[1]

Vamos a explorar por debajo de la definición y la determinación de dos conceptos teóricos, concretamente el «inconsciente ideológico» y el «inconsciente político», ambos basados   en la interpretación althusseriana de Marx y su relación con Hegel pero desarrollados por vías muy diferentes, incluso opuestas, en las obras de Juan Carlos Rodríguez y de Fredric Jameson respectivamente. Antes de entrar en detalles, vamos a ubicar en términos generales los textos pertinentes y sus autores en sus contextos sociales e intelectuales.

Aunque El inconsciente Político de Jameson aparece en 1981, unos seis años después de la publicación de Teoría e Historia de la producción ideológica de Rodríguez, tiene sus orígenes específicos en un periodo anterior. Jameson fue producto de los finales de los años 50, de la oposición de la era del macartismo, y de una academia que carecía no sólo de cualquier sentido de afinidad con la Unión Soviética, sino también de algo parecido a la tradición del marxismo occidental (Buchanan 2006: 120-21). Madurar intelectualmente durante esa década significaba para muchos en la izquierda, incluido Jameson, asimilar la filosofía existencial de Sartre, con su cariz hegeliano en el marxismo; y aunque éste último brillaba por su ausencia en las primeras investigaciones del estadounidense, era casi inevitable que, al seguir la estela de Sartre, la teorización del inconsciente que finalmente emprendió tuviera que adquirir de modo muy particular una «forma política», conjugada con las líneas de un marxismo hegelianizado. A pesar de tal asociación política, Jameson buscará sustentar su inconsciente político sobre una lectura de la obra resueltamente antihegeliana de Althusser. El psicoanálisis lacaniano proporcionará otros ingredientes fundamentales. El resultado final, sin duda provocativo, estaba destinado a disfrutar de una amplia aceptación y ser ampliamente debatido [2].

Es imposible no plantear una pregunta obvia, incluso en estas fase introductoria: ¿cómo logra Jameson conciliar tales aditamentos contradictorios? Como veremos más adelante, la respuesta consiste en que el concepto de efecto matriz de la totalidad de la formación social de Althusser  será reelaborado   de forma sistemática a fin de eliminar sus niveles estructurales internos y de este modo ponerlo en sintonía con la noción hegeliana de espíritu absoluto. También desaparecerán la supuesta «ruptura» entre el primer y el último Marx, sobre la que tanto insistió Althusser, y el consiguiente desplazamiento del foco desde el sujeto a la estructura. En definitiva, con la amenaza de Althusser atenuada, si no eliminada por completo, el hegeliano podrá proseguir libremente haciendo prevalente la oposición sujeto/objeto fundamental en la ideología burguesa —que sin duda ayuda a explicar su amplio atractivo en la academia de Estados Unidos y en otros lugares— y, en consecuencia, haciendo prevalente la conciencia subjetiva. El «inconsciente político» de Jamenson permanecerá siempre subsumido a esto.

El «inconsciente ideológico» es sistemáticamente teorizado por primera vez por Rodríguez en su Teoría e Historia de la producción ideológica (1975), donde se concibe como condensado en una matriz ideológica o núcleo, cuyos efectos se hacen sentir a lo largo de toda la formación social. Esta matriz produce en su cimiento la configuración de ciertos emparejamientos binarios, amo/esclavo, en el caso del esclavismo; señor/siervo, en el caso del feudalismo; y Sujeto/sujeto en el caso del capitalismo. Mientras que Rodríguez continua desplegando conceptos althusserianos clave como «formación social», «modo de producción», «instancias» económica, política e ideológica, etc., su «inconsciente ideológico» requiere algunas reconfiguraciones significativas del legado althusseriano. Por ejemplo, la ideología no existe necesariamente por y para el «sujeto» —la ideología dominante del feudalismo, que se explica en la obra del español, no conoce dicha categoría— y argumentar o asumir otra cosa, ya sea desde un punto de vista burgués o marxista, es pensar ahistóricamente. Ni, contrariamente a lo que a veces supone Althusser (cuando regresa inconscientemente a la ortodoxia burguesa), el sujeto pre-existe a su formación social o, para usar la terminología del propio Althusser, su «interpelación» social no se realiza sobre un conjunto de genes. La existencia de un inconsciente libidinal está reconocida, pero no interviene en las ecuaciones teóricas del español.

¿Cómo se pueden explicar tales innovaciones radicales? Sin duda, gran parte se debe a la influencia directa de Althusser en la Rue d’Ulm, donde Rodríguez investigó a mediados de la década de 1970. Sin embargo, tienen que haber sido relevantes otros factores circunstanciales, a partir de la previa y a su vez directa exposición del español al fascismo. Por extraño que parezca, esta exposición dispone de sus ventajas. ¿Qué mejor punto de partida podría alguien haber tenido, cuando se trataba de teorizar el inconsciente ideológico, que la experiencia personal de ser empachado por baños de ideología feudal en un disfraz franquista? Quizás lo más importante, la incorporación tardía de España al capitalismo —la condición indispensable para el ascenso del fascismo— significó para Rodríguez que pudo observar de manera objetiva la ideología liberal, desde fuera, o al menos desde sus márgenes. Hay que señalar que tales ventajas tuvieron un precio, a saber, su aislamiento profesional en los circuitos exteriores de la academia mundial: sintomáticamente, la obra de Rodríguez ha sido objeto de una sola monografía (ver Caamaño 2008). Pero, aunque estos factores explican en parte el contraste con la fortuna de Jameson, la raíz última del «silencio» peculiar que ha perseguido la obra del español debe encontrarse en otro lugar, a saber, en la naturaleza de su objeto, una formación social estructurada sobre la base de un modo de producción, y su aparente incompatibilidad con el paradigma sujeto/objeto que prevalece en la ideología dominante, o así al menos defendemos.

Nuestra primera tarea, en la senda de la evaluación de las contribuciones de ambos estudiosos, debe ser volver a Marx y Althusser y considerar aquellos aspectos del trabajo de estos predecesores que son relevantes a la noción de inconsciente, tanto ideológico como político.

 

DE MARX A ALTHUSSER

El joven Marx, a pesar de que redefinió el concepto original de ideología de la Ilustración de modo que dejó de hacer referencia a las ideas distorsionadas de un individuo y pasó en su lugar a corresponder a los sistemas supraindividuales de creencias, continuó pensando dentro de los horizontes de una problemática centrada en el sujeto y, por ello, separó la ideología de la infraestuctura y la ubicó como un bloque diferenciado de ideas percibidas conscientemente, aunque falsas, dentro de la superestructura. El cambio fehaciente en el Marx maduro, desde el «hombre» a la «ley económica del movimiento», es cualitativo y está lejos de ser la fantasía personal de Althusser, como a veces se considera. El texto de El Capital es perfectamente explícito: «los individuos se tratan aquí sólo en la medida en que son las personificaciones de categorías económicas, los portadores [Träger] de determinadas relaciones de clase e intereses» [3] (Marx, 1976: 92) —y es significativo que, más o menos simultáneamente, vislumbremos los primeros indicios de procesos ideológicos operativos al nivel de la infraestructura, como cuando, en los Grundrisse, por ejemplo, Marx los describe en imágenes que sugieren cómo un tipo específico de producción puede predominar sobre el resto: «se trata de una iluminación general que baña todos los otros colores y modifica su particularidad. Es un éter particular que determina la gravedad específica de cada ser que se ha materializado en él» [4] (Marx 1973: 107)—. Aún así, existen factores poderosos que dificultan cualquier avance teórico: en primer lugar, el concepto de inconsciente seguía necesariamente en un estado embrionario en lo que era, después de todo, una edad pre-freudiana; por otra parte, dentro del contexto restringido del marxismo, no fue nunca una cuestión de invertir simplemente a Hegel —después de todo, incluso dentro del contexto de El Capital, la actividad económica necesariamente guardó un componente ideacional—. En otras palabras, aún quedaba mucho por hacer para que la inconsciencia ideológica fuera a ser separada conceptualmente de la «conciencia» y desarrollada en todo su potencial. Momento en el cual, entra Althusser.

Que el Marx maduro suscriba o no la crítica al humanismo que Althusser le atribuye, no tiene por qué interesarnos aquí. Es innegable la realidad del punto de partida que tiene el filósofo, a saber, la «sobre-pre-determinación de una unidad compleja estructurada» [5] (Althusser, 1990: 199), y de sus consecuencias para su visión de la ideología: las sociedades humanas supuestamente «segregan ideología como el elemento mismo y la atmósfera indispensable para su respiración histórica y vida» [6] (232), en la forma de estructuras, de imágenes, mitos, ideas y conceptos, impuestos impersonalmente a sus sujetos. Acerca de lo último que señala de la ideología, la «vida», debemos saber que «no es en absoluto como una forma de conciencia, sino como un objeto de su mundo’ —como su ‘mundo’ en sí—» [7] (233); y que la relación de vida entre los individuos y su mundo, «sólo aparece como ‘consciente’ a condición de que esté inconsciente, de la misma manera que [ella] sólo parece ser simple con la condición de que es compleja» [8] (233). En esencia, por lo tanto, estamos hablando de una relación imaginaria. Incluso para la burguesía, concluye Althusser, que cree en su ideología, a saber, la de la libertad, por la sencilla razón de que su ideología se segrega «originalmente» e inconscientemente en las relaciones de producción, «antes de» formularse conscientemente a nivel de la superestructura (234-35).

Una cuestión exige atención inmediata, si continuamos la exploración de todas las ramificaciones de esta compleja red de causalidades transitivas e intransitivas en todos sus detalles, a saber, el desplazamiento del sujeto y su relevancia en la relación ciencia/ideología, a la que Althusser  volvió en Para leer El Capital.

 

CIENCIA E IDEOLOGÍA

Tenemos que recordar que la ideología burguesa da por sentado, en cualquiera de sus variantes, el mismo paradigma sujeto/objeto. En palabras de Althusser: «El sujeto y el objeto, que son dados y por consiguiente previos al momento del proceso de conocimiento, ya definen un determinado campo teórico fundamental » [9] (Althusser y Balibar, 1970: 35). La solución del filósofo francés, siguiendo a Marx, consiste en trasladar todo el debate a un terreno diferente al aceptar desde el principio, como tesis básicas, la prioridad de lo real sobre el pensamiento acerca de lo real y la especificidad del pensamiento y del proceso de pensamiento. En otras palabras, él no responde a la cuestión filosófica de la validez del conocimiento; más bien no transita por ella.

Las cosas llegan a un punto crítico en Para leer El Capital durante el transcurso de un comentario de un famoso pasaje de los Grundrisse, donde Marx se explaya en el contraste entre, por una parte, los intentos tradicionales que parten de lo concreto con el fin de llegar a lo abstracto y, por otra, el (en su opinión) método científicamente correcto que comienza con definiciones abstractas y, por medio de ellas, «se eleva» a lo concreto durante el curso del razonamiento (Marx 1973: 101). Althusser es enfático en cuanto a cómo la sección debe ser leída y, lo más importante, cómo no debe ser leída. Marx, nos dice, no se preocupa por el «problema del conocimiento», como se entiende tradicionalmente, o sea: de la relación entre pensamiento y realidad; de donde sigue que, «ni por un segundo cae en un idealismo de la conciencia, la mente o el pensamiento» [10] (Althusser y Balibar, 1970: 41). Marx, a continuación, se refiere a cómo el científico llega a tener una teoría, la característica es que la «práctica teórica constituye un proceso que se lleva a cabo en su totalidad en el pensamiento» [11] (42); de donde sigue que, contrariamente a lo que afirma el empirismo, el conocimiento nunca se enfrenta a un objeto real, solamente a un «objeto de conocimiento», lo que no quiere decir, de ninguna manera, que producimos la realidad que contemplamos [12].

El caso se encuentra convincentemente argumentado: el significado que subyace en la obra de Marx es uno de ambos realismos epistemológico y ontológico. Sin embargo, David Hillel Ruben reconoce, mientras interpreta de otro modo el mismo pasaje de los Grundrisse rastreando las mismas líneas que Althusser, que las consideraciones metodológicas y epistemológicas, en última instancia, no pueden ser separadas (Ruben, 1977: 153). Al centrarse en la especificidad del pensamiento, uno está obligado a preguntarse si Althusser no deja escapar la primacía que por otro lado otorga a lo real. Los signos inmediatos no son alentadores: deja sin examinar los modos específicos —la experimentación en las ciencias duras y la abstracción en las ciencias humanas— a través del cual la ciencia se apropia del mundo real; aprendemos nuevos conocimientos simplemente «referidos» al objeto real, sin que necesariamente se correspondan con él (Althusser y Balibar, 1970: 156). El efecto es vaciar la ontología en la epistemología, de tal manera que al tiempo que el conocimiento por sí mismo es progresivamente «profundizado», verticalmente, y «extendido», horizontalmente —o, para usar la propia expresión de Althusser, geográficamente, cuando se descubren nuevos continentes—, el «trabajo de transformación teórica [...] afecta necesariamente el objeto de conocimiento, ya que sólo se aplica a este último» [13] (156). Lo que falta es cualquier sentido de una ontología proporcionalmente profunda.

Una vez puesto en marcha, el debilitamiento o, más estrictamente, el aplanamiento de la ontología en adelante inexorablemente laminada, en la medida en que nos encontramos con el mismo Marx reprendido por no situar la oposición entre la esencia y la apariencia que propiamente le corresponde, en el «sitio interno de su concepto» (Althusser y Balibar, 1970: 189 ). Pero con consecuencias desafortunadas: Althusser se abre a la acusación de que infrateoriza la dimensión intransitiva de la producción de conocimiento y, en concreto, a la acusación de que, en sus manos, los constructos teóricos de la ciencia sirven simplemente «para facilitar nuestro trabajo mental» (Collier, 1994: 68).

 

FREDRIC JAMESON: LAS SEMILLAS DE UN INCONSCIENTE POLÍTICO

El centro de atención de Jameson en la investigación llevada a cabo en la década de 1950 se encontraba, al igual que para muchos de sus contemporáneos en los estudios literarios, en la obra de Sartre, cuyas características definitorias eran una escisión radical del mundo en dos partes, sujeto y objeto, y, en la forma característicamente hegeliana, el pliegue del último en el primero. Por lo tanto, en propias palabras de Jameson: «La reflexión de la subjetividad en la cosa, la manera en que una subjetividad revela sus secretos a través de una percepción aparentemente objetiva de una cosa fuera de ella, es posible porque esta facticidad nunca puede ser aprehendida directamente, porque debe ser asumida por la conciencia y por lo tanto compromete de inmediato al que mira y lo refleja en el otro lado» [14] (Jameson, 1984: 87). La prioridad de esta manera de concebir la conciencia demostrará ser un legado duradero: en un epílogo, escrito unos veinte años más tarde, Jameson encuentra todavía su primer libro juvenil como «plausible» (205), que solo precisa algunos retoques terminológicos. Ni escrupulosamente considerada, la dialéctica hegeliana que abraza con entusiasmo precisa de ninguna «ruptura» del tipo que distingue la obra de Althusser, en la medida en que el espíritu que supuestamente se desarrolla durante el curso de la historia humana es nada menos que un sujeto.

La continuidad en el pensamiento de Jameson es evidente desde principios de Marxismo y Forma (1971), que continua con la subjetividad en primer plano. La dialéctica, como consecuencia, no emerge primariamente como una dialéctica de la naturaleza, del mundo real, con su sufrimiento, explotación y violencia, sino del pensamiento, es decir, «ni más ni menos que la elaboración de sentencias dialécticas» [15] (Jameson 1971: xii), un argumento que potenciaría casi hasta el extremo a través de una evaluación detallada de la obra de Adorno. E incluso cuando dispone de bastante más reservas que Adorno por el potencial revolucionario de la clase obrera, Georg Lukács, quien también ocupó un lugar destacado en el panteón de Jameson, nunca iba a compensar la centralidad adherida a la conciencia. De hecho, él más que nadie, imagina manifiestamente estructuras sociales como reductibles en última instancia a la conciencia. Como escribió: «... el acto de conciencia derroca la forma objetiva de su objeto» [16] (Lukács, 1973: 18).

En un primer momento, es difícil imaginar cómo, en tales circunstancias, podría surgir de tales divagaciones nada parecido a un inconsciente, e iniciar otra política. Como era de esperar, Marxismo y Forma de Jameson (1971), continua siguiendo la pista de un estilo de marxismo lukacsiano en el que ‘el acto de conciencia depone al objeto’ (Lukács, 1973: 18). Dicho esto, el concepto de una clase consciente genera espontáneamente su opuesto, una clase-condicionada inconsciente, y, como el mismo Althusser fue el primero en admitir, la tradición hegeliana añade un ingrediente crucial para cualquier marxismo digno de ese nombre, y desde luego para cualquier formulación marxista de un inconsciente, a saber, el concepto de un «proceso sin sujeto». Jameson explica: «El antiguo sujeto ya no piensa, ‘se piensa’, y su experiencia consciente, que solía corresponder con el concepto de la razón en la filosofía de la clase media, se convierte en poco más que una cuestión de registrar señales procedentes de zonas fuera de sí mismo, o las que vienen desde dentro y ‘abajo’, como en los instintos y automatismos corporales y psíquicos, o de los círculos exteriores de engranamiento de las instituciones sociales de todo tipo» [17] (Jameson, 1971: 28). Todo lo cual sería muy alentador, desde un punto de vista marxista, si no fuera por el hecho de que, a pesar de las referencias a las «instituciones sociales», el énfasis continúa estando firmemente fijado en el mundo del pensamiento: lo que sucede es que «la mente es capaz, momentáneamente, de vislumbrar una totalidad concreta» [18] (41). No es que el mundo material esté ausente: la dialéctica está enfáticamente sobre  el mundo empírico; simplemente que el sobre se desliza constantemente a la idea. El resultado es un des-ontoligización que priva al mundo de cualquier profundidad material [19].

 

ALTHUSSER RECONFIGURADO: DE KANT A HEGEL

Dada su formación dentro de la matriz del pensamiento Hegeliano, bien podría preguntarse cómo Jameson, a pesar de su capacidad para amoldarse a todos los rincones, va a encontrar espacio para un pensador tan resueltamente anti-Hegeliano como Althusser, quien argumenta consistentemente en contra de «un idealismo de la conciencia» y enfáticamente afirma la primacía de lo real sobre el pensamiento acerca de lo real. Dicho esto, como también asentimos, la importancia que el filósofo francés adhería a la especificidad del pensamiento era propicia para una ontología correspondientemente plana y Jameson rápidamente aprovechará la oportunidad que tal ambigüedad ofrecía. Así, en La Cárcel del Lenguaje (1972) se dedicó sistemáticamente a (mal)interpretar los textos relevantes siguiendo las líneas Kantianas. La originalidad de Althusser, descubrimos, era mantener «invertidos los términos de la vieja epistemología materialista, para la que la realidad está ‘fuera de la mente’» [20] (Jameson, 1972: 106). Quiera o no, el filósofo se re-encuentra dentro del escenario epistemológico familiar de la oposición sujeto/objeto, donde una teoría de la práctica teórica se reconfigura como una psicología y allí reubica una teoría del conocimiento. «Para Althusser, en cierto sentido, en realidad nunca comprendemos fuera de nuestras propias mentes» [21] (106), lo que equivale a decir que «la praxis teórica»   sigue su curso «en la cámara sellada de la mente» [22] (106). Dadas estas premisas, «los términos básicos del problema se han hecho reconocibles: es esencialmente una repetición del dilema Kantiano del desconocimiento de la cosa-en-sí» [23] (108-09).

Aun así, si bien Althusser siempre era vulnerable frente a lo epistemológico, como oposición a lo metodológico, la lectura de su noción de producción teórica podría haber parecido bien equipada para resistir los intentos para atraerlo hacia el campo de marxismo hegeliano. Para el filósofo francés, recordamos, una diferencia abismal separa la totalidad marxista —una estructura compleja de dominación— del punto de vista Hegeliano de la sociedad como impregnada expresivamente por un espíritu único. La letra de sus textos, sin embargo, ofrecerá a Althusser poca protección contra el entusiasmo homogenizador de Jameson. Ni va a disuadir al crítico estadounidense para aprovechar al máximo el fracaso de Althusser en la tematización coherente de una ontología.

Así, las cosas comienzan más bien inquietantes en su siguiente trabajo, El Inconsciente Político: la determinación económica «en última instancia» —las comillas de Jameson despliegan de forma inequívoca la señal de su procedencia althusseriana— es reemplazada por su equivalente político, para llegar a la idea de que «todo es política ‘en última instancia’» [24] (Jameson, 1981: 20). E incluso antes de que hayamos sido capaces de evaluar el significado completo de esta maniobra, el crítico estadounidense ya está desmantelando afanosamente la «estructura de dominación» de Althusser sobre el supuesto fundamento de que, para su inventor, «el más estrictamente económico, [...] no es, aunque privilegiado, idéntico al modo de producción como un todo, que asigna a este nivel estrictamente ‘económico’ su función y eficiencia particular, como las de todos los demás» [25] (36). Lo que de forma conveniente se está eliminando es la función determinante de la economía en última instancia, al menos según Althusser, es decir, como la efectividad intransitiva ejercida por la instancia económica a través del efecto matriz de la totalidad. La eliminación resulta crucial: a través de ella, Jameson se asegura de que nos deja con una sola estructura, la del modo de producción, que simplemente aguarda la correlación con el espíritu hegeliano. «Tal reunificación momentánea seguiría siendo puramente simbólica, una mera ficción metodológica, no se entiende que la vida social sea en su realidad fundamental una e indivisible, un tejido sin costuras, un proceso único inconcebible y transindividual, en el que no hay necesidad de inventar formas de vincular los actos del lenguaje y los trastornos sociales o contradicciones económicas, porque en ese nivel nunca estarían separados el uno del otro» [26] (40).

Althusser, el archi-anti-hegeliano, ¡extirpado desde el horizonte del marxismo hegeliano! Uno tiene que admirar la audacia de Jameson y lo que es parecido a un juego de manos. En efecto, Althusser ha sido re-escrito en términos de la misma «causalidad expresiva» que era el interés primordial de su crítica. Desaparecidas están las contradicciones internas de cada caso; desaparecidas las que existen entre las diversas instancias de la formación social; desaparecida también, la acción de la formación social en cada práctica y cada contradicción; desparecida, en suma, la presencia irreductible de múltiples niveles, la estructura de las estructuras, para ser desplazados por un concepto de continuidad a través de un espacio teórico homogéneo [27]. El proceso Hegeliano sin un sujeto, continúa, es no tanto la explicación de un proceso como la expresión transitoria de un proceso. Nada de lo cual es un buen augurio para la teorización posterior de un inconsciente político.

 

EL INCONSCIENTE POLÍTICO

En la discusión de Lord Jim de Conrad, en el capítulo final de El Inconsciente Político, titulado «La novela y la cosificación»,  Jameson necesita tiempo para considerar el papel del mar en la ficción de Conrad como un no-espacio de la vida y el trabajo que «es también el espacio de la lengua degradada de la novela y la ensoñación, del producto narrativo y la pura distracción de la ‘literatura ligera’» [28] (Jameson, 1981: 213). Sigue una larga cita, a modo de ilustración, en la que Conrad establece un contraste entre los pasajeros, si no la «masa de durmientes», y los obreros que trabajaban en la sala de máquinas, ambos contenidos dentro de los límites del mismo vapor, mientras surca su camino a través del océano. El propio Jameson  recoge luego la moraleja, presentando el contraste entre estos« durmientes» y los trabajadores en términos de un contenido manifiesto, relativos a temas existencializantes, y el nivel más profundo de las mercancías de consumo, en el cual las realidades son transformadas en moda (214). A continuación aparece una referencia al idealismo de Berkleyan, seguida a su vez por una larga cita de La Ideología Alemana de Marx, que Jameson recoge a su vez y repite:

 

Así que este cimiento de la producción material continúa por debajo de las nuevas estructuras formales del texto modernista, como de hecho no podía sino seguir haciendo, pero convenientemente amortiguada e intermitente, fácil de ignorar (o de reescribir en términos de la estética, de la percepción sensorial, como en este caso de los sonidos y la inscripción sonora de una realidad que prefiere no conceptualizar), solo detectables sus determinaciones en última instancia con los elaborados contadores Geiger de la hermenéutica del inconsciente político y la ideología de la forma [29] (215).

 

A primera vista, apenas se sabe qué hacer con todo esto: en un momento nos enfrentamos a un texto que se tambalea sobre la paráfrasis; en el siguiente, a una crítica activa y autónoma cuyo objetivo, al parecer, es la formulación de los conceptos o leyes de la producción del texto. Una ambivalencia sugerente, sin lugar a dudas, pero ¿identificable para qué? ¿Para el caso de un crítico que está luchando para teorizar dentro de los confines de una cultura académica que es profundamente recelosa, si no antagónica, a la abstracción, y que por lo tanto está obligado a teorizar en las proximidades de un objeto?  Muy posiblemente, pero está claro que es más problemático. El siempre perspicaz Terry Eagleton discierne en el trabajo una crítica dialéctica que «no solo evoca sino también desplaza su objeto» [30] (Eagleton, 1986: 70), aspirando a éste en su propio terreno crítico, que incluso erradica la existencia del objeto «como una mera ficción del poder y el deseo  del sujeto» [31] (76). Tales son, recordamos desde arriba, las dinámicas del hegelianismo: sujeto y objeto transitan uno en el otro, con la ventaja del primero, en la medida en que el objeto debe ser en sí mismo una creación del sujeto. Una creación o, posiblemente como Jameson mismo parece estar dando a entender, una re-creación, a través de las líneas estéticas de su capa cosificada de objeto mercantilizado y así vuelve a algo así como su forma impoluta.

Y a medida que avanzamos, nuestras sospechas se confirman: en todas sus referencias al mundo, la sociedad, etc., Jameson se ha comprometido a extender los límites de la epistemología a expensas de la ontología, a través de un proceso por el cual el pensamiento se transforma en un sujeto independiente (la idea), como el demiurgo de un mundo empírico. Puesto de relieve por la misma razón es una paradoja un tanto curiosa, a saber, que una obra del trabajo enraizado en la orden «siempre historizar» encuentra la historia real misma presionada más allá de la conceptualización, relegada a la condición de «causa ausente» que es inaccesible de otra manera que en forma textual (Jameson, 1981: 35). Las consecuencias son graves: con todas las salidas a lo real bloqueadas, el crítico no tiene  más opción que buscar compensación en un estilo de escritura que puede rechazar incluso sus lectores más empáticos «engullidos por la aparición de la amenaza de una congestión ideacional, un colapso cerebral o sobrecarga sináptica, un sentir hilos argumentativos y sugerencias, temas y variaciones, que se multiplican más allá de cualquier esperanza de hacer el seguimiento de ellos» [32] (Helmling 2001: 122). Si este es el ejemplo del inconsciente político en el trabajo, uno se ve obligado a concluir que el concepto está mal definido, excepto sobre el fundamento de una nueva definición más radical del término «política».

Tan seductor es el estilo de Jameson que un aspecto crucial de su crítica pasa fácilmente desapercibido, a saber, que selecciona sus textos con mucho cuidado, en el presente caso el tipo de escritura «esquizofrénica» de Conrad. Para fundirse con su objeto, el sujeto prefiere un texto profundamente arraigado en una romántica «sensibilidad», que clama positivamente afuera para la comunión legible, ya que, hasta cierto punto, lo hace cualquier texto que se inscribe dentro del horizonte ideológico burgués: «literatura» por definición, es el medio a través del cual un autor «expresa» su verdad interior a un lector sensibilizado de manera similar —de ahí la necesidad de cualquier conceptualización «científica» se introduzca de contrabando en el comentario crítico de forma oblicua—.  El tratamiento de Jameson de los cantares de gesta, a modo de contraste, es breve y crudamente objetivo: aquí, ninguna intimidad entre el bardo y su audiencia está excluida desde el principio, incluso como un deslizamiento conveniente de lo real lacaniano a la «realidad» permite al crítico moderno al discurso en distancia relativa bajo las circunstancias sociales de la época carolingia tardía, e incluso en las sutilezas del argón entre el bien y el mal. ¿Cuál es precisamente el obstáculo a la cita de los amantes? La respuesta es sorprendente: nada menos que la historia misma, en la forma de la alteridad radical del bardo, que, en su condición de siervo de su señor/Señor, en oposición a un sujeto interiorizado de la modernidad, austeramente debe permanecer al margen.

 

EL FIN DE LA IDEOLOGÍA

El Inconsciente Político conlleva varios desplazamientos teóricos importantes. El primero, que ya hemos tenido ocasión de considerar, de la economía en última instancia —un concepto de extracción clásicamente althusseriana— a la política en la última instancia. Sin embargo, en el presente contexto, hay un segundo desplazamiento, más interesante, de la ideología a la política. Curiosamente, en este caso, Jameson se siente obligado a «explicarse a sí mismo». Muchos de los resultados de El Inconsciente Político, confiesa, podría bien haberse expresado con más fuerza en un marxismo de «manual» que «tuviera como objeto el análisis ideológico» [33] (Jameson , 1981: 12), y que por lo tanto sería necesario «la liquidación de cuentas con métodos rivales de espíritu mucho más polémico» [34] (12). Tal perspectiva claramente no atrae en lo más mínimo a Jameson, a pesar de su habilidoso recurso al lema de Althusser de la «lucha de clases en la teoría» [35] (12).

Las mentes más cínicas podrían argumentar que la sustitución de una lángida «política» por la marcada categoría de «ideología» sólo podría servir para un propósito: para evitar un término cuyo uso, dentro del recinto de la academia conservadora, sólo podría haber señalado una lealtad dañina al marxismo [36]. Aun así, como la marea política comenzó a girar de manera decisiva contra la izquierda en la década de 1980, Jameson se vio obligado a hacer una concesión aún más reformista repudiando activamente la «ideología» por completo. Esto se nos muestra en Postmodernismo (1991), donde ya no mantiene la función social clave que anteriormente ejercía; de hecho, ahora puede ser legítimo hablar del «fin de las ideologías», entendidas en el sentido de «ideologías conscientes y opiniones políticas», lo que equivale a decir, de manera más estricta, entendida como constitutiva de «sistemas de pensamiento» o ideologías filosóficas oficiales. Jameson explica: «...todo el reino de argumentos conscientes, y el aspecto de la persuasión en sí (o la disidencia razonada) [...] ha dejado de ser funcional para perpetuar y reproducir el sistema» [37] (Jameson, 1991: 398, cursivas añadidas).

La conveniencia de limitar la ideología a las ideas sostenidas conscientemente debería de ser obvia: tal reduccionismo deja un espacio abierto, el del inconsciente, para ser ocupado por un concepto menos provocativo: No ya la política sino la «cultura», algunas veces para ser celebrada en su apariencia postmoderna, algunas veces para ser criticada, pero que, en cualquier caso, ahora impregna todo el tejido social bajo la forma familiar de un espíritu hegeliano. La ideología, sin duda, hará una aparición ocasional como una fuerza inconsciente, como cuando, en Las Semillas del Tiempo, en su apariencia postmoderna, es presentada como un «síntoma de los cambios estructurales más profundos en nuestra sociedad» [38], enraizada en el modo de producción (Jameson 1994: xii). Pero en su mayor parte, sigue siendo un fenómeno eminentemente consciente y, por tanto, excede de las necesidades explicativas, sustituida por una cultura que, entre otras cosas, sirve como un puente conveniente sobre la cual pasar de Hegel a Marx, en tanto fácilmente identificables con las fuerzas de la mercantilización. En Una Modernidad Singular, estas fuerzas de la comercialización «colonizan» el inconsciente libidinal (Jameson 2002: 12) a través de prácticas y hábitos, y no a través de la actividad ideológica y política. Poco queda para que el inconsciente libidinal, en la medida en que las complejas capas intermedias de la estructura de dominación de Althusser han sido sustraídas, sea impregnado directamente por el espíritu en movimiento hegeliano a través de las operaciones de una causalidad expresiva.

Los efectos psíquicos de mercantilización son, hay que reconocer, demasiado reales y su pertinencia a cualquier cultura americanizada innegable, excepto que, como Terry Eagleton observó perspicazmente a propósito de la obra de Jameson, el foco sobre la cosificación vuelve a dirigir la atención de los conflictos de clase y de las realidades materiales del proceso de la producción hacia el consumo, sobre todo de los textos literarios, y la calidad de la experiencia vivida bajo el capitalismo (Eagleton, 1986: 63). Y es que el énfasis sobre la «experiencia vivida» es la clave de la noción de inconsciente de Jameson. Con lo real presionado, en términos lacanianos, más allá de nuestros límites del lenguaje, confinadas dentro de la esfera de lo incognoscible, lo único que queda es hacer hincapié en la dificultad, si no imposibilidad, de pasar del estudio de las formas mercantilizadas a la dinámica de infraestructura (Jameson 2009: 334). La conclusión es entonces inevitable: separado de la base material, sobre todo de las relaciones de producción, el marxismo, como una ciencia que se dedica al análisis de los conflictos de clase, es letra muerta.

Una lectura apresurada de los textos más recientes de Jameson podría llevar a la conclusión de que el crítico finalmente se ha liberado a sí mismo de la carga de la hermenéutica marxista. Pero no es así: el suyo es un marco conceptual equipado para todas las condiciones, y cuando, a raíz de la crisis mundial de 2008, el viento comenzó a soplar desde una parte diferente, Jameson fue rápido para responder con Representar el Capital, una obra que califica significativamente algunas de sus afirmaciones anteriores. Mientras que el capitalismo, en su complejidad, sigue siendo irrepresentable, teóricamente hablando, nunca fue la intención de Jameson, o al menos eso nos asegura ahora, dar a entender que era inefable, como una especie de misterio más allá del lenguaje y el pensamiento. Y como era de esperar, después de haber descartado sistemáticamente el althusserianismo como «ahora un poco fuera de moda» [39] (Jameson 1991, 345), con su canon «ahora extinguido» [40] (Jameson, 1994: 167), que ahora desea hacer hincapié en «lo que todavía es estimulante, sugerente, e incluso urgente sobre este inacabado asunto teórico» [41] (Jameson 2009, 337); y así, muy pronto, está descubriendo, después de una lectura atenta de El Capital, que el texto de Marx «parece retroactivamente confirmar la insistencia de Althusser sobre el sistema en lugar de sujeto» [42] (Jameson 2012: 40). El efecto de tales vacilaciones y contradicciones, habitual en todos los textos de Jameson, es prohibir conclusiones de ningún tipo: no se pueden encontrar aguas comparables a estas arenas movedizas.

 

TEORIZANDO EL INCONSCIENTE IDEOLÓGICO

Los intelectuales pequeño-burgueses, insistió el mismo Althusser, «tienen que llevar a cabo una revolución radical en sus ideas» [43] para que puedan pensar desde un punto de vista marxista (Althusser, 1971: 12). Juan Carlos Rodríguez estaría de acuerdo, excepto con una salvedad importante: no es con la conciencia con lo que estos intelectuales deben romper, como el filósofo supone, sino con su inconsciente ideológico y, en concreto, con su apego a la dicotomía sujeto/objeto. Sintomáticamente, el español anunciará su propia revolución con el lanzamiento literal de ¡todos sus  planteamientos intelectuales anteriores por la ventana a la calle! O al menos eso nos indica en el prefacio de Teoría e Historia de la producción ideológica.

Y esto fue sólo el comienzo de la propia versión de la «ruptura» epistemológica de Rodríguez. Su primera tarea era hacer algo que Althusser, a pesar de su énfasis sobre las formas de existencia de la individualidad histórica, nunca se había atrevido a hacer, a saber, historizar la noción del «sujeto». De ahí, el choque calculado de su punto de partida: «la literatura» no ha existido siempre, al menos en el sentido tradicional del término, es decir, «una serie de discursos que son ante todo las obras de un autor» [44] (Rodríguez 2002 [1975]: 17). Definida así, su existencia coincide con los inicios, en el siglo XV, de la propia ideología burguesa, uno de cuyos supuestos incuestionables va a ser que, aunque el «sujeto» no puede  ser exclusivo del discurso literario —él está junto a sus equivalentes en la ciencia, la política, etc.—,  el discurso literario expresa sin duda mejor que ningún otro la verdad interior del sujeto o, en palabras de Rodríguez, «la verdadera intimidad del ‘sujeto/autor de una obra‘» [45] (17).

Pero el proyecto de Rodríguez está apenas en curso. «Autor», «obra», «sujeto», «expresión», serán complementados por otros: «individuo libre», «autonomía», «interioridad», «intimidad», «mente», «razón», «juicio», «gustos», «valores», etc., en otras palabras, las mismas herramientas conceptuales con que la crítica burguesa piensa. Estas, en combinación, conforman lo que el español llama «la lógica productiva del texto» [46] (18), que constituye todo un sistema de conceptos estructurados en torno a la noción de sujeto. Esta lógica, por otra parte, «es segregada desde la matriz ideológica burguesa» [47] (19) [48], que consiste en la oposición Sujeto/sujeto y su operatividad en un modo de producción cuya articulación de clase requiere que «sus» individuos se piensan a sí mismos como «sujetos», cada uno poseedor de su propia verdad interior y, más fundamentalmente, poseedor de su propia fuerza de trabajo, que son «libres» para venderse a un Sujeto, éste otro el propietario de los medios de producción. Sin individuos que se imaginen a sí mismos como seres libres, el sistema capitalista, sencillamente no puede funcionar, o así al menos Rodríguez  sostiene.

Mientras que sin lugar a dudas lo anterior constituye una elaboración atenta de la obra de Althusser, no se aparta radicalmente del mismo. Lo que está a punto de cambiar a medida que Rodríguez avanza hacia un territorio desconocido.

Para Althusser, como se recordará, la ideología era el discurso del sujeto [49]; para Rodríguez, el discurso del sujeto es el producto de una ideología claramente burguesa, el carácter históricamente limitado de la cual es evidente si comparamos su matriz ideológica con la del modo anterior: a saber, la matriz característica del feudalismo Señor (Señor)/siervo (sirviente),  similarmente operativa en la re-producción de las relaciones feudales. Bajo el feudalismo, la última cosa que el siervo se imaginaba de sí mismo es que fuese «libre», que fuera (en casos especiales) libre para servir como opuesto al señor, al que quedaba de esta forma «vinculado». Pero una advertencia: es un error pensar en una clase dominante «consciente» de la explotación a la dominada. En realidad, la gente está colectivamente convencida de la verdad, tal como aparece en ella, de la realidad física humana, están atrapados en las relaciones sociales que, aunque «imaginarias», están objetivamente «segregadas»; incluso el señor realmente cree que él es un señor, al igual que el sujeto libre cree realmente que es un sujeto libre. El contraste con, y la amenaza a, la ortodoxia crítica no pueden ser más claros. Se acabó la verdad de la naturaleza, desplazada por una secreción ideológica, hasta ser formalizada como una forma muy peculiar de inconsciente ideológico:

 

La noción del sujeto (y toda la problemática ahí inscrita) es radicalmente histórica [...] porque se segrega directamente (y exclusivamente) de la matriz misma del inconsciente ideológico burgués: el «siervo» nunca puede ser un «sujeto», etc. Pero por ello también los planteamientos teóricos derivados desde esa misma ideología burguesa nunca podrán aceptar que su propio inconsciente de base sea  una cuestión ideológica (o sea: histórica), sino considerará  siempre que el elementos y la lógica propia de tal «inconsciente» constituyen la verdad misma de la realidad física humana, su propia transparencia [50]. (21)

 

Para conducir a su morada esta extensión del pensamiento de Althusser, Rodríguez tiene que replantearse el funcionamiento de la formación social y el papel de la ideología en su interior. Althusser, recordamos, ligada la ideología a los aparatos ideológicos del estado, concediendo solamente entre paréntesis el hecho de que la ideología fuese «originalmente» segregada de la infraestructura social. El español, por el contrario, pretende localizar inequívocamente la ideología en las relaciones de producción: «... la dialéctica inscrita en los textos literarios (la que los produce como tales, su lógica interna) es la plasmación de un inconsciente ideológico que no ‘nace’ en la Escuela, sino directamente en el interior de las relaciones sociales mismas y desde ellas únicamente se segrega» [51] (23). En efecto, el modelo original de Althusser se ha vuelto del revés: la ideología no está ahora firmemente arraigada en el aparato de estado superestructural sino en el componente de base, de donde se distribuye a través de la formación social: «... parece evidente que la cuestión de funcionalidad y el sentido real que posee el discurso literario en nuestras sociedades habría que buscarlos más en el interior del propio nivel ideológico que en los aparatos que los materializan y reproducen» [52] (24).

En su segundo trabajo trascendental, Estado, Teatro, Lenguaje, Rodríguez proporcionó una visión más global de la dialéctica ideológica, que supuestamente tiene la forma de una doble articulación: los elementos segregados por el inconsciente ideológico se reproducen dentro de los AIE, en el que se formalizan, tematizan, teorizan, etc. por los filósofos, críticos, escritores, “situados dentro del horizonte de una clase” [53] (Rodríguez 2008 [1984]: 11); una vez procesada, la ideología se alimenta entonces de nuevo en un inconsciente generalizado que impregna el conjunto de la sociedad y es aceptado por todos como “la verdad misma de la naturaleza, como algo tan natural como su propia piel” [54] (11) o, alternativamente, en forma de un “humus”. Hay detalles que requieren una aclaración. En primer lugar, mientras que se registra el hecho de que la base determina la superestructura de forma asimétrica (“en última instancia”), el esquema de Rodríguez permite específicamente la efectividad recíproca de la superestructura sobre la base; esto es importante, dada la presencia al acecho de versiones del marxismo vulgar. En segundo lugar, es estrictamente engañoso hablar en términos de una secuencia causal, que implica un “antes” y un “después”, en oposición a un proceso circular que está “siempre ya” en acción. En tercer lugar, mientras que la metáfora “humus” captura eficazmente el efecto de la matriz del conjunto social, no está exenta de peligros, como Rodríguez fue el primero en darse cuenta. Fundamentalmente, a menos que se restringa, porque sobrecarga la noción de continuidad a través de un espacio teórico homogéneo, a la manera de los hegelianos. Lo que necesita ser afirmado, a modo de contrapeso, es la tensa interacción dialéctica dentro y entre las estructuras y, sobre todo, el carácter esencialmente conflictivo de las relaciones de clase, incluso dentro de la esfera de dominación de clase relativamente autónoma de la norma literaria:

 

... Porque es inconsciente y, por tanto, latente, la ideología no coincide exactamente consigo mismo; y también, porque es objetiva, esta misma ideología tiene fisuras y grietas por todos lados (que necesita ser rellenado sin fin, que es lo que da origen a la norma). La literatura, entonces, porque es consciente/inconsciente, y porque toma una forma objetiva, como un proceso productivo, puede estar en contradicción con su sustrato, así como sus propias intenciones. Hablo, en definitiva, de la escritura en tanto que la lucha ideológica, ya que se lleva a cabo dentro de la propia  ideología hegemónica. [55] (22)

 

Iremos ilustrando a continuación cómo funciona el inconsciente ideológico en la práctica a través del tratamiento temático de las “lágrimas” en una serie de obras históricamente dispares. Pero antes de eso, tenemos que considerar además la base teórica del concepto clave de Rodríguez.

 

LAS LÁGRIMAS FEUDALES: «CON SUS OJOS MUY GRANDEMENTE LLORANDO»

Para contener dentro de límites viables nuestra discusión del inconsciente ideológico y la historicidad radical de la literatura como ha teorizado Rodríguez, nos concentraremos en coyunturas históricas específicas, encapsuladas en textos clave, comenzando con la epopeya del siglo XII Poema de Mio Cid.

«Con sus ojos muy grandemente llorando» (Poema 1972: 1), leemos de El Cid cuando tristemente sale al exilio. Los lectores modernos también pueden protestar que una expresión tan típicamente femenina de desgraciada pena sea propia de un caballero guerrero. Pero esto, claro está, es precisamente el punto en que Rodríguez pasará a barajar: los hábitos de los lectores modernos tienen su origen en la prevalencia de un inconsciente ideológico que dicta que las lágrimas del Cid se entiendan, según las líneas pequeñoburguesas, como expresión de la «sensibilidad» privada. Una lectura atenta de la historicidad de los artefactos ideológicos interpretarán las lágrimas, alternativamente, según las líneas organicistas, es decir, como la «sustancial» visualización «exteriorizada» de una pena «pública». Como explica Rodríguez: «En sentido estricto, en el organicismo feudal la relación interior/exterior nunca se planteó como un problema» [56] (Rodríguez 2002: 159). Por consiguiente, el Cid debe llorar porque es importante que su tristeza se eleve por encima del nivel de la ambigüedad constitutiva de este mundo y vea, como Dios puede ver, en toda su pureza.

Y esto, por supuesto, es sólo el principio. Lo que debe comprenderse más a fondo es la ausencia de un interior, por lo que la esfera privada depende de la naturaleza sustancial de signos feudales o, para ser más exactos —ya que esto es de vital importancia para hacer las distinciones necesarias— de signaturas, entendidas como trazadas por la voz del Señor. «En el horizonte de todo el mundo feudal ‘sabía’ quién era un noble y quién no lo era, quién era un siervo y quién no lo era» [57] (159). Pero no es simplemente una cuestión de semántica: en el nivel sintáctico las estructuras paratácticas vacilantes, espasmódicas, pro- y regresivas del poema ofrecen una análoga visión de Dios de los acontecimientos, en marcado contraste con las normas de perspectiva del «Renacimiento» [58].

Tirando aún más hacia atrás, lo que la sintaxis de la épica delata es el dominio de la ‘figurativa’ historicidad característica del organicismo feudal, por la que el futuro ya está escrito, en el sentido de pre-ordenado, a lo largo de las líneas del modelo de la Biblia: el Antiguo Testamento como una «prefiguración» del Nuevo, como una verdad a medias que sólo se realiza plenamente más adelante. De este modo legitimado, es un inconsciente ideológico que concibe aún más la vida humana como dualísticamente articulada, a través de la oposición entre esta vida y la siguiente: «... el paso del hombre en esta tierra (su vida terrena) y la necesidad de ‘encontrar la salvación’ después de la muerte» [59] (Rodríguez 2001 [1994]: 138-39). La narrativa alegorizada que es el vehículo de este dualismo se corroe progresivamente por la cronología unidimensional de su contraparte burguesa. Con una salvedad importante en el caso de El Cid: la trascendencia se desplaza a lo largo de las líneas seculares, hacia la oposición entre el servidor y su señor, en este mundo, de acuerdo con las jerarquías feudales pertinentes. Dicho esto, la dualidad clave se repite en la relación entre el señor secular y «su» Señor en el siguiente: «En el Poema de Mio Cid, la dualidad es perfecta: lo que hace Rodrigo durante el tiempo de su ‘exilio’ es exactamente la ‘prefiguración’, la transparencia de lo que más tarde será su ‘plenitud’: el reconocimiento por ‘su’ Señor» [60] (140).

 

EL SONETO DE GARCILASO: DEL HIELO A LAS LÁGRIMAS

La ideología señorial dominante fue disputada desde el siglo XV en adelante por la ideología burguesa en su primera forma emergente, o el animismo, como reformula y teoriza Rodríguez. Sintomáticamente, el papel ideológico de las «lágrimas» se transforma radicalmente, como es evidente de inmediato en el famoso octavo soneto de Garcilaso.

 

   A Dafne ya los brazos le crecían

y en luengos ramos vueltos se mostraban;

en verdes hojas vi que se tornaban

los cabellos qu’el oro escurecían;

de áspera corteza se cubrían

los tiernos miembros que aun bullendo ’staban;

los blancos pies en tierra se hincaban

y en torcidas raíces se volvían.

  Aquel que fe la causa de tal daño

a fuerza de llorar, crecer hacía

este árbol, que con lágrimas regaba.

  ¡Oh miserable estado, oh mal tamaño

que con llorarla crezca cada día

la causa y la razón por que lloraba!

(Garcilaso 1989: 58-59)

 

Pasar del texto épico hasta el soneto Garcilaso es, por fuerza, pasar de una ideología a través del cual el siervo/sirviente, comentarista por sí mismo, está llamado a descifrar las signaturas alegóricas del mundo, a otra en la que el proto-sujeto, o el alma bella, ve el objeto literal del suyo, es decir, la perspectiva de Apolo (“vi”), en un presente cronológico («aun bullendo ’staban»), atrapados en el proceso del momento . Ha desaparecido la jerarquía estática de los linajes y la «sangre» —peldaños en una cadena vertical de Ser que otorga a cada objeto su nicho natural en la creación— a favor de una nueva ideología, la del animismo, que llega para engrasar el funcionamiento de un mercantilismo capitalista emergente, en el contexto de una nueva cosmología heliocéntrica en la que todas las cosas están unidas por la fuerza espiritual de los rayos de sol que lo impregna todo.

La clave del funcionamiento del animismo es la «dialéctica de las lágrimas», representada en el intento fallido de alma a unirse con el objeto amado; lágrimas que, en contraste radical con su homólogo sustancial, organicista, se construyen «como secreciones puras, directas del espíritu interior» (Rodríguez 2002: 148). En este caso, es especialmente importante proceder con cautela crítica, por la sencilla razón de que la familiaridad aparente del escenario invita positivamente al reconocimiento erróneo. Que es enfatizado: estas no son las lágrimas de los sujetos pequeño-burgueses, de extracción romántica, sino del alma sensible animista, a través de cuya transparencia el alma del mundo encuentra su expresión. Junto con «suspiros», las lágrimas configuran la exteriorización de la frustración del alma, cuyo amor no encuentra la salida de un reino interior recién creado, pero todavía embrionario (196). Tal es la frustración de Apolo, ante el cual el espíritu interiorizado que es Daphne se transforma en un «espíritu vegetal».

Ahora empezamos a comprender en la práctica la importancia de los conceptos teóricos constitutivos de la problemática de Althusser. Por lo que Rodríguez había argumentado extensamente, incluso antes de entrar en el análisis detallado de la lírica petrarquista, que era el conflicto entre los modos feudales y capitalistas que explica el predominio del nivel político durante la transición y, no menos importante, su autonomía, materializada en el estado absolutista y determinada en última instancia por la economía: «en ambos casos, la constitución como autónomo y como dominante del nivel político se nos ofrece como síntoma de la tendencia a dominar, en las relaciones sociales, de las relaciones burguesas sobre las feudales» [61] (36 ). La existencia de un espacio público, argumenta el español, implica, como corolario, la de su equivalente privado, o el ámbito interiorizado del alma bella. Momento en el cual, las distinciones se hacen de la mayor importancia: la afirmación no es que las transformaciones sociales de clase generalizadas causen directamente el nacimiento de la lírica; y menos aún que no haya conexiones entre lo general y lo particular; Rodríguez más bien defiende la existencia de mediaciones estructurales entre la instancia política y el ámbito por otro lado distante de la poesía lírica, al tiempo que reconoce la autonomía relativa de los niveles respectivos. Asi: «... a pesar de que ‘cree’ absolutamente en la división entre privado y público, el animismo presupone, a través de su propia lógica interna, la existencia de una transparencia especial entre el ‘interior’ y ‘exterior’ de los signos sólo en aquellos casos en los que el alma es capaz de expresarse de verdad en cada cosa» [62] (161).

 

LA NOVELA SENTIMENTAL: ‘MARÍA’ DE JORGE ISAACS 

La ideología animista fue enterrada en el siglo XVII, para emerger en un disfraz pequeñoburgués en el siguiente, en cuya forma funcionó como lado oscuro de las formas clásicas de la ideología burguesa. Consideremos un pasaje de María (1867) de Jorge Isaacs, en la que el protagonista, Efraín, se atormenta por su amor a su amada.

 

Con el mismo traje que tenía me recosté en la cama cuando dieron las dos. El pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido con sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse.

Si las que derramo aún, al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar esta pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente tan sólo una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí. (Isaacs 1988: 284)

 

La trama de la novela es reducida en extremo. Efraín, el hijo de un rico terrateniente ilustrado, también poeta, y María, prima de Efraín, viven una relación intensamente idealizada, casto en medio de un entorno idílico en Colombia, hasta que María, de origen judío, está aquejada de una grave enfermedad hereditaria y muere antes de que Efraín sea capaz de regresar de sus estudios en Europa. Todo ello en el contexto de un orden social consistente en una variedad de niveles, dispuestos cada uno en su correspondiente lugar, con el conjunto atravesado por el paternalismo de la familia de Efraín y el aroma de un régimen que es al mismo tiempo neo-colonial, neo-feudal y precapitalista. Efraín, según Rodríguez y Álvaro Salvador, «trata a María con todos los clichés propios de la cultura galante aristocrática, propia del ‘animismo’ que se inaugura con Petrarca, pero texto mismo intensifica los valores puramente abstractos, ideológicos de la idolatría que procesa a su enamorada» (Rodríguez y Salvador, 1987: 146).

Estamos hablando aquí de una ideología compuesta de elementos extraídos de neo-organicismo y animismo, que se ha desarrollado más allá de la configuración característica de la transición anterior, incluyendo el mecanicismo de Galileo y el racionalismo cartesiano , y que está mutando, durante el transcurso del siglo XVIII, en una ideología pequeñoburguesa distinta. Subordinada a la ideología dominante de la burguesía clásica, a saber: el empirismo, esta nueva ideología, que cuenta entre sus exponentes más destacados a Rousseau , Kant y Hegel, se disfraza bajo la apariencia de «sensibilidad», condensada en la imagen de las lágrimas que se vierten en el nuevo género de la «novela sentimental». Salvador y Rodríguez explican: «Las lágrimas se convierten en un valor arquetípico dentro de la mentalidad pequeño-burguesa, valor arquetípico que aparece incluso en la vida cotidiana» (133).

Al igual que cualquier inconsciente ideológico, esta variación pequeñoburguesa realiza una función crucial en la reproducción de las relaciones sociales imperantes. En concreto actúa como correa de transmisión «entre los valores de las clases dominantes y el inconsciente de las clases dominadas» (136), a lo largo de la cual se transmiten la bondad, el amor idealizado, la fraternidad, el amor filial, la belleza, el sentimiento religioso y otras emociones y cualidades humanas que sirven para unir las clases sociales en perfecta armonía. En el proceso, las subdivisiones de estas clases, en particular los proletarios, campesinos, elementos indígenas, grupos marginales, etc., se moldean en la categoría de «el pueblo». Como los mismos autores desarrollan:

 

A las clases dominantes les interesa hablar de «pueblo» porque este término arroja sobre ellas una cortina de igualdad, pero lo hacen indirectamente para hacer más verosimíl la cortina, lo hacen a través de estos ideólogos pequeño-burgueses que sí creen sinceramente en la existencia del «pueblo», precisamente por eso, por estar a caballo entre una clase y otra, por no identificarse plenamente con ninguna de las dos, pero a la vez con las dos simultáneamente. (137)

 

 

CONCLUSIÓN

A través de las figuras de Jameson y Rodríguez, hemos sido capaces de comparar y contrastar dos conceptos afines: el inconsciente político y lo ideológico inconsciente, ambas mediadas a través de la obra de Althusser, pero enmarcadas de manera contrapuesta en dos problemáticas muy diferentes, a saber, la del marxismo hegeliano y su homóloga estructural. La diferencia entre los dos marxismos no puede ser suficientemente señalada: la variante hegeliana toma como punto de partida el sujeto/objeto o agente/estructura binaria; su variante estructural, la formación social estructurada sobre la base de un modo de producción.

El principal problema a que se enfrentó Jameson, en su esfuerzo por teorizar un inconsciente político, fue la centralidad otorgada a la conciencia dentro de su paradigma hegeliano. Esta centralidad, como era de esperar, le animó a gravitar hacia el primer Marx y la noción de alienación, es decir, hacia el «Hombre», como se analiza en varias figuras importantes del marxismo occidental, en un intento de asimilar la categoría hegeliana fundamental de una cultura cosificada en la teoría crítica marxista. Al mismo tiempo, el americano registró el fuerte sentido de Marx de cómo las estructuras de las relaciones sociales dan forma a la conciencia humana, que recuperó asumiéndolo constantemente para sortear el abismo que separa el marxismo del hegelianismo. Su primera tarea fue la de despojar a la formación social de Althusser de su complejidad estructural, a fin de dejar en su lugar sólo un espíritu absoluto, haciéndolo pasar por el espíritu del capitalismo. Una vez que logró esto, fue posible imaginar cómo el inconsciente individual, de extracción libidinal, podría ser inyectado directamente en compañía de un reflejo consumista. Lo que podría haber parecido una concentración reductora en el fetichismo de la mercancía resultó, de hecho, ser experimentalmente atractivo para la academia americana y, sin duda, explica el continuo atractivo de lo que es un cuerpo denso y difícil de trabajar.

Rodríguez, a modo de contraste, tomó el inconsciente como su punto de partida, entendido como la secreción de una matriz ideológica a su vez determinada en última instancia por la economía, lo que quiere decir mediada por el efecto de la matriz de la formación social que funciona como un todo. Esto le animó, como era previsible, a gravitar hacia el Marx tardío y, en concreto, hacia El Capital, donde el español, como Althusser, insistió en ver que el auténtico Marx. Por supuesto, el autor de Teoría e Historia de la producción ideológica, aceptó la posibilidad de que un individuo pudiera alcanzar el conocimiento consciente de su atrapamiento ideológico y con ello tomar decisiones informadas en la práctica pero necesariamente con la ayuda de una comprensión teórica, en la medida en que este mismo individuo está ya siempre determinado por un inconsciente ideológico. Si Rodríguez no comenzó con el Hombre, era con el fin de romper con la fuerza mistificadora que este concepto ideológico ejerce. Al igual que Althusser y, supuestamente Marx, prefirió arrancar en su lugar de la causa estructural que mantiene la ilusión de la centralidad del Hombre. Por este desplazamiento del sujeto libre de su posición de eminencia, el español tuvo que pagar un precio muy alto, a saber, la no recepción de su obra dentro de la academia y en otros lugares; punto en el que su inconsciente ideológico, finalmente, se conecta con su equivalente libidinal: en ambos casos, hay cosas que la gente simplemente no quieren saber.

 

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