes páginas quisiera contar algunas historias y cuentos. Una serie de sueños que se me antojan se están volviendo pesadillas. Las siguientes reflexiones, quizás vagas e imprecisas, tratarán de abordar la reforma constitucional, como imagen prototípica de una lógica, desde sus silencios [2]. Aunque de ella apenas se hablará, sino que como un fantasma o un monstruo sabremos que es de ella de quien se habla en última instancia no tanto para aclamar su existencia -¡qué más da que los fantasmas existan o no!-, sino para mostrar cómo se configuran sus efectos, al modo de un panóptico [3], sobre los sujetos que sí que sienten el miedo hacia ese fantasma. Pero quisiera lanzar estas reflexiones no al modo en que lo hace el moralista con sus sermones, sino por decirlo con el viejo Zaratustra, a martillazos. Déjenme contarles dos historias. La primera podemos titularla El cuerpo de la Bestia, mientras que la segunda lleva por título El silencio de las sirenas.

2. El cuerpo de la Bestia. «La 1 y 26. Reitero mis sospechas: Uno: las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza. Dos: todo lo que nos rodea se puede representar y entender mediante números. Tres: si se hace un gráfico con los números de un sistema se forman modelos. Estos modelos están por todas partes en la naturaleza. ¿Qué es la bolsa? Una inmensidad de números que representa la economía global. Millones de manos y de mentes trabajando. Una red inmensa llena de vida. Un organismo. Un organismo natural. Mi hipótesis: la bolsa también forma un modelo. Lo tengo delante, escondido entre los números. Siempre lo ha estado. Las 10 y cuarto, pulsa introducir» [4].

¿La bolsa un organismo natural? ¿Acaso miramos al Ibex 35 o a Wall Street y vemos venas, corazones o cerebros parlantes? ¿Dónde está el organismo? La película de Aronofsky no es tan ciencia ficción, ni tampoco es novedosa. Desde hace cientos de años se utiliza la vieja y manida metáfora del organicismo [5], aquella que entiende que la totalidad, por ejemplo el Estado o el sistema financiero, es un organismo natural al modo del ser humano. Como tal puede nacer, desarrollarse, reproducirse, enfermar y morir. Por eso los fascismos tuvieron bien claro el papel del Duce, del Caudillo o del Führer: eran los cirujanos y médicos de aquel Estado-orgánico enfermo de democracia [6].

Desde hace algunos años ya no se habla del Estado. El gran ente, el gran ser, es el sistema financiero, la Bolsa, Wall Street. Pensamos en él como si fuese un organismo vivo. Un organismo que a partir de 2008 enfermó gravemente y necesita cirugía para curarse; una cirugía en forma de reforma laboral, fiscal, sanitaria, educativa, constitucional. Hay que salvar al organismo a toda costa, aunque ello implique eliminar las condiciones de subsistencia de miles de personas.

3. El silencio de las sirenas. Permítanme ahora narrar otra historia. Odiseo, al que todos conocemos, escapó de las malvadas sirenas gracias a que se ató a un mástil y tapó sus oídos con cera. Se sabe que el canto de las sirenas lo penetraba todo, hasta la cera. No obstante, nos advierte Kafka, «las sirenas poseen un arma mucho más terrible que su canto: su silencio. Aún no ha ocurrido, pero entra dentro de lo razonable que alguien pudiera salvarse ante su canto, lo que en ningún caso podría suceder ante su silencio. Nada en la tierra puede superar el sentimiento de haberlas vencido con las propias fuerzas, tampoco la arrogancia resultante de esa victoria, que todo lo arrebata» [7].

El silencio de las sirenas es mucho más peligroso que su canto. El silencio, como saben, no se escucha, llega sin esperarlo y aún habiéndose ido, permanece en nosotros para siempre. Retengan estas dos historias en su cabeza. Ahora quisiera narrar algo que no es nada ficticio. A continuación relataré una historia basada en hechos reales que podría ser titulada El silencio de las sirenas en el corazón de las tinieblas.

4. El año 1978 está marcado en la conciencia colectiva -o al menos en los libros de historia y en la mitología política- como el inicio de la democracia que hoy día posemos gracias a la promulgación de la Constitución española. Se dice que con ella se garantizan (al menos formalmente) los derechos fundamentales tanto del individuo aislado como del individuo en su inserción en la colectividad.

Sin embargo, y esto lo puso de manifiesto hace ya algunos años Juan-Ramón Capella [8], el resultado de la llamada transición fue un régimen constitucional, mas por encima de este sistema de libertades acabó imponiéndose una especie de superconstitución: una constitución tácita -silenciosa- que establecía los límites de la constitución escrita de 1978 y su futuro. Por tanto tenemos por un lado una constitución expresa, escrita y promulgada -incluso con sus siete padres, alguno de ellos manchado con la sangre de la dictadura- y por otro lado, y siempre por encima, una constitución tácita.

Existían una serie de elementos del franquismo que debían ser blindados y conservados a toda costa. Pensemos por ejemplo en la monarquía, en la desactivación de las organizaciones populares (ahí está el llamado pacto social de 1977 en los pactos de la Moncloa o la aceptación por parte del PCE de la monarquía y la unidad de la Patria) o en la realización de una asamblea constituyente no constituyente (el Real Decreto 20/1977 de 18 de marzo diseñó un sistema electoral inspirado en los antiguos proyectos de Manuel Fraga, consagrando de esta forma el bipartidismo). Las primeras elecciones se llevaron a cabo, como se sabe, con dos condicionantes más: el elevado número de senadores elegidos por designación real directa y el acuartelamiento de unidades del ejército en estado de alerta (por cierto, uno de los principios fundamentales de un sistema democrático es que el voto sea emitido libremente…esta libertad aquí brilla por su ausencia).

Las Cortes constituyentes se vieron obligadas a redactar una constitución sometida a una serie de pactos previos entre distintos sujetos políticos: el partido militar (extraparlamentario), el gobierno y los partidos políticos recién legalizados [9]. El poder constituyente visible estaba, por tanto, limitado por este poder tácito, por este poder sombrío y silencioso. La Constitución de 1978 surge bajo los límites que impone una constitución tácita que en ningún momento resulta ser cerrada, ni inalterable, sino que, como podemos observar con la presente reforma constitucional de 2011, aún hoy se modifica tanto en su contenido como en los sujetos silentes.

Otros aspectos de esta constitución tácita fueron el dogma de la intangibilidad de la monarquía instaurada; el reconocimiento de la tutela militar (el art.8.1 CE establece que el ejército tiene como función la defensa de la integridad de la patria y del orden constitucional -en el franquismo poseían la misma función: en lugar de constitucional se hablaba de institucional-, aspecto este último que no se recoge en ninguna otra constitución europea); la unidad de la patria recogida en el art.2CE en el que se señala que la Constitución se fundamenta no en la soberanía popular ni en la democracia, sino en la unidad de la patria, esto es, se condiciona la Constitución a la unidad conservada por el aparato militar; la ley del olvido que ensalza a los verdugos de la dictadura (con cargos en el Gobierno, en el Parlamento, en el Tribunal Constitucional) y humilla a los torturados y asesinados; el acuerdo de gobernabilidad que blinda al Gobierno descargando de responsabilidad a los titulares de los ministerios (sistema parlamentario sin responsabilidad parlamentaria) [10].

¿Y qué dice esta constitución tácita sobre la economía? Sabemos que la Constitución de 1978 consagra -en el sentido teológico del término [11]- los principios de una economía liberal basada en la propiedad privada [12]. Pero lo que no dice, o mejor dicho, lo que dice la constitución tácita, como señalara Pedro Mercado, es que debe romperse el nexo Estado-nación-mercado, que debe romperse la simetría entre el espacio político moderno (Estado) y el espacio de la economía (mercado global), implicando de esta forma una pérdida importante de la soberanía de los Estados en la determinación y ejecución de las políticas económicas [13].

A lo antedicho hay que añadir la pérdida del control de la política monetaria, la crisis del sistema fiscal como instrumento (no causa) de las políticas económicas y sociales (dimensión nacional de la imposición y dimensión internacional de una riqueza cada vez más inmaterial), la flexibilización de los mercados nacionales de trabajo y regulación estricta y represiva de los flujos de mano de obra a nivel internacional, la liquidación (por privatización) del sector público de la economía (la lógica de la indistinción entre lo público y lo privado: no importa la titularidad -pública o privada- de la empresa o servicio, sino su principio de funcionamiento al servicio de los imperativos de una economía de mercado abierta y en libre competencia, o lo que es lo mismo: prohibición de toda discriminación de trato entre empresas públicas y privadas en cuestión de ayudas e incentivos estatales), etc. [14].

5. Pero, ¿quién hay detrás actualmente de esta constitución tácita? Nicolás López Calera lo dijo bien claro: «el (des)orden y el gobierno del mundo de hoy están fundamentalmente en manos de sujetos colectivos. Y uno de los grandes problemas que plantean estos sujetos es que tienen un enorme poder exento de controles y están poco o nada dotados de una razonable legitimidad democrática» [15]. Son los nuevos leviatanes, monstruos feroces e insaciables que devoran todo a su paso.

Los leviatanes contemporáneos, encargados de la dominación del orden mundial, no nacen de un pacto social entre iguales, sino de individuos o de minorías de individuos que quieren dominar el mundo sin que nadie les haya legitimado para ello. Asimismo, tampoco buscan imponer un orden que se pudiera calificar de justo. A diferencia del Leviatán de Hobbes, los nuevos leviatanes no tienen como fin la salus populi (bienestar justo de la totalidad social), sino la salud de sectores sociales y económicos minoritarios [16].

Los nuevos leviatanes, con nombres propios (principalmente vinculados al sector bancario y especulativo), gobiernan con un poder absoluto e incontrolado (legibus solutus). Responsables del desorden internacional existente, su voluntad se convierte en ley (auctoritas non veritas facit legem [17]).

6. Los ciudadanos siervos somos los sujetos de los derechos sin poder [18]. Pero hay algo más. El capitalismo, y el sistema jurídico a su servicio, se ha introducido en la propia carne de los individuos, en nuestra carnalidad.

La constitución de nuevas formas de soberanía que se alejan del ámbito supra-estatal para radicarse en un ámbito vacío que el Estado ha dejado a los nuevos Leviatanes, ha permitido la constitución del Imperio como forma política de la Globalización [19]. Nos encontramos en una fase histórica en la que el dominio del capital se ha establecido en una doble escala a una misma vez: exterior e interior. El capital ha ocupado todo el espectro planetario (exterior) a la vez que realiza la subsunción de la vida misma (interior). Así el capital se configura en biopolítica, esto es, en la gestión y administración de los cuerpos de la población [20]. Las transformaciones en el plano económico han hecho que el Estado-nación escape, en cierto modo, de la lógica (el contrato) con la que la Modernidad lo había fundado.

El momento fundacional de la Modernidad no es el yo racional cartesiano sino, moviéndonos dentro del mismo plano, el Genio Maligno. El mundo, tal y como se presentaba en la Ilustración, no es racional, certero y justo. Adorno y Horkheimer ya lo demostraron [21]. El mundo es confuso y ese genio maligno trata de aprovecharse de tal confusión o quién sabe sino es la confusión la misma prueba de la existencia del genio maligno.

El gobierno de la economía ha desplazado lo político hacia terrenos no democráticos. Actualmente los Estados están definidos por las imposiciones de las organizaciones internacionales (Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio, Banco Mundial, etc.) a su vez al servicio de los nuevos leviatanes (las grandes empresas transnacionales). El capital ya no avanza sobre espacios físicos sino que su dominación se ejerce sobre el conjunto de la vida social, sobre los procesos vitales.

Como sostuviera Horkheimer en 1942, el estado liberal ha madurado hasta convertirse en un estado autoritario: obediente hacia arriba (el capital) e impositivo hacia abajo (la sociedad) [22]. El poder disciplinario que ejercen los nuevos Leviatanes, al que se somete el propio Estado, promueve un cambio de las estrategias de creación de subjetividad. Si el primer capitalismo convirtió en objeto mercantil lo que esencialmente sólo puede ser sujeto (la fuerza del trabajo de los trabajadores), ahora el capitalismo se convierte a sí mismo en sujeto, como aquel organismo del relato que antes se narró. Se trata de un sujeto que no habla. Pero sus silencios, como los de las sirenas, son terribles. Silencios porque nos dicen que no existe, que esta y tantas otras reformas acaecidas durante los últimos años se deben a una estrategia de supervivencia. Pero, ¿supervivencia de quién?

7. Esta reforma constitucional de la que venimos reflexionando puede considerarse la primera punta de un iceberg multiforme. En este año transcurrido han salido a la superficie otras tantas en forma de decretos. Al menos cuatro han sido las aristas cortantes de esta estructura: sistema financiero, trabajo, sanidad e inmigración. Esta unión entre biopolítica y capitalismo hoy se ha hecho más visible que nunca: hay que inmunizar a toda costa el sistema financiero aplicando una vacuna mortal a la sanidad, a la educación y a los sectores menos protegidos (inmigrantes y trabajadores). A ello hay que añadir una reforma educativa que impone la domesticación en el biocapitalismo a los jóvenes estudiantes [23]  junto con una reforma en el ámbito de la decisión sobre la maternidad [24]. Estas reformas se acompañan con una modificación en el código represivo por excelencia: para evitar las fricciones o las heridas en el gran Leviatán, aquellos que protesten serán condenados a penas de cárcel, llegando incluso a contemplarse la cadena perpetua en determinados delitos. Analicemos someramente su trasfondo y consecuencias en diversos ámbitos.

8. De la razón de Estado a la razón de Mercado. En el curso 1978/79 impartido en el Collège de France, Michel Foucault analizó la transición desde el siglo XVIII en los diferentes modelos de gubernamentabilidad: razón de Estado-liberalismo clásico-neoliberalismo [25]. Centrémonos en el análisis que hace Foucault para ubicar la lógica de las reformas que estamos sufriendo.

La primera mutación que sufre la racionalidad de gobierno consiste en pasar a un estadio de protección e inmunización del Estado con el objetivo de garantizar su solidez. La razón de Estado se articuló en torno a una serie de instituciones que favorecieron el desarrollo de una serie de elementos, entre los que encontramos los siguientes: la acumulación monetaria (mercantilismo), el crecimiento de la población, la constitución de un ejército permanente, etc. Pero junto a estos elementos existen también una serie de límites jurídicos a la razón de Estado. Es por ello que en el siglo XVIII, dada la pugna entre el poder y sus límites, puede hablarse de un nuevo paradigma de gobierno centrado ya no en el derecho sino en la economía política. El liberalismo consistió, desde esta perspectiva, en una autolimitación de la razón gubernamental [26].

La racionalidad liberal de gobierno, a diferencia de la razón de Estado, destacó por el desarrollo de la razón del mínimo Estado, la extensión de los principios del interés y la utilidad, la constitución del mercado como el lugar de veridicción, así como la emergencia de un nuevo sujeto: el homo œconomicus. Ello supone el desplazamiento de la soberanía jurídico-política a la soberanía económica. Los individuos y las poblaciones, desde esta racionalidad liberal de gobierno, son gobernados no desde el plano jurídico-político sino desde los espacios de acción del homo œconomicus. Su libertad -de mercado, de comercio- debe ser garantizada [27].

Siguiendo esta senda, el tránsito al neoliberalismo supuso, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el abandono del intervencionismo a favor de una liberalización del proceso económico. He aquí el nuevo pacto social: un consenso económico como fundamento del consenso político. Ludwig Erhardt lo dijo bien claro: «Es preciso liberar la economía de las restricciones estatales […]. Sólo un Estado que establezca a la vez la libertad y la responsabilidad de los ciudadanos puede hablar legítimamente en nombre del pueblo». Esta idea, a juicio de Foucault, supone la «fundación legítima del Estado sobre el ejercicio garantizado de una libertad económica» [28].

Ya no hay límites. Si el liberalismo se había planteado límites al Estado para garantizar espacios de libertad económica, ahora nos encontramos con su lado inverso, pues dichos límites no son necesarios cuando el Estado se convierte en el producto de la economía. El laissez-faire, laissez passer del liberalismo clásico viene sustituido por una exigencia: deben producirse las condiciones óptimas para el desarrollo de la competencia. Entre ellas caben destacar las siguientes: legislación antimonopolística, aseguración de la estabilidad de los precios, control de la inflación (que no llegue a ser considerado planificación económica), desarrollo de una política social basada en el crecimiento económico, etc [29].

Foucault muestra, por tanto, cómo la razón gubernamental del neoliberalismo también emplea la intervención aunque desde diferentes puntos de aplicación. No tiene que intervenir sobre los efectos del mercado, ni corregir sus efectos destructivos sobre la sociedad: «debe intervenir sobre la sociedad misma en su trama y su espesor. En el fondo -y en esto su intervención va a permitirle alcanzar su objetivo, a saber, la constitución de un regulador de mercado general sobre la sociedad-, tiene que intervenir sobre esa sociedad para que los mecanismos competitivos, a cada instante y en cada punto del espesor social, puedan cumplir el papel de reguladores» [30]. No se trata, en fin, de un gobierno económico sino de un gobierno sobre la sociedad; una sociedad articulada en torno a la competitividad [31]; una sociedad empresa: «se trata de hacer del mercado, de la competencia y por consiguiente de la empresa, lo que podríamos llamar poder informante de la sociedad» [32]. La razón de Mercado aboca al Estado a una función de mero garante del espacio de decisión de los agentes económicos.

9. Biopolítica del trabajo. La razón de Mercado ha impuesto la forma de sus ataduras a través de una domesticación del cuerpo. Ya no es preciso realizar una vigilancia permanente del trabajador, el capitalismo ha construido una serie de identidades. El trabajo, desde esta nueva perspectiva, produce procesos de subjetivación, esto es, sujeta al trabajador al poder de la razón de Mercado. Determinados elementos que aparentemente se sitúan junto al proceso productivo, constituyen en la práctica su núcleo (desde la regulación del lugar de trabajo según el modelo open space hasta los cursos de formación; desde los mecanismos de selección interna a los mecanismos de valoración para someter al individuo a un examen permanente que justifique su empleabilidad; desde la individualización de contratos de trabajo al nuevo capitalismo personal; desde la retórica de la sociedad del riesgo a ser emprendedores de sí mismos, etc.) de tal forma que si en el contexto fordista la vida adquiría una significación propia con respecto al trabajo (una vez finalizada la jornada laboral, el trabajador encontraba un tiempo disponible para su vida personal de forma más o menos autónoma), en el postfordismo es la vida misma una de las partes integrantes del proceso de acumulación y de organización [34]. De nuevo gobierno y gestión de la vida. Biopolítica del trabajo.

El trabajador se convierte en un mero recurso productivo. La fuerza de trabajo, que implica toda la vida pues es aquella suma de aptitudes físicas e intelectuales residentes en su corporalidad [34], supone una potencia para producir bien distinta del trabajo efectivo. Sin embargo, lo que el mercado compra es precisamente esa capacidad de producir, pudiendo emplear esta mercancía -la fuerza de trabajo que no es sino corporalidad del trabajador, su vida- para cuanto guste [35].

El individuo queda desnudo [36]. El trabajador compra los medios de subsistencia, en posesión de los agentes del mercado, a cambio de la venta de la fuerza de trabajo alojada en la corporalidad viva del trabajador [37]. A diferencia de lo que ocurre en cualquier otra compra-venta, el trabajador no puede despojarse ontológicamente de su fuerza, entendida esta como su cuerpo. De ahí que la entrega de la fuerza de trabajo sea al mismo tiempo un desgarramiento, un exponer parte de su existencia, una desnudez. Como se advierte, la desnudez implica un ofrecimiento como expropiación, ya no a la totalidad divina, sino a la totalidad política-jurídica y económica. Asimismo, la desnudez del trabajador también implica su consideración como productor (en la fábrica) y reproductor (en la casa). En este cuerpo desnudo el control del individuo y de la especie se entrecruza.

He aquí la intersección o el punto de encuentro entre capital y cuerpo, que toma los rasgos y formas de la relación política-cuerpo. El capitalismo ha desnudado al individuo al convertirlo en trabajador que comercia con su existencia, exponiéndolo a los peligros a los que se enfrenta una piel desnuda, pero a la vez este exponer presume un poner a la vista de todos como ser desnudo y expropiado de sí, convirtiéndolo en pura zoé, en simple hecho de vivir. La desnudez implica la ausencia de bíos [38]. La zoè, que antes se encontraba en el ámbito del oîkos al margen de lo jurídico, ahora es traslada al centro de la polis. La bloβe Leben, la nuda vida como la caracterizó Walter Benjamin, es aquella que soporta el nexo entre la violencia y el derecho dentro de la estructura soberana [39].

Nos encontramos ante «el acontecimiento decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico» [40]. Esta vida politizada que carece de significado propio y que depende, en última instancia, de la decisión soberana [41] es lo que Agamben ha calificado, utilizando una vieja institución del Derecho romano, como homo sacer: «la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable» [42]. Se trata de una vida disponible sin necesidad de celebrar un sacrificio y que, al mismo tiempo, no constituye homicidio. Se trata de una vida sometida a una doble exclusión que, al mismo tiempo, la incluye: se le excluye del derecho divino (insacrificable) y del derecho terrenal (se puede disponer de ella sin cometer homicidio). La vida desnuda en tanto vida politizada por la soberanía (por el bando del soberano [43]) queda reducida a vida abandonada. Aquí se entremezclan y confunden hecho y derecho, exclusión e inclusión, zoè y bíos.

La relación política-cuerpo es anterior a la relación capital-cuerpo, pero al mismo tiempo que nacía la segunda, la primera mutaba para asentar las bases del nacimiento. Esto lo podemos ver en el paso -un paso que es a su vez un acoplamiento- de los medios disciplinarios a los medios reguladores tan bien estudiados por Michel Foucault.

Antes del siglo XVIII esta primera relación políticacuerpo se manifestaba en el poder del soberano de «hacer morir y dejar vivir». Un poder que se ejercía individualmente sobre el cuerpo de los súbditos. Este poder descansaba sobre la disciplina o anatomopolítica. Sin embargo, a mediados del siglo XVIII aparece otra tecnología de poder que no excluye a la disciplinaria, sino que la engloba y la modifica. Esta nueva forma de poder se ejerce no sobre el cuerpo individual, sino sobre la persona viva, entendida esta como el ser viviente, como la especie y como la población. Se trata de la regularización o, como mejor se conoce, la biopolítica. Ahora no se trata de hacer morir y dejar vivir (anatomopolítica del cuerpo humano), sino hacer vivir y dejar morir (biopolítica de la población) [44].

Como antes se ha apuntado, la relación políticacuerpo es anterior a la relación capital-cuerpo. El mismo Foucault resaltó el papel fundamental del biopoder para la formación y consolidación del capitalismo. Pero no sólo es anterior, sino que constituye un elemento clave para la segunda. Como señaló Foucault, «ese bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos históricos» [45].

Esta relación capital-cuerpo, análoga a la relación política-cuerpo, toma la forma del biocapital [46]. El capital acoge, hace suya y utiliza las prerrogativas del soberano biopolítico: hace vivir y deja morir. La pregunta acerca de la forma en que se manifiesta esta fórmula ya ha sido contestada con anterioridad: la exposición de la desnudez del trabajador, el desgarramiento de parte de su corporalidad viva.

El capital se apropia de toda la vida del trabajador, tanto en el período de trabajo como en el de descanso. Una vida que es desposeída de la condición de bíos, vida digna, y es reducida a simple zoé, vida desnuda expuesta y puesta en entredicho. El capitalismo se hace biopolítica (biocapital) en tanto que «el organismo biológico [la vida desnuda] es el sustrato de lo que generalmente cuenta: la fuerza de trabajo, la potencia psicofísica de producir, la facultad carnal de pensar/hablar» [47]. En esta posesión y administración de toda la vida, el Estado (biopolítica) -o, mejor dicho, los discursos y prácticas acerca del Estado- y el Capital (biocapital) acrecientan su potencia y sus recursos.

Se produce una biologización de la política y una politización de la vida. En la Modernidad a la política ya no le interesa el bíos. El objeto propio de la política en la Modernidad, como hemos resalto anteriormente, es la zoé. El poder soberano crea aquello de lo que necesita para seguir vivo. El poder soberano crea un cuerpo biopolítico [48]. Derecho y hecho entran en una zona de indistinción, en un umbral en el que se encuentra la nuda vida, el Homo sacer [49].

La división del movimiento obrero producida por el propio biocapital sumada a los nuevos tipos de trabajadores de carácter flexible, el creciente desempleo, la inseguridad laboral, el déficit representativo de los trabajadores, el distinto trato a los trabajadores nacionales y extranjeros, etc., todo ello mina desde dentro al sujeto político (el trabajador) y al propio Estado social (si es que queda algo ya de éste).

10. Inmigrantes o vidas que no merecen vivir. En la Ley de las XII Tablas, uno de los textos jurídicos más importantes de la antigüedad romana, se regulaba la figura del pater familias. Entre sus atribuciones se encontraba la vitae necisque potestas, esto es, el poder sobre la vida y la muerte de sus hijos, esposa y esclavos. Poseía una ilimitada autorización para matar, pues si él daba la vida también podía quitarla [50]. Esta prerrogativa se ha trasladado del ámbito doméstico a la esfera del Estado. El soberano también goza del poder sobre la vida y la muerte de sus súbditos. Decide cuándo han de morir y cómo han de vivir. Para ello debe tomar una decisión: qué vidas deben ser dignas de ser vividas y cuáles merecen la muerte. La vida viene interferida por un valor económico (hoy en día se llama “déficit”). Aquellas vidas (en un sentido puramente biológico) que no lleguen al umbral requerido para ser consideradas dignas de ser vividas (en un sentido político) habrán de ser suprimidas (tanto política como biológicamente). Un ejemplo paradigmático de esta biopolítica se halla en los campos de concentración de los totalitarismos del siglo XX.

Con la reciente reforma del sistema sanitario realizada por el gobierno del Partido Popular -aquellos que defendían en manifestaciones la spes hominis en un ambiente nacionalcatólico- se entrecruzan el hacer morir-dejar vivir y el hacer vivir-dejar morir. En nuestras ciudades hay vidas que valen menos que otras. La persona migrante que se encuentra en una situación de ilegalidad administrativa padecerá esta vitae necisque potestas: en caso de enfermar deberá morir (o se prolongará su muerte a través del encierro en un campo de concentración, también llamado Centro de Internamiento para Extranjeros). Esta reforma no solo es contraria a la Constitución de 1978 o a la Declaración Universal de Derechos Humanos, sino a la propia condición humana. La misma forma de la norma (un Real-Decreto que necesita el requisito de la urgencia y no puede modificar Derechos Fundamentales) nos hace intuir que el estado de excepción, como diría Walter Benjamin, ha devenido regla.

En este sentido, el Estado otorga la condición de sujeto. En una paradoja ontológica, el feto (que no es persona jurídicamente) posee más derechos (es decir, posee más valor) que la persona migrante. Esta es una vida que no merece vivir o indigna de ser vivida. Podrá ser sacrificada en aras de la conservación del cuerpo político nacional. Aquí se halla la lógica del racismo genocida: la relación entre el nacional y el extranjero será en términos biológicos (raza superior, raza inferior). De esta forma, la política deviene la lucha por la definición de la naturaleza (biológica) del ser humano, asumiendo una función normativa (selectiva): incluir y excluir aquello que es más o menos digno de vida. Remontándonos a tiempos de dictadura, la muerte del otro hará más sana y pura la vida del nacional. En definitiva, la reforma del sistema sanitario que padeceremos se encuentra imbricada por el racismo de Estado [51].

11. El trasfondo que articula todas estas reformas a las que se ha hecho mención constituye la nueva arma del capitalismo: su auto-inmunización. El capitalismo necesita inmunizarse. Como una vacuna contra la gripe, ésta no es otra cosa que la introducción del virus en estado de latencia en un cuerpo que puede enfermar. Pero el virus en sí existe y posee una potencia de muerte [53].

La lógica de las reformas persigue la auto-inmunización del capitalismo. El Estado social y democrático de derecho establece demasiados límites para la expansión del capitalismo; una expansión de su espacio vital [53] que se ejecuta ya no solo sobre una exterioridad, sino sobre una interioridad: el terreno que quiere ocupar se encuentra dentro de nuestros cuerpos. Estas reformas ponen fin al Estado social y democrático de derecho, permitiendo la introducción del capitalismo en la carnalidad de las personas. Los anticuerpos que la vacuna genere no matarán al capitalismo, sino a nosotros. Acabarán con nuestros cuerpos, nuestra carnalidad. Fin del Estado social y democrático de derecho. Hoy más que nunca el estado de excepción es la regla.