Cuando en las entonces colonias europeas no encontraban mano de obra dispuesta a venderse a cambio de un salario, los civilizados países de la «libertad» y la «igualdad» no tuvieron escrúpulo alguno en atrapar brutalmente «negros» en el corazón de África, transportarlos en condiciones infames en un lucrativo comercio y utilizarlos como esclavos en las plantaciones de los ricos hacendados. Ahora, cuando el capital ha llegado hasta el último rincón del planeta, deshaciendo cualquier otra forma distinta de conseguir lo necesario para vivir; cuando se ha convertido en la única forma de producir y de vivir sobre la Tierra, adueñándose completamente del proceso de trabajo a través de la posesión de los medios de producción y el control de la aplicaciones de los conocimientos científicos y técnicos; cuando ha dejado «libres» frente a él a la mayor parte de los habitantes del planeta, haciendo que, a cualquiera de cualquier lugar, no le quede otra que venderse al capital a cambio de un salario con el que comprar lo que precisa para vivir al mismo capital —el cual, en el camino, se queda y acumula la mayor parte de su trabajo—; ahora, que, como consecuencia de todo ello, la mano de obra acude «voluntariamente» a donde el capital requiere, aunque suponga terribles travesías en las que la muerte acecha, los mismos países de la «libertad» y la «igualdad» no tienen escrúpulo alguno en levantar más y más muros.

El quid del capital es la existencia continua de personas que sólo disponen de sí mismas y necesitan venderse para poder vivir. Eso, además de plusvalía, es lo que produce continuamente el desarrollo del capital [1], posibilitando su reproducción a escala cada vez mayor. Aquí, la configuración ideológica de la fuerza de trabajo como sujeto libre [2] —no como siervo o como esclavo— constituye el elemento básico pero, paralela e igualmente, la conformación del poder del estado «moderno» juega un papel decisivo. En efecto, ese poder, por un lado, habilita continuamente a la fuerza de trabajo en la forma que precisa el capital —como mercancía que se encuentre siempre en disposición de venderse— y, por otro, hace frente a cualquier tipo de dificultades que presente el proceso de la producción de plus-trabajo en la forma de plusvalía solventando las contradicciones de su desarrollo. Lo hace apareciendo como el garante de los «derechos humanos» —de la «libertad», de la «igualdad», de la «propiedad»…— de sus ciudadanos, de forma que la fuerza de trabajo, configurada al mismo tiempo como sujeto libre, pueda desplegarse como libre propietaria de sí misma y pueda acudir a venderla, en condición de igualdad, a quién por su lado esté dispuesto a comprarla. Se conforma así una comunidad de «iguales», en cuanto se compone de personas «libres» y «propietarias» —sí no de otra cosa, sí al menos de sí mismas—, que constituye el «pueblo» de ese estado y que borra la diferencia inaugural que cobija el poder del estado entre quién vende su fuerza de trabajo y quién la compra. La libertad, la igualdad y la propiedad como los derechos fundamentales de los componentes del pueblo de la nación y de la humanidad, como las características innatas del género humano que son garantizadas por el poder del estado, sustentando y recubriendo la forma específica de explotación que necesita de la reiterada puesta en venta de la fuerza de trabajo como mercancía —como género que se vende—: la producción de plus-valor, el capital [3].

Claro está, existen situaciones, como en los procesos de colonización, en las que las personas «libres» no están dispuestas a vender su fuerza de trabajo a otro por encontrarse con mejores opciones, como ocupar nuevos terrenos y trabajarlos para sí mismos [4]. En ellas, resultaría imposible el desarrollo de la acumulación capitalista si el poder del estado no habilita de alguna otra forma mano de obra [5], aunque quede ajena a la comunidad de libres e iguales que constituye el pueblo de la nación. Es lo que ocurrió en América del Norte cuando se sometió a la esclavitud a una multitud de «negros» africanos. Entonces, el estado se presenta como el garante de los derechos de los que son considerados como los auténticamente pertenecientes al «pueblo» y al «género humano», como la garantía de los derechos de la «nación blanca», de la «raza blanca». Hasta que el propio devenir de la acumulación capitalista, montada sobre esa discordante pero necesaria base, demanda deshacerse de ella al requerir que la fuerza de trabajo sea vendida de forma generalizada por sus portadores. Se hace entonces necesario suprimir la «anomalía» de la esclavitud, lo que conlleva el conflicto entre las dos formas distintas de entender la composición del «pueblo» y del «género humano» que ha marcado el desarrollo de USA; conflicto que no acabó con la Guerra de Secesión y la abolición de la esclavitud sino que ha continuado, y continua, en una lucha centenaria contra la segregación y la discriminación de los «negros» de forma que pasen a formar parte del «pueblo americano» con plena igualdad de derechos [6] —lo que, claro está, no deja de blindar la diferencia entre quién vende y quién compra la fuerza de trabajo, que continua inalterada aún en el caso de quién la compre sea «negro» y  quién la venda, «blanco»—.

En realidad, la configuración ideológica y la habilitación política de la fuerza de trabajo  como «libre» no resultan nunca suficientes para que se venda como mercancía. Se requiere del desarrollo simultáneo de otra condición adicional: Hace falta que el capital «subsuma» el proceso de trabajo de forma que sea imposible realizarlo sin su intervención. Esta subsunción del trabajo en el capital presenta dos aspectos superpuestos: En primer lugar, la posesión por parte del capital de los medios de producción, que origina la «subsunción formal» del trabajo en el capital; y, en segundo lugar y dando lugar al régimen de producción específicamente capitalista, el control del proceso de trabajo a través de la aplicación de las teorías científicas en las tecnologías que hacen posible los medios de producción que posee, que supone el paso a la «subsunción real» del trabajo en el capital [7]. Con estas condiciones económica y científica, junto a la ideológica y la política, la fuerza de trabajo, «libre» también de la posesión de los medios de producción y del control de la tecnología, ni «puede» ni «sabe» trabajar por ella misma y no le queda otra que venderse al capital para poder vivir. Y lo tendrá que hacer acudiendo allí donde el capital disponga, según la disposición territorial desigual que adquieren sus circuitos de producción y de circulación.

El destino que se ha reservado a lugares como África es especialmente espeluznante. De granero de fuerza de trabajo esclava, pasó a granero de materias primas en su época colonial y ahora, después de decenios de liberalismo globalizador, a granero de fuerza de trabajo mercancía. Como cualquier otra mercancía, la fuerza de trabajo africana tiene que trasladarse allí donde se pueda vender, no importa lo cerca o lo lejos que esté. Si no lo hace, lo que le queda es malvivir, así que no importan las dificultades que pueda suponer ese viaje ni su coste. Al contrario de lo que sucedía cuando eran forzados en los barcos «negreros», ahora tienen que atravesar tierras y mares, además de saltar muros, por sí mismos. El resultado es el mismo floreciente negocio alrededor de su viaje, que como entonces puede acabar en la muerte, pero ahora son ellos, como libres propietarios de sí mismos, quienes tienen que pagarlo. Después, si finalmente venden su mercancía, es porque hay quién quiere comprarla. Y, efectivamente, tienen su «cuota» de mercado: es comprada para la realización de las labores de ciertos sectores que la mano de obra local no está dispuesta a efectuar, haciendo posible, como antes sucedía con los esclavos, una acumulación que resultaría irrealizable sin su concurso.

Un ejemplo ilustrativo lo tenemos en la agricultura intensiva tal como se ha desarrollado con el neoliberalismo en la provincia de Almería. En el llamado «modelo Almería», nos encontramos con una multitud de agricultores independientes, con unos pocos trabajadores cada uno de ellos, que producen de forma masiva para unas pocas comercializadoras. Su estructuración —muchos productores trabajando para un comerciante— responde a una de las formas de producción típicas de transición a la producción plenamente capitalista —de hecho, esta agricultura intensiva tiene como punto de arranque la explotación agraria familiar—, que se caracterizan por el desarrollo de unas peores condiciones de trabajo en comparación con las formas ya íntegramente capitalistas [8]; pero, al mismo tiempo, se encuentra en perfecta congruencia con los métodos neoliberales de las grandes empresas consistentes en prescindir de la relación directa con los trabajadores a través de la intermediación de subcontratas, que han provocado el fuerte empeoramiento de las condiciones de trabajo de los últimos decenios. De donde se extraen dos consecuencias: En primer lugar, que los agricultores no son en realidad aquí —como las subcontratas respecto de las grandes empresas— más que intermediarios entre sus propios trabajadores y las comercializadoras, siendo éstas las que constituyen el verdadero capital que se mete en el bolsillo la mayor parte del plus-valor [9]; y, en segundo lugar, que son precisamente esas peores condiciones de trabajo que lleva aparejada esta forma productiva, las que han provocado desde sus inicios que los trabajadores locales busquen otras alternativas más ventajosas y que su desarrollo hubiera sido imposible sin la presencia de trabajadores inmigrantes.

De ahí que estos agricultores se encuentren irremediablemente constreñidos  por arriba y por abajo, encajados entre las comercializadoras para las que producen y los trabajadores que emplean. Tienen que hacer frente a los gastos de su producción —hipotecas, semillas, etc.—  pagando puntualmente los salarios de sus trabajadores y vendiendo sus productos a las comercializadoras a precios extremadamente inestables y ajustados, al tiempo que tienen que obtener lo necesario para vivir ellos mismos. Por eso no tiene nada de extraño que, ante las continuas complicaciones que tienen que afrontar, opongan, al «liberalismo globalizador» en el que se expresa las posiciones estrictamente burguesas, el ilusorio «desclasamiento» característico de las posiciones pequeñoburguesas en la forma de «populismo nacionalista» [10]. Se identifican con el auténtico «pueblo» vapuleado por todas partes: por los bancos, por las grandes distribuidoras multinacionales, por los inmigrantes, por la propia administración que debería de estar a su servicio... Pero, en realidad, los verdaderos beneficiados de este «populismo nacionalista» no son ellos sino el capital local que se acumula al quedarse con una buena tajada de la plusvalía obtenida gracias a la interposición de los agricultores entre él y los trabajadores: las comercializadoras de primera instancia —ya sea en la forma de las estructuras cada vez más complejas que sustituyen a las antiguas alhóndigas, ya sea en la forma más disimulada de las «cooperativas» de diversos grados— que se presentan ante ellos como las realizadoras de sus intereses al concentrar en mayor o menor grado la oferta en origen frente a las distribuidoras multinacionales —que son quienes se llevan la otra gran tajada de la plusvalía—. Es esta pujante acumulación capitalista local, que opera en simbiosis con las multinacionales de la distribución pero que queda recubierta e indemne como la realizadora de los intereses de la «provincia», y no los agricultores exprimidos por ambas, la realmente favorecida de excluir de la composición del «pueblo», como sucedía con los esclavos, a los trabajadores foráneos que les resultan imprescindibles.

El desarrollo de la acumulación tanto del capital multinacional como del capital nacional articulado con él, impulsado mediante el «librecambismo» del neoliberalismo globalizador, ha incrementado notablemente el grado de explotación de los trabajadores y ha estrujado a las «clases medias». Las contradicciones y el malestar que conlleva provocan la reacción contraria del «proteccionismo» del neopopulismo nacionalista. Ambas posiciones, encubren la diferencia primordial de clase que funda esa acumulación entre los que venden su fuerza de trabajo —ya sea nacional, ya sea inmigrante— y los que la compran —ya sean capital nacional, ya sea multinacional— y, en su oposición y enfrentamiento, la reproducen absolviendo las discordancias y las insatisfacciones que causa el devenir de la extracción de plusvalía. Ambas responden a los intereses del capital en su engarce nacional y multinacional. Ya es hora de que empiece a expresarse otra «neo» posición política: la que responde a los intereses de todos aquellos que, en cualquier lugar y de cualquier procedencia, solo son género humano, libres poseedores de sí mismos que venden su fuerza de trabajo para poder vivir.

 

Tratamos en este número de los flujos de género humano, de las migraciones de aquellos que solo poseen su fuerza de trabajo y tienen que trasladarse allí donde puedan venderla a cambio de un salario con el que vivir, y en particular de los que cruzan a Andalucía como frontera sur. Además de una entrevista a la activista Helena Maleno, realizada por Marga Veiga, incluye análisis sobre varios de sus aspectos: Sus causas y su situación general, por Arcadi Oliveres Boadella; la clandestinidad en que se mantienen, por Juan José Téllez; las falacias que los rodean, por Alejandro Ruiz Morillas; los desafíos y oportunidades que suponen para el estado de bienestar, por Manuel Coronado Corbellini e Ignacio García Martínez —miembros de «Estudiantes por una Economía Crítica» de Málaga—; la colonialidad en que se fundan, por Salma Amazian; la protección de menores migrantes sin referentes familiares, por Juan Manuel Ramos Espejo; y la defensa de migrantes en el turno de oficio, por Fran Morenilla.

En la sección de «Feminismo» contamos con un artículo de la antropóloga de la Universidad de Barcelona Mercedes Fernández-Martorell Vidal, en el que reflexiona sobre qué clase de normas y de ideario se transmite al hombre para que en España y en Europa se den tantos casos de hombres que asesinan a su esposa o a sus hijos. La sección de «Libros» se hace eco de dos libros sobre memoria histórica que afectan a Andalucía: Por un lado, La Desbandá de Málaga en la provincia de Almería [11] de Eusebio Rodríguez Padilla y Juan Francisco Colomina Sánchez, reseñado por Fernando Díaz Haro; por otro, Comunistas en tierra de olivos. Historia del PCE en la provincia de Jaén (1921-1986) [12] de Luis Segura Peñas, comentado por Ana Moreno Soriano

La sección «Marxistas de hoy» la dedicamos al economista de la Universidad Complutense de Madrid Diego Guerrero. Lo hacemos con tres textos del autor que nos muestran diferentes facetas de su pensamiento e investigaciones: el Capítulo X de su libro Economía básica [13], que trata sobre el pensamiento de Marx; un análisis de la difusión en España de El capital desde su aparición hasta la actualidad, realizado con motivo del 150 aniversario de su publicación; y la introducción y la primera parte de la ponencia «Valores, precios y mercados en el postcapitalismo (Una interpretación de la concepción económica del comunismo en Marx)» [14], donde, con la vista puesta en la reflexión sobre varios aspectos de la organización económica de una sociedad postcapitalista de tipo «socialista», confronta la teoría laboral del valor de Marx con la teoría bremeniana del valor que defiende Heinz Dieterich.