A 1 de noviembre de 1988, emergió un cadáver entre la arena de la tarifeña playa de Los Lances. Fue el primero de una larga serie de víctimas de la globalización mercantil, cuyo número exacto resulta incalculable porque no existen estadísticas fiables ni han salido a flote buena parte de las personas que encontraron la muerte en la travesía del Estrecho, en la de Canarias, el Mar de Alborán o las otras rutas de la inmigración clandestina por vía marítima a lo largo del Mediterráneo.
Treinta años después de aquel primer escalofrío, siguen produciéndose muertes a menudo en esas travesías a la desesperada, que reflejan un formidable fracaso por parte de la Unión Europea a la hora de fijar una política de Extranjería, Inmigración y Asilo razonable, que anticipe la seguridad y los derechos de las personas, frente al mito del blindaje de fronteras que resulta literalmente tan improbable como el albur de ponerle puertas al campo.
Tres décadas después de aquel primer cuerpo sin vida localizado en una playa andaluza, las autoridades comunitarias y de distintos países africanos siguen haciendo oídos sordos a la necesidad de establecer vías legales para las migraciones, cuando se han encontrado fórmulas de diversa índole, incluso algunas escasamente éticas, para el libre movimiento de mercancías y capitales. Al día de hoy, las estimaciones más razonables calculan que a lo largo de ese periodo, Europa ha registrado un censo constante de alrededor de once millones de personas sin papeles, cuya identidad variaba pero cuyo número no. La política comunitaria al uso ha propagado el dogma de que cualquier intento de regularización conllevaría un efecto llamada que atraería más candidatos a esta modalidad de tráfico de seres humanos, pero lo cierto es que las cifras de migrantes se multiplican a pesar de las obstinación burocrática en no facilitarles papeles e incluso en provocar que muchos documentados dejen de estarlo por cuestiones absolutamente caprichosas.
A lo largo de este tiempo, distintas voces han preguntado lo evidente: ¿qué hacemos con esa millonaria bolsa de irregulares? ¿Les expulsamos a todos? ¿Sería posible hacerlo? ¿A qué precio, con qué coste en materia económica y de derechos humanos? ¿Quién les sustituiría en sus empleos dado que sólo una minoría trabaja para el hampa?
Da la sensación de que los diferentes gobiernos han aceptado el mantenimiento de dichos niveles de clandestinidad a pesar de que no beneficia a sus estados desde el punto de vista fiscal: carentes de deberes de tributación, generan derechos con un coste evidente, gracias a que su consideración como personas merece atención sanitaria, educativa y de otra índole. Ahí se genera un evidente déficit en esa particular balanza de pagos. ¿Cuál sería la explicación a dicha obstinación gubernamental, que ha corrido como la pólvora no sólo en la vieja Europa sino en Asia, Rusia, Estados Unidos o diferentes países americanos? Se trata de generar un contingente de mano de obra barata, hasta rozar la esclavitud en algunos casos, en franca competencia con el sector más bajo de la pirámide social local, lo que provoca roces y enfrentamientos en lo que los sociólogos y antropólogos identifican como cuatro mundo: ese tercer mundo trasplantado al primero, que genera conflictos entre los más empobrecidos e impiden que estos puedan unir sus demandas para reivindicarlas ante los poderosos. Si se examinan los resultados de la extrema derecha europea, nos sorprenderá averiguar el auge de sus votos en los suburbios del estado del bienestar, incluso por encima en algunos casos de los colegios electorales de la burguesía o de las clases medias también a la baja tras el crack de 2008. En ese contexto, entramos en una paradoja: no se regulariza a los migrantes para evitar que crezca la xenofobia pero la xenofobia crece porque los migrantes no están regularizados, demandan servicios y no cotizan como el resto de los trabajadores. ¿Quién saca provecho de todo esto? Parte del empresariado que emplea a los recién llegados bajo una precariedad aún mayor que la de los trabajadores de la sociedad de acogida.
¿No sería razonable responsabilizar por todo ello a ese sistema económico que se basa en la creación de abismos sociales y en el progreso individual aunque fuere a costa del fracaso colectivo? Así sería desde la perspectiva de la izquierda clásica, pero incluso entre las filas de partidos que se alinean en dicho flanco ideológico, cunde ocasionalmente el rechazo a los espaldas mojadas, como se les llamó durante un tiempo, y prima el América primero, España primero, Italia primero, etcétera, etcétera, sin considerar que hemos salvado generosamente la economía de la banca durante la crisis y no somos capaces de afrontar un plan serio para hacer posible la sostenibilidad política, económica, social y laboral del Mediterráneo. Volvemos a tenerle más miedo a las víctimas que a los verdugos de esa situación que, a lo largo también de esas tres décadas, ha provocado un empobrecimiento creciente y sucesivo de la orilla sur del Mediterráneo respecto a la orilla Norte. ¿Qué queda del proceso de Barcelona, iniciado en 1995 por el Gobierno de España y las autoridades comunitarias? Papel mojado. Aquel proyecto de cooperación regional propuesto durante la cumbre euro-mediterránea celebrada en la capital catalana y que intentó repetir escenario y propósitos en 2008 con la llamada Unión para el Mediterráneo, intentaron definirse distintas políticas relacionadas con el desarrollo económico entre los países de la cuenca mediterránea, la lucha antiterrorista, la promoción de la democracia y los derechos humanos, la creación de un área de libre comercio, los intercambios culturales, etcétera. Lo único que ha prosperado de todo ello ha sido la deslocalización industrial y también la deslocalización en materia de seguridad, con importantes subvenciones a través del FRONTEX y de otros programas comunitarios, en un arco que lleva desde Senegal a Turquía, para intentar evitar la afluencia de cayucos, pateras y barcazas en las rutas marítimas de la inmigración clandestina. El resto, pobreza, masacres y algo tan absurdo desde la perspectiva del capitalismo, como la imposibilidad de generar mercados y un hinterland aceptable para las exportaciones en los países fronterizos con la Unión Europea, cuya miseria estructural suele impedir la consolidación de un mercado apetecible para darle salida a la producción comunitaria.
De nada sirven los análisis de la OCDE, del FMI o de diferentes observatorios y organismos nada sospechosos de propiciar la solidaridad. La cerrazón de los distintos gobiernos resulta de tal calibre que ni siquiera atiende a evidencias como las que ya están encima de la mesa: si España no cuenta, por ejemplo, con cinco millones de nuevos inmigrantes regularizados antes de 2050 será imposible seguir ligando nuestro sistema de pensiones a la simple cotización de los empleados.
Los partidarios del humanitarismo hemos sido incapaces de torcer un imaginario suicida que juega incluso de nuestros propios intereses egoístas y que se encuentra basado en el miedo y en la propaganda que ha logrado elevar a la inmigración a la categoría de uno de los principales problemas de España, cuando debiera serlo la crisis demográfica, a partir del crecimiento negativo de la población que resultaría imparable incluso con los planes para fomentar las familias numerosas que desde sectores conservadores y religiosos suelen pregonarse. La España vacía ha consagrado el rechazo a quien podría llenarla.
Los medios de comunicación, probablemente, han tenido cierta responsabilidad en ese asunto, pero sobre todo ese imaginario proviene de las tribunas políticas que han utilizado a los migrantes como moneda de cambio electoral, hasta el punto de que algunos de los ya regularizados se aprestan a secundar a partidos xenófobos so pretexto de que los migrantes deben llegar a España con todas las de la ley y no como llegaron, precisamente, muchos de ellos. En ese punto, existe consenso, claro. Sin embargo, también colea una pregunta: ¿cómo lo hacemos cuando ni siquiera somos capaces de arbitrar medios para canalizar las solicitudes de asilo y refugio convencionales, hasta extremos absolutamente ridículos para las dimensiones de situaciones de guerra o de explotación como las que hemos visto en Irak, Siria o Libia?
Los diferentes gobiernos españoles han acertado sin embargo a la hora de propiciar una serie de programas terapéuticos tendentes a evitar enfrentamientos importantes como los ocurridos en Tarragona o en la provincia de Almería a comienzos del presente siglo. Sin embargo, poco se ha avanzado en romper los compartimentos estancos de la multiculturalidad y sustituirlos por una propuesta transcultural más imaginativa y que tendiera puentes entre los diferentes colectivos presentes en nuestro suelo. Acostumbramos a reprochar que distintas comunidades migrantes se atrincheren con sus compatriotas sin participar del resto de la sociedad. ¿No nos damos cuenta, acaso, que se trata del mismo comportamiento que los residentes turísticos en nuestra tierra? ¿O acaso no ocurre otro tanto con las comunidades rusas, británicas o alemanas, por poner algunos ejemplos por todos conocidos en nuestras zonas residenciales de alto standing?
Algo falla en el sistema. Estrepitosamente. Máxime cuando la política al uso sigue centrándose en el añejo lema de Santiago y cierra Europa. Como si cupiera ponerles puertas al monte cuando cerramos nuestros puertos y obstaculizamos la labor de Salvamento Marítimo o de las ONGs que intentan salvar vidas a toda costa. Los discursos bienpensantes argumentan que se trata de una estrategia para evitar que las mafias se aprovechen de los sistemas de protección civil comunitarios a fin de facilitarles el trasiego de personas. Sin embargo, lo único que sabemos es que siguen zarpando desde la orilla sur y siguen muriendo a mansalva quienes murieron siempre. ¿Existen las mafias? Claro que existen, pero también hay que tener en cuenta que muchos de los migrantes utilizan sus propios recursos o el de pescadores y marinos que antes tuvieron otro trabajo con el que sobrevivir y que ahora se han aprestado a facilitarles el cruce de nuestras aguas a cambio de un buen pellizco. Cuando a diario cacarean los éxitos de nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad contra el narcotráfico o el contrabando de ilícitos, uno echa en falta la misma información respecto a estos tratantes de nuevos esclavos. ¿O es que a falta de investigación para detenerles y ponerles a buen recaudo, nos contentamos con impedir el rescate de su clientela?
Convendrán que buena parte de los argumentos expuestos hasta ahora son economicistas y buscan la sensatez desde la perspectiva de las políticas clásicas que también en esa larga deriva del proyecto comunitario han sido incapaces de ponerse de acuerdo para una legislación común en materia de Extranjería, Seguridad, Refugio, Asilo y Fronteras, que impediría que cada gobierno de turno actuara a su antojo ante un problema que nos incumbe a todos los países del arco europeo. No me resisto, al final de estas líneas, a una consideración estrictamente humanista. A la de que, por acción o por omisión, por desidia o por ignorancia, todos tenemos una cuota de responsabilidad —distinta, desde luego— por haber permitido que miles de personas hayan perdido la vida durante los últimos treinta años ante nuestros propios ojos.