Que escriban por nosotros; que arrebaten nuestra voz, es una experiencia siempre traumática. Así lo ha entendido Alicia, que aprovechando su tamaño ha obligado a uno de los personajes de A través del espejo a escribir lo que ella quiere, agarrando la mano del que sostiene el lápiz, aterrado.

Y así lo entendió y vivió Antonio Gramsci. Deliberadamente reflexionó durante toda su vida sobre cómo recuperar la voz de los oprimidos, pero también sobre la diversidad lingüística, sobre la lengua subalterna, sobre lenguaje y revolución. Y sin saberlo, fue manipulado y hostigado por la OVRA de Mussolini, que modificó, inventó o secuestró las cartas que entraban y salían de su celda. Se nos hurtó también su voz.

Mientras, Alicia, entre juego y juego, ha seguido su camino. El reino que visita está dividido en parcelas. En realidad, tal y como le ha indicado la Reina Roja, se trata de casillas, ocho por ocho, como en un tablero de ajedrez. Ha conocido flores que hablan y cantan, cabras que viajan en tren… y un mosquito interesado en la semántica y la taxonomía. El señor Mosquito no es el único, ya que el tema lingüístico reaparecerá en el diálogo de Alicia con el orgulloso Tentetieso, subido en lo alto del muro:

 

—… eso es hacer que una palabra signifique  un montón de cosas —dijo Alicia en tono  pensativo—.

—Cuando yo hago trabajar a una palabra de esa manera —dijo Tentetieso—, le doy  paga extra.

(Alicia no se atrevió a preguntarle en qué consistía esta paga, así que tampoco yo os lo puedo decir).

—¡Oh! —dijo Alicia, que ya no sabía qué responder—. [1]

 

De haber encontrado este libro en la biblioteca de la prisión (o en el catálogo editorial que Piero Sraffa le hacía llegar desde el Reino Unido), seguramente Gramsci no se habría limitado a traducir y adaptar el relato pensando en sus hijos, como hizo con los cuentos reunidos ahora bajo el título L’albero del riccio. De hecho, Gramsci seguramente habría incorporado las reflexiones lógicas y lingüísticas del autor de Alicia en el país de las maravillas a sus comentarios sobre Vailati (compañero de Giuseppe Peano, precursor de la lógica moderna, de la que Lewis Carroll fue uno de los primeros divulgadores), sobre Saussure, o sobre los glotólogos y lingüistas soviéticos.

La cita de A través del espejo sirve para recordar, además, que aunque se haya menospreciado históricamente la seriedad con la que Gramsci se tomó el estudio del lenguaje, tampoco puede decirse, como se anda diciendo últimamente, que el estudio del lenguaje sea la prueba de que el comunista sardo dejó de ser comunista en la cárcel. Esto es: que por un lado su reflexión lingüística le había alejado ya del marxismo, y por el otro, su visión de la lingüística era plena y completamente disinteressata. O sea, que (tal como él mismo había criticado en el positivismo) no habría conexión entre su interés en la ciencia del lenguaje, y su política. 

Sin acusar —todavía— a teóricos recientes que crearon escuela allende los mares, hay que señalar que esta operación (ya iniciada por los socialistas italianos en sus numerosos «asaltos a Gramsci») les resulta de lo más conveniente, ya que desligando al materialista revolucionario (y antieconomicista) del estudioso de Trubetzkoy o Bartoli, lo que se obtiene es vía libre para la construcción de una teoría anti-materialista de la hegemonía. Y no, no estamos hablando de meras teorías, como quien discute de escolástica en el salón más recóndito de una biblioteca. De nuestra concepción de la hegemonía, de si es materialista, o no, depende qué praxis defendamos los trabajadores organizados. Y vice versa: la práctica que está ya viva en el pueblo, nos será incomprensible si la miramos con los anteojos equivocados.

Se trata de prevenir contra una teoría anti-materialista o incluso idealista, de la hegemonía. Que en todo caso, no deja de tener sus aciertos. En su núcleo hay una serie de problemáticas que ahondan sus raíces en todo el siglo XX:

 

—Ya ves, —dijo Tentetieso— es como una maleta: dos significados empaquetados en una palabra.
—Entiendo, —dijo Alicia, asintiendo con la cabeza—.

 

Si las palabras pueden variar tanto su significado, ¿cómo definirlo ahí donde no está claro? ¿Cuál es el significado que corresponde de una vez por todas a cada palabra, a cada significante? De hecho, ¿se modifica este con el tiempo? ¿Y si no hubiera nunca un significado fijo para cada significante? Aunque parezca mentira, sobre estas cuestiones se traza una de las líneas que separan al marxismo del «post-marxismo». Y hay que ser cuidadosos, porque se puede disentir de Tentetieso, pero es innegable que tiene algo de razón…

  

—La cuestión es —dijo Alicia— si puede usted hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas.  
—La cuestión es quién manda —dijo  Tentetieso—; nada más.

 

… pero no toda. Sí, Gramsci era consciente de que poder y lenguaje tienen muchos vínculos comunes. Sí: el comunista sardo confiaba en una ciencia naciente, que afirmaba que el lenguaje cambia con el tiempo y el espacio geográfico, pero hay que estudiarlo también en su lógica presente; que el significado, y las palabras mismas que lo portan, cambia según dónde lo escuchemos, y a quién. Ahora bien, ni pensaba que un lenguaje (ni siquiera una sola palabra) pueda forzarse sobre los pueblos, ni tampoco pensó que se puede forzar el lenguaje hasta que pierda el contacto con la realidad.

Alicia sigue a duras penas los rompecabezas del extraño personaje que se tambalea sobre lo alto del muro. Al fin y al cabo está exhausta: ha recorrido ya cinco casillas del tablero, y Tentetieso la ha entretenido demasiado en la sexta. Al comienzo de su aventura le han recomendado que viaje a la octava casilla, y Alicia está, todavía, en el centro del tablero.

 

HEGEMONÍA SIN REFERENTE (NOTICIAS DE UNA TEORÍA IDEALISTA DE LA HEGEMONÍA)

Hablábamos de «perder el contacto con la realidad». Cuando hablamos de post-marxismo [2], esa expresión debe entenderse en un sentido muy específico; caeríamos en una soberbia antigua si pensáramos que los análisis políticos que vienen de esta tradición son enteramente desechables. 

Lo que quiere decirse con alejamiento de la realidad, más bien, tiene que ver precisamente con los puntos en los que su teoría de la hegemonía, y en realidad también su ontología política (el conjunto de proposiciones sobre qué compone el mundo político y cómo se articulan sus unidades básicas) ha decidido distanciarse de la realidad histórica, a sabiendas o no. 

Como muchos capítulos desafortunados de la historia reciente de las ideas políticas (pero no todos, por supuesto), esta historia comienza con un precipitado rechazo de Hegel. La que desde Lukács —hasta Manuel Sacristán— se definía como totalidad expresiva (o «artística»), y hundía sus raíces en el alma más hegeliana de Marx, hacía tiempo que estaba desahuciada del respetable mundo académico [3]. También lo estaba, por supuesto, cualquier noción que oliese a materialismo histórico, en cualquiera de sus versiones remozadas —porque, como ya se lamentaban en sus cartas Marx y Engels, cualquier cosa que oliese a conjunción de contingencia y necesidad, olía a perro muerto (que en su momento fue Hegel, y después les tocaría a ellos mismos)—. 

Eliminada la nefasta totalidad, cautivo y desarmado el concepto de necesidad, ahora podía afirmarse por fin la «serie contingente» (como si para Karl, Friedrich o Vladimir la contingencia pudiera existir sin la necesidad, y viceversa …). Esto sin embargo, no debe llevarnos ahora a seguir el péndulo en dirección opuesta, y afirmar de nuevo una concepción de la necesidad histórica de la que huimos —acertadamente— desde la fundación de los partidos comunistas.

 

—¡Qué manía de discutir tienen todos estos bichos! —masculló Alicia—. ¡Es que la vuelven a una loca! Tiene razón Alicia.

 

Centrémonos en el resultado de esta disputa concreta: la cuestión es que, para el post-marxismo, no hay una totalidad contradictoria en la que fuerzas y relaciones de producción medien y entren en contradicción entre ellas y con sus determinaciones concretas en el aparato jurídico, político y represivo de los Estados. Como los nouveaux philosophes, ciertos posmarxistas desconfían de la totalidad de por sí, aunque la determinemos como negativa (Adorno), concreta (Kosik, Sacristán) o inconsistente (Žižek). 

Rechazada esta totalidad dialéctica, y el determinismo histórico que va asociado a ella (según ellos), se puede (como si no fuera posible antes) afirmar la serie contingente e infinita de bloques históricos, cuyo despliegue sigue el mecanismo de la articulación hegemónica. Dejemos de lado versiones y críticas más recientes, y señalemos uno de los puntos cruciales de esta teoría: no hay distinción real entre discurso y práctica, ya que esta distinción es sólo una «diferenciación dentro de la producción social de sentido». Así, unida a la crítica a Lukács (entre otros), con esta última afirmación podemos ir entendiendo por qué para este post-marxismo el ámbito de lo social es una serie contingente que se compone de una multiplicidad de epicentros hegemónicos fugaces, y su esencia básica es la pluralidad irreductible de discursos en competición mutua. Veremos en seguida qué problemas internos tienen estas definiciones, y si Gramsci podría suscribirlas. 

Leíamos antes a Alicia y Tentetieso en disputa sobre qué daba significado a las palabras, o más en concreto —en el caso de Tentetieso (en inglés, Humpty-Dumpty)— quién les da sentido. Nuestros teóricos post-marxistas cortan por lo sano cien años de tradición lingüística, lógica y filosófica que parte precisamente de los rompecabezas de Carroll y los primeros intentos de Peano, Frege o Bertrand Russell, y saltan directamente a los tristes t(r)ópicos parisinos: las instancias discursivas no pueden ser transparentes para los agentes sociales, es decir, ni sabemos qué queremos decir exactamente con lo que decimos, ni podemos acceder a las condiciones en las que se ha dicho lo que se nos ha dicho. Y no por la carencia de una teoría del significado adecuada, sino constitutivamente. No extraña que Laclau (vaya, lo hemos nombrado) afirmara satisfecho que el interés de su concepto de práctica discursiva está en que perfora toda la densidad material de las instituciones

Esta es la cuestión de fondo que nos seguirá, subterráneamente, hasta la diferencia esencial en la lectura de Gramsci por parte de unos y otros: la densidad material de las instituciones (o en general, de la praxis). Dijo en su momento Terry Eagleton, respecto a todo esto, que lo que se había producido es una «larga marcha, desde Saussure hasta la socialdemocracia». Efectivamente, parte de las raíces lacanianas y (post)estructuralistas del post-marxismo comienzan por el pobre Saussure, que cuando escribía sobre el significante y lo significado no sabía la que se liaría. De ahí bebió también Gramsci para sus estudios glotológicos y lingüísticos, y sin embargo no siguió —como intentaremos mostrar más adelante— el mismo camino. Un camino que ha llevado, dijo Eagleton, a una «confusión fatal entre lo significado y el referente». Como estamos viendo, esta distinción, discutida hasta la extenuación en filosofía, semiótica y lingüística, aunque parezca inofensiva, es la que tiene mayor peso en las consecuencias prácticas de las dos lecturas de Gramsci.

Estructura y discurso se deshacen así en un concepto, el de «articulación hegemónica». El camino que lleva hasta aquí no es especialmente rechazable; parte de la denuncia de las posiciones de la II Internacional. La crítica, que ya hicieron en su momento Lenin o Gramsci, se centra en la dualidad simple de base y superestructura, y en la atribución de subjetividades políticas que se sigue de ella y de la premisa determinista. El camino está prefijado y su fatal desenlace es el derrumbe del capitalismo; en el progresivo acercamiento a ese desenlace final, poco a poco la estructura del capitalismo se va simplificando hasta llegar a una dualidad clara entre burguesía y proletariado. A esta teleología «kautskiana», sin embargo, la teoría posmarxista opone veladamente una teleología inversa, hacia una complejidad creciente de actores políticos, demandas políticas incompatibles, y polos hegemónicos múltiples. El error comunista, afirman, estaría en que la equivalencia constituida a través de la enumeración —o suma de alianzas entre actores llamados a un proyecto conjunto— no es la expresión discursiva de un movimiento real constituido más allá del discurso; por el contrario, este discurso enumerativo es la fuerza real. Dicho de otro modo, los sujetos en convergencia se constituyen en el llamado, en el discurso hegemónico: no son previos a él.

Al no ser previos, al constituirse sólo «discursivamente» alrededor de infinitos polos hegemónicos posibles, y al no tener ya una correlación entre su situación en la estructura y su posición subjetiva, ya no queda espacio alguno para afirmar por qué determinados grupos sociales pueden tener un interés mayor que otros en la transformación social, ya no digamos en el socialismo. Como dijeron Ralph Miliband o Ellen Meiksins Wood al reseñar los libros de esta corriente, este «nuevo revisionismo» (Meiksins Wood lo denominó «el nuevo socialismo auténtico») lleva a un puro voluntarismo político. 

Este voluntarismo tiene un correlato directo en la teoría, ya que la obsesión por la afirmación de la contingencia política frente a la necesidad histórica les lleva a convertir la categoría de hegemonía en una noción trascendental más allá del alcance lógico-discursivo, e irrecuperable desde la práctica material (pues «no hay nada fuera de las prácticas discursivas»). Un pseudo-kantiano Idealismo trascendental. Reconstruida desde aquí, esta teoría idealista de la hegemonía vendría a afirmar, con desigual acierto, que desde Gramsci puede decirse lo siguiente: los agentes no tienen vínculo con su posición en la estructura socioeconómica; no hay necesidad histórica, sólo articulaciones políticas contingentes (y nada más); la ruptura de la díada base-superestructura da paso a la ideología entendida no como falso reflejo de esa díada, sino como conjunto de prácticas … ¿materiales? (Gramsci da paso a Althusser, aunque veremos que tampoco Althusser saldrá indemne de la nueva revisión, y también se diluirá la «materialidad» de esas prácticas, deviniendo puras «prácticas discursivas»). 

De este modo, el liderazgo intelectual y moral constituye una síntesis superior, una voluntad colectiva que, mediante la ideología, se convierte en el cemento orgánico que unifica un bloque histórico, donde ya no hay clases sino puras alianzas sociales (o dicho de otro modo: la clase sería un efecto, un espejismo producido por las alianzas, y no a la inversa). Estas alianzas no toman el poder, sino que devienen Estado haciéndose hegemónicas y controlando el centro de producción discursiva del consenso y la coerción. Si Gramsci protesta, y nos recuerda que los bloques históricos sólo pueden sustentarse en una clase concreta (y la cursiva indica que se utiliza «concreta» en todo su sentido filosófico), pues tanto peor para Gramsci: no por caso dirán los nuevos revisionistas que este aspecto es «el núcleo esencialista que sigue presente [molestando] en Gramsci, limitando la lógica deconstruccionista de la hegemonía».

Ya hemos mencionado a Althusser; de sus aportaciones, si hubo una de especial valor fue la explicitación del núcleo material presente en la teoría de la hegemonía. No sorprende que el asalto a Gramsci haga parada en esta estación: si el punto nodal de la construcción política discursiva tiene su referente en la «sobredeterminación simbólica», concepto empleado por Althusser, el énfasis althusseriano en la «sobredeterminación de lo económico» se convierte en un factor incómodo. La solución pasa por la eliminación de la categoría de contradicción (en el puro flujo de significantes no hay espacio para la contradicción), y la limpieza de los conceptos (freudianos) de desplazamiento y condensación, eliminando todas las «rémoras» materiales (institucionales, económicas, etc.) introducidas por Althusser. De este modo, ni la clase ni lo económico puede sobredeterminar ya ningún ámbito de lo político.

Véase hasta donde nos ha llevado el ocaso del referente al que aludía Terry Eagleton: para los teóricos idealistas de la hegemonía, la imposibilidad de combinar la articulación ideológica con la sobredeterminación socioeconómica lleva directamente a lo Político como plano de significación sin exterior. Tal y como se afirma en Hegemonía y estrategia socialista, el libro de Laclau y Mouffe de 1985, «el carácter simbólico de las relaciones sociales implica que carecen de una literalidad última que las pudiese reducir a momentos necesarios de una ley inmanente», y ese carácter simbólico tiene su fundamento en las cadenas de significantes. Como se sigue de la lectura lacaniana de la lingüística estrutural, cada elemento de la cadena significante no tiene realidad positiva más allá de su posición diferencial con el resto de elementos. Del mismo modo, las posiciones subjetivas carecen de fundamento esencial (o material), y sólo se afianzan precariamente en la fijación temporal a significantes específicos que por su condensación (político-)libidinal «estabilizan» todo un conjunto de elementos dispersos. Su identidad se funda mediante el vínculo de los elementos a este significante especial, que no es más que el representante precario del lugar vacío de la cadena.

Si todos los agentes sociales carecen de esencia, y sus identidades dependen de fijaciones temporales del flujo discursivo, ¿cómo es que —a nivel teórico— todo el edificio social no se viene abajo? (O sea: ¿cómo puede sostenerse un edificio sin estructura? O mejor: si la respuesta es que el edificio no es más que la condensación temporal de flujos discursivos ¿qué ejerce de condensador, de acelerador o de ralentizador de estos flujos?) Para responder a esto se lleva a cabo un arduo recorrido psicoanalítico, que no comentaremos, pero sí su conclusión, que comparten quienes critican esta teoría, a veces también desde el propio campo post-marxista: si Lacan es la referencia última, entonces habrá que conceder que sí hay una determinación en última instancia, a saber, la sexual. El antagonismo último de la diferencia sexual. (Žižek dirá que, al igual que ocurre con la pulsión en la economía del sujeto, la distorsión que sobredetermina el campo significante —e impide que nunca sea completo y permanente— es la lucha de clases).

Para que esto no se convierta en un ejercicio teóricamente reaccionario, hay que decir que no sólo hay un interés político en el análisis de las prácticas discursivas, sino que hay autores comúnmente considerados «postmodernos» que siguen siendo de interés para la constante renovación del marxismo. Hay autores que, partiendo del post-marxismo, defienden desde posturas foucaultianas o lacanianas la necesidad de reconstruir hoy partidos comunistas en la línea defendida por Lenin en los albores de la Revolución de Octubre. Por eso no es sorprendente que la distinción de Foucault entre discursos y prácticas (condicionadas por las condiciones extra-discursivas de inserción, emergencia y funcionamiento) tampoco les valga a nuestros teóricos idealistas de la hegemonía, y consideren que la distinción es sólo una diferencia dentro de la producción social de sentido, que —recordemos— no tiene exterior [4]. Ahora ya no sólo Gramsci, sino Foucault se nos une, al preguntarles ¿entonces cómo y por qué los regímenes discursivos sufren transformaciones históricas? ¿No estamos entonces ante una sucesión monádica de concepciones del mundo sin conexión entre ellas? Quizás la sensación sea que hemos tirado por la ventana a Lukács para que entre Herder por la puerta, y al final hayamos cambiado una totalidad post-ilustrada por la totalidad reaccionaria del prerromanticismo.

Por si cupiera alguna duda respecto a por qué el que suscribe piensa que el retorno a Manuel Sacristán y a la corriente analítica de la filosofía del lenguaje son más necesarios que nunca, la respuesta a las preguntas anteriores por parte de Laclau y Mouffe es que «los marxistas toman un desvío ilegítimo por el referente», una anticuada obsesión por la realidad extra-discursiva que no es capaz de abrirse a la idea de que los elementos sociales se combinan discursivamente a través de relaciones de equivalencia y diferencia, fijándose en elementos «flotantes» sin vínculo alguno con la estructura (social, económica, institucional) [5]. Si, además, añadimos que «todo antagonismo… es un significante flotante… que no predetermina la forma en la que puede articularse con otros elementos en una formación social», y por tanto el cambio estructural resulta del conflicto político (discursivo), la acusación se completaría afirmando ahora que la obsesión marxista con el referente le impide ver que las crisis económicas son el resultado del conflicto político, y que por tanto las crisis sociales se producen a causa de la emergencia de nuevos agentes políticos. Desde luego, al otro lado del espejo ciertas cosas se ven al revés. En su última carta, William James le dijo a Bertrand Russell que su consejo antes de morir era que se despidiese de la lógica matemática si quería preservar su vínculo «con las realidades concretas». La respuesta irónica de Russell fue que, entre las dos opciones, prefería quedarse con la lógica. En el otro extremo del campo filosófico (que no político, por cierto), la respuesta del post-marxismo no parece muy diferente.

 

GRAMSCI ENTRE SIGNIFICANTES: REDUCIENDO LA CARGA IDEALISTA

Como hemos dicho ya, uno de los intereses centrales de Gramsci en lo que respecta al cruce entre política y lenguaje, tiene que ver con la diversidad y unificación cultural y lingüística. Pero eso no significa que se quede en un ámbito restringido. La cuestión lingüística permea todas las cuestiones centrales de los cuadernos. En el cuaderno 29 (tercer apartado) [6], recuerda una vez más, que «no es justo decir que estas discusiones hayan sido inútiles y no hayan dejado huellas en la cultura moderna… Cada vez que aflora, de un modo u otro, la cuestión de la lengua, significa que se está imponiendo una serie de otros problemas: la formación y ampliación de la clase dirigente, la necesidad de establecer relaciones más íntimas y seguras entre los grupos dirigentes y la masa popular-nacional, es decir; reorganizar la hegemonía cultural». En el trabajo sobre estas temáticas, especialmente en el último cuaderno, las reflexiones sobre la gramática (y la gramática inmanente) se entrecruzan con aquellas sobre la relación de hegemonía entre clases, la formación y el papel de los intelectuales, el desarrollo del Estado nacional y las relaciones entre Estado y sociedad civil.  

Ahí entra todo el bagaje lingüístico y personal de Gramsci, y desde luego, su experiencia del bilingüismo sardo (su familia y él mismo incluidos), la diversidad lingüística en el Turín obrero, el crisol de lenguas de la familia Schucht, y por supuesto, en las reuniones de la III Internacional. Queda por tanto excluida (pese a muchos intentos) aquella caricatura de un Gramsci monolingüe y enemigo de las particularidades nacionales o dialectales. De hecho, su interés lingüístico se centra en el modo en que puede tener lugar una moderada unificación lingüística, sin una imposición opresiva, nutriéndose y conviviendo con las lenguas alternativas y sus dialectos, y sin que el intento quede en un vano voluntarismo (y aquí abundan las críticas a Zamenhof) impotente ante la resistencia que le oponen la regularidad y espontaneidad con la que los pueblos viven la lengua. Las formas y normas nuevas sólo podrán ser aceptadas si están vinculadas a modelos ya adoptados por grupos sociales relevantes; las prácticas lingüísticas colectivas son las que determinan el desarrollo del lenguaje, y lo hacen continua y espontáneamente: por eso Gramsci introduce la idea de «gramática inmanente», las reglas que se generan subterráneamente en el uso colectivo de una lengua. La dicotomía entre diversidad y unificación en realidad se juega entre la opción de unificación burocráticamente impuesta y unificación abierta a través de la participación de sectores amplios de la población (que es la que según Gramsci había iniciado Lenin en 1920-1922).

Es posible que ya estén quedando claras 1) la fuente de la confusión fatal de la teoría idealista de la hegemonía, al confundir en la obra gramsciana el plano sociolingüístico de sus reflexiones sobre unidad y diversidad, espontaneidad «gramática», y plasticidad lingüística, con el plano de su (supuesta, y nunca desarrollada explícitamente) filosofía del lenguaje, mezclando las conclusiones políticas de ambas; y 2) la base sobre la que empieza a entreverse el fundamento material (y no empirista, ni referencialista, sino «dialéctico» y alejado del rozzo materialismo de otros teóricos) de su reflexión política.

Las investigaciones más recientes sobre el tema [7] nos dejan claro que tanto en el plano sociolingüístico (respecto a la cuestión de la diversidad lingüística) como en el político,

 

Gramsci nunca despreció las luchas y exigencias autónomas de grupos específicos; sin embargo, (a diferencia de lo que ahora habitualmente llamamos «sensibilidad postmoderna») veía esta pluralidad de proyectos independientes como insuficientes en última instancia para construir una nueva sociedad global. En otras palabras, una preocupación exclusiva por la diversidad (diferencia, pluralidad, autonomía, etc.) resultaría, de facto, en una aceptación del mundo tal y como es. […] El concepto gramsciano de hegemonía supera este impasse sugiriendo que puede haber —y habrá— diversidad en un mundo cultural y lingüísticamente unificado. [8]

 

No hay que entender esto como un conflicto causado por el aislamiento cultural y lingüístico de los pueblos y las clases. Para Gramsci hay un continuo entre las concepciones del mundo de las clases subalternas y las dominantes, y entre los filósofos «espontáneos» (entre los cuales domina el senso comune y el folklore, producidos de manera más acrítica) y aquellos más especializados («la filosofía de los filósofos»). Esencialmente, la expresión de estas concepciones del mundo implícitas pasa por un código lingüístico, sujeto a las reglas y tensiones de la reproducción material de la sociedad, puesto que

 

… el lenguaje mismo [es] un conjunto de nociones y de conceptos determinados, y no solamente [de] palabras gramaticalmente vacías de contenido. […] la gramática es «historia» o «documento histórico»: es la «fotografía» de una fase determinada de un lenguaje nacional (colectivo) que se ha formado históricamente y está en continuo desarrollo. (Cuaderno 29, §12 y §1)

 

En primer lugar, el lenguaje no está formado por palabras gramaticalmente vacías de contenido. En segundo lugar, el lenguaje es un conjunto de conceptos determinados. Gramsci tampoco emplea sus palabras con ligereza, y sabemos que la noción de determinación conceptual tiene una larga historia filosófica (de los escolásticos a Spinoza, de Kant a Fichte, de Hegel a Marx) a la que Gramsci no era en absoluto ajeno [9]. Así que, independientemente de qué concepción filosófica de la determinación adjudiquemos a Gramsci, en cualquier caso sabemos que no se refiere a aglomeraciones de significantes que flotan libremente y sin fricción referencial, y cuyo único valor es el de una notación diferencial sin contradicción. En tercer lugar, la gramática es historia, es decir: no está sujeta a límites, constricciones y agarres materiales diferentes de la lógica del resto de prácticas humanas, y por lo tanto es la fotografía de un conjunto de reglas (o regularidades con fuerza normativa) en la que han intervenido las mismas fuerzas sociales que han dado forma a la sociedad. Y en cuarto lugar, el lenguaje 1) es una empresa colectiva. Si buscamos una conexión nueva entre dos palabras o descripciones, la única fuerza que asiente esa conexión tendrá que ser la fuerza o suma de fuerzas que colectivamente delimitan y conforman la forma de una lengua nacional; 2) se forma históricamente; su naturaleza es intrínsecamente histórica, lo cual condena al fracaso cualquier intento de imponer un lenguaje artificial.

En sus reseñas y notas sobre lingüística, en todo caso, hay que considerar a Gramsci como un lector interesado y académicamente informado, pero no un especialista, y mucho menos alguien con una teoría del lenguaje sistematizada; además, su interés apenas pasa por la lingüística interna (el funcionamiento de los signos verbales), sino que se centra en la lingüística histórica comparada; el cambio semántico y fonológico. En el campo puramente lingüístico, se atiene a los escritos de las autoridades de referencia del momento: Ascoli, Bréal, Devoto o Pisani.    

En lo que respecta a Saussure, por sus trabajos previos a los cuadernos y las notas y reflexiones contenidas en ellos, sabemos que Gramsci podría convenir en lo siguiente: en primer lugar, las convenciones lingüísticas son arbitrarias, en la medida en que difieren de otras convenciones basadas sobre la «relación natural de las cosas», y no porque su indeterminación epistémológica sea total y libre de toda limitación social; en segundo lugar, estas convenciones, no las fija libremente un individuo o grupo restringido, sino que, en palabras de Saussure que Gramsci suscribe, son el producto de las fuerzas sociales. ¿Qué determina estas fuerzas sociales? Si para Gramsci el Estado es un equilibrio dinámico de fuerzas sociales, en estas, entre otras, juegan un papel

 

las fuerzas materiales de producción (cómo se satisfacen las necesidades humanas) y la fuerza militar (incluyendo la policía). De modo que Gramsci no se separa de la argumentación de Lenin, acaso prestando mayor atención a los tipos de concesiones que la clase dirigente debe otorgar para gobernar sin hacer un uso extensivo de la coerción y la violencia. [10]

 

En tercer lugar, Gramsci comparte con Saussure la idea de que las convenciones lingüísticas son la herencia del periodo precedente, puesto que «las fuerzas sociales están vinculadas al tiempo» [11]. Si la interpretación del «saussureanismo» de Gramsci ya es de por sí problemática, porque los teóricos idealistas de la hegemonía la pasan por el filtro post-estructuralista, la lectura gramsciana de Bréal y Croce es una de las mayores fuentes de todo el embrollo:

 

[…] todo el lenguaje es metáfora, y es metafórico en dos sentidos: es una metáfora de la «cosa» u «objeto material y sensible» indicados [...]  (Cuaderno 7, §36)

 

Bueno, vía libre entonces, ¿no? Gramsci sería claramente un nietzscheano, que readapta la «danza interminable de metáforas» de Verdad y mentira en sentido extramoral, con lo cual podemos volver a jugar libremente con nuestros significantes flotantes. Sin embargo, basta con leer el párrafo entero, en el que se ve claramente que Gramsci está criticando que en un ensayo de divulgación se afirme que Marx entendía el concepto de inmanencia «sólo como metáfora».

Lo que sí comparte Gramsci con Saussure, aunque en grado menor, es una cierta cautela respecto a la plasticidad diacrónica de un lenguaje. En el apartado 28 del cuaderno 11, por ejemplo, afirma que ninguna situación histórica nueva es capaz de transformar completamente el lenguaje. Pero esto no supone afirmar la invariabilidad de las estructuras sincrónicas; las formas antiguas siguen perviviendo, pero son reemplazadas poco a poco, y su pervivencia, ahora sí, tiene un carácter metafórico: «el lenguaje es a la vez algo viviente y un museo de fósiles de la vida y las civilizaciones». También para Gramsci la linguistique statique y la linguistique evolutive de Saussure tienen puntos de solapamiento: una manera de entenderlo es el ejemplo que daba Gramsci en un artículo de 1916. Cuando los revolucionarios intentaron reemplazar las figuras de las barajas clásicas de naipes, substituyendo a la nobleza por símbolos y personificaciones de los valores liberales, ni pudieron cambiar los valores internos de estas, ni finalmente el uso de la nueva baraja duró más allá del Termidor. En el caso de una transformación exitosa del lenguaje, podríamos decir que las nuevas figuras de la baraja representan sólo metafóricamente los valores de las cartas antiguas, hasta que finalmente cambian también las relaciones de valor internas (cuánto vale el Rey/tribuno, cuántos puntos hay que conseguir en una ronda, cuántas cartas se reparten en una mano, etc.).

Hay otro punto que señalar rápidamente: ¿cómo se produce el cambio lingüístico? De manera multifactorial, y desde diversos espacios (materialmente constituidos): el sistema educativo, los medios de comunicación, los escritores «artísticos» y los «populares», el teatro, el cine, la radio, las reuniones públicas de todo tipo, la actividad religiosa, la interacción dialectal, etc. Gramsci llama a todos estos centros de irradiación. El concepto proviene del lingüista Matteo Bartoli, es decir, del estudio histórico-geográfico de la lingüística (las cursivas señalan la radicación material, dado el componente también económico y político presente en ese enfoque), y de la sociolingüística soviética. La raigambre de los centros de irradiación es por tanto estructural; y si saltamos al ámbito político (como hace el propio Gramsci), la vinculación de estos es con las «trincheras», y «casamatas» de la guerra de posiciones. Lugares militarmente estratégicos abiertos a la disputa, cuya atribución de clase no es unívoca. El centro irradiador, por tanto, no puede ser un partido o una clase. Basta, además, la lectura del apartado 48 del cuaderno 3, dedicado a la espontaneidad y la dirección consciente, para entender que

 

[L]a formación supuestamente espontánea y la difusión de orientaciones colectivas y concepciones políticas, lejos de ser el resultado de la libre voluntad sin ninguna influencia o presión histórica, ni limitada por estructuras externas, de hecho consiste en un proceso en el que la influencia de los liderazgos políticos previos, instituciones estatales, jerarquías culturales, estratificaciones sociales, relaciones de poder desiguales e incluso la coerción, ha sido olvidada, o simplemente «queda sin documentar». [12] 

 

Pero queda por abordar la cuestión más delicada y crucial. ¿Cuál es el punto de fijación objetivo/extra-lingüístico/referencial de la teoría del lenguaje (más o menos implícita) de Gramsci? En la discusión con Croce del cuaderno 29 queda claro que «el sentido de una proposición no es una cualidad interna [a ella]… y privada», sino que «su estatuto gramatical no puede evaluarse independientemente del contexto y de las finalidades no lingüísticas» que persiguen los hablantes [13]. Este sentido, asentado en un proceso vital y de uso,

 

es un proceso lento que comienza con los primeros balbuceos del niño bajo la guía de los padres, y continúa en la conversación (con sus «se dice así», «hay que decirlo así», etc.), durante toda la vida. (Cuaderno 29, §6)

 

Todos somos «gramáticos sin saberlo», y por tanto «filósofos sin saberlo» (Cuaderno 11, §13), navegando entre las costas del folclore puro, y la teoría más pura, y a su vez entre el sentido común  (el folclore de la filosofía) y el buen sentido. Pero esas gramáticas que nos definen y que a su vez definimos, son intrínsecamente inmanentes a la naturaleza pública de las instituciones, y de las prácticas de los hablantes; «hay un entrelazamiento de prácticas lingüísticas y no-lingüísticas» [14]. Por eso 

 

el lenguaje se transforma al transformarse toda la civilización, con el florecer de nuevas clases … [o] por la hegemonía ejercida por una lengua nacional sobre las otras [...] (Cuaderno 11, §24).

Tampoco en la lengua se produce partenogénesis […] sino que hay innovación por la interferencia [y la] innovación «molecular» en el seno de una nación, entre diferentes estratos, etc.; una nueva clase que se hace dirigente innova como «masa», la jerga de los oficios, etc.  […] innovan molecularmente. (Cuaderno 6, § 71)

 

En definitiva, si hubiera que dar una respuesta lapidaria a la intrumentación idealista que se hace de las posiciones filosóficas de Gramsci, sigue valiendo lo que el joven Gramsci escribiera en 1912 y 1913, en sus Apuntes de glotología: «quien no da cosas (en sentido amplio), no puede dar palabras». A la teoría de los significantes vacíos, definitivamente, el comunista sardo podría responder con las palabras que escribió en el cuaderno 5, a saber, que el discurso político del partido revolucionario «es una concepción del mundo integral, y no sólo un traje que cumpla indiferentemente la función de forma de un contenido cualquiera» (§123).

Por todo esto, podemos entrever ya la inconsistencia no sólo filosófica, sino también política, entre la lectura post-marxista de Gramsci, y su propia concepción. Entendemos, está claro, que la ventaja retrospectiva nos permite corregir anquilosamientos discursivos y prácticas anticuadas. Pero en su afán por desligar completamente el discurso del Príncipe moderno de los compromisos y determinaciones teóricas que están en la base de la filosofía de la praxis, una teoría materialista, marxista y leninista, se acaba cayendo en planteamientos que no sabemos si serán «ganadores», pero en lo que respecta a la coherencia conceptual con el planteamiento gramsciano, son fatales. La hegemonía mantenida por una clase dirigente está siempre vinculada a la coerción y las instituciones estatales, que sin embargo y a su vez mantienen una vinculación orgánica con la sociedad civil, pues un liderazgo exitoso de la clase dominante no necesita recurrir directa y abiertamente a la coerción. Las instituciones estatales no son neutrales; el Estado es, según la fórmula gramsciana clásica, sociedad política más sociedad civil, es decir, es el conjunto articulado de actividades prácticas y teóricas con las que la clase dominante justifica, mantiene y logra el consenso activo de los subalternos sobre su dominio:

 

El consenso, no obstante, no emerge de la sociedad civil a través de la competición entre concepciones divergentes, con las visiones más racionales prevaleciendo sobre las menos persuasivas. Mientras el poder económico, social y cultural esté distribuido injusta e inefectivamente, la premisa liberal de que la sociedad civil es el lugar del consenso, y que las funciones de los estados democráticos se limitan a las de «gendarme» o «guardia nocturno», es una idea vacua y abstracta [15]

 

que sólo devendrá concreta, acaso, en la larga transición hacia el comunismo.

 

POR UNA TEORÍA MATERIALISTA DE LA HEGEMONÍA

Lo que se pierde en el trayecto hacia el post marxismo, no es sólo una cuestión identitaria o de efectividad electoral. La pérdida tiene que ver con un instrumento de análisis imprescindible si queremos lograr la transformación de la realidad en que vivimos. Es esa herencia a la vez metodológica, epistemológica e incluso ontológica de Gramsci, que se plasma en su trabajo teórico, desde las Tesi di Lione hasta los Quaderni. Así, en su artículo de 1925 en Stato Operaio, al analizar el fascismo, Gramsci aplica categorías inmanentes y materiales a la coyuntura política del momento. ¿Por qué se centra el fascismo en eliminar la masonería? No sólo para usar la persecución de las sociedades secretas como excusa para barrer a las organizaciones políticas adversarias, sino también porque luchar contra la masonería en Italia «significa luchar contra la burocracia», que había sido un 

 

factor esencial del equilibrio alcanzado por la burguesía en la lenta construcción del estado unitario. Cambiar los criterios políticos y territoriales de reclutamiento de la burocracia […] significa cambiar profundamente las relaciones de las fuerzas sociales en equilibrio. […] El fascismo quiere sustituir la masonería en el ejercicio de este poder, quiere sustituir el viejo personal de las administraciones estatales, incluido el ejército, con elementos extraídos de las filas de la pequeña burguesía fascista.

 

El mismo intento estaba detrás de la reforma militar. La cuestión estructural, material, detrás de estas tácticas coyunturales del fascismo, «que tiene casi el ochenta por cierto de sus fuerzas en Italia septentrional», tiene que ver con la composición histórica de la burocracia. Tras la unificación del país, los altos funcionarios eran piamonteses, y «la masa de los dependientes del estado había sido reclutada caóticamente en las distintas regiones». A medida que la industria se fue desarrollando en el norte, «elementos de la pequeña burguesía» optaban por las empresas privadas y se alejaban del empleo estatal; de este modo «rápidamente las filas de la burocracia se convirtieron en un monopolio o casi de los pequeño-burqueses meridionales». Las clases medias y las capas intelectuales del Mezzogiorno fueron sustraídas a la influencia de la Iglesia y pasaron a estar bajo el dominio de la masonería «que ha sido durante decenios el único partido organizado de la nueva burguesía unitaria». El primer fascismo, señalaba Gramsci, procedía a invertir esta tendencia, en pos de aglutinar más fuerza en la zona septentrional, y en alianza con las fuerzas vaticanistas, devolverles a estas el control socioeconómico sobre la pequeña burguesía del sur, profundizando la fractura entre norte y sur. Pero sobre esta misma base, aseveraba Gramsci, el fascismo se dirigía hacia un callejón sin salida, llevando a la pequeña-burguesía y las capas intermedias de los trabajadores de norte y sur a tensiones insostenibles. Salir de este callejón sin salida, y si una revolución proletaria no lo impedía, llevaría finalmente a los compromisos, la composición y diseño estatal del fascismo posterior.

Son este tipo de análisis los que señalan en la teoría gramsciana de la hegemonía un fundamento metodológico y ontológico sólido; sin este último la teoría de la hegemonía carece de sustento, y se disuelve en una teoría del marketing político. Este fundamento es material:

 

la hegemonía es política, pero también y especialmente económica, tiene su base material en la función decisiva que el reagrupamiento hegemónico ejerce sobre el núcleo decisivo de la actividad económica.

 

Esta cita es del Cuaderno 4, del apartado 38, en el que precisamente, y mal que les pese a los teóricos que comentamos más arriba, Gramsci está hablando de base y superestructura, y no precisamente para revisar el concepto de base con la contundencia que algunos le adjudican. 

Pero el carácter «material» del análisis no se limita a la consideración de los espacios institucionales o las relaciones efectivas entre movimientos sociales y grupos de interés, con las condiciones y limitaciones socioeconómicas de cada uno de esos espacios; sin la fijación de clase es imposible comprender en Gramsci los análisis de la historia de Italia. En el primer cuaderno, el estudio político del Risorgimento depende como razón última (pero no única, no olvidemos que estamos en un marxismo ya alejado del mecanicismo antiguo) de la posición de clase:

 

los moderados representaban una clase relativamente homogénea, razón por la cual su dirección sufrió oscilaciones relativamente limitadas, mientras que el Partido d’Azione no se apoyaba específicamente en ninguna clase histórica y las oscilaciones que sufrían sus órganos dirigentes en última instancia se construían según los intereses de los moderados [...] Esto era «normal», dada la estructura y la función de las clases representadas por los moderados, respecto a las cuales los moderados eran la capa dirigente, los «intelectuales» en sentido orgánico. (§44)

 

Aparte del interés actual de este párrafo, hay que señalar la fuerte incomodidad textual que producen líneas como esta en cierta lectura interesada de Gramsci. El orden cronológico de los cuadernos ha servido históricamente de apoyo para la domesticación de este fuerte componente material de la teoría de la hegemonía. El supuesto abandono del análisis de clase por parte de Gramsci en los Cuadernos se apoyaría sobre el corte de estos frente a los textos inmediatamente previos, las Tesis de Lyon, etc. ¿Cómo explicar entonces líneas como esta de los cuadernos? Pues por una presencia «residual» que Gramsci no eliminará nunca del todo (de hecho nunca explícitamente): con lo cual, la supuesta «ruptura pendiente» queda como una petición de principio.

Lo mismo ocurre con el tema del Americanismo: si al comienzo de su estudio, que retomará en los cuadernos 8 o 9 y especialmente en el 22 (esto es, bien posterior cronológicamente), Gramsci afirma que en el contexto fordista «la hegemonía nace de la fábrica» y que «la estructura domina más inmediatamente las super-estructuras y estas son racionalizadas (simplificadas y disminuidas en número)», en reflexiones posteriores (cuaderno 8, §185) afirmará que «si es verdad que ningún tipo de Estado no puede no atravesar una fase de primitivismo económico-corporativo, se deduce que el contenido de la hegemonía política del nuevo grupo social que ha fundado el nuevo tipo de Estado debe ser primordialmente [prevalentemente] de orden económico».

Por cuanto esta frases aparecen en un contexto de análisis determinado, será prudente irnos un poco más atrás, al cuaderno 4, donde Gramsci, preocupado por encontrar un encaje material que no caiga ni en el «materialismo tosco» (rozzo) ni en el idealismo que podría deducirse imprudentemente del nuevo planteamiento teórico que está delineando, considera oportuno aclarar que la voluntad, la acción e iniciativas políticas son «expresión de la economía, y de hecho la expresión eficiente de la economía». 

Desde luego, «la hegemonía es política», y en esto sigue siendo el Gramsci innovador y fundador que se nos ha legado desde todas las lecturas, posmodernas o no. No obstante, advierte: «pero también es, especialmente, económica. Tiene su base material en la función decisiva que el agrupamiento hegemónico ejerce sobre el núcleo decisivo de la actividad económica» (Cuaderno 4, §38). ¿Cómo se ejerce esa función? «Una clase es dirigente de las clases aliadas, y es dominante de las clases adversarias […] no existe una clase independiente de intelectuales, sino que cada clase tiene sus propios intelectuales; sin embargo los intelectuales de la clase históricamente progresiva ejercen un tal poder de atracción que acaban, finalmente, por subordinar a los intelectuales de las otras clases, y por crear un ambiente de solidaridad con todos los intelectuales, mediante vínculos de carácter psicológico (vanidad, etc.) y a menudo de casta (técnico-jurídicos, corporativos)» (Cuaderno 1, §44). Los intelectuales, en un sentido amplio, son los practicantes principales de esta función, que se mantiene merced a dos tipos de instrumentos: institucionales-civiles (la actividad escolar, el periodismo general, la edición de publicaciones más especializadas) e institucionales-parlamentarios, donde se combinan fuerza y consenso, mediante los «órganos de la opinión pública» y los órganos de coerción. 

Una confirmación de que el problema gramsciano es de traducción y no de eliminación de lo material y económico, es que en el Cuaderno 4, cuando Gramsci comienza una indagación más «superestructural», habla de momentos de la conciencia política, en el sentido de momentos lógicos en el funcionamiento interno del proceso de construcción hegemónica, que como tales son momentos separados sólo en el orden del análisis que se realiza de ellos. Un primer momento, por tanto, elemental: el «económico primitivo» (no «económico» a secas, sino económico primitivo). Un segundo momento, en el que se alcanza la consciencia de la solidaridad de intereses dentro de una agrupación de fuerzas sociales, «pero todavía dentro del campo puramene económico»; y finalmente un tercer momento en el que se llega a la consciencia de que los propios intereses corporativos deben convertirse en los intereses de las fuerzas sociales subordinadas; «esta —dice Gramsci— es la fase más claramente política» en el que las ideologías previas vienen a competir o combinarse, y a «determin[ar], además de la unidad política y económica, también la unidad intelectual y moral, en un plano no corporativo, sino universal» (ibid, C4 §38). 

Si Gramsci habla (Cuaderno 7, §35) de la gran innovación «metafísica» de Lenin, por tanto, no tiene que ver con la solución «flotante» al dilema del significante, y por tanto a una construcción idealista de la relación sujeto-objeto y teoría-práctica (en lo primero, equivaldría a hacer del pobre Ilich un machiano, cosa que enfurecería tanto al autor de Materialismo y empiriocriticismo, como al de los Cuadernos filosóficos). Tiene más que ver con una expresión algo ignorada, y que aparece en el Cuaderno 8, a saber, la del «concepto-hecho de hegemonía» (§169). El de hegemonía es un concepto-hecho porque se trata de un concepto viviente en la materialidad de las relaciones de dominio y dirección en las instituciones y agrupaciones sociales que conforman el mapa de trincheras y casamatas de la sociedad, sobre las cuales se aplica la estrategia de guerra de posiciones. Por eso, a modo de ejemplo, cuando en el primer cuaderno Gramsci habla de disputa sobre el sentido común, ¡no es en abstracto, dentro del discurso que un partido debe llevar a la arena electoral, sino en el específico sentido de la estrategia editorial, organizativa y comercial de las revistas de divulgación cultural y científica!

La guerra de posiciones es una de las «metáforas» más importantes y a la vez peligrosas. Hay que tomarla con cuidado, en primer lugar, porque la distinción no es tan simple como se nos ha contado. En el primer cuaderno se habla de tres formas de guerra: «de movimiento, de posición y subterránea». Las dos primeras no se traducen por «asalto del palacio de invierno» y «competición electoral», respectivamente. Ni la guerra de movimientos es una toma de edificios a lo «Equipo A» (el análisis de Gramsci, previo y posterior al ingreso en la cárcel, recuerda que el «asalto al Palacio de Invierno» nunca fue tal, sino que precisamente fue una labor de construcción hegemónica nacional), ni la guerra de posiciones coincide con el electoralismo «agonístico», que en una adaptación aún más lapidaria podría acabar en un nuovo cretinismo parlamentare. Si leemos los cuadernos con estos prejuicios nos podemos llevar sorpresas; en los §133 y §134 del primer cuaderno nos toparíamos entonces, anonadados, con que «la resistencia pasiva de Gandhi es una guerra de posiciones… que puede convertirse en guerra de movimiento o en guerra subterránea», o por ejemplo, que las «huelgas son guerra de movimiento». ¿Está afirmando entonces el Gramsci que nos venden, que supuestamente sentencia al olvido la guerra de movimiento en las condiciones existentes en las democracias occidentales, que hay que desechar la huelga como herramienta política y económica?

La ocupación simple de las instituciones tampoco se corresponde a la gramsciana guerra de posiciones. No basta con que un Benedetto cualquiera llegue al sillón de tal instituto o asamblea, o concejo. Porque si algo se trata a lo largo de las más de dos mil quinientas páginas de los Quaderni es la complejidad de actores, capas dirigentes y dirigidas, aliadas o subordinadas, que componen todo el ejército que de facto sostiene una posición hegemónica. Una labor hegemónica distribuida (y que funciona en diversa intensidad y finalidad) a lo largo de cientos de trincheras, ya sean puramente estatales, sindicales, asociativas, empresariales, con diferentes estructuras y desarrollos, vínculos y oposiciones mutuas. Además, todo ello repartido por una orografía desigual: a veces el campo está quebrado entre norte y sur, o entre centro y periferia. Todo este vasto terreno bélico necesita de una acción coordinada, y para eso, hace falta un estratega central, un Príncipe moderno, que por todo lo que hemos mencionado, es mucho más que un partido electoralmente registrado. Es un órgano de la voluntad proletaria colectiva, cuya labor es esta coordinación del plan de avance y retaguardia sobre este terreno complejo. La hipótesis del que fuera (y no debe olvidarse) el autor de la Tesis de Lyon del recién fundado PCI, es que en el centro de ese órgano debía estar el Partido Comunista. 

Las tesis que he denominado antes, transgrediendo mis propias convicciones, «idealistas» (pues el uso del «idealismo» como arma arrojadiza era algo que molestaba especialmente a Gramsci) tienen o han tenido un gran valor, como liberación de ciertos anquilosamientos tácticos e incluso estratégicos, en parte debidos a las derrotas históricas sufridas en el último cuarto de siglo. 

Su lectura debe ser cuidadosa, y en lo que a Gramsci respecta, ha llegado (otra vez) el momento de leerle sin los prejuicios más viejos, pero también prescindiendo de los prejuicios más recientes, ya vengan de París o de Londres. Porque, como le decía la reina roja a Alicia, 

 

—Habla en francés cuando no consigas acordarte de algo en inglés, ¡pero recuerda siempre quién eres!