[1]

“Eppur si mouve”, la supuesta frase que Galileo Galilei pronunció tras su abjuración de las ideas heliocéntricas ante el tribunal de la Santa Inquisición, se ha convertido en símbolo de la tenacidad en defensa de la evidencia científica y la verdad frente a los poderes y las ideas dominantes. Fuera o no pronunciada realmente por Galileo, nos viene como anillo al dedo para señalar el tesón y la clarividencia que ha tenido que mantener Juan Carlos Rodríguez en toda su trayectoria intelectual y vital, durante los casi cuarenta años transcurridos desde su Teoría e historia de la producción ideológica [Rodríguez, 1990] hasta su De qué hablamos cuando hablamos de marxismo [Rodríguez, 2013], para mostrar, en la estela de Marx y frente a la aplastante concepción burguesa de la “naturaleza humana libre”, la constitución ideológica del “sujeto libre” como condición histórica de la explotación capitalista. Galileo fue condenado por mostrar el movimiento de la tierra; Juan Carlos Rodríguez es condenado de facto por la moderna inquisición, con unos métodos muchísimo más sutiles que antaño, a un extremo aislamiento teórico por mostrar la base ideológica de la explotación capitalista. Sin embargo, la tierra se mueve y en el capitalismo se explota. Eppur si sfrutta.

I

COPÉRNICO / MARX

Asociar a Juan Carlos Rodríguez con Galileo nos lleva inmediatamente a relacionar a Copérnico con Marx. Desde luego, trazar estos paralelismos entre campos tan diversos y alejados, tiene siempre mucho de arbitrariedad y no está exento de graves inconvenientes y malentendidos. Pero nos ofrecen unas cuantas ventajas a la hora de explicitar y hacer comprensible, de manera clara y sencilla, la significación y el alcance que la obra de Juan Carlos Rodríguez tiene en el desarrollo del marxismo, lo que hace que merezca la pena seguir esta vía [2].

A nivel puramente descriptivo nos encontramos con una clara similitud entre los efectos que producen las obras de Copérnico y Marx: ambas han provocado amplias polémicas y controversias desde el mismo momento de su concepción, con acérrimos defensores y detractores, que se han mantenido largamente en el tiempo y que han dado lugar a vehementes corrientes de pensamiento como son el copernicanismo y el marxismo. De hecho, Galileo es un convencido copernicano y Juan Carlos un marxista, y es interesante señalar que, en cambio, no se puede hablar en estricto de un “galileismo” ni de un “juancarlismo” o un “rodriguismo”.

Estos efectos se deben, sin duda, a las rasgaduras que producen cada uno de ellos en  las concepciones dominantes existentes en sus respectivos tiempos: Copérnico resquebraja de un plumazo el jerárquico orden del mundo feudal al poner en movimiento a la tierra, quitándola de la quietud del centro del mundo y haciéndola formar parte del cielo; Marx agrieta  la homogeneidad soñada de la sociedad burguesa al señalar la explotación que la constituye, troceándola en clases sociales e impidiéndole aparecer como la plenitud de la naturaleza humana [Rodríguez, 2012: 135, 137-138].

La profundidad de la grieta producida por Copérnico en las concepciones feudales queda atestiguada por el hecho de que la expresión “revolución copernicana” designa, por extensión, al conjunto del proceso de nacimiento de la física moderna, que destruye y sustituye completamente la imagen del mundo cerrado fundamentada en Aristóteles por la de un universo infinito. Hasta el punto que “revolución copernicana” ha acabado empleándose para indicar cualquier cambio radical en las ideas dominantes (basta recordar como Kant se compara con Copérnico para expresar la supuesta radicalidad de su propio giro filosófico). Por su lado, la ruptura que Marx realiza con el pensamiento burgués se designa muy a menudo, sobre todo a partir de Alhusser, con la expresión “la revolución teórica de Marx” (que, como es bien sabido, es el título de la traducción al español de Pour Marx realizada por Marta Harnecker [Althusser, 1967]).

Pero en cualquier caso, e independientemente de la repercusión que tendrán sus planteamientos, Copérnico pudo producir este resquebrajamiento en las concepciones entonces dominantes cambiando un centro del mundo por otro, colocando el centro del mundo en otro sitio, en el sol, que va a permanecer allí inmóvil por encontrarse en su lugar natural. Lo mismo que Marx pudo hacer lo propio desplazando el momento final de la realización de la naturaleza humana a otra etapa histórica, estableciendo otro periodo en el que esta naturaleza dejará de estar alienada y se realizará plenamente, el comunismo, hacia el que el progreso humano continuará conduciendo inexorablemente.

Esto es: tanto Copérnico como Marx quebraron las concepciones dominantes partiendo del propio interior de éstas y en los límites que las problemáticas ideológicas en las que se desenvolvían les permitían. Para Copérnico el mundo sigue teniendo un centro porque continua siendo un mundo finito, aunque lo agrande considerablemente al colocar al sol en la posición central, un mundo en el que cada cosa permanece ocupando su lugar natural y que se mantiene envuelto por la infinitud de Dios; y para Marx la historia sigue presentando un final porque continua teniendo como punto de mira la realización de la plenitud de la libertad humana, aunque alargue el proceso necesario para alcanzarla y aunque ya no se llegue a ella gracias al desarrollo de la razón o del espíritu humano sino al de su forma invertida: gracias al desarrollo de las fuerzas productivas. Pero Copérnico, al quitar la tierra del centro del mundo, la coloca en el cielo, fracturando irreparablemente la heterogeneidad existente en el mundo feudal entre “lo terrestre/imperfecto/humano” y “lo celeste/perfecto/divino”; y, Marx, al desplazar la sociedad capitalista del fin de la historia, la disocia de la supuesta naturaleza libre de los individuos que la componen, quebrando irremediablemente la concepción burguesa de la realización del interés común de todos mediante la construcción racional de “lo social/público/artificial” a partir de la libertad de “lo individual/privado/natural”, en cualquiera de sus variantes, desde Hobbes hasta Rousseau pasando por Locke.

Ambos constituyen así puntos de inicio de procesos que van mucho más allá de ellos: Copérnico del proceso de nacimiento de la física moderna que culmina en Newton, Marx de un proceso que todavía se está desarrollando y ya se verá hasta donde nos conduce.

II

GALILEO / JUAN CARLOS RODRÍGUEZ

Galileo constituye una pieza fundamental en el surgimiento de la física moderna y se va a convertir en el máximo defensor del copernicanismo. Pero lo va a hacer desentrañando hasta sus últimas consecuencias el fundamento del sistema heliocéntrico, deshaciéndose de los elementos presentes en Copérnico que impiden su desarrollo: si la tierra se mueve en el cielo, entonces es que no hay diferencia entre cielo y tierra, no existen cosas y movimientos perfectos, eternos e inmutables en el cielo y cosas y movimientos imperfectos, perecederos y mutables en la tierra, no hay un mundo jerárquico y lleno donde cada cosa ocupa su lugar natural, sino un espacio homogéneo y vacío donde las cosas se mueven de la misma forma estén donde estén. Contempló el cielo desde esa otra concepción del mundo, siendo el primero en mirarlo con los rudimentarios telescopios de la época, observando montañas en la luna que demostraban que no era una esfera perfecta, descubriendo lunas en júpiter que mostraban que la tierra no era el único objeto en el cielo con satélites a su alrededor, advirtiendo cambios de tamaño en venus que solo eran explicables por su movimiento alrededor del sol…

Lo que nos permite comenzar a plantear las tesis que queremos defender aquí: Juan Carlos Rodríguez va a hacer con Marx la misma operación que Galileo hizo con Copérnico. Va a desplegar el marxismo hasta sus últimas consecuencias a partir de su misma raíz, saneándolo de todas las hierbas que les impedía su pleno desarrollo desde su misma concepción en Marx: si la explotación constituye al capitalismo, entonces no nos encontremos con una naturaleza libre de los individuos humanos, por un lado, y con unas relaciones sociales artificiales que favorecen o impiden el desarrollo pleno de  dicha naturaleza, por otro, sino con las condiciones históricas, tanto individuales como sociales, que hacen posible la explotación en la forma de producción de plusvalía: la configuración ideológica de los individuos humanos como “sujetos libres” (para que sea posible la compraventa de su fuerza de trabajo [Marx, 1986: 121]), la desposesión económica de una buena parte de esos “sujetos libres” de los medios de producción (para que no tengan más remedio que hacer efectiva la venta de su fuerza de trabajo para poder vivir [Marx, 1986: 122]) y la configuración política de la sociedad como estado (para utilizar su poder, “la fuerza concentrada y organizada de la sociedad”, en el establecimiento y reproducción de esas condiciones [Marx, 1986: 638-639]).

Este desbrozamiento de la “explotación” como la raíz del marxismo tiene una importancia decisiva, tanto teórica como prácticamente, toda vez que las versiones estándar que se presentan del marxismo, desde las más académicas (como las que aparecen en los libros de texto [Navarro y otros, 2009: 330-333]) hasta las más políticas (como las que se presentan en los manuales tradicionales destinados a la militancia comunista [Academia de ciencias de la URSS, 1960: 60-63]), se suelen erigir a partir de raíces bien diferentes. En particular, se acostumbra a supeditar la “explotación” (y las distintas formas que adquiere) a las “fuerzas productivas” (y a su desenvolvimiento), considerándose que el desarrollo de éstas conducirá de forma inexorable a la extinción de aquella. Ahí tenemos, por poner un solo ejemplo, los influyentes planteamientos en su tiempo de Richta: con la revolución científico-técnica, la ciencia se convierte en fuerza productiva directa y, por ello, en el factor determinante para la llegada de la sociedad sin clases [Richta, 1974]. La consecuencia práctica de estas concepciones es muy clara: lo que hay que hacer para superar las contradicciones de la sociedad actual no es tanto organizar la lucha contra la explotación como favorecer el desarrollo de la ciencia y la tecnología, cuando ya el propio Marx mostró en El Capital que este desarrollo científico-tecnológico constituye la condición de existencia del régimen específicamente capitalista de producción, en el que la ciencia se encuentra al servicio de la producción de la plusvalía relativa que lo caracteriza y, en consecuencia, del mantenimiento y la reproducción de la explotación capitalista [Marx, 1986: 294].

Juan Carlos Rodríguez muestra explícitamente los orígenes de esta disfunción, presente en y desde la misma obra de Marx, entre esta concepción asentada sobre las “fuerzas productivas” y la “técnica” y la cimentada sobre la “explotación” [Rodríguez, 2012]. Y lo hace de manera implacable, sin concesiones, despejando del pensamiento de Marx todo aquello que lo cierra y no lo deja desarrollarse. Con la misma implacabilidad con que analiza el pensamiento de otros autores marxistas, empezando por el de su propio maestro Althusser (al que desembaraza de su filosofismo eternizante [Rodríguez, 2013: 165-207]), o el de autores progresistas de gran influencia en la izquierda, como Chomsky o Foucault, desentrañando la presencia, a veces de forma extremadamente sutil, de la “naturaleza humana libre” en el fondo de sus planteamientos [Rodríguez, 1973; Rodríguez, 2013: 321-343].

Pero, más allá de su defensa del copernicanismo, la aportación crucial de Galileo en el proceso de nacimiento de la física moderna la constituyó, sin duda alguna, la descripción matemática que realizó de los movimientos en la superficie de la tierra: la caída libre de los cuerpos como un movimiento uniformemente acelerado con la misma aceleración para cualquier cuerpo, deshaciendo la heterogeneidad feudal entre lo pesado y lo ligero, y el lanzamiento de proyectiles como la composición de esa caída y de un movimiento uniforme alrededor de la superficie de la tierra, utilizando de forma implícita el principio de inercia. Igualmente, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la contribución cardinal de Juan Carlos Rodríguez al desarrollo de marxismo está constituida por sus análisis sobre la invención y el desarrollo histórico de la literatura, desde las primeras literaturas burguesas hasta la actualidad, como resultado de la configuración ideológica de los individuos como “sujetos libres” en el capitalismo, mostrando su radical historicidad (“La literatura no ha existido siempre” [Rodríguez, 1990: 5]) y desvaneciendo el carácter eterno y sublime que la burguesía otorga a la literatura al considerarla como expresión de lo más íntimo y  libre del ser humano.

La clave de estos análisis se encuentra en la mirada que dirige a la obra de cualquier autor desde el inconsciente socio-histórico que la sustenta ideológicamente [Rodríguez, 1990: 10]. Con lo cual rompe de un plumazo la unidad con que la burguesía considera al individuo humano, de la misma forma que Marx rompió la unidad con que ésta concebía a la sociedad: Si Marx trocea la sociedad distinguiendo entre trabajo necesario y trabajo sobrante (que en el capitalismo es apropiado como plusvalía mientras que en el esclavismo o en el feudalismo lo hace bajo otras formas), Juan Carlos Rodríguez va a trocear al individuo con la diferenciación, en su reconocimiento ideológico, entre saber inconsciente y saber consciente, mostrando el carácter histórico del inconsciente ideológico que está en la base de su identificación consciente como “siervo” en el feudalismo o como “sujeto libre” en el capitalismo (dándose la circunstancia, que es muy conveniente señalar por lo que se verá más adelante, de que, lo mismo que el trabajo sobrante tiene un carácter de exceso “de plus-trabajo” respecto al trabajo necesario, el saber consciente tiene un carácter de remanente de “plus-saber” respecto del saber inconsciente que lo sostiene).

Lo que le lleva directamente al planteamiento de la relación del marxismo con la disciplina que con anterioridad ya había abierto una profunda fisura en esa imagen unitaria de los individuos que tiene la burguesía: Freud, y después Lacan, ya se habían enfrentado, en el “sujeto” al que realizan un psicoanálisis, con el inconsciente pulsional [Freud, 1970: 165-202; Lacan, 1988: 808-829]. Se suscita entonces la conexión entre el inconsciente pulsional que descubre el psicoanálisis y el inconsciente ideológico que muestra Juan Carlos Rodríguez, el vínculo que une “lo pulsional/psíquico/individual” y “lo ideológico/histórico/social”, exactamente de la misma manera que Galileo plantea la identidad de los movimientos del cielo y de la tierra, al haber desaparecido para él todas las diferencias entre “lo celeste” y “lo terrestre”.

Y lo mismo que Galileo trasladó, por este motivo, el movimiento circular, que suponía existente en el cielo, a la misma superficie de la tierra (que, como decimos, le permitió emplear implícitamente el principio de inercia, porque la circularidad en la superficie de la tierra se confunde en su análisis del lanzamiento de proyectiles con la horizontalidad de este principio), Juan Carlos Rodríguez va a optar por insertar “lo histórico/social” en el seno de la estructura psíquica del yo y las pulsiones, que supone existente en los individuos humanos, convirtiendo a esta estructura en el recipiente vacío que se rellena y se configura con el contenido ideológico de las relaciones históricas correspondientes [Rodríguez, 2011: 4041]. Distingue así entre el “yo”, como instancia psíquica en potencia, y el “yo soy” histórico, como la actualización realmente existente de este “yo” donde se efectuaría el reconocimiento ideológico en cada una de las relaciones históricas (permitiéndole utilizar implícitamente, como ahora veremos, la “historicidad” de la estructura psíquica, porque el reconocimiento ideológico del “sujeto libre” del capitalismo se realiza a través de la afirmación del “yo” como “yo soy”).

III

EL FUTURO DEL MARXISMO

Fue otro convencido copernicano, Kepler, quién, buscando la armonía de los movimientos celestes, rompió muy a pesar suyo la circularidad como la forma perfecta de los movimientos de los objetos en el cielo. Pero, además de establecer la elipse como la trayectoria de los planetas alrededor del sol, sus famosas leyes mostraban las relaciones matemáticas existentes entre los movimientos de los distintos planetas, articulando a éstos por vez primera como un verdadero “sistema solar”. Fue la descripción de este sistema solar articulado lo que permitió más tarde, no ya el traslado del supuesto movimiento circular celeste a la superficie terrestre que realizó Galileo, sino la operación contraria: el traslado de los movimientos observados en la superficie de la tierra por el propio Galileo (la caída de todos cuerpos y el implícito principio de inercia) al cielo, con la consideración de los planetas como “proyectiles” que giran alrededor del sol, lo que llevó directamente a la formulación de la ley de la gravitación universal por parte de Newton y a la consiguiente unificación por fin de todos los movimientos, ya sean celestes o terrestres, bajo una única explicación. El copernicanismo forjó, así, definitivamente la física moderna.

Por su parte, ha sido Lacan quién, en el mismo sentido en el que Kepler mostró las relaciones matemáticas que rigen el sistema solar, ha revelado el estatuto que posee el “sujeto” del psicoanálisis. En efecto, ha puesto de manifiesto que “el sujeto” sobre el que opera el psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la ciencia [Lacan, 1988: 837]; o de forma más precisa: no puede ser sino el sujeto correlato de la ciencia surgida en el siglo XVII, precisamente con Galileo, y que está constituido por el cogito de Descartes. Lo que sugiere inmediatamente, no ya la inserción de “lo histórico/social” en la supuesta estructura psíquica de los individuos que ha propuesto Juan Carlos Rodríguez, sino la opción contraria: la inserción de esta “estructura psíquica” en “lo histórico/social”, a través de la identificación del “sujeto” del psicoanálisis con el “sujeto libre” en que se configuran ideológicamente los individuos en el capitalismo que el propio Juan Carlos Rodríguez ha mostrado con tanta nitidez en sus análisis literarios. No en vano el mismo Descartes nos dice que la libertad, de la que indudablemente goza, le permite dominar el mundo mediante la aplicación de los conocimientos que le proporciona su razón; afirmación que deberíamos de leer al revés: es el dominio racional del mundo, por la aplicación de las teorías de la naciente ciencia, lo que le permite reconocerse ideológicamente (con evidencia indudable) como “sujeto libre”.

Si esto es así, si el “sujeto” del psicoanálisis y el “sujeto” del capitalismo coinciden, entonces la conformación psíquica que descubre el psicoanálisis no puede ser la “estructura psíquica” de los individuos humanos (no puede descubrir la “naturaleza psíquica” de estos individuos) sino la conformación psíquica que presentan los individuos en el capitalismo, aquella que los configuran como “sujetos libres” Lo que se confirma cuando Lacan reconoce la misma estructura que presenta la producción de plusvalía en el mecanismo psíquico de este “sujeto”, caracterizándolo como producción de plus de goce [Lacan, 2008: 11-24], algo que en absoluto puede entenderse como una mera coincidencia o como un simple juego de homologías de nombres, sino como una relación estructural existente entre el “sujeto” (libre y del psicoanálisis) y el capital, la que ocasiona que la consciencia (el plus-saber, según indicábamos) de los individuos se realice como producción de plus de goce y que la apropiación de trabajo sobrante (de plus-trabajo) de la sociedad se haga como producción de plusvalía.

De donde se infiere que la conformación psíquica de los individuos presenta una configuración diferente en cada modo de producción histórico. En consecuencia, el “yo”, como instancia psíquica no tiene por qué ocupar el mismo lugar en cada uno de ellos. Es, precisamente en el “sujeto libre”, donde el “yo” ocupa un lugar central al actuar como “sujeto”, de la misma manera que el dinero ocupa un lugar central en el capitalismo al operar como capital, posición que no ocupa en otros modos de producción. Es, desde este lugar que ocupa el “yo” en el “sujeto libre”,  desde donde se afirma como “yo soy”, independientemente del contenido que se atribuya, como vemos que sucede a partir de Descartes. En cambio, en el “siervo”, el “yo” se sitúa en otro sitio y el reconocimiento ideológico de éste no se hace a través de la mediación directa del “yo” (y de su “yo soy”), de la misma manera que la extracción de plus-trabajo que se efectúa en el feudalismo no se realiza a través del dinero (y de la misma manera que, cuando aumenta la distancia, el principio de inercia y la circularidad ya no coinciden).

Pero, además, la formulación del “sujeto” del psicoanálisis como sujeto de la ciencia que nos ofrece Lacan, pone de manifiesto otra cuestión no menos importante: que la ciencia, y su surgimiento histórico parejo al del “sujeto” (del psicoanálisis y del capitalismo), juega un papel imprescindible en todo esto. Algo que la tradición marxista ha obviado desde siempre, quizás porque nunca ha dejado de verla como el aspecto más avanzado de la “civilización humana”, ya sea al continuar considerándola como el producto último de la razón humana, tal como hacía y hace la burguesía, ya sea al convertirla en fuerza productiva directa, tal como hace Richta. En cualquier caso, el espacio científico, que se articula alrededor de las teorías de las distintas ciencias, nunca ha sido situado, y mucho menos analizado, como un nivel más entre los que constituyen el modo de producción capitalista. Y ello, a pesar de la evidencia de que su nacimiento y desarrollo histórico se produce coincidiendo en el tiempo con estos niveles y en estrecha relación con ellos: con el espacio ideológico en torno al “sujeto”, como ha señalado Lacan; con el espacio político en torno al estado, que legitima su gestión como técnica y científica; y con el espacio económico en torno al capital, que ya Marx mostró que tiene a la ciencia como la pieza clave en el mecanismo de producción de la plusvalía relativa. Basta con la simple observación de la multitud de relaciones desdobladas que presentan entre sí estos cuatro espacios, “lo privado/económico” del capital, “lo público/político” del estado, “lo subjetivo/ideológico” del sujeto y “lo objetivo/científico” de la teoría, para darse cuenta de la necesidad de considerarlos conjuntamente como partes articuladas de un todo [del Pino, 2008].

Así, nos encontramos con los mimbres que nos pueden permitir tejer el futuro del marxismo, que presenta, gracias a la perseverancia de Juan Carlos Rodríguez frente al dominio agónico que ostenta hoy día la ideología burguesa de la “naturaleza humana libre”, todos los ingredientes para ser tan largo e intenso como el que tuvo el copernicanismo gracias al arrojo de Galileo. Todo indica que el reto inmediato consiste en trenzarlos adecuadamente para explicar en un solo movimiento, tal como hizo Newton con el movimiento terrestre y el celeste, la explotación social que realiza el capital en la forma de producción de plusvalía como proceso relativamente autónomo respecto del estado y la “explotación individual” que realiza el sujeto en la forma de producción de plus de goce como proceso relativamente autónomo respecto de la teoría, fusionando definitivamente “lo histórico/social” y “lo psíquico/individual”. Lo que, en caso de conseguirlo, no constituiría un punto y final sino por el contrario un principio, el mismo principio que inició la física con Newton y que tras un desarrollo de siglos desembocó, de nuevo para sorpresa de muchos, en Einstein y la física cuántica.

 

Y teniendo en cuenta, además, la dimensión práctica que el desarrollo teórico del marxismo, como el de la física, tiene siempre. Dado que el comunismo no es aquello a lo que nos conduce la historia de forma inevitable, este desarrollo del marxismo, en cuanto que sea capaz de mostrar los mecanismos individuales y sociales más recónditos por los que en el capitalismo “eppur si sfrutta”, puede suministrar, a todos aquellos que luchan contra la explotación, unas valiosas y útiles herramientas para la construcción del comunismo, entendido éste, no ya como el fin de la alienación y la consiguiente consecución de la plenitud de la naturaleza humana, sino como la conquista de unas nuevas relaciones históricas donde lo social y lo individual se configuren, como nos dice con insistencia Juan Carlos Rodríguez, sobre la “no explotación”, construyendo una “libertad sin explotación” o lo que es lo mismo: la libertad para todo menos para explotar (Rodríguez, 2013: 127-128, 164, 343).

RELACIÓN BIBLIOGRÁFICA

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