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Querido hombre-sombrero; o mejor, mi querido hombre-pájaro con alas de sombrero (a ti, que tanto te gustaban mis guiones). Esta es la última vez que hablamos tú y yo (y, a decir verdad, aquí sólo estoy yo con tu recuerdo). Cuesta mucho, más de lo que habría imaginado. Pájaro negro en vuelo siempre raso, planeando muy bajo, rozando el lodazal con la barriga. Te recuerdo, hombre-sombrero, entrando por la puerta aquel primer día de clase. Recuerdo el dardo clavándose en mitad de las sienes, la punzada en lo oscuro al escucharte. Recuerdo que pinchabas, hombre-cactus, que tus disparos abrían agujeros en el cuerpo y que, de cada agujero surgían un umbral, un pasaje, una compuerta. Y recuerdo nunca más haber sido la misma. Llegó un momento en que Alonso Quijano tenía tus dedos largos y tus ojos. Y, en lugar de aquel Yelmo de Mambrino, llevaba tu sombrero. No existieron más sin ti Cervantes, El Quijote; Egea, la poesía. Querido hombre-sombrero, es tanto lo mucho que te debo... Te debo comprender, tener bien claro que ser marxista significa colocarse en un lugar pequeño y arriscado y, desde allí, saber mirarlo todo sin caerte. Te debo el enseñarme que la literatura, también, pero, sobre todo, la vida, debían ser nombradas desde ese islote rojo y que, si aún no hemos sabido llegar a la otra orilla de la que Brecht nos hablaba, no es, como muchos se empeñan en gritarnos, porque ésta no exista, sino porque no hemos buscado lo bastante. Te debo el haberme revelado que por detrás o por debajo de toda señal siempre hay un cepo, que cualquier cosa que pueda parecer un asidero es, seguro, una trampa. Te debo, mi maestro de la sospecha, adivinar al lobo-Capital detrás de esos ojos de cordero que a todas horas nos miran y aprender a no aceptar nunca, por nada del mundo, sus regalos. Te debo ser esta mujer-fortaleza que intenta resistir los cañonazos, aun sabiendo que al enemigo neoliberal le queda artillería para rato, que esto no ha sido más que una insignificante avanzadilla. Te debo pensar como pienso y como pienso seguir pensando el resto de mi vida (espero ser, como tú, molesta para el poder hasta el último instante). Te debo que, a pesar de ser nuestro Quijote, el que nos enseñó a ver gigantes en lugar de molinos, supieras ser también fiel escudero y estuvieras, siempre que te llamé, a mi lado, flanqueando mis palabras (leyéndome, diseccionando mi escritura, presentando mis libros, escribiendo ese prólogo que se nos ha convertido en epílogo aciago). Te debo ser a veces vigía y otras faro. Te debo mucho más de lo que pueda nombrar toda palabra. Querido Juan Carlos, adiós; querido maestro, amigo, camarada.