Su sombrero, en un siglo al descubierto, evocaba un nosequé forajido, un tocado mosquetero, las alas de la clandestinidad sobre las solapas subidas de una gabardina eterna. Ni Úrculo ni Hannibal Lecter fugado por Europa. Era, mejor dicho, la chistera de un mago, el chambergo de alas anchas que el ministro Esquilache intentó prohibir porque podía embozar al enemigo. En el caso de Juan Carlos Rodríguez, desde luego, así era.

Cuando le conocía a comienzos de los 80, el profesor viajaba sobre un andarivel peligroso, en el que debía equilibrar las dosis de su entusiasmo con las de su escepticismo. Los marxistas de entonces ya no somos los mismos. Y los de aquel momento tampoco eran los de antes. Mi generación guardaba una impronta althuseriana, que tanto disgustara al maestro Adolfo Sánchez Vázquez, y un puñado de conceptos leídos con mayor frecuencia en los posters que en los libros: Cambiar la vida, cambiar la historia, por ejemplo. Creo que la frase era de Gramsci pero nosotros gritábamos que íbamos a hacer lo segundo y, generacionalmente, apenas nos quedamos en el primero de ambos proyectos.

Tuvo que venir Juan Carlos Rodríguez a aclararnos las ideas. Y las ideologías. A explicarnos de qué hablamos cuando hablamos de marxismo, sin ir más lejos. Ignoro si pudo o si supo cambiar la vida o cambiar la historia, pero transformó el curso de la literatura, que a fin de cuentas era su cuartel de invierno desde la Facultad de Granada donde más que impartir clase, impartía utopías.

También Rodríguez amaba a Althuser —como mucho después lo hiciera el subcomandante Marcos, en otras circunstancias y en otras latitudes—. Su relectura de Juan de Mairena y aquella sentimentalidad otra que el otro yo de Antonio Machado nos propusiera, logró que todos los impulsos líricos de la transición se juntaran bajo una sola bandera, asentada sobre los cimientos que en su día armaron algunos de los poetas de la generación del 50.

Su apuesta por la utilidad social de la creación literaria se distanciaba de la poesía social de la posguerra civil en tanto en cuanto su corpus teórico era más notorio y en ello tuvo mucho que ver la mano maestra de Juan Carlos Rodríguez. También influiría en dicho movimiento el fantasma de la libertad, al menos, como podría ser percibida esta en tiempos supuestamente democráticos, aunque frecuentemente amordazados por censuras que no siempre parecían ser políticas. Transcurrían los años 80 del siglo pasado y aquel movimiento que preconizaba, en términos generales, el alejamiento del yo poético y el concepto funcionalista de la poesía venía a coincidir rebeldemente con la llamada postmodernidad, que enarbolaba la frivolidad frente a la supuesta trascendencia del arte durante el tardo franquismo y los primeros balbuceos de la transición.

Tal y como esgrimieron, a comienzos del siglo XX las vanguardias, el poeta volvía a la calle, en acertada evocación de Rafael Alberti, cuya personalidad, militancia y credo ético y estético influyó también sobremanera a la Granada de aquellos días: esa ciudad era una suerte de ágora en la que Juan Carlos Rodríguez impartía su doctrina, lejos del dogmatismo y con una razonable tenencia de dudas. Quienes nos acercábamos a su entorno, desde fuera, nos sentíamos invitados durante unas horas o unos días a un ceremonial que parecía permanente, el del debate y la reflexión, que viajaba desde aulas a los bares, desde las revistas a las manifestaciones.

Como Rodríguez había estudiado tanto la cultura de los pobres como la de la burguesía, sabía que aquel empeño no iba a contracorriente, aunque aparentemente así fuera. La cultura se hacía consumista, la estética era sustituida por la moda y las carcajadas enlatadas arrasaban  la alegría cierta. No estoy dispuesto a discernir si aquello fue bueno o malo, pero fue lo que fue.  Mientras la izquierda se iba diluyendo, ya estaban fabricados los martillos para la demolición del muro de Berlín, en un tiempo y en un lugar, un puñado de creadores urdían 1917 versos para la revolución soviética, exploraban noches canallas con su vieja herida de parfait amour, se empeñaban en leer todavía a Arnold Hauser y en conquistar, a ser posible al mismo tiempo, corazones solitarios y muchedumbres formidables.

En la España del cambio que quedó en cambiazo, cuando todo eran arenas movedizas, Juan Carlos Rodríguez miró a los ojos de la poesía de Luis García Montero, de Javier Egea, de Álvaro Salvador, de Antonio Jiménez Millán o de Ángeles Mora —con quien tanto quiso— y les convenció de que, en realidad, no sólo escribían para el yo sino para el nosotros, que el poema iba más allá de sus fronteras y de sus valores estéticos, que tenía que funcionar en el ámbito de lo público tanto como en el ámbito de lo privado.

Buena parte de la poesía que vino luego, parecía imantada por esos mismos principios y aún hoy descubrimos, entre los escombros de cuatro décadas, que algunos de sus principales mentores siguen hermosamente hipnotizados por aquellos viejos principios fundacionales. Otros, quizás sus epígonos, intentan repetir la fórmula sin comprender quizá la carga indeleble de pensamiento esencial que alimentó aquel movimiento literario, que tenía mucho de político y filosófico. Su gasolina se llamaba Juan Carlos Rodríguez pero su sombrero de ala ancha ya no deambula por el Paseo de los Tristes, aunque probablemente siga arrastrándolo el viento por el vendaval de nuestra memoria.