1. En el mundo del detective Philip Marlowe todo depende del sitio donde uno está sentado y del resultado que haya conseguido. «Yo no tenía ninguno”, concluye Marlowe. Quien subraya es Juan Carlos Rodríguez. Estoy leyendo a la vez El largo adiós, de Raymond Chandler, y el ensayo de Juan Carlos Rodríguez [JCR en lo sucesivo] «Triste, solitario y final: El largo adiós o la novela de las cicatrices», incluido en La norma literaria.

No encuentra asiento Marlowe, que como dice JCR va de un lado a otro, desasido de todas las clases sociales, viviendo entre unas y otras sin encajar en ninguna. El detective desclasado une partes de la sociedad aparentemente inconexas y descubre el engranaje entre unas piezas y otras. Es, como dice JCR, «el ojo que ve el mundo, interrelacionándose con él». El ojo es la metonimia del detective, private eye, ojo privado. Marlowe encarna una «ética de la visión», la del «solitario que ve las redes invisibles (…) la invisibilidad de las redes… sólo perceptibles en sus efectos», señala JCR, que explica por qué son negras las novelas de Dashiell Hammett o Raymond Chandler: porque «ven en la oscuridad, en la negrura de nuestro mundo» y descubren la continuidad de la malla social. Marlowe sería «un corazón en tinieblas, que ve el mundo desde afuera como una narración sin sentido, y que por eso puede adivinar los sentidos de esas miserias de un mundo que siempre suele ser un mundo de clase».

Digamos que la visión es inteligencia —«agudeza mental», dice JCR—, atención al detalle. El largo adiós trata de una especie de enamoramiento: el que siente Philip Marlowe por un muchacho con el pelo blanco a los treinta años y la cara cosida, llena de cicatrices, Terry Lennox. Lo primero que Marlowe ve de Lennox es un pie, un zapato que sale del interior de un Rolls-Royce Silver Wraith. Un zapato, como un coche, es algo sobre lo que uno va de un sitio a otro. Remite a la persona que lo llena, a su peso, su historia, su camino, que en parte está pegado a la suela, desgastada poco o mucho, como el interior, usada, deformada o empezando a deformarse. A mí los zapatos usados me recuerdan nuestra vulnerabilidad, nuestras cicatrices. Iona Gruia lo ha resumido bien en los ensayos de La cicatriz en la literatura: una cicatriz entraña una historia. ¿Cómo ha llegado Terry Lennox, borracho perdido, al aparcamiento del club nocturno The Dancers en un coche de multimillonario? ¿A dónde va? Así empieza la historia que cuenta El largo adiós.

 

2. «Ésta no es una novela de detectives, sino una novela de cicatrices», aclara JCR, y Terry Lennox es obra de la cirugía estética, con la cara destrozada en una misteriosa acción de la II Guerra Mundial, en Noruega. El «eje obsesivo de la novela», según JCR, son las cicatrices. Hay algo heroico en Lennox, aunque sólo sea su capacidad de sobrevivirse en esta novela de dobles, de triples, personaje que llegará a tener tres nombres y tres caras, sin cara, con la cara cambiada, cambiante, movediza, sin identidad real. Lo primero que de Lennox ve Marlowe es el zapato que sale del Rolls-Royce, como cruzando un límite, una frontera, un pie dentro y otro fuera del Rolls-Royce millonario, asomando por la puerta abierta del coche. Lennox es «un perro perdido», como lo llama su mujer antes de dejarlo tirado en el aparcamiento, sentado en el suelo. «El guardacoches tenía ya al chico del pelo blanco a su alcance: un nivel muy bajo de ingresos», cuenta El largo adiós.

Como dice Fredric Jameson, en las novelas de Chandler hay siempre una simbiosis entre los personajes y el lugar donde se mueven, y la visión de Chandler-Marlowe capta «el conjunto del cuadro arquitectónico: la fachada, la habitación, el interior, el mobiliario». Fronteras y cicatrices tienen algo en común: trazan líneas que separan y dividen, y unen, y quizá sean divisiones y uniones brutales. En el mundo de Chandler es tajante la cicatriz o la frontera entre el espacio de los pobres y el de los ricos resguardados por muros, vigilantes, mayordomos, chóferes, sirvientes.

A los ricos los definen sus casas, contenedores a prueba de ruidos para abrigarlos y protegerlos, como se dice en otra novela de Chandler, Adiós, muñeca. A los pobres también se les conoce por sus casas. Pero, lo recuerda Fredric Jameson, los pobres de Chandler no son clase trabajadora: son gente que no trabaja, o que tiene empleos flotantes, precarios, inseguros, gente «tan rota como los muebles y edificios en los que vive», «desechos» (flotsam and jetsam, escribe Jameson, tan afín a JCR). Es, creo, como si Chandler hubiera adivinado el futuro en su California y la de Marlowe, la tierra de Hollywood, esa fábrica de sueños de la que habló Ilia Ehrenburg: el futuro, es decir, el desmantelamiento de las industrias, la desaparición en Occidente de la clase obrera fabril, el desplazamiento de las fábricas de verdad a regiones más favorables a la inversión de capitales y a la explotación de la mano de obra.

 

3. Los espacios en los que se mueven unos y otros, pobres y ricos, por decirlo así, marcan fronteras insalvables, cicatrices que no tapa ninguna cirugía estética si quien mira es un «explorador de la sociedad» (Jameson), experto en ver lugares invisibles: Marlowe, como diagnosticaba JCR, disfruta de la agudeza visual necesaria o, con otras palabras, de una especial «ética de la visión». ¿Dónde se encuentran por primera vez Lennox y Marlowe? Lo repito: en un aparcamiento, desde donde el detective se lleva a su casa al perro perdido de pelo blanco, una casa de dos habitaciones que tiene alquilada en una calle sin salida, a recuperarlo con café. Y luego vamos al apartamento de Terry Lennox, «pequeño, opresivo e impersonal», donde las botellas están medio vacías y los ceniceros llenos, y no hay fotos, ni objetos personales: desposesión más que posesión. El segundo encuentro entre Lennox y Marlowe tiene lugar en la calle, en vísperas de Navidad, cuando la policía está a punto de detener a Lennox por borracho. Otra vez lo salva Marlowe, y esta vez lo lleva a un drive-in, a que se coma una hamburguesa que no sabe a nada «que un perro se atreviera a comerse». Lennox está «acabado, hambriento, sucio y sin un céntimo».

Cuando Terry Lennox reaparece en casa de Marlowe, conduce un descapotable Jowett Jupiter: Lennox ha vuelto a casarse con su mujer, Sylvia, de la que se había divorciado, y el matrimonio Lennox parece que sólo usa coches ingleses muy caros. Los dos amigos van a un bar tranquilo, Victor’s, donde celebrarán más veces su particular ceremonia eucarística: la bebida de gimlets, a la inglesa, según la receta de Lennox, mitad ginebra, mitad Rose’s Lime Juice. Marlowe ya había leído en el periódico que Terry Lennox y Sylvia, la hija menor del multimillonario Harlan Potter,  volvían a casarse y decoraban de nuevo la mansión de dieciocho habitaciones en la que pensaban vivir. El encargado es un interiorista del que Marlowe recuerda el estilo, al que cataloga como «simbolismo subfálico».

Todos los lugares en los que Marlowe y Lennox se reúnen (incluso en el momento de esplendor monetario de Lennox) son lugares de paso, ajenos, provisionales: un aparcamiento, la calle, habitaciones alquiladas con muebles, bares, el aeropuerto, lo precario, lo efímero. Hasta la cara de Lennox es precaria, cambiante. Cuando Lennox le escribe al detective su carta de despedida, antes de que lo maten o de matarse, lo hace, o eso se supone, desde «una habitación del segundo piso de un hotel no demasiado limpio en un lugar llamado Otatoclán (…) un sucio hotel insignificante en un país extranjero». Más seguros, sin embargo, parecen los lugares de los ricos: parado en un semáforo, camino de Idle Valley, Marlowe vislumbra un paraíso —«Miré hacia las luces en lo alto de la colina donde estaban las casas de las personas importantes»—, y me recuerda al gran Gatsby, que mira la luz de la casa donde vive su enamorada de oro, Daisy Buchanan.

 

4. Idle Valley, a la orilla de un lago, lugar mítico en las novelas de Chandler, es una reunión de parcelas bien protegidas por guardas y porteros y criados, en torno a un club muy exclusivo: los no admitidos no tienen derecho a practicar los deportes acuáticos. Apartado, lejos de la contaminación y aislado por las montañas de la humedad del océano, el sitio, tal como lo ve Marlowe, es para «personas agradables con casas muy bonitas, coches agradables, caballos agradables, perros simpáticos, y hasta hijos simpáticos». Marlowe, incluso, se atreve a comprimir el lugar en un eslogan: «Paraíso S. A. Sumamente restringido. Sólo para la gente más elegante. Nada de oriundos del centro de Europa». El detective se dirige a la casa de Roger Wade, escritor de best-sellers: dos plantas y columnas blancas en el pórtico, sobre una inacabable extensión de césped.

«Se dice que los ricos siempre pueden protegerse y que en su mundo siempre es verano. He vivido con ellos y son gente aburrida y solitaria», le escribe Terry Lennox a Marlowe desde su «sucio hotel extranjero», y está usando las mismas palabras que su cuñada, la hermana de Sylvia, Linda Loring, que le dirá a Marlowe en un bar: «Las personas con dinero siempre se pueden proteger». El padre de Linda y Sylvia es el plutócrata Harlan Potter, a quien JCR define así: «El representante del silencio, el hombre que jamás habla en público, símbolo del lenguaje del poder». Según su hija mayor, Linda (a la que un chófer con gorra le cierra la limusina Cadillac «como si estuviera tapando un joyero»), jamás aparece en fotografías, jamás pronuncia discursos, y viaja en avión privado. Vive en una casa de piedra que imita un castillo francés y lo lleva de un sitio a otro un chófer negro que lee a T. S. Eliot. Esto es lo que le confiesa Marlowe a Harlan Potter: «Un hombre no gana el dinero que usted tiene de una forma que yo pueda entender».

Ante la inaccesibilidad blindada de Potter, pienso en ese momento en que Blaise Pascal medita sobre «la costumbre de ver a los reyes acompañados de guardias, tambores, oficiales y de todas las cosas que doblegan la máquina hacia el respeto y el terro»r. El poder, para imponer respeto y terror, exige fachadas impresionantes, un amurallamiento. Incluso cuando los detentadores del poder nos dirigen la palabra, hablan publicitariamente, que es como decir protegidos, amparados en el muro de palabras que les preparan sus publicitarios y redactores de discursos. Si la criatura poderosa sale de sus murallas y se mezcla con quienes no son como ella, se arriesga: corre peligro de que le pase lo mismo que a Sylvia Lennox, millonaria que acaba pareciéndose a su pobre marido, el perro perdido de la cara destrozada. A Sylvia la asesinan de un tiro y le destrozan la cara con una estatuilla de bronce que representa a un mono, aunque la protejan los muros del pabellón para invitados, independiente de la mansión familiar, donde atiende a sus citas amorosas.

 

5. JCR ve muy bien cómo Marlowe es el centro en torno al que se mueven todos los personajes y las situaciones de las novelas de Chandler, el punto de cruce de todos los tiempos y todos los espacios de sus historias: «Marlowe no está jamás dentro sino fuera de las situaciones”, mirando desde su código moral particular. El código de Marlowe, especifica JCR, es su «mundo interior», que es así porque el exterior también es como es. Pero en El largo adiós «Marlowe ya no está fuera de las situaciones, sino involucrado en ellas al máximo» (JCR), sentimentalmente involucrado. Diríamos que por fin ha encontrado un sitio, aunque sea sentimental y esencialmente lo mantenga en su sitio de partida: el de quienes no tienen sitio. Inexplicablemente amigo de Terry Lennox, se liará con Linda Loring, lo que implica ahondar la relación con el amigo a primera vista, el flechazo amoroso con el amigo del que acabará muy lejos pero próximo políticamente (en el sentido familiar de la palabra): los dos se casan con millonarias que además son hermanas, lo que convertirá al ya viudo Lennox y a Marlowe en hermanos políticos.

Marlowe, por lealtad a Lennox, incluso encuentra sitio en una comisaría, donde pasa por el cuarto de las palizas a los sospechosos (como escribía Chandler en otra novela, La ventana alta: cuando entras en una comisaría, entras en un lugar más allá de la ley, fuera de la ley). «Por muy listo que uno se crea, siempre tiene que empezar por algún sitio: un nombre, una dirección, un barrio, unos antecedentes, un ambiente», y entre los ambientes de Marlowe se cuentan las comisarías brutales. En octubre de 1951 Chandler le contestó a un admirador llamado Inglis, que le había comentado que, según un estudiante de psicología, un psicólogo juzgaría inmaduro a Marlowe. Chandler se declaró cansado de la jerga de los psicólogos y añadió: «Si rebelarse contra una sociedad corrupta equivale a ser inmaduro, entonces Marlowe es inmaduro. Si ver basura donde hay basura es un signo de inadaptación social, entonces Marlowe es un inadaptado social. Por supuesto, Marlowe es un fracasado y lo sabe. Es un fracasado porque no tiene dinero (…) Muchos hombres buenos han fracasado porque no se adaptaban a su tiempo y lugar. Supongo que a la larga todos somos fracasados, porque de lo contrario no tendríamos la clase de mundo que tenemos». JCR cita la carta en su ensayo sobre El largo adiós. 

Recordaré, por fin, otra carta de Chandler, en la que reconocía que Marlowe podía ser un sentimental, pero que vivía en un tiempo en el que cualquiera que intentara ser honrado quedaba como un sentimental o un idiota. Inmadurez, fracaso, sentimentalismo idiota: quizá estemos hablando de esa «ética de la visión» de la que habla JCR, agudeza visual o mental para ver hoy, por ejemplo, en el fulgor del gran centro comercial las relaciones entre las mercancías, los fabricantes y distribuidores, las personas que fabricaron las mercancías en las fábricas y las contabilizan en las oficinas, las personas que las venden. Y nosotros, que las estamos comprando.

 

Referencias 

Juan Carlos Rodríguez, «Triste, solitario y final: El largo adiós o la novela de las cicatrices», en La norma literaria. Debate. Madrid, 2001. Pp. 351-376.

Raymond Chandler, The Long Goodbye (1953), en The Big Sleep and other novels. Penguin Classics. London, 2000. (La frase sobre el sitio y el resultado de cada uno [«It all depends on where you sit and what your own private score is. I didn't have one», final del capítulo 38] ha desaparecido en la traducción que tengo a mano, muy buena, de José Luis López Múñoz. Yo lo atribuyo —la página y el capítulo 38 se acaban en ese punto— a la necesidad editorial de ahorrar papel: imprimir la frase hubiera significado añadir una página al volumen. El largo adiós está incluido en Todo Marlowe. RBA Serie Negra. Barcelona, 2009.)

— — — La ventana alta (The High Window, 1942), en Todo Marlowe. Traducción de José Luis López Muñoz. Pág. 477.

— — — The Raymond Chandler Papers. Selected Letters and No-Fiction 1909-1959, 2000. Editado por Tom Hiney y Frank MacShine. Hamish Hamilton, 2000. Pág. 171. (Existe traducción de César Aira. El simple arte de escribir. Cartas y ensayos escogidos. Emecé, Barcelona, 2004. Pág. 211).

Iona Gruia, La cicatriz en la literatura europea contemporánea. Renacimiento. Valencina de la Concepción (Sevilla), 2015. Pág. 13.

Fredric Jameson, «L’éclatement du recit et la clôture californienne», en Littérature, 49, 183. Pág. 90.

— — — Raymond Chandler. Londres, 2016.

Blaise Pascal, Pensamientos (Pensées). Traducción de J. Llansó. Alianza. Madrid, 1981. Pág. 28.