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Los niños y las niñas

Mi punto de partida ha sido considerar el destino disjunto en el mundo contemporáneo de los jóvenes y de las jóvenes. Primero en Bruselas, después en Atenas, hablé de aquello que llamé la identidad aleatoria de los jóvenes en la «civilización» contemporánea. Pueden encontrar el texto en el apéndice al libro publicado en Fayard: «Freud y la guerra». Allí sostengo que se puede observar actualmente una desorientación de los muchachos, de los jóvenes, quizás aún más enfatizada cuando se trata de los jóvenes de las clases populares, de los jóvenes que no son herederos. Allí indico que la cuestión de las jóvenes ha sido totalmente diferente, que no hay simetría, y que hablaría algún día de este asunto. Se trata de aquello que he hecho en Atenas, hace dos años, y que volveré a hacer hoy, con algunas variantes.

Esta empresa que concierne las figuras de la feminidad es una empresa arriesgada, tensa. Además, hablar de las mujeres jóvenes cuando se es un hombre envejecido es en sí mismo muy peligroso. Tenemos un testimonio fundamental en relación a este punto: el espléndido poema de Goethe, Elegía de Marienbad, que se erige como una advertencia para todos aquellos que están en su situación. Cuando Goethe encuentra a la muy bella Ulrike von Levetzow, que tiene 17 años, él tiene 72. Parece que ella, no sin imprudencia, va a besarlo. Acto seguido, él va a pedirle casamiento. Eso no llegará a buen término, las familias tenían un gran complot para que fracase. Y, como es habitual, él se escapó. Goethe, en materia de amor, es un fugitivo profesional. Se sube a la primera diligencia que llega, se va a Italia, y escribe un poema. Y allí, a los 72 años, escribe un poema espléndido. Les leeré sólo una estrofa:

 

Estoy lejos. El instante presente, ¿qué es lo que le conviene? Es imposible decirlo. Además de la belleza, quizás, ¡muchas otras cosas buenas! Pero es algo que me molesta y debo desprenderme de él. La nostalgia irreprimible me persigue de un lugar a otro. Aquí, todo recurso es nulo, salvo el infinito de las lágrimas.

 

Y además, hay una dificultad de orden teórico: no es seguro que pueda existir en el mundo contemporáneo una cuestión de las jóvenes que se pueda sostener en paralelo a la evidente, y públicamente reconocida en todas partes, cuestión de los jóvenes.

Demos un paso hacia atrás. En el mundo antiguo, llamémoslo el mundo de la Tradición, un mundo cuya espesura histórica es enorme, la pregunta de las jóvenes es en el fondo, muy simple. Se trata de saber si, y cómo, una niña se va a casar. Se trata de saber cómo ella va a pasar del estado de virgen seductora a aquel de madre agobiada. Entre los dos, por lo demás, entre la niña y la madre, hay un personaje negativo y maldito: la niña-madre, que no siendo más una niña, siendo madre, y no siendo verdaderamente madre, aún no casada, es entonces aún niña.

Esta figura de la niña-madre es fundamental en la sociedad antigua. También es fundamental en todo el arte novelesco del siglo XIX. Nos indica que, confrontada a toda dualidad conceptual, a toda dualidad de lugares, una mujer puede construir un entre dos, un lugar fuera de lugar, ni hija ni madre, por ejemplo. Otro ejemplo de una configuración así es la solterona. Por definición, una niña debe ser joven. En consecuencia, una solterona todavía es un lugar que no tiene un lugar. Dado que se trata de mujeres, este tema del lugar desplazado es un tema estructural, totalmente clásico. Hasta en la comedia, se ve que una mujer digna de ser puesta en escena es una mujer que, literalmente, no se queda en su lugar. Este tema me servirá de hilo conductor.

En el mundo contemporáneo, que es el del capitalismo desencadenado, de la mercancía, del trabajo asalariado, de la circulación y de la comunicación, la posición de la niña no se deja más reducir totalmente a la lógica del matrimonio. Entendido correctamente, el viejo mundo está lejos de estar totalmente muerto. La religión, la familia, el matrimonio, la maternidad, el pudor, la virginidad misma, tienen todavía un buen lugar en el mundo de las posiciones sólidas. Vimos recientemente toda suerte de personas defendiendo el matrimonio en su objetivo primitivo, porque, en un sentido, defienden la antigua posición de la niña en su oposición a la futura madre. Podríamos decir, una repentina invasión de ratas que daban simplemente ganas de hacerlas volver a entrar en sus agujeros. Pero lo que interesa al filósofo no es tanto eso que es sino eso que viene, y esta humanidad en conserva no es lo que viene. Lo que viene, en lo que concierne a las niñas, no se deja reducir al matrimonio. La niña, en el mundo occidental contemporáneo, no puede ser definida como ese ser de sexo femenino que se prepara a devenir mujer-y-madre por la mediación del matrimonio, y entonces por la mediación de un hombre. En el fondo, toda revolución feminista, después del fin del siglo XIX, vuelve a un solo punto: una mujer puede y debe existir sin depender del hombre. Una mujer puede y debe ser un ser autónomo, y no siempre el resultado de una mediación masculina. Con fuertes ambigüedades sobre las que volveré, esta revuelta desembocó en cambios importantes, que afectan sobre todo el estatus así como la definición de aquello que es una niña.

En el mundo de la tradición, la mediación masculina constituía la cuestión de las niñas en el siguiente sentido: aquello que separa la niña de la mujer no es otra cosa que el hombre. Porque aquello que separa al hijo del padre no es un elemento exterior real, como lo es un marido. Lo que separa al hijo del padre es el control del orden simbólico. El hijo debe suceder al padre, debe, en su turno devenir amo de la Ley. Podemos decir que entre la hija y la mujer-madre, hay un hombre, una exterioridad real hacia la cual ella entrega su cuerpo, a la que, podríamos decir, ella se da, a la cual pertenece. Todo esto no es viejo. Yo mismo, por ejemplo, cuando me casé, esto a la escala de una vida humana, entendí y firmé, así como mi esposa, los dos enunciados fundamentales: «El hombre es el jefe de la familia» y «El hombre tiene que elegir un domicilio conyugal». Hace juego con una frase que siempre me gustó: «la mujer tiene que seguirlo allí y él tiene que recibirla allí». Remarcarán que no está dicho que el marido tiene que habitar el domicilio familiar. Entonces tiene el poder de encerrar a su mujer en la casa y también de estar ausente. Mientras que la mujer no tiene otro deber que el de estar en la casa.

La joven niña del mundo tradicional cambia su nombre por el de un hombre, ella deviene «Señora de X». Puede entonces mantenerse al margen de un trabajo asalariado, administrar la casa, ser en primer lugar madre y luego, particularmente «madre de familia». En la trilogía reaccionaria de los tiempos del Mariscal Pétain: «Trabajo, Familia, Patria», el obrero y el campesino, especies simbólicamente masculinas, se consagran al trabajo, el soldado, no menos masculino, se consagra a la patria; y la niña devenida madre, simboliza la familia. La trilogía contiene dos categorías masculinas, el trabajo y la patria, contra una sola femenina, la familia. Notarán que ninguna de las tres categorías concierne a la joven niña, que permanece a la espera de simbolización. Es por eso que ella siempre fascinó a los artistas, los escritores, los cineastas, aún hoy, porque ellos esperan encontrar en su arte el símbolo de esa simbolización diferida.

Pero ¿qué es la familia? Ya en Platón, vemos que existen tres grandes funciones sociales: producir, reproducir y defender. El trabajo es aquello que produce, la familia es el lugar donde uno se reproduce y la patria eso que se defiende. Entre la producción y la protección, la niña devenida mujer, encerrada en la labor maternal, asegura la reproducción. Dos contra uno, siempre. La mujer tradicional es el entre-dos del obrero y el soldado. Ella recibe en su mesa y en su cama al hombre maduro que trabaja y que es su marido. Ella llora patrióticamente al hombre joven muerto en combate que es su hijo. La niña debe devenir Mater Dolorosa. Dos contra uno, aún: el padre vivo que dispone del cuerpo de la mujer y el hijo muerto que dispone de sus lágrimas.

Pero aquí está la sociedad tradicional, lentamente pero con seguridad está, entre nosotros, en vías de morir. En el mundo que viene, el contemporáneo que se prepara, la niña puede decidir ser obrera o campesina, o profesora, o ingeniera o policía o cajera o soldado o presidente de la república. Puede vivir con un hombre por fuera del matrimonio, tener un amante, muchos amantes o ningún amante. Puede casarse y luego divorciarse, cambiar de lugar y de amor. Puede vivir sola sin ser este otro personaje importante y cruel de la tradición: la solterona. Puede tener hijos sin tener marido o incluso tener hijos con otra mujer. Puede abortar. El nombre maldito de «niña-madre» desaparece. Se ha dicho «madre soltera», nombre dejado atrás por otra cosa aún más neutra, la «familia monoparental». Y he aquí que una familia monoparental puede estar formada por un padre y sus hijos, sin mujer alguna. Y nadie hablará de niño-padre como hablamos de niña-madre. El personaje negativo de la solterona puede devenir el personaje positivo de la mujer independiente.

Sí, ya sé, hay intensas resistencias contra todo esto, no está aún ganado, en numerosos sitios no es aceptado. Pero es lo que está llegando, es lo que viene. Es lo que constituye nuestra pregunta, la pregunta de las jóvenes. Su primera formulación podría ser: si la niña, o la joven, no está separada de la mujer por lo real de un hombre y lo simbólico del matrimonio, ¿cuál puede ser el principio de su existencia? ¿Se encuentra ella desorientada, como afirmé el año pasado que estaban desorientados los niños?

Mi tesis sobre los jóvenes era la siguiente: la ruina de todo procedimiento de iniciación, es decir de todo proceso que da prueba del pasaje de un niño, o de un adolescente, al hombre propiamente dicho. La última forma de este procedimiento de iniciación, en las sociedades democráticas que conocemos, ha sido el servicio militar. Su reciente abolición puso fin a un período que se contaba en decenas de miles: desde las escarificaciones de las sociedades de cazadores-recolectores hasta el sometimiento asegurado por el dispositivo militar, existe una gigantesca continuidad, sólo interrumpida, podríamos decir, el año pasado por Chirac.

De ahí que los niños no cuenten con ningún punto de apoyo simbólico para devenir otros que lo que son. La Idea (en el sentido de la marca simbólica de la diferencia) está demasiado ausente para que la vida sea otra cosa que su continuación en el día a día.  De ahí la tentación, y la posibilidad, de una eterna adolescencia. Es lo que constatamos todos los días: el carácter infantil de la vida de los adultos, especialmente de los adultos de sexo masculino. El sujeto que comparece ante la mercancía debe seguir siendo un niño que desea juguetes nuevos. En cuanto al sujeto que comparece ante la regla social y electoral, debe seguir siendo un escolar obediente y estéril, que no tiene otro objetivo más que ser, a cualquier precio, el primero de la clase, y que se hable de él un poco en todas partes.

¿Y las niñas? Podríamos decir que también ellas están entregadas a la falta de separación entre el ser-niña y ser-mujer, ya que el hombre y el matrimonio no juegan más el rol, real y simbólico, de separación. Mi hipótesis es diferente: en los niños, el fin de la tradición de iniciación entraña un estancamiento pueril, que podemos llamar una vida sin Idea. En las niñas, la ausencia de separación externa (hombre y matrimonio) entre niña y mujer, entre joven-hija y mujer-madre, entraña la construcción inmanente de una feminidad que podríamos llamar prematura. O más aún: el niño está expuesto a no devenir jamás el adulto que posee en él. La niña está expuesta a volverse después de todo la mujer adulta que debiera devenir activamente. O más aún: en el niño no hay ninguna anticipación, de allí la angustia del estancamiento. En la niña, es la retroacción adulta la que devora la adolescencia, incluso la infancia misma. De allí la angustia de la prematuración.

Miremos la masa de niñas en las sociedades modernas. No son diferentes de las mujeres, son mujeres muy jóvenes, es todo. Se visten y se maquillan como las mujeres, hablan como las mujeres, conocen todo. En las revistas de mujeres para estas jóvenes, los temas son exactamente los mismos que en cualquier otra revista: la ropa, los cuidados del cuerpo, el shopping, los peinados, lo que hay que saber de los hombres, la astrología, los oficios y el sexo.

Lo que adviene en estas condiciones es una suerte de niña-mujer constituida prematuramente como adulta, sin la necesidad de nadie. Es la causa de la total decadencia del símbolo de la virginidad. El símbolo de la virginidad es fundamental en las sociedades tradicionales: nombra aquello que, en el cuerpo de una niña, prueba que ella no ha encontrado aún la mediación sexual de un hombre y que, por lo tanto, no es aún una mujer. Una niña es virgen, es simbólicamente capital. En la sociedad contemporánea, este símbolo está suprimido. ¿Por qué? Porque incluso empíricamente virgen, una niña contemporánea ya es una mujer. Ella misma soporta la acción retroactiva de la mujer que devendrá solamente porque ya lo es, sin que el hombre le sirva allí de gran cosa. Digamos también que la poética figura de la joven, que ilumina tantas magnificas novelas inglesas, ya no tiene ninguna pertinencia: las revistas contemporáneas para las niñas, que les enseñan cómo hacer gozar a los caballeros sin correr riesgos, y cómo vestirse para que ellos tengan ganas de eso, no han dejado mucho lugar para esa poesía. Estas publicaciones no son culpables: no hacen más que presentar en cada niña a la mujer contemporánea que ya advino, y cuyo cinismo es, si puedo decirlo, inocente.

De ahí que las niñas están en condiciones de hacer, con un talento impecable, todo lo que se les es demandando en calidad de niñas, o de adolescentes, dado que están a partir de ahora y por ellas mismas, muy por encima de todo eso. Si los jóvenes son para todos inmaduros, las jóvenes son, después de todo, siempre maduras. No hace falta más que un ejemplo: el rendimiento escolar. Se abrió en este punto, a favor de las niñas, un verdadero abismo, especialmente en los sectores populares. En tanto que los jóvenes de los suburbios sufren en la escuela un desastre irremediable, sus hermanas, no solamente triunfan, sino que triunfan mejor que las niñas de los barrios ricos, quienes a su vez dejan atrás a los niños afortunados y débiles. Yo mismo he visto con frecuencia jóvenes humildes de origen árabe, transportados desde los barrios populares por la policía ante los tribunales, y la abogada, o mismo la jueza, podía ser su hermana. O bien, alguno de estos niños se contagiaron, en la miseria sexual que los rodea, una enfermedad de transmisión sexual, y el médico que los atiende podría ser su hermana. Por todos lados donde se trate del logro social y simbólico, la hija-mujer será superadora sobre el hijo incapaz de ir más allá de su adolescencia.

Es lo que, entre paréntesis, muestra que la pregunta no es en absoluto sobre la miseria social. Las niñas están también desfavorecidas en los barrios pobres tanto como los niños, aún peor, incluso, porque ellas deben a menudo ocuparse de la comida y de los hijos más jóvenes. Trabajando en un rincón de la mesa de la cocina, ellas triunfan, a sabiendas de que los ejercicios que se les demandan, además de ser las condiciones de su propia liberación, no son más que juegos de niños para ellas, mujeres en definitiva.

Diremos que lo que quieren es salir del mundo opresivo donde nacieron. ¡Por supuesto que sí! Pero todo el asunto es que puedan hacerlo. Y no es por otra cosa que porque la mujer libre que ellas quieren devenir ya está en ellas en toda su potencia, tan ávida y verdadera. Mientras que el hijo, sin saber lo que es, está fuera de estado para devenir lo que puede, la hija-mujer puede devenir con soltura lo que ella sabe que ya es.

El punto fundamental es entonces la pregunta por las niñas, contrariamente a aquella de los niños, que no existe más como tal, solamente existe la pregunta por las mujeres. Esta mujer que las jóvenes son prematuramente ¿qué es? ¿Cuál es la figura que les corresponde?

 

Vivir con o sin Idea

Quisiera mostrar, en dirección a las figuras contemporáneas de la feminidad, el verdadero mecanismo sexuado de la opresión del capitalismo moderno. En efecto, para nada se trata, como en el mundo de la tradición, de una subordinación directa, al mismo tiempo real y simbólica, marido y matrimonio, de la mujer-madre en relación al hombre-padre. Se trata de hacer valer para todos el imperativo «vive sin Idea», es decir, «No vivas más que para comprar aquello que se te proponga». Pero los caminos de este imperativo no son los mismos según se trate de someter a los jóvenes o a las jóvenes. Que la vida pueda ser la vida sin Idea, o vida estúpida, subjetividad exigida por el capitalismo mundializado, se obtiene de los pequeños hombres por la imposibilidad de devenir adulto, el estancamiento en la adolescencia consumidora y competitiva sin ninguna esperanza de superación. En cambio, se obtiene de las pequeñas mujeres por la imposibilidad de permanecer niñas, de estar en la gloria de la joven niña, y un devenir mujer prematuro que orienta el cinismo del devenir social.

¿Qué quiere la sociedad contemporánea, librada al monstruo capitalista? Quiere dos cosas: que compremos los productos del mercado, si podemos, y que, si no podemos, que nos quedemos tranquilos. Para esas dos cosas, es necesario no tener ninguna idea de justicia, ninguna idea de otro devenir posible, ningún pensamiento gratuito. Pero todo verdadero pensamiento es gratuito. Y como, en este, nuestro mundo, sólo cuenta aquello que tiene un precio, es necesario no tener ningún pensamiento, ninguna idea. Entonces, solamente podemos obedecer al mundo que nos dice: «Consume si tienes los medios para eso, si no los tienes, cierra la boca y desaparece». Entonces solamente podemos tener una vida totalmente desorientada y repetitiva, porque la brújula de la Idea ha desaparecido.

La sociedad tradicional es completamente diferente, porque impone una creencia, y por lo tanto una Idea. La opresión no apunta a vivir sin Idea, sin a que haya una Idea obligatoria, generalmente religiosa. Su imperativo es: «Vive con esta Idea, y ninguna otra». Mientras que el imperativo contemporáneo es, lo vuelvo a decir: «Vive sin Idea». Es por esto que hablamos desde hace cuarenta años de la muerte de las ideologías.

Es también por esto que perseguimos los símbolos religiosos por los que se marca lo que puede subsistir de la sociedad tradicional, como la pertenencia a una convicción, sea obligatoria o débil. Incluso esto es demasiado: si la gente tiene ideas estúpidas, quizás les darán a otros la idea de tener ideas inteligentes. Más vale la igualdad absoluta en la ausencia general de ideas. Al tratarse de mujeres, su pertenencia a la sociedad de mercado es la aptitud de mostrarse ellas mismas como una mercancía disponible. La desnudez así mirada está bien vista; la minifalda es excelente; el maquillaje es perfecto; el ombligo es lo más conveniente. Pero el pañuelo en la cabeza es abominable y proscrito. Es que la sexuación visible es un dato de mercado desde el comienzo de los tiempos, mientras que la tradición impone que sobre el cuerpo de las mujeres esté el símbolo, por lo general pobre y lamentable, de que las convicciones, religiosas o morales, son superiores a toda proposición de mercado. En el mundo que rige el capital, hace falta que todo sea objeto y que nada sea símbolo. Y es así que Marx anunciaba, pronto será hace dos siglos, que todas las relaciones simbólicas del mundo de la tradición serán impiadosamente disueltas «en las heladas aguas del cálculo egoísta». Alcanza con mirar nuestras paredes, la televisión, la función de las mujeres en la publicidad, etc., para agregar a la frase de Marx: «cuando la mujer se ha disuelto en las heladas aguas del cálculo egoísta, está desnuda». Si tiene algo sobre la cabeza, es porque la disolución no está completa. Hay que entonces lograrla a cualquier precio.

Al final, el imperativo tradicional es «Sé un hombre idéntico a tu padre, una mujer idéntica a tu madre, y no cambies nunca de Ideas». Mientras que el imperativo contemporáneo es más bien: «Sé el animal humano que eres, lleno de pequeños deseos y sin ninguna Idea". Pero para domar al animal individual, los caminos no son los mismos, en todo caso hoy, según se sea un joven o una joven.

Decimos que el joven vivirá sin Idea por no haber sabido sostener la maduración de un pensamiento. Mientras que la joven vivirá sin Idea por haber sostenido demasiado pronto y sin mediación una madurez vana y ambiciosa que la hace pensar muy pronto que la Idea es inútil. Al joven le falta la Idea por defecto de Hombre, a la joven por exceso de Mujer.

Exageremos un poco la situación. ¿En qué podrá en estas condiciones devenir el mundo? Podría devenir un rebaño de adolescentes estúpidos dirigidos por mujeres trepadoras y hábiles. Tendríamos entonces lo que le conviene perfectamente al mundo opaco y violento que se nos ofrece: de hecho, más que Idea, no habría más que Cosas.

 

Figuras tradicionales de la feminidad

Pero volvamos a las figuras de la feminidad, tal cual se imponen prematuramente al lugar donde la joven ha desparecido.

El círculo de figuras de la feminidad, así construido por la sociedad de los hombres desde hace milenios, se compone de cuatro figuras, que llamaré la Doméstica, la Seductora, la Enamorada y la Santa.

Está en primer lugar la mujer como animal doméstico, productor y reproductor. La mujer considerada entonces como situada entre la humanidad simbólica regida por el Nombre del Padre y la animalidad pre-simbólica vinculada a las funciones sexuales y reproductivas. Esta figura incluye naturalmente la maternidad, y es la base material de las otras tres figuras. Está a continuación la mujer como seductora, la mujer sexual y peligrosa. Después la mujer como emblema del amor, la mujer entregada y de la oblatividad pasional. Y finalmente la mujer como Virgen sagrada, mediadora y santa.

Así se compone lo que podríamos llamar el cuadrado femenino tradicional. La mujer es Doméstica, Seductora, Enamorada y Santa.

En esta construcción, lo que impresiona es que la unidad activa no es tanto un término aislado sino una pareja de términos. Los ejemplos abundan, y alimentaron lo esencial de la literatura sobre las mujeres. Allí vemos siempre una mujer tomada en el descuartizamiento de dos figuras. Así, la doméstica, la madre del hogar, no es pensable sino redoblada por la seductora cuya forma de base es la puta. De ahí que se dirá que un hombre no se relaciona con las mujeres sino bajo el esquema binario de la Madre y de la Puta, que le ha dado el título a una conocida película. Pero la peligrosa seductora no es tal sino se aparea al fervor de la enamorada. Es el origen de incontables dúos femeninos literarios, donde toda la acción presenta el conflicto del amor puro y del amor impuro, del deseo y del amor, o hasta de la enamorada sublime confrontada a la potente rival, la mala mujer, o la mujer de mala vida. Sin embargo la enamorada está ella misma en el borde de lo sublime, y si ella se da y se olvida, es quizás también para abismarse en Dios según lo que podría llamarse una virginidad ascendente. No es por nada que Goethe termina su Fausto al enunciar: «lo eterno femenino nos lleva a lo Alto» (aunque hemos visto que Ulrike lo había llevado a la zanja...).

En verdad, la doméstica no es mujer sino por estar virtualmente doblada por la seductora, la seductora no es potente salvo en aquello que aborda a las orillas del amor, y la enamorada no es sublime sino por bordear a la mística.

Pero una circulación en sentido inverso, que lleva otra vez al punto de partida, se instala entonces: la mística sublime valida la abnegación cotidiana de la madre, a tal punto que de lo místico a lo doméstico, la prosa religiosa y moral circula sin esfuerzo, vehiculizada por las figuras femeninas. La más importante en nuestro mundo es evidentemente la Virgen María, sublime al punto de ser casi divina, y al mismo tiempo arquetipo de la madre, por otro lado la madre enternecida por el bebé como la Mater Dolorosa por el hijo supliciado. Este retorno de lo sublime de la santa hacia la domesticidad de la madre cambia finalmente en círculo, el cuadrado de las figuras. ¿Cuál es su resorte? Por esto de que cada figura no está sino en una relación excéntrica a otra. Se dirá entonces que «Mujer» no significa sino una ocurrencia de la dualidad. Incluso una santa esposa no lo es sino desde que se le ha demandado un día seducir, que ella ha consentido al sexo, y que entonces ella es además peligrosa, y allí permanecerá para siempre. Si no, si sólo era la esposa doméstica, ingenua y fiel, ¿por qué haría falta encerrarla, cubrirla, protegerla de las miradas? Pero esta mujer peligrosa escondida bajo el velo de la esposa fiel, ¿no es la que, apasionadamente, va en secreto a reencontrar a un amante por quien daría la vida? Y si este amante desapareciera, ¿no estaría ella tentada de consagrarse a Dios Salvador en un convento de clausura? Pero entonces, ¿no es ella el relevo sublime de aquello que ya era, día tras día, la esposa por entero abnegada?

En la representación tradicional, una mujer sólo ocupa un lugar en la medida en que se atiene además a otro. Una mujer es entonces lo que pasa entre dos lugares.

Pero a decir verdad, la potencia del dos es todavía más considerable. Podemos ver en efecto que ninguna de las figuras está por sí misma escindida.

El ejemplo más simple es el de la circulación de las mujeres en las sociedades tradicionales, sean las llamadas «primitivas» que estudiaron los etnólogos o las de nuestra propia historia. Se trata en todos los casos de la mujer como animal doméstico superior. Ustedes saben que en ciertos grupos, un hombre sólo puede conseguir una mujer con un pago importante, por ejemplo dos o tres vacas, telas, etc. En otros grupos, por el contrario, un hombre sólo se casa con una mujer si se adjunta a la mujer un pago importante. Es el sistema de la dote. ¿Cómo explicar que las mujeres y el dinero pueden circular, sea en el mismo sentido, sea en sentido contrario? En el caso de la dote, la mujer pasa de una familia a otra con un vestido de novia y dinero. En el caso del intercambio puro, la mujer pasa de una familia a otra en la medida en que el dinero circule de la familia de recepción hacia la familia donante.

Esto sólo puede ser porque la adquisición de una joven tiene dos sentidos opuestos, traducidos por los dos sentidos de circulación del dinero. En un primer sentido, ella es una fuerza de trabajo y de reproducción que cuesta un buen precio. En el segundo, ella es ciertamente una fuerza reproductiva, pero una que debe ser mantenida, y sobre una cierta base. De ahí se desprende que el sistema de la dote fuera, y sigue más o menos discretamente, obligatorio en la alta sociedad, donde la mujer debe pavonearse, debe presentar la elegancia y la civilización, debe presidir recepciones donde su vestimenta no pueda sufrir el ser inferior al de otra mujer. Esto cuesta caro. Una campesina africana, en cambio, no sólo va a tener a cargo a los niños sino que va a trabajar duro en el campo. Esto rinde un poco más. Digamos que la obtención de una mujer está suspendida entre el animal doméstico en el sentido del trabajo y el animal doméstico en el sentido de la compañía y del ornamento. Hay mujeres que son bueyes de tiro, y mujeres que son gatos persas. Hay incluso las que intentan ser los dos a la vez.

Es decir que la simplicidad aparente de la figura más objetiva, la más elemental, la más directamente sumisa de la feminidad, que es la figura doméstica, ya está roída por dentro por dos posibilidades contradictorias.

Se podría demostrar fácilmente que lo mismo sucede para las otras tres. Es así por ejemplo que la figura mística es sumisa a la presión contradictoria de un movimiento de rebaja, de humillación, de abyección, y de un movimiento de ascención gloriosa. Al punto de que su imagen es tanto la de una especie de bajeza repugnante como la de una luz diáfana. La Religiosa es un personaje clásico de la pornografía que al mismo tiempo está, con Teresa de Ávila, bajo la luz del éxtasis poético.

Se dirá que no se trata aquí sino de representaciones. Se dirá que todo esto es también de origen fantasmático y masculino. No es inexacto respecto al contenido aparente de estas representaciones. Pero voy a sostener que aquí hay una profunda idea abstracta de lo que puede ser una mujer. Por cierto, no nos quedaremos con la particularidad antropológica de las figuras, sino que nos quedaremos con la lógica del Dos, del pasar-entre-dos, como aquello que define la feminidad. Esta feminidad se opone a la afirmación fuerte del Uno, del poder único, que caracteriza la posición masculina tradicional. La lógica masculina se resume en efecto en la unidad absoluta del Nombre del Padre. El símbolo de esta unidad absoluta es, por otra parte, evidente en la unidad absoluta, y absolutamente masculina, del Dios de los grandes monoteísmos. Ahora bien, es de este Uno de lo que se trata, de manera crítica, en el entre-dos de las figuras donde se sostiene toda mujer.

Podemos evidentemente preguntarnos por qué la mujer sería el Dos del Uno masculino. Se trata de estructuras internas, y no de jerarquía. Voy a intentar demostrar que, entonces, el formalismo que dialectiza el Uno y el Dos, el entre-dos, es adecuado para pensar la sexuación. O, más bien, y es todo el problema al que vamos a llegar, que ese formalismo era adecuado.

El punto capital es que la Mujer designa más un proceso que una posición. ¿Qué proceso? El de un pase, precisamente, de un pasaje, de un entre-dos. Como bien lo vieron los poetas, y singularmente Baudelaire, una mujer es antes que nada y siempre una que pasa: «Oh tú que hubiera amado, Oh tú que lo sabías».

Digamos más secamente que una mujer es lo que desbarata al Uno, eso que no es un lugar, sino un acto. Sostendría con agrado aquí, y esto puede ser una diferencia con Lacan, que no es en una relación negativa al Todo, el no-Todo, lo que comanda la fórmula de la sexuación femenina. Sino, más bien, la relación al Uno, dado que justamente el Uno no es. Sólo se comprende bien todo esto si se está convencido de que Dios no es, y que entonces el Uno del Nombre del Padre tampoco; que el Uno dé la medida de los lugares, de las posiciones y de las disposiciones es en definitiva una ficción masculina. Una mujer es el proceso de ese no ser lo que constituye todo el ser del Uno. Es la mujer la que pronuncia que el hombre encuentra la manera de no ser el Uno que pretende ser. Y ella lo pronuncia en un acto, en el proceso de desbaratar efectivamente al Uno, por la imposibilidad donde se encuentra al ocupar verdaderamente un solo lugar. Una mujer es siempre por ella misma la prueba terrestre de que Dios no existe, de que Dios no tiene necesidad de existir. Alcanza con mirar a una mujer, lo que se dice mirar, para estar enseguida convencido de que se puede pasar de Dios. Por esto, en las sociedades tradicionales, tapamos a las mujeres. El asunto es mucho más grave que unos vulgares celos sexuales. La Tradición sabe que para mantener como sea a Dios con vida, es absolutamente necesario volver invisibles a las mujeres.

El proceso femenino es un proceso ateo. Hay una inocencia atea de la existencia femenina. Para sostener este proceso ateo, evidentemente inconsciente, por el que ella afirma el no-ser del Uno, es necesario constantemente que una mujer haga surgir ante todo lo que se vale del Uno otro término que lo desunifique. Entonces, eso pasa entre-dos. No es que una mujer sea doble o dual, es que desde que se pretende poner a la mujer en un lugar, ella va ir más allá del Uno por el entre-dos de este lugar y de su doble, o de su doblete. La potencia femenina es su aptitud para crear un doble del Uno que se le imponga y finalmente pasar entre los dos.

Una mujer es entonces la creación de un doble que destituye al Uno al afirmar gloriosamente su no-ser. En este sentido, una mujer está más allá del Uno bajo la forma de un pase del entre-Dos.

 

La mujer-Uno

En cuanto a nuestro problema inicial, el de las jóvenes en el mundo contemporáneo, les digo en una palabra mi convicción: una gran presión contemporánea se ejerce sobre la figura femenina para unificarla.

El capitalismo contemporáneo pide, y hasta exige, que las mujeres tomen sobre sí la forma nueva del Uno que ese capitalismo quiere sustituir al Uno del poder simbólico, a saber el Uno del individualismo consumista y competitivo. Los hijos, y luego los machos, proponen de este individualismo una versión débil, adolescente, lúdica, sin Ley, que llega hasta un vandalismo superficial. Se le va a pedir a la hija-mujer que proponga del individualismo consumista y competitivo una versión dura, madura, seria, legal y punitiva. Es por esto que existe todo un feminismo burgués y dominador. La reivindicación de este feminismo no es en absoluto crear otro mundo, sino dejar librado el mundo tal y como está al poder de las mujeres. Este feminismo exige que las mujeres sean juezas, generales del ejército, banqueras, CEO, diputadas, ministras y presidentas. Y que para las que no son nada de todo esto, es decir casi todas las mujeres, que ésta sea la norma de la igualdad de las mujeres y de su valor social. En esta dirección, las mujeres son consideradas como un ejército de reserva del capitalismo triunfante.

Lejos de limitarse al proceso que crea otra cosa que el Uno, que crea el Dos y el pase del Dos, una mujer deviene el modelo del nuevo Uno, ese que se sostiene con vigor e insolencia ante el mercado competitivo, y del cual es a la vez siervo y manipulador. La mujer contemporánea será el emblema del Uno nuevo, edificado sobre la ruina del Nombre del Padre.

De golpe, tres antiguas figuras de lo femenino, la seducción peligrosa, el don de amor y lo místico sublime desaparece. Por cierto, la mujer-Uno es naturalmente seductora, dado que la seducción es un arma capital de la competencia. Banqueras y presidentas se jactan de permanecer mujeres, en el sentido precisamente de la seductora. Mientras tanto, el peligro que esta seducción representa es una de las armas del Uno, no es de ninguna manera el doble o el peligro de la conyugalidad. La seducción está al servicio del poder. Es por eso que esta seducción no debe ir con el abandono de los enamorados, que es una debilidad y una alienación. La mujer-Uno es libre, es una peleadora dura, y si ella arma una pareja es sobre la base de un acuerdo de ventajas compartidas. El amor deviene la forma existencial del contrato, es un asunto entre los otros. Y al final, la mujer-Uno no tiene qué hacer con lo sublime místico. Ella preferirá antes la manipulación de las instituciones reales.

En el fondo, la idea es que las mujeres, no sólo puedan hacer todo lo que hacen los hombres sino que, en las condiciones del capitalismo, puedan hacerlo mejor que los hombres. Ellas serán más realistas que los hombres, más encarnizadas, más tenaces, lo que siempre fueron en el orden propio de su existencia. ¿Y por qué? Justamente porque las jóvenes no tiene más que devenir las mujeres que son, mientras que los jóvenes no saben cómo devenir los hombres que no son. De golpe, el Uno del individualismo es más sólido en las mujeres que en los hombres.

Si hiciéramos un poco de ciencia ficción, se podría quizás prever simplemente la desaparición del sexo masculino. Habría que congelar el esperma de algunas decenas de millones de hombres, lo que representaría a su vez millones de posibilidades genéticas. La reproducción sería así garantizada por inseminación artificial. Se podrían entonces exterminar a todos los machos. Y, como lo que pasa en las abejas o las hormigas, la humanidad sólo estaría compuesta de hembras, que harían todo muy bien, dando por sentado que el orden simbólico sería mínimo, como el que exige la situación real del capital.

Llegado a este punto, tengo ganas de decir: que las sociedades capitalistas se desenvuelven con este problema que han creado, después de todo. Desde un comienzo, mi visión de las cosas es que esto es un problema difícil y oscuro. Se trata de un estremecimiento de la consistencia y de la configuración de la especia humana quizás sin precedentes.

La mujer estaba, si puedo decirlo, en un rol de subversión oficial: fuera de las reglas de juego y al mismo tiempo mantenida al borde de un lugar (dado que es el desplazamiento lo que la constituye). Esta figura ha muerto. Pero la figura que se nos promete, no creamos que se trata de una figura emancipativa. No lo es para las mujeres, no lo es para los hombres, no lo es para la humanidad entera. Es una figura para inscribir la posibilidad de un nuevo Uno del cual, por una especie de reversión de la situación primitiva, las mujeres serán las principales portadoras.

Pienso que hay que aceptar el fin de las figuras tradicionales y encontrar los recursos para rechazar la figura de la mujer-Uno como arma de reserva del capital. No hay que dejarse reclutar en la lucha contra las figuras tradicionales para que la supere eso que en efecto es lo que viene, que tiene y que tendrá potencia, a saber la mujer-Uno como emblema de un nuevo Uno, el Uno del individualismo, del cual el capital tiene necesidad de que sea constantemente consolidado.

Lo que hace falta es que las mujeres le den la espalda a lo que se les propone. Es una trampa. Los modelos presentados serán todos bajo la figura de la mujer salvaje, salvajemente competitiva. Es necesario que las mujeres se ocupen activamente del pensamiento. Es necesario que se transformen a gran escala en creadoras de arte, de pensamiento, de matemáticas, de poesía, de teatro, dirigentes de políticas de emancipación. Es necesario que ellas encuentren el genio del desbaratamiento del Uno en la simbolización primordial y sin entrar en la figura del poder que les es hoy propuesta. Esto pasa por una reaparición, una reinvención de la figura de la joven, figura que viene desde el final de la retroacción de la mujer madura integrada al sistema del capitalismo hasta la adolescencia o la infancia. Creo más en la invención de una nueva figura de la joven, una nueva joven que se propone como tarea transformarse en la nueva mujer, aquella que no será la mujer-Uno que el orden del capitalismo le propone hoy. La mujer que les propondrá a los hombres asociarse plenamente a los nuevos efectos de una figura no opresiva del Uno, una figura del Uno desarticulada del interior de sí misma de algún modo. Una joven muchacha desconocida, que por fuerza está viniendo en alguna parte, y que será también la portadora del vacío definitivo de todo dios. Cuando la veamos, Dios desaparecerá. Bajo el cielo vacío de todo dios, podremos decir, como Valéry: Cielo hermoso, cielo verdadero, mira cómo cambio.