PARA MIRARNOS DESDE UN PRISMA TEÓRICO

Si existe un amplio acuerdo entre los militantes comunistas se encuentra en la percepción compartida de que la situación actual del comunismo como discurso político organizado —el Partido— es mucho peor de lo que podría ser. Sabemos o intuimos mayoritariamente que por muy compleja que la situación política sea los factores que limitan nuestra fuerza política los encontramos, antes que nada, en nuestra propia casa, y sin ignorar que los externos también existen. Esta intuición de que deberíamos estar enfrentándonos decididamente a nuestros enemigos externos por haber acabado con los fantasmas internos se transforma en apatía cuando sospechamos que nos engañamos haciendo creer que podremos enfrentarnos a los externos sin ni siquiera haber admitido explícitamente los internos. A partir de aquí, desaparece el acuerdo, porque buscar causas internas se vive, casi siempre, como un buscar «culpables», sobre todo cuando los más sospechosos de serlo dicen a los demás que es un error pretender buscarlos. 

Me propongo delimitar algunos de esos factores sin buscar esos «culpables». El culpable es siempre una figura con nombres y apellidos, alguien que eligió hacer lo que hizo. Me preocupan mucho más los obstáculos que comienzan desde la misma forma que tenemos de plantear la naturaleza de los factores. Tendemos a privilegiar lo que consideramos un ámbito consistente, el de las ideas, ya sea lo que creemos o lo que decimos como discurso. Mi análisis va por otro lado. Presentaré una cadena de situaciones que están conectadas pero que necesitan ser presentadas una a una. Algunas de ellas son situaciones necesarias, que estarán en toda cadena que tratemos crear, porque van más allá de lo que pensemos o dejemos de pensar. Otras, en cambio, pueden ser cambiadas porque sí consisten en ese material de las ideas o el discurso y, como tales, pueden ser sustituidas por otras, pero ni siquiera eso será siempre necesario o deseable. La cuestión no estará en ninguna de esas situaciones individuales ni en su suma, sino en la cadena que formen, que es el terreno de las prácticas militantes, incluyendo ahí nuestras representaciones. Representaciones y acciones constituyen quienes nosotros somos, produciendo conjuntamente algo que es coherente: el partido tal cual es hoy día. No lograremos cambiar el partido tratando solo de nuestras ideas sino analizando críticamente cuáles son nuestras prácticas, a no ser que alguien las cambie por nosotros.

Esto no agota todo lo que se puede decir sobre los motivos o causas que son de nuestra responsabilidad. El problema que me preocupa aquí es el de cómo se construye el consenso al interior del partido. La otra gran cuestión, en mi opinión, es cómo nos relacionamos con aquellos a los que pretendemos representar, y la misma naturaleza de esa representación. En esta otra cuestión también el ámbito de las ideas es el que consideramos como prioritario, y ha tomado hoy día la forma de la «pedagogía», entendida como la relación discursiva entre el agente partido y la clase principal representada. También ahí nos sirve de poco entender las representaciones como algo que se da en un ámbito desligado de las prácticas, aunque la noción de la «pedagogía» refuerza precisamente esa supuesta separación de los ámbitos [1]

El problema que me ocupa ahora me lleva a considerar al partido como un espacio de producción de consenso —en el que, ciertamente, hay relaciones de poder asimétricas—, lo que presupone la idea de que los objetivos del partido no están predefinidos. La (re)presentación que oficialmente hace el partido de sí mismo podrá ser algo más o menos cercano del consenso real, pero corresponde a este consenso (es decir, a los que con poder desigual negocian el consenso) marcar qué hay de coherencia o de incoherencia en el discurso oficial del partido. Analizar así un partido significa dar un paso atrás, tomar perspectiva, y teorizar [2]

Una de las características más llamativas de los partidos comunistas contemporáneos es que lo que es susceptible de ser teorizable ha ido perdiendo terreno frente a lo que solo se puede entender como un arte o una actividad artesanal y, por lo tanto, irreductible a la teoría. Hoy por hoy, lo teórico apenas sirve como base de una posición moral porque, en la práctica, la teoría no tiene ninguna relevancia. ¿Para qué nos sirve la categoría «plusvalor» más allá de justificación de un horizonte moral? ¿Hay alguna manera concreta en la que la categoría «plusvalor» esté presente, por ejemplo, en nuestros análisis económicos, en nuestras propuestas para políticas públicas o en nuestra estrategia de alianzas de clases? No, no lo está. La categoría «plusvalor» y la teoría en general se limitan a cumplir un papel interno para justificar nuestra existencia en cuanto que comunistas. En realidad, la política y la militancia han emergido como espacios donde el conocimiento —porque siempre hay algún tipo de conocimiento de una u otra manera— ha dejado de producirse, expresarse y discutirse en términos teóricos para hacerlo siempre mediante un discurso de sentido común perfectible por la práctica artesanal. Para acceder o para tener un  dominio amplio de ese conocimiento lo que hace falta es, ante todo, mucha práctica. El talento también ayuda. Pero no es un conocimiento que se pueda sistematizar en un lenguaje teórico. Militar consiste en emprender un trabajo de aprendiz de artesano en el que otros nos irán trasladando poco a poco su sabiduría, pero que solo podremos aprender con mucha repetición, observación e interiorización, sin llegar nunca a ser realmente capaces de expresarlo más que como arte. No es por casualidad, entonces, que las opiniones sobre cómo funcionan realmente las cosas se expresen siempre en nombres propios o, cuanto más, en género literario, es decir, nunca en términos teóricos.

Así que, junto al obstáculo de considerar que nuestros problemas se deben a lo que ocurre en el supuesto ámbito de las representaciones, mantenemos esta actitud que relega a la teoría a un segundo o tercer plano. Pero relegarla o incluso eliminarla no consiste en despojarla de su capacidad para producir representaciones para ese supuesto ámbito sino en su capacidad para estructurar las prácticas. La teoría no está ausente porque no hagamos escuelas de formación, o sesiones de debate, o «plusvalor» no aparezca en discusiones y documentos. Está afuera porque no se expresa en nuestra práctica militante. Pero de ahí no se deduce tampoco que nuestra práctica sin teoría sea una práctica sin ideas ni representaciones, como he señalado antes. El artista puede vivir sin teorizar sobre su arte pero no sin representarse su propio arte, que es en sí mismo la representación que emana de su práctica como artista. Al tomar la organización como objeto de la teoría opto, en primer lugar, por pensar las prácticas militantes desde una sistematización de conceptos pero, sobre todo, opto por pretender que esos conceptos existen no como un discurso teórico en un papel sino como prácticas en las que los militantes somos. Se trata de ampliar el ámbito de lo que es pensable desde la teoría, hacer entrar a la organización y a nosotros mismos, nuestras relaciones internas, casi siempre nombradas en nombres propios y no en conceptos, como objeto de la teoría. El feminismo acertó de pleno al exigir eso mismo para las relaciones de género al expresar que lo personal es político

En la primera sección voy a presentar algunos conceptos fundamentales para pensar la organización desde lo teórico y no desde lo personal. Son insuficientes y están insuficientemente trabajados, pero son en sí un paso importante para traer la organización a la luz de la discusión teórica. En la segunda sección plantearé algunos problemas prácticos de hoy día apoyándome en esos conceptos y, a la par, enunciar algunas alternativas que nos permitirían  producir otro partido que resulte tan coherente (es decir, tan estable en su dinámica interna) como el que tenemos ahora.

 

1. LA ESTRUCTURA DE LAS ESCALAS

Las escalas del partido y sus espacios 

Me referiré a los espacios sociales (abreviando, a los espacios) para denominar el despliegue de relaciones concretas entre individuos, entre cosas y entre individuos y cosas. 

Los espacios no son independientes a las relaciones sino que los espacios son esas mismas relaciones. Por lo tanto, cuando hablemos de un espacio concreto estaremos hablando de un conjunto limitado de relaciones recíprocas y no de la totalidad de las relaciones existentes. Espacios sociales hay virtualmente infinitos y pueden tener grados muy diferentes de institucionalización. Aquellos que llamamos normalmente «instituciones» (un club deportivo, una empresa o un partido político) son aquellos en los que las reglas específicas para definir a los que participan en ellos y sus relaciones están altamente formalizadas [3]

Cuando miramos lo que pasa dentro de esos espacios más institucionalizados nos damos cuenta de que, muy a menudo, están a su vez formados por múltiples espacios sociales. No se trata de que ese espacio social único resulte ser una ilusión al examinarlo con detenimiento sino que, además de ese conjunto acotado de relaciones, aparecen otros conjuntos de relaciones, es decir, otros espacios, que solo tienen sentido porque existe ese espacio mayor. Cada asamblea local de un partido es un espacio social en sí mismo, y además tenemos otros niveles dentro del partido que también son espacios sociales, es decir, también son conjuntos de relaciones concretas. Incluso aparecerán otros espacios sociales en un mismo nivel. Por ejemplo, el grupo parlamentario con los representantes del partido será, a su vez, un espacio social diferente porque acota un conjunto de relaciones específicas que tienen continuidad en el tiempo y puede institucionalizarse, definiendo roles propios y reglas de interacción.

Cuando los espacios se relacionan como si fueran niveles significa que existe una relación de poder o dependencia entre ellos. En ese caso, con dos o más espacios jerarquizados podemos hablar de escalas. Lo que habitualmente queremos decir cuando hablamos de una escala es el alcance geográfico de algo. Por ejemplo, la escala regional o la escala nacional en la que tiene implantación un partido político. Decimos que un partido es de ámbito nacional porque existe en la escala nacional o, por el contrario, decimos que es de ámbito regional si sólo existe a escala de alguna comunidad autónoma. Este uso de la noción de escala es válido, pero no impide el otro concepto propuesto [4]. En la definición de escala como la relación jerarquizada entre espacios sociales la escala es simplemente otro espacio social, es decir, otro conjunto de relaciones, pero uno que se instituye con derechos y obligaciones jerarquizados con respecto a otros espacios. Como conjunto de relaciones esa escala debe ser producida, no existe por sí misma esperando ser alcanzada por una organización en crecimiento. Si un espacio social es un despliegue de relaciones sociales, entonces necesitaremos desplegar nuevas relaciones sociales para construir una nueva escala. Por ejemplo, cuando diferentes organizaciones locales deciden colaborar conjuntamente necesitan crear un ámbito de relaciones nuevo que permita esa colaboración. No es posible llegar a un espacio social ya existente que está esperando ser ocupado, hace falta crearlo. En ese caso, habrá que crear una asamblea, o una plataforma, o una coordinadora… algún tipo de espacio específico, es decir, algún tipo de conjunto de relaciones acotadas, en el que consista esa nueva escala.

El principal interés de pensar en escalas es que nos permite entender un partido en cuanto espacio social único y, también, como conjunto de espacios sociales dentro de él. Si pensamos en términos de escala, el partido es un único espacio social porque existe una escala en la que participan todos los miembros del partido. Podemos llamarla la escala general. A su vez, podemos simplificar la existencia del partido en otras dos escalas —la escala regional y la escala local— que son espacios con un alcance geográfico menor pero, ante todo, que son espacios sociales en sí mismos, aunque en relación de jerarquía y dependencia (y por eso son escalas) con las demás.

Pensemos qué es lo que ocurre cuando se reúne la asamblea local de un partido. Como asamblea, es un espacio local que existe en la escala local. Eso significa que el alcance geográfico de la asamblea está limitado a esa localidad. Pero, ¿y los temas que trata? ¿También están limitados a la escala local? Una reunión local puede ser también un acontecimiento en la escala regional o en la escala general. Dependerá de las relaciones que tengan lugar en el momento y la institucionalización de la que se esté participando. Mientras se tratan cuestiones estrictamente locales, la asamblea está participando en su específica escala local. Pero cuando la asamblea toca el punto de las alianzas del partido para las futuras elecciones generales, se estará participando de la escala general. Mientras que cuando elige representantes y enmiendas para un encuentro regional, será un evento de la escala regional.

Aquí es donde puede venir la confusión entre niveles y escalas. Para pensar la organización utilizamos exclusivamente la noción de nivel, que refleja una jerarquía tal como se formaliza en los estatutos. Esa jerarquía atañe solo a un tipo de espacios, los órganos, que no son los únicos espacios que existen. El concepto de escala tal como lo he definido también está presente en nuestras discusiones habituales, pero de manera implícita. Por ejemplo, cuando se habla de elegir mediante primarias a los candidatos para unas elecciones generales o realizar algún referéndum, lo que se está diciendo es que todos los participantes de la escala general tengan voto. En ausencia de primarias, todos los miembros de la escala general participan en ella mediante la elección de delegados que van a participar en un órgano, el congreso, que es en sí mismo otro espacio de la escala general, aunque no la escala general en sí misma.

Sigamos con el ejemplo de una asamblea local. Ese espacio social consistirá en una serie de relaciones que, al desplegarse, irán conformando ese espacio específico. No hay dos asambleas iguales en dos localidades diferentes porque las relaciones que se despliegan siempre se rán diferentes. Tampoco una asamblea se mantiene igual en el tiempo porque sus relaciones cambian. Pero no hay duda de que podemos suponer un cierto grado de estabilidad en cada asamblea porque las mismas relaciones —y, en parte, debido a los estatutos— van constituyendo cada vez el espacio como algo que existe más allá de las relaciones de individuos concretos, aunque sean ellos los que lo producen. Por eso cosificamos los espacios hablando de el partido como si fuera una cosa o incluso alguien y, en cierta manera, es realmente así. En espacios sociales así de estables las relaciones ya no dependen de los individuos con nombres y apellidos que participen porque el mismo espacio social define a los participantes en sus propios términos. Las personas se afilian o se desafilian y nada cambia en lo más fundamental porque los que participan en la asamblea adoptan un papel o un rol estable: en la asamblea se reúnen los afiliados. Algunos de esos afiliados asumen roles más específicos y que les diferencian, son aquellos que asumen responsabilidades, como aquellos afiliados que además son miembros del comité de la agrupación y tienen algunos cargos como el de secretario de la agrupación. Por eso, cuando llegamos a una localidad diferente a la nuestra y hablamos con alguien de esa asamblea podemos entender muchas cosas de las que nos cuente de allí aunque no conozcamos personalmente a sus protagonistas.

Pero habíamos visto que no podemos establecer a priori cuáles son los espacios en los que constará un partido. A nivel local, los estatutos quizás marquen dos espacios sociales como mínimo, dos órganos: la asamblea y el comité local. Los órganos son espacios que están regulados por los estatutos y, por eso mismo, podemos estar bastante seguros de que son unos de los espacios que existen en el partido. Los estatutos especifican quiénes pueden formar parte de esos espacios, qué cuestiones pueden discutir y acordar esos espacios sociales, y cómo esos espacios sociales se relacionan con los demás. 

Todavía pueden aparecer más espacios sociales. Pueden existir de manera oficial o extraoficial tendencias y grupos de afinidad. Cuando son oficiales o casi oficiales se les suele denominar corrientes. Cuando son informales pero de larga tradición se les suele denominar familias. En una localidad, al margen de la asamblea y del comité local pueden existir una o más corrientes o familias que son cada una de ellas mismas un espacio social. En las corrientes o en las familias también se dan relaciones entre individuos relativamente estables. Las familias y corrientes existen, precisamente, para que los afiliados que forman parte de ellas tengan  más influencia en las decisiones que se toman en los órganos. Es una forma de colectividad dentro de la colectividad que es el partido.

Por lo tanto, en una misma localidad encontraremos diferentes espacios dentro del partido, algunos de ellos serán órganos (asamblea, comité), otros serán oficiales sin ser órganos (grupos de trabajo, áreas, corrientes), y otros serán completamente extra-oficiales (familias). La escala local del partido es el conjunto de todas esas relaciones, en esos espacios y entre esos espacios. Sería un error considerar que la escala local se reduce a lo que pase en la asamblea, que es un órgano y, por lo tanto, un nivel de la estructura del partido, pero no la escala en sí. Lo que ocurre en una discusión interna de una familia es una cuestión tan interna de la escala del partido como lo que ocurre en una asamblea. Además, las relaciones no tienen por qué darse siempre dentro de esos espacios. Cuando dos militantes se cruzan por la calle e intercambian cualquier tipo de información están participando de la escala local porque la escala local no es más que el espacio de relaciones concretas que se dan en esa localidad, se den en la sede en un órgano formal o en la calle fuera del alcance de los estatutos, o incluso se den fuera de la localidad.

Porque es evidente que los estatutos no pueden regular las escalas al no poder regular todas las relaciones que pueden surgir y conformar espacios extraoficiales, algunos o la mayoría teniendo por sus sedes los bares, cafeterías o viviendas particulares. Está también claro que la escala y el nivel son dos conceptos diferentes. Los niveles son la jerarquía que los estatutos del partido dan a los órganos. En una misma escala pueden existir varios órganos que representen niveles diferentes. Por ejemplo, un comité local y una asamblea local son dos niveles diferentes de un partido, pero ambos existen en una misma escala. La escala local será el espacio formado por las relaciones, oficiales y extraoficiales, entre los miembros del comité local, la asamblea, y también el de aquellos miembros de otros espacios que no son órganos pero existen: las corrientes y las familias. De esta manera, pensar en clave de escala nos permite entender tres cosas. 

La primera es que en cada escala se dan relaciones entre personas que participan en diferentes espacios pero que, en virtud de esas mismas relaciones, forman un único espacio, la escala en cuestión. 

La segunda es que esas relaciones se dan, en lo concreto, en algún espacio que no se confunde con la escala. Los miembros de la escala pueden ser multiposicionales, es decir, participan en más de uno de los espacios de la escala (por ejemplo, en la asamblea y en una corriente), pero las relaciones se dan en un espacio específico.

La tercera deriva de la segunda y es una consecuencia que refuerza la idea de lo limitado que es entender la organización a partir de los estatutos. Los individuos que participan en una escala necesitan ser parte de algún espacio que la conforma pero, dado que existen espacios que son extraoficiales, esa persona no necesariamente tiene que ser miembro de algún órgano oficial de esa escala. Es decir, a menudo el afiliado del partido que participa en una escala lo hace participando en varios de los espacios que la forman, por lo menos en algún órgano, como la asamblea local. Pero no necesariamente es así. Puede haber personas que participen en un espacio extraoficial de la escala y que ni siquiera sean afiliadas, y serían también participantes de la escala, es decir, de la vida interna del partido.

El trasfondo

El primer día que uno empieza su militancia es el comienzo de un recorrido. En algunos casos se trata de recorridos cortos, personas que se afilian por un breve periodo de sus vidas. En otros casos un militante permanece afiliado pero sin recorrer los diferentes niveles de la organización, permaneciendo en lo que popularmente se denomina «la base». Lo que no hay duda es que sea como sea el recorrido, nadie puede participar plenamente si no asimila una serie de ideas, de intereses y de reglas que generan y, a su vez, se derivan de las relaciones del espacio. 

Llegar a esa capacidad de participación plena es, precisamente, la primera parte del recorrido para toda nueva militancia. En este recorrido se abandonan viejas ideas y, sobre todo, se aprenden muchas nuevas cosas. El nuevo militante necesita ir descubriendo cuáles son realmente las relaciones que forman el espacio en el que entra a militar y que, como hemos dicho, son siempre relaciones concretas que no pueden aprenderse de antemano. Durante este proceso en el que el nuevo afiliado llega a familiarizarse con la vida interna de la organización estará necesariamente desorientado mientras no sea capaz de interpretar muchas de las cosas que ocurren y que  nunca son explicadas en su totalidad porque, en gran parte, se sobreentienden por los afiliados más veteranos. Se dirá que el nuevo afiliado se encuentra todavía «fuera de contexto», y lo seguirá estando mientras no empiece a interiorizar el trasfondo de ese espacio [5]

Básicamente, el trasfondo es todo aquello que permite que las personas se sitúen en un contexto similar en un espacio social determinado. Son esas ideas, esos intereses y esas reglas que existen como parte de las relaciones que forman el espacio social.

Precisamente porque se va construyendo un trasfondo es que los participantes van acercándose, cada vez más, a situarse en contextos más similares hasta, como un ideal perfecto, llegar a compartir un único contexto.  El concepto de trasfondo nos sirve para explicar que esas ideas, intereses y reglas que lo forman no se pueden escribir en una lista ni se pueden resumir en una charla (aunque puede intentarse). La única manera de conocer realmente un trasfondo es llegar a vivirlo y a interiorizarlo en uno mismo. Eso es así porque esas ideas, intereses y reglas existen en una forma práctica, es decir, existen como acciones, existen siendo. De igual manera que defino un espacio social como el despliegue de relaciones que siempre son concretas y que por eso no pueden decidirse de antemano, los sentidos que tienen esas acciones son igualmente concretos y solo existen en su forma de producirse. Eso no quiere decir que todo y lo único que existe son acciones concretas que realizan los individuos. Esto quiere decir que las ideas, los intereses y las reglas existen más allá de la forma que tenemos de escribirlos en una lista, existen en la forma precisa en la que actuamos. Por eso, se pueden respetar ciertas reglas que nadie nunca escribió y que nosotros mismos no sospechamos conocer. Sabemos qué es lo que ocurre en los espacios en los que nos movemos porque conocemos el trasfondo, pero lo conocemos de esa manera práctica, interiorizada en nosotros, y por eso sabemos actuar en ellos y entender las acciones de los demás, pero no resulta fácil explicar a los que no están familiarizados con ese espacio cuáles son las ideas, intereses y reglas. Cuando llega un nuevo afiliado que se encuentra necesariamente fuera de contexto sabemos que no habrá nada que podamos explicarle en persona o por escrito que pueda ayudarle a situarse. Tan solo su propia experiencia personal le permitirá ir interiorizando las ideas, intereses y reglas del espacio, es decir, ir conociendo el trasfondo de lo que sucede. La particularidad de un espacio como un partido es que hay cierto consenso en cuáles son las acciones y los objetivos legítimos y deseables y cuáles son los intolerables [6].

Sin embargo, es posible teorizar sobre ello. Se trata de entender teóricamente que hay una producción de sentido en cada espacio social que hace que los que allí participan construyan sus objetivos y motivaciones en base al trasfondo que van interiorizando.

El relato y la trama

Pasado un tiempo, el nuevo militante de nuestro ejemplo ya no es tan nuevo. Lleva un tiempo militando y aprende poco a poco el trasfondo de donde se mueve. Ha aprendido a reconocer esas ideas, intereses y reglas en las que consisten las relaciones del espacio. Un momento fundamental es aquel en el que aprende, en primera persona, a diferenciar entre dos historias que hablan de las mismas cosas pero de maneras muy diferentes: el relato y la trama.

Tanto el relato como la trama son respuestas a las preguntas «cómo funcionan las cosas» y «qué es lo que está ocurriendo ahora». Se diferencian en la manera de responder a esas preguntas. El relato es la historia oficial que los militantes ya experimentados le contamos al nuevo afiliado cuando el primer día le hemos conocido en la sede y le hemos intentado pintar el panorama. Es un relato que esperamos que el nuevo afiliado se crea pero, sobre todo, es un relato que esperamos que el nuevo afiliado reproduzca en sus conversaciones con los demás, especialmente con los que no son afiliados del partido. La trama, sin embargo, es la historia extraoficial que los militantes ya experimentados le vamos contando poco a poco al nuevo afiliado para que entienda qué es lo que pasa «realmente» en el partido. La trama, a diferencia del relato, es aquella historia que esperamos que el nuevo afiliado nunca le cuente a nadie, especialmente a los que no son afiliados del partido. 

El relato es una historia conocida por todos los miembros del partido porque se compone de información pública. La trama es conocida por sólo unos pocos porque se compone de información restringida [7]. Las personas que participan de la trama deben participar, necesariamente, del relato, es decir, deben conocerlo y deben comunicarlo cuando sea oportuno, por ejemplo cuando un nuevo afiliado llegue a una asamblea por primera vez. El relato, al ser una historia oficial, es conocido por todos porque es lo mínimo que identifica a los que participan en el partido. Sin embargo, aquellos que desconocen la trama (quizás porque son nuevos, porque solo son simpatizantes o porque ocupan una posición periférica en el partido) pueden creer que solo existe el relato para explicar «cómo funcionan las cosas» y «qué es lo que está ocurriendo en este momento» sin ni siquiera sospechar que hay otra forma de responder a esas preguntas, es decir, sin sospechar que hay una historia paralela a la oficial, una trama, que también responde, pero de manera diferente, a esas preguntas. 

Hechas estas aclaraciones ya podemos dar una definición más ajustada de qué es la trama: es aquella historia que es vivida por los que la conocen como la verdadera explicación de lo que ocurre en la historia del relato [8]. Por eso  desde los ojos de los que se explican desde la trama el «cómo funcionan las cosas» y el «qué es lo que está ocurriendo en este momento» se ve el relato como un simple relato, un simple cuento, pero no como la verdad. 

La escala del partido, como hemos visto, se compone a su vez de varios espacios. La propia dinámica de la escala del partido, es decir, de las relaciones entre todos esos espacios, explica que el trasfondo se componga de informaciones que son públicas, accesibles a todos, y otras que no lo son, porque son específicas de algunos de esos espacios. Eso pasa tanto para los espacios oficiales como para los extraoficiales. Piezas de información que no son públicas pueden ser las propias de una familia o las de un órgano ejecutivo de alto nivel. Mientras que el relato se construirá con piezas públicas para que todos tengan acceso a él, las tramas se harán con esas piezas de acceso restringido.

El surgimiento de las tramas por ahora está expresado como un postulado, pero es una derivación de lo que ya hemos adelantado hasta el momento. La existencia de los espacios extraoficiales dependerá siempre de los espacios oficiales, los órganos. Eso es así porque es en los órganos donde se sancionan los acuerdos del partido. A menudo aparecen alianzas y cooperaciones que, cuando son mínimamente estables, se convierten ellas mismas en otros espacios sociales, como serían las corrientes y las familias. Pero las estrategias que se discuten en estos espacios sociales solo tendrán éxito cuando pasen determinadas cosas en los órganos del partido. Para que los consensos que se toman en espacios determinados como las familias lleguen a tener efectos necesitan materializarse en acuerdos formales en los órganos. 

La cuestión es que desde el relato no se puede aceptar la existencia de familias. Cuando el relato da cuenta de las tramas lo hace siempre como algo que ocurrió en algún momento del pasado, pero nunca del presente, porque reconocer la existencia de familias sería como reconocer la existencia de partes de la historia que no están en la historia oficial. Por lo tanto, en una escala del partido aparecen tramas como una consecuencia de que existan diferentes espacios sociales, los cuales no pueden eliminarse por decreto. La solución fácil consiste en creer que los estatutos pueden hacer que la escala se componga únicamente de órganos, pero no es así. Las personas tienden a cooperar de manera estable creando otros espacios sociales extraoficiales que forman también parte de la escala. Los estatutos tienen solo dos posibilidades: ser conscientes de que es así y que no pueden regularlo, o creer que eso no existe porque se prohíbe que existan. 

La complicidad y la ficción

Cada escala del partido se forma a partir de diferentes espacios. En algunos de ellos, solo puede tener presencia el relato y, en otros de ellos, el relato solo tiene presencia como aquello que es explicado por la trama. El primer tipo corresponde básicamente a los órganos. El segundo tipo corresponde básicamente a todos aquellos informales y extraoficiales que no son reconocidos por los estatutos.

La trama es un discurso de poder porque existe y está disponible en esos espacios sociales extraoficiales donde se gestionan estrategias para participar en la escala, es decir, en las corrientes y en las familias [9]. Como la trama tiene ese carácter de historia secreta, reservada para unos pocos de confianza, uno solo llega a conocer los entresijos de la trama participando en esos espacios sociales. Para llegar a participar en ellos es necesario un proceso de iniciación que es, en realidad, parte del recorrido que todo afiliado debe hacer para llegar a interiorizar por completo el trasfondo del partido, ya que toda trama forma parte del trasfondo [10]

El relato y las tramas son la base sobre la que se van a crear las lealtades hacia el partido y dentro del partido, y así llegamos a otro par de conceptos que debemos diferenciar para poder plantear la cuestión de la lealtad: la complicidad y la ficción. Armados de cierto grado de ficción y de complicidad defendemos ante los demás lo que pasa en los espacios sociales que más apreciamos.

La complicidad solo puede existir porque el que la mantiene percibe una cierta contradicción. El nuevo afiliado va a ir haciendo en paralelo algo que es, al menos en sussospechas, contradictorio. Por un lado, irá mejorando cada vez más su conocimiento del relato. Fuera del partido sostendrá la versión del relato para explicar qué es y qué quiere el partido. Pero, al mismo tiempo, irá conociendo las tramas internas del partido y, cuanto más se sumerja en alguna de ellas, más irá interpretando el relato en los términos de la trama. Como la trama es, precisamente, aquella versión de la realidad del partido que no puede hablarse en público, especialmente ante aquellos que no hacen parte del partido, el nuevo afiliado recurrirá a una cierta complicidad con el partido al defender públicamente la versión del relato a pesar de que él mismo tiene motivos suficientes para dudar de ella. Si el afiliado no supiera o ni siquiera sospechara de la existencia de ninguna trama dentro del partido, entonces no tendría necesidad de recurrir a la complicidad. Simplemente sostendría tanto fuera como dentro del partido la única versión de los hechos que conoce, la del relato [11].

La ficción es otra cosa. La ficción es la complicidad cuando uno sabe que los demás también están siendo cómplices, es decir, es el sostener la complicidad ante quienes no necesitan que sostengamos ninguna complicidad. Si la complicidad es la lealtad del nuevo afiliado cuando habla del partido a los extraños, la ficción es la lealtad que los afiliados tienen hacia el partido cuando se encuentran entre ellos y deciden evitar que la trama se haga presente. 

Algunos espacios dentro de la escala del partido son territorio del relato, no hay lugar para la trama sin que sea vivido por los militantes como un momento de extrema violencia y, por lo tanto, de alto riesgo. Si en una reunión de una asamblea una trama irrumpiera y dos enemigos comenzaran usando los argumentos e interpretaciones de la trama en lugar de las del relato, el resto de afiliados mirarían con extrema preocupación, sobre todo al nuevo afiliado que quizás no está preparado para pasar por un trago así. Por eso, algunos espacios son sagrados y no deben ser mancillados. Al interiorizar el trasfondo los afiliados aprenden a limitarse a llevar a cabo los rituales que fortalecen a toda la comunidad. En estos espacios, la trama es vivida como los «trapos sucios», vergonzosos, que deben guardarse. La ficción es la lealtad al partido que permite que las tramas de una escala no salgan a la luz en estos espacios.

La ficción puede ser completamente sincera. No debemos confundir ficción con cinismo o hipocresía [12]. Hay personas cínicas e hipócritas, pero aun sin ellas, la ficción seguiría siendo necesaria porque la ficción es en sí misma el acto de evitar la irrupción de la trama en aquellos espacios que están prohibidos para la trama. Por eso, la ficción, al igual que pasa con la complicidad, no existe en todos lados. Dos afiliados pueden recurrir a la ficción para proteger a un órgano de la irrupción de una trama. Pero más tarde tendrán una conversación privada, es decir, en otro espacio, en el que la ficción ya no será necesaria. Con la complicidad pasa lo mismo. Un afiliado defiende el relato fuera del partido, pero cuando se encuentra con otros afiliados sabe que ya no hay necesidad de esa complicidad.  

La ficción no es mala y, además, es un aspecto que siempre va a estar presente en toda escala en la que aparezcan múltiples espacios, porque la ficción es lo que permite que las tramas no interrumpan un relato común. No hay ningún problema por admitir que hay ficción al mismo tiempo que exigimos no recordar continuamente que existe. Cuando vemos una película, también nos quejamos cuando se ve la cuerda que sujeta al personaje que está volando. No es que pensásemos que el personaje estaba de verdad volando sino que necesitamos de una ficción que no quede en evidencia para poder vivir la historia. Pasa igual con un partido. No hay escala que pueda funcionar sin ficción porque no hay relato que pueda echar luz sobre todos los espacios que la forman. La ficción es lo que permite que la escala no implosione y se fragmente.

 

2. LA VIDA DE LAS ESCALAS

Las escalas tienden a estabilizarse cuando alguna trama tiene éxito al tomar el control de los órganos clave, por lo que podemos esperar que en la mayoría de los órganos las personas que consiguen imponerse en las relaciones de esos espacios se hayan asegurado la lealtad y el apoyo de otros mediante su participación en familias o corrientes. Esa participación en los otros espacios oficiales o extraoficiales permite, al activar las tramas, dar estabilidad a los órganos mediante las lealtades internas de las mayorías de un órgano que, habitualmente, llegaron ya juntas como familia a ese órgano.

La figura de la «desviación»

Pero igual de importante que es lograr el apoyo activo de un espacio como una corriente o familia es desactivar otras corrientes o familias que puedan ser un potencial problema. La manera más eficiente es mantener atomizado a todo aquel que no participe de la trama en cuestión, pero incluso así es necesario que los atomizados mantengan cierta colaboración respetando el funcionamiento de los órganos.

Visto desde el otro punto de vista, desde el que colabora, mantenerse en la cooperación exige altas dosis de ficción, porque es difícil cooperar teniendo siempre presente las tramas con las que uno está cooperando o, cuanto menos, tolerando. En cambio, los que optan por la salida de la organización a menudo rompen tanto con la complicidad —criticando en público al partido— como con la ficción —dejando de sostener en sus relaciones con los demás militantes la apariencia de que las tramas no existen—. Los que resisten y los que conspiran también recurren a la ficción en algunos espacios del partido (mientras sabotean o se organizan en otros espacios). Por último, los que optan por alzar la voz a menudo también se mantienen dentro de los márgenes de la ficción, sobre todo cuando la voz es usada en los órganos y no en altavoces extraoficiales [13]. La ficción en todos esos casos necesita de algunas figuras para permitir una interpretación asumible del relato, es decir, para que pueda ser vivido como la verdad. La más importante es la figura de la «desviación». 

Una figura es una idea que se mantiene estable y que puede ser usada con éxito en contextos muy diferentes. La figura nos permite construir contextos en situaciones en los que sin ella no tendríamos éxito. Recordemos que el contexto es el conjunto de hechos y acontecimientos que podemos ver e interpretar porque somos capaces de darles un sentido y que los militantes deben llegar a contextos similares para que las cosas funcionen mínimamente. Si no fuera por la figura de la «desviación», muchos de los acontecimientos que los militantes presencian sólo podrían ser interpretados fuera de la ficción, es decir, fuera del relato, lo que sería una situación de alto riesgo para los espacios sagrados del relato, los órganos.

La figura de la «desviación» consiste en que cuando un hecho, acontecimiento o resultado no es lo que se esperaba desde el relato oficial, pasa a ser considerado como un «error», es decir, como una desviación del buen curso de los acontecimientos que coincide con lo que el relato dice que deberían ser las cosas. En realidad, es sumamente difícil encontrar un partido que funcione «bien» si por «bien» entendemos ajustarse a su propio relato oficial. De esa manera, podríamos considerar que la derecha española posfranquista ha «fracasado» en su intento de convertirse en una opción de centro-liberal. Respeto a la escala de la política nacional, esto sería un gran esfuerzo para mantener la ficción. Otra posible manera de enfocarlo es considerar que si la derecha española posfranquista ha «fracasado» en algo ha sido en evitar que sea demasiado obvio el saqueo al que nos somete. Como se ve, en la primera interpretación el fracaso representa una desviación que no cuestiona que el fin deseado sea el que afirma el relato. En la segunda, lo que ha pasado ya no se trata de ninguna desviación porque no se requiere ninguna ficción al no situarse en los términos del relato. En otras ocasiones, la segunda interpretación ni siquiera estará de acuerdo con la primera en el hecho de que haya habido ningún problema [14]

Los partidos y las organizaciones en general pueden funcionar «mal», pero durante periodos muy cortos. Pasado un tiempo, la organización vuelve a funcionar reproduciendo un equilibrio interno (entre las diferentes escalas y espacios que lo forman) y un equilibrio externo con el medio en el que se relaciona (que, a su vez, son otros espacios y escalas). La figura de la «desviación» es lo que permite justificar que cuando el equilibrio interno del partido contradice la versión del relato oficial, podamos mantener la ficción y evitar que el relato oficial salte por los aires. 

La figura del «desastre»

La «desviación» no es la única figura que sirve para sostener la ficción. Además de aquellos que colaboran, también los que resisten, los que conspiran y hasta los que protestan abiertamente recurren a la ficción cuando participan en los órganos. Es fundamental mantener la ficción a no ser que se pretenda descomponer la escala del partido, haciendo que pase a comportarse como una arena de enfrentamientos abiertos en el que enemigos irreconciliables se excluyen por completo.

El problema está en que los que resisten, conspiran y protestan participan de alguna trama, y en los momentos en los que están participando de la trama son conscientes de que la ficción a la que recurren en los órganos es eso, pura ficción. Aunque en los órganos usen la figura de la «desviación» para justificar sus argumentos, necesitan de otra figura, más compleja aun que la de la «desviación», para mantener de alguna manera su convicción de que la ficción todavía es legítima. Esa figura es la del «desastre».

La figura del «desastre» es la que es usada en las tramas para explicar que el momento que vive el partido es de extrema urgencia y peligro, y localiza a un grupo —los enemigos de la trama— que serían los responsables de llevar al partido hacia el desastre. El desastre en concreto puede tener muchas formas, depende de las tradiciones culturales de las familias y del momento. Un desastre, por ejemplo, puede ser el descalabro electoral que lleve al partido a no tener representantes. En otros casos, puede ser directamente el peligro de disolución. En otros, el peligro de pactar o subordinarse a otras fuerzas. En cualquier caso, el desastre justifica la existencia de la trama porque el desastre es tan desastroso, es tan peligroso, y sus responsables son tan perversos, que la mayor parte de la militancia del partido apoyaría la trama si supiera lo que ellos saben. De ahí la necesidad de la trama, que se articula para combatir ese desastre encubierto pero inminente. 

Lo interesante de esta figura es que, aunque afirma que el relato oficial es solo un cuento, de alguna manera se presenta como la verdadera posición de lealtad al partido, es decir, al relato mismo. Visto desde la figura del «desastre», el relato parece ser solo un cuento hoy, pero eso es debido a que hay un grupo que nos está llevando al desastre absoluto. En cambio, si se combate  ese peligro, mañana será posible volver a restituir el relato como la verdadera versión del partido y prescindir de las tramas. Por lo tanto, la figura del «desastre» es siempre una anomalía del correcto funcionamiento del partido —tal como lo define el relato— que justifica la participación en la trama y la suspensión momentánea del relato debido al enorme peligro que está próximo. El relato visto desde la trama se mantiene como el horizonte al que se pretende volver en cuanto se supere el peligro. Por eso la participación en la trama es vivida como una opción de lealtad y hasta de sacrificio por el partido.

La figura del «desastre» tiene la ventaja de que toda trama que se ha levantado con esa figura puede hacerse pública cuando el momento se considere oportuno. En ese momento, el relato oficial será defendido como lo que está en peligro a causa de aquellos que nos llevan al desastre, y esa urgencia del desastre que se presenta como irremediable justifica suspender, momentáneamente, el relato como versión oficial. La trama que se hace pública, señalando a sus enemigos como responsables del desastre, pasa a ser la versión oficial —propuesta por los que participan de esa trama— pero siempre con la esperanza de superar el peligro y poder volver a la versión del relato oficial, que se identifica siempre con una situación de democracia y sin tramas de ninguna clase.

La paradoja de la tarta y el blindaje de las escalas

Tanto la figura de la «desviación» como la del «desastre» explican que la ficción en el partido pueda mantener una situación en la que las tramas familiares que controlan los órganos superiores sobrevivan a pesar de no contar con un amplio apoyo y, generalmente, compitiendo con tramas rebeldes en todas las escalas del partido. Este equilibrio hace que algunas situaciones sean paradójicas. Una muy habitual es la  «paradoja de la tarta».

Lo razonable sería pensar que cuando un grupo de personas se van a dividir una tarta todas estén interesadas en que la tarta sea lo más grande posible. Pero en algunas situaciones puede ocurrir que algunas personas prefieran que la tarta que se reparta no sea todo lo grande que pudiera ser. Para llegar a este punto se necesitan algunas condiciones. Cuando estamos acostumbrados a repartirnos una tarta que no es ni grande ni pequeña sino, simplemente, la tarta que estamos acostumbrados a repartirnos, los que tienen más poder se quedan con el trozo más grande y los que tienen menos se quedan con los pedacitos más pequeños. Si la tarta fuera más grande y los trozos siguieran teniendo la misma proporción, en principio a todos les beneficiaría una tarta mayor. El problema viene cuando al cambiar la tarta a la que estamos acostumbrados por una tarta mayor tenemos que renegociar qué pedazo le toca a cada uno. En esa situación, puede pasar que los que se estaban llevando el pedazo más grande hasta ese momento teman que en una nueva negociación no salgan tan bien parados como antes. Puede ocurrir, incluso, que en el nuevo reparto de la tarta mayor les acabe tocando un pedazo más pequeño del que se llevaban con la tarta menor. En ese caso, estarán interesados en preferir que la tarta no crezca, aunque eso signifique sacrificar los intereses de todo el partido, si así mantienen asegurado un trozo grande para ellos.

Una paradoja es algo que es contradictorio solo en apariencia. La paradoja de la tarta presenta una aparente contradicción en el partido, es decir, solo en apariencia es contradictorio. En realidad, no hay ninguna contradicción. Si la hubiera, esta podría ser interpretada desde las dos figuras: se da la paradoja porque alguien está cometiendo un error, o se da la paradoja porque alguien es muy malo y quiere destruirnos. Bajo ambas figuras, la existencia de la paradoja no pone en cuestión el relato y, por eso, no pone en cuestión la propia estructura organizativa del partido, lo que podemos llamar su diseño organizativo.

El diseño organizativo del partido va más allá de los estatutos, que establecen los órganos y sus competencias. Como hemos visto, los órganos no son los únicos espacios que conforman las diversas escalas del partido, y los órganos no explican por ellos mismos las tramas  que luego se ponen en acción, veladamente, en los órganos. El diseño organizativo es aquel diseño que atiende a lo que directamente no puede regular. No podemos regular la existencia de familias porque, por definición, estas son extraoficiales, pero sí podemos pensar en cómo influir para que actúen de tal o tal manera. La mejor manera de pensar esto es pensar en qué manera el diseño organizativo actual logra influir en la vida interna del partido.

Uno de los rasgos fundamentales que tenemos es el de una pugna entre tramas por abrir y cerrar las escalas. Las escalas siempre tienen una frontera aunque no sea una frontera física perceptible. Si una asamblea local participa tanto en la escala de su localidad como en la escala general, no siempre lo hace en la escala general con igual derecho y con igual poder. Las tramas que se organizan en torno a los órganos superiores tienden a blindar la escala general para hacerla menos accesible a las asambleas locales y, en general, a todos los espacios que no sean ellos mismos. La escala general queda como un espacio muy lejano y cuyas tramas son absolutamente desconocidas por la mayoría de los espacios de la organización que solo participa regularmente en escalas locales y regionales. El abismo entre las escalas se hace notorio. Cualquier persona que participe activamente de una trama en la escala general se da cuenta de hasta qué punto en las demás escalas, sobre todo las locales, la mayor parte de la militancia ni sospecha cuál es la «verdad» oculta tras el relato oficial del que participan. 

Ocurre otra cosa muy importante. Dado que la escala general tiende a blindarse y opacarse, ese espacio se vuelve tan autónomo que su trasfondo choca enormemente con el sentido común mayoritario de la militancia, lo que equivale a decir que la militancia en general no interioriza ese trasfondo. Esto es palmario en lo que se refiere a la participación informal de individuos en la escala general. Aunque cerrada para la mayor parte de la militancia, hay personas que prácticamente solo viven en la escala general, pero a menudo ni siquiera como miembros de los órganos, sino como participantes de espacios extraoficiales de la escala general. Cuando son miembros de órganos es consecuencia de su participación en los espacios extraoficiales, y no al revés. Esto significa que uno accede a la escala general a través de una familia, y por medio de la familia accede a los órganos. Cuando se sale de los órganos por cualquier motivo, por ejemplo porque su familia haya perdido el control, esa persona sigue haciendo parte de la escala general si su familia se mantiene como un actor de ese espacio. Por eso, las cuestiones claves de la escala general que se negocian fuera de los órganos, como acuerdos entre familias o consensos intra-familias, se dan a menudo con la participación activa de personas que ni siquiera forman parte de los órganos de la escala y, en algunos casos, que incluso ni siquiera están afiliadas.

El blindaje de la escala es una reacción normal de toda trama que se sienta débil en los órganos. Se limita el acceso a la escala para garantizar que la situación no empeora, a pesar de la erosión de legitimidad que ese blindaje va produciendo internamente a la organización. Es un efecto más de la paradoja de la tarta. Cuando otra trama está disputando el control de los órganos o ha logrado llegar recientemente al control de los órganos, puede resultar que le interese todo lo contrario: abrir la escala para acabar de volcar la balanza hacia su favor. Asistimos así  a episodios de participación de las «bases» que son convocadas a participar en la escala general de diversas maneras, ya sea por medio de referéndums, primarias, o por otras vías. En cualquier caso, son siempre medidas que se basan (como no podría de ser otra manera) en el relato. Es decir, no hay un llamamiento general a las «bases» para sumarse a la trama sino un llamamiento para que se adhieran con mayor fuerza y expresividad al relato y desde la participación en los órganos.

Lo que tenemos que preguntarnos es si esta apertura de la escala —que en realidad lo que hace es potenciar una participación de tipo colaborativa pero atomizada— es realmente un medio para producir consenso.

Los momentos liminales y la producción del consenso

Me parece que sí lo es. Esa apertura de la escala es un medio para producir consenso y por eso las nuevas tramas ascendentes suelen recurrir a ella porque, ante una familia con un poder desgastado y en retirada, las nuevas familias deben mostrar que su trama es fuerte movilizando desde el relato, es decir, demostrando tener capacidad para producir un consenso y movilizarlo. Otra cuestión es si eso es sostenible en el tiempo.

Abrir la escala es algo que puede dejar de depender de las disputas entre familias según les imponga la lógica de las tramas. Porque, para superar la paradoja de la tarta, ellas mismas pueden llegar al acuerdo de que debe haber ciertas prácticas sancionadas de jure, como la de mantener abierta la escala, de tal manera que sean estables e independientes a la familia que tenga el control de los órganos en un momento dado. Al pasar a ser un acuerdo de jure le damos nivel de relato y, con ello, categoría de algo que puede ser resistido por las tramas pero no abiertamente atacado. De esa manera, apelar a sus aliados en las «bases» se convierte en un recurso siempre disponible por las tramas subalternas que pueden demostrar capacidad para producir y movilizar consenso en la escala general y, así, optamos por una garantía de limitar el alcance de la paradoja de la tarta. Por otro lado, al mantener la escala abierta por parte del relato, la familia que se pueda ver desplazada sabe que podrá contar con los mismos recursos con los que contaron los que la desplazaron. Esto no solo puede tranquilizarla sino que además estimula para que base su fuerza en la capacidad de producir consenso y no en asaltar órganos infiltrando escalas blindadas. Abrir la escala de jure y desde el relato significa, entre otras cosas, aceptar la existencia de la escala, es decir, aceptar que el espacio de discusión y negociación del partido va más allá de los órganos, los cuales son solo arenas específicas y sancionadoras de los consensos resultantes. Si la escala general existe, entonces la jerarquía de los órganos no se mantiene. Si no hay jerarquía ni niveles, la escala es un espacio de horizontalidad, que es precisamente lo más temido por parte de aquellos más interesados en mantener blindada la escala [15]. La horizontalidad permite formar espacios extraoficiales mayores (grupos de afinidad, líderes periféricos de opinión, referentes morales) y, por lo tanto, con mayor peso de participantes que tienen acceso a un bajo grado de información privada o secreta. Eso produce que las tramas opten menos por la conspiración y más por tomar abiertamente la palabra, aunque sea siempre dentro de los márgenes de la ficción. En la negociación de un equilibrio abierto, las nuevas tramas con un mayor peso horizontal pueden sancionar de jure medidas que garanticen más información pública que alimente el consenso del relato y menos información privada o secreta que alimenten las tramas [16].

Es cierto que blindar la escala no es garantía automática de que se erosione la producción de consenso aunque, sin duda, siempre se erosiona la legitimidad porque representa una contradicción con el relato. Pero es imaginable —e incluso hemos vivido casos concretos recientemente— en los que una escala general completamente blindada goza de una enorme legitimidad. Más allá de las reglas que el relato imponga para que una dirección se beneficie del prestigio, la clave para mantener el consenso sin abrir la escala es gestionar adecuadamente el crecimiento de la tarta. En otras palabras, cuando una dirección es capaz de no caer en la paradoja de la tarta y conseguir resultados concretos, poco importa que blinde la escala general o no lo haga. Si la blinda, se considerará un precio que hay que pagar para mantener los objetivos que marca el relato. Incluso en esta senda, hay una serie de prácticas que producen la tendencia de que toda nueva familia acabe emulando a la anterior y el blindaje de la escala acabe siendo una medida para blindar la tarta y suprimir la producción de consenso. Estas prácticas son aquellas que limitan el potencial de liminalidad del relato [17].

Los órganos y otros espacios de la escala pueden ser espacios de mayor o menor liminalidad, esto es, espacios en los que se refuerza con mayor o menor medida el sentimiento de pertenecer a una única comunidad de iguales. Producir este efecto es fundamental como base para el consenso. Es más, este efecto es el consenso en sí mismo. Es el consenso de adscribirse al relato como verdad y al partido-comunidad como aquello que merece la pena ser defendido externamente renovando la complicidad. A menudo son las fiestas, congresos (en lo que emocionante y folklórico tienen) y los eventos sociales y de lucha los que mayor potencial liminal tienen. Participando en ellos cada uno renueva su sentimiento de pertenencia a una comunidad de iguales. La inmensa mayoría de las veces, los órganos no cumplen este papel porque son vividos como el escenario del encuentro velado de las tramas.

Una prueba del limitado potencial liminal de los órganos es que, en nuestra propia forma de practicarlos, los órganos raramente están solos; siempre hay alguien tutelándolos. Los órganos se estructuran como una reunión de dos partes, los miembros sin responsabilidad del órgano, por un lado, y los miembros del órgano superior que emana de ese órgano, que están presentes en la triple tarea de rendir cuentas y asegurarse de que ellos mismos rinden cuentas, mientras coordinan todo lo demás. El órgano en cuestión se encuentra así visitado por su superior dentro de una escala dada. En la escala local, la asamblea es tutelada por el comité local. En la general, el comité central es tutelado por el secretario general y su órgano ejecutivo. No hay momento liminal posible porque liminalidad significa disolver las jerarquías, y las reuniones de nuestros órganos las hacen explícitas, desde la posición en la que nos sentamos hasta las tareas organizativas de la reunión, todo pasa por el órgano superior allí presente. La consecuencia más perversa de esta doble reunión de órganos es que los miembros del órgano en cuestión, los que están tutelados por el órgano presente, no cuentan con un portavoz o una estructura propia que haga valer sus intereses. El relato dice que esa reunión de dos órganos es el órgano, y ahí es donde la liminalidad se hace imposible. Todos los presentes saben y actúan como si fuera evidente que el responsable del órgano no está allí como responsable del órgano sino como representante de un órgano externo que viene a dar cuentas pero también a tutelar la reunión. Al final, la persona externa que viene a rendir cuentas es también la persona encargada en exigirse a sí misma rendir cuentas. Sería dar un paso mayúsculo en el diseño organizativo si asumiéramos que las personas centran sus prioridades y sus objetivos en torno a órganos, y que el responsable de un órgano no puede estar allí presente en representación de otro órgano, portando con él los intereses y tramas de ese otro órgano. El secretario general del comité central debe ser el secretario general del comité central, centrado en ese órgano y volcado en lo que pasa en ese órgano, y no el responsable de un órgano superior que viene al comité central a dar cuentas pero también a tutelar, en la medida de lo posible, que al órgano al que realmente pertenece le surjan problemas desde el comité central. La independencia de un órgano consiste en contar con responsables de ese órgano y no con representantes de otros órganos en su seno. Así, el encuentro en el órgano será realmente un encuentro entre iguales. Los responsables del órgano superior estarán presentes para rendir cuentas, pero no como tuteladores y organizadores, porque no contarán con responsabilidades en el órgano al que van a rendir cuentas.

 

LA SOLUCIÓN IMPOSIBLE

No hay diseño organizativo que pueda escapar de la dualidad de dos ilusiones extremas: la del rey-filósofo y la del nihilismo. El polo del rey-filósofo impone su saber a su pesar, porque solo los elegidos saben qué es el bien, y aquellos que deben obedecer ni siquiera pueden entender en qué consiste, pero están incluidos en ese bien. Es la racionalidad pura que sacrifica la democracia. El otro polo es el nihilismo que piensa todo lo contrario. Parte de una ausencia de fundamento racional último y a valorar que nada tiene sentido más que el enfrentamiento abierto entre posiciones que son incapaces de enmascarar su propio irracionalismo. Este polo propone glorificar los enfrentamientos agonísticos que pasan a ser sagrados. El primer polo nos lleva, evidentemente, a que el bien pasa a ser el bien de unos intereses privados. El segundo nos lleva, eventualmente, a que una de las partes, al ganar, acabe con la posibilidad de futuros enfrentamientos. Cualquier propuesta de diseño organizativo nos acerca más a un polo o a otro pero, al hacerlo, permite todas las críticas que legítimamente podemos hacerle desde el opuesto. Es la maldición de no poder encontrar nunca una solución definitiva.

Hay una manera de no enfrentarse a ese dilema. Y digo «no enfrentarse» porque, reitero, el dilema es insuperable. La manera de ignorarlo es tomar como criterio algo que no sea la legitimidad intrínseca del diseño, es decir, tomando como criterio su legitimidad extrínseca, aquello que en la práctica demuestre funcionar. El dilema vuelve a aparecer cuando los interesados debemos explicitar cuál es esa prueba práctica o ese fin que se debe perseguir. El criterio que he propuesto aquí es la producción de un consenso que nos permita movilizarnos, es decir, que nos permita enfrentarnos con fuerza hacia todos esos factores que nos limitan y que no somos nosotros mismos. El criterio de validez es minimizar la posibilidad de caer en la «paradoja de la tarta» de la que pocas veces hemos salido. 

La ausencia de una producción eficiente de consenso consiste en que nos limitamos a llegar a acuerdos que solo tienen efectos como elementos discursivos del relato pero no de las prácticas, es decir, no tienen efectos. La inexistencia del consenso, reducido a ser acuerdo de órganos, explica que la discusión y el debate sea una esfera en el que las tramas negocian simbólicamente pero que no cuenta con ningún valor real en sus estrategias. Después de alcanzar un acuerdo, las tramas siguen indemnes porque en la escala realmente no se ha producido ningún consenso. Necesitamos acuerdos que tomen el rango de auténticos consensos porque solo así podemos disolver tramas. Al disolverlas no se evita que aparezcan otras nuevas, pero se ven obligadas a volver a nacer de nuevo, renovando sus miembros, espacios e interpretaciones sobre el relato. Pero llegar a esos consensos solo será posible pasando por la indeterminación de los momentos de liminalidad en los que la jerarquía se rompe y cualquier resultado puede ser alcanzado. Esta perspectiva, que así presentada es tan solo un modelo ideal que sirve para contrastar con la realidad, es también proyecto de los que queremos participar en todas las escalas sin necesidad de pedir permiso a nadie de las viejas tramas.