En 1979, al morir el intelectual ecuatoriano Benjamín Carrión, el poeta y novelista —también ecuatoriano— Jorgenrique Adoum le dedicó un poema titulado «Gran señor de la nación pequeña». La estrofa que cerraba el poema decía así:

 

(…) y nos acostumbramos tanto a tenerlo siempre al lado

que nos queda grande su ausencia

(menos mal que tengo experiencia en conjugar los verbos en pasado)

y es difícil saber qué vamos a hacer con esta herencia de generosidad que nos

dejó de golpe

acaso lo mejor que puede hacer la familia que formamos o debiéramos

es hacer lo que se hace en las mejores familias

disputárnosla

ver quién se lleva más y así llegarle a los talones (…)

 

La pérdida de Juan Carlos Rodríguez, maestro de muchos, entre los que me incluyo sin haberle pedido permiso, hace que también a nosotros se nos quede grande su ausencia. A nosotros, los que de una forma u otra nos declaramos herederos de su legado teórico, de nuevo sin haberle pedido permiso, acaso esa herencia nos quede también demasiado grande, y no sepamos muy bien qué hacer con ella. Y, como escribe Adoum, tal vez lo mejor que podríamos hacer, como se hace en las mejores familias, es pelearnos para disputarnos esta herencia. Quizá de este modo, custodiando su legado, logremos algún día llegarle a los talones. Y mantener viva su obra.

           En un artículo titulado «Cuatro pasos en la tierra», que abría el dossier que coordiné sobre Juan Carlos Rodríguez para Youkali. Revista crítica de las artes y el pensamiento [1], empecé diciendo unas palabras que quisiera reproducir hoy: «En otro mundo —pero no en este— estas palabras que me dispongo a escribir, y en las que el lector espera encontrar unas breves notas acerca del pensamiento teórico del personaje homenajeado, no serían necesarias. Ni siquiera lo serían para cumplir con el protocolo. En otro mundo —pero, insisto, no en este—, los textos de Juan Carlos Rodríguez no requerirían glosa y sus obras serían ampliamente divulgadas, conocidas, leídas, estudiadas. Algunos de sus libros, como Teoría e historia de la producción ideológica o La norma literaria, serían lectura obligatoria en todas las Facultades de Filosofía y Letras; otros, como De qué hablamos cuando hablamos de literatura o Tras la muerte del aura, reposarían en las mesitas de noche de estudiantes y profesores de literatura, que harían de ellos sus libros de cabecera. El escritor que compró su propio libro o Lorca y el sentido se descubrirían ante nosotros al abrir cualquier cajón, como sucede con las biblias que se encuentran en los moteles de las películas norteamericanas. Pero, como estamos donde estamos (y estamos como estamos), conviene empezar por el principio» [2].

Pues bien, como seguimos en el mismo lugar y las cosas tampoco han cambiado tanto, conviene volver a empezar por el principio: Juan Carlos Rodríguez es (ha sido: qué difícil conjugar los verbos en pasado), con total probabilidad, el mayor teórico de la literatura de España. No estamos exagerando cuando decimos que Juan Carlos Rodríguez ha sido, con total probabilidad, de nuevo, el mayor teórico marxista español. Ambas vertientes se conjugan, se entremezclan en su obra para dar lugar a una concepción de «lo» literario diametral y radicalmente enfrentada a la ideología literaria dominante y establecida. En la primera página de la tercera edición de su ensayo La norma literaria el propio Juan Carlos Rodríguez mostró, de forma muy transparente, de qué se trataba:  

 

Se trata de dar cuatro pasos en las nubes o cuatro pasos en la tierra. Hay una visión generalizada sobre la literatura, sobre la manera de escribirla, de leerla, de enseñarla. A esa visión se la puede llamar esencialista o evolucionista. Se trata de dar siempre cuatro pasos en las nubes, es decir, la misma esencia literaria desde Homero hasta hoy. Por el contrario este libro trata de dar cuatro pasos en la tierra. Plantear que la literatura es un efecto de la historia y de los individuos históricos. ¿Qué otra cosa podríamos ser? Si se quiere, ahí empieza la polémica. Quiero decir que no puede ser lo mismo lo que se escribía en el mundo esclavista grecorromano (donde todo dependía de los Amos y de la Polis), que lo que se escribía en el mundo feudal (donde todo dependía de la escritura de Dios sobre las cosas), que lo que comienza a escribirse desde el primer capitalismo, entre los siglos XIV y XVI, donde todo comienza a depender del mundo laico y del sujeto «libre» (aunque se sea libre para ser explotado). A esto es a lo que he llamado Radical Historicidad de la literatura. [3]

 

De eso se trata: de bajar de las nubes y de dar cuatro pasos en la tierra. Es decir: de oponernos a la concepción dominante de la literatura —de estos discursos a los que hemos convenido en denominar literarios—, edificada sobre una base ideológica humanista e idealista, que concibe la literatura como un discurso eterno, siempre igual a sí mismo, en el que las sutiles diferencias que se reconocen entre unos textos y otros derivan de ese accidente llamado Historia; y que, más allá de sus matices, comparten su esencia, debido a que todos esos discursos han sido creados por un «autor» que posee el mismo y eterno Espíritu Humano. Pero no: Juan Carlos Rodríguez nos hizo comprender que ni la Historia es un accidente superficial que en nada altera las esencias ni que los autores hablan en la voz de su espíritu; al contrario, la literatura es un discurso radicalmente histórico como radicalmente históricos son los sujetos que las crean y que, de igual modo, hemos convenido en denominar autores

            De lo que se trata, por lo tanto, es de estudiar —de leer— la literatura como lo que radicalmente es: el producto o el resultado de unas relaciones sociales, políticas, económicas —y asimismo históricas— que, lejos de trascender el momento histórico en que se inscribe, las relaciones sociales que la producen, opera como transmisor privilegiado de ideología y participa en las confrontaciones ideológicas de su época. La literatura no es inocente ni es un discurso autónomo situado al margen —o por encima— de la Historia. La literatura es un discurso histórico y, por consiguiente, cada vez que abrimos un libro no tenemos que buscar en él ese espíritu humano que nos iguale, como lectores, con el autor, identificándonos con sus preocupaciones, con sus conflictos, con sus sentimientos, que hacemos propios por mucho que el texto haya sido escrito hace años, décadas, siglos o incluso milenios. Juan Carlos Rodríguez nos ha enseñado a leer de otra manera. Después de leer Teoría e historia de la producción ideológica nadie ha salido igual de sus páginas, nadie ha podido seguir comportándose como lector del mismo modo en que se había comportado antes. Nace un lector nuevo, crítico, en absoluto complaciente, que se enfrenta al libro —se pone frente a él, nunca a su lado— concibiendo el ejercicio de lectura como una forma de conocimiento radical, una búsqueda de la raíz histórica —la radical historicidad— que produce los textos. Juan Carlos Rodríguez nos ha enseñado que la literatura no aparece porque sí, sino que lo que denominamos literatura es el resultado de la lucha de clases de una nueva clase social, llamada burguesía, que en su enfrentamiento contra un sistema de explotación feudal en descomposición, inventa —más exacto sería el uso del verbo producir— un nuevo discurso que opera en la legitimación de la burguesía en su lucha por el poder contra una nobleza feudal (o feudalizante), que se encuentra en una posición cada vez menos dominante y más residual. La teoría de Juan Carlos Rodríguez ya se encontraba presente en el párrafo que abría su Teoría e historia de la producción ideológica:

 

La Literatura no ha existido siempre.

Los discursos a los que hoy aplicamos el nombre de «literarios» constituyen una realidad histórica que sólo ha podido surgir a partir de una serie de condiciones —asimismo históricas— muy estrictas: las condiciones derivadas del nivel ideológico característico de las formaciones sociales «modernas» o «burguesas» en sentido general. [4]

 

Este párrafo, que sintetiza de manera muy notable el pensamiento de Juan Carlos Rodríguez y su concepción de lo que entiende por literatura, abre la veda para la polémica: la opinión generalizada de lo que debemos entender por literatura —la conversación íntima entre dos sujetos libres llamados autor y lector— no es natural ni mucho menos eterna; al contrario, es radicalmente histórica. Hasta que no aparezca —de nuevo: se produzca— la noción de intimidad y la noción de libertad, ligadas ambas a la aparición de un nuevo espacio, el ámbito de «lo» privado, será inconcebible hablar de literatura en los términos modernos —i.e., burgueses— predominantes hoy (y, como dice Juan Carlos Rodríguez, cuando decimos «hoy» queremos decir desde el siglo XVIII, aproximadamente). 

            La literatura no ha existido siempre. Pero parece que esta afirmación, que define la literatura y plantea su debate en términos históricos, y que sirve para cuestionar la ideología dominante al menos —aunque no solo— en el ámbito de la investigación literaria, no ha hecho tambalear suficientemente los pilares que sostienen la estructura ideológica del capitalismo. Parece como si la teoría de Juan Carlos Rodríguez haya sido apartada a esos espacios de marginalidad que, en aras de la libertad de expresión, concede el capitalismo, pero que neutraliza por medio del silencio, convirtiendo a Juan Carlos Rodríguez, en particular, pero también a la teoría marxista en general, en un clamor en medio del desierto. No es casualidad que en su libro De qué hablamos cuando hablamos de marxismo reconozca Juan Carlos Rodríguez que cuando habla de marxismo —o enfoque sus estudios de la literatura desde la teoría marxista— le vengan a la cabeza unos versos de Góngora que dicen: «Gastar en Guinea razones / y cruces de Bebería». El motivo lo expone a continuación:

 

Por supuesto que el sarcasmo implícito en estas imágenes gongorinas se puede interpretar de mil maneras –suele ocurrir siempre con Góngora– pero a mí me interesa solo ahora un sentido literal muy preciso: si en el XVII intentabas «predicar» en Guinea o intentabas colocar unas cruces entre los bereberes, evidentemente ya se sabía cuál iba a ser el resultado: te degollarían en cuanto empezaras a hacerlo.

¿Ocurre algo parecido hoy cuando se trata de hablar de marxismo? Claro que ahora existe la libertad de expresión, pero obviamente —y diciéndolo de forma muy suave— «el resto es silencio». [5]

 

El marxismo, la crítica y la teoría literaria marxista, aquella que no encaja en la concepción esencialista de la literatura, dominante hoy, la obra de Juan Carlos Rodríguez, concretamente, forma parte de ese silencio. Formamos parte del silencio instituido. Solo somos silencio, y lo sabemos. Pero sabemos también que solamente dejaremos de ser silencio cuando superemos el capitalismo, es decir, cuando lo derrotemos, sea por desbordamiento o por colisión directa. Dejaremos de ser silencio cuando exista una sociedad en libertad, que, como dice Juan Carlos Rodríguez, es una sociedad libre de explotación.

Ahora que Juan Carlos se nos ha ido, nos toca a nosotros seguir la tarea de romper el silencio. Sin olvidar que lo más importante es sin duda romper el inconsciente. Pues, como decía Althusser, y Juan Carlos Rodríguez ha citado en múltiples ocasiones, «Para cambiar el mundo de base (y junto a otras muchas cosas) es preciso cambiar, de base, nuestra manera de pensar» [6]. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo hacerlo si, como afirmaba Juan Carlos Rodríguez, «todos nacemos capitalistas» [7] (es decir, si la ideología nos interpela como sujetos, nos identificamos y reconocemos en esa ideología, y entonces nuestros actos no hacen sino reproducir y perpetuar el orden dominante de las cosas)? ¿Cómo romper con la ideología? ¿Cómo poner fin a la sujeción cuando el capitalismo ya no es visto como un sistema histórico y por lo tanto mutable, sino como la naturaleza misma?

                En De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, Juan Carlos Rodríguez inicia su ensayo formulándose una pregunta esencial: «¿Qué fantasma recorre hoy Europa?» [8]. El arranque del texto no es —ni pretende serlo— original, y nos remite al famoso comienzo del Manifiesto comunista que Marx y Engels publicaron en 1848: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo». Sin embargo, la pregunta que se formula sí es original, como no lo es menos el argumento con el que se responde a la misma:

 

El fantasma del que hablaba Marx era por supuesto el comunismo (…). Pero la respuesta de hoy sería muy distinta: el fantasma que de hecho recorre Europa —y el mundo— es la realidad del capitalismo neoliberal y sus expectativas plenas de desolación y de ruina: en cada sociedad y en cada vida diaria. [9]

 

Un nuevo fantasma recorre, pues, Europa —o más exactamente: el mundo—: el fantasma del capitalismo neoliberal. La metáfora no es ni mucho menos desacertada, pues el capitalismo, más incluso que el comunismo, cumple los dos requisitos básicos que debe reunir un fantasma: es invisible y asusta. Claro que para que el fantasma asuste previamente tenemos que verlo; pero como no lo vemos —no lo nombramos— hemos podido convivir con él sin miedo a sus efectos.

                El capitalismo se ha vuelto invisible e innombrable porque se ha hecho naturaleza. El capitalismo no se interpreta, desde el relato que el propio capitalismo ha construido para legitimarse, como el resultado de un proceso histórico en el que una clase, la burguesía, se convierte en clase dominante y, desde su posición de dominación, en lo político y en lo económico, desarrolla unas fuerzas productivas para su propio beneficio e interés, esto es, para su reproducción. Esa lectura se ha desvanecido. Cuando decimos, siguiendo a Juan Carlos Rodríguez, que el capitalismo se ha hecho naturaleza, queremos decir que hemos asumido como propio un relato que cuenta que el capitalismo siempre ha estado allí —y siempre va a estar en nuestro horizonte vital, pero también histórico— y que, en consecuencia, no podemos analizarlo desde la historia, sino desde la naturaleza humana. El capitalismo se interpreta, pues, como un sistema político y económico esencialmente humano, como una organización o estructura social donde se manifiesta, con sus luces y sus sombras, la naturaleza humana. Las consecuencias políticas de este relato son inmediatas: si se interpreta que el capitalismo no es el resultado de unas condiciones históricas, sino que es reflejo y encarnación de la condición humana, entonces resultará imposible transformarlo o superarlo. Podremos reformarlo, modificarlo o adaptarlo a las distintas circunstancias, pero en esencia el sistema permanecerá siempre igual, inalterable. Como tampoco valdrá de nada tratar de buscar las causas de lo que nos sucede —la respuesta está y estará siempre en la naturaleza— y tendremos que conformarnos con analizar sus efectos. De este modo magistral lo explicó en su libro Juan Carlos Rodríguez:   

 

Se ven los efectos pero no las causas. Y precisamente ahora por eso las causas se vuelven invisibles. Pues no hay otro horizonte vital que el que se nos impone: hay que aceptar que el capitalismo es el sol y que ahora estamos —solo— en una puesta de sol —aunque esperando la aurora otra vez—. [10]

 

Y añade seguidamente:

 

Pues obviamente esta es la clave de todo: si la infraestructura (o sea, las relaciones socio-económicas) se convierten en un fantasma evanescente, entonces nadie —y nunca jamás— va a hablar o luchar contra el capitalismo en sí mismo, sino solo contra sus pequeños o grandes fallos o lagunas: contra los banqueros malos, contra los ejecutivos deshonestos, contra los jueces corruptos, contra los gobiernos aviesos, contra la Merkel déspota, lo que se quiera. No importa, puesto que el capitalismo es nuestra vida sin más y contra eso no se habla. Por eso decimos que hoy el capitalismo como tal, su infraestructura de explotación de vidas, ha desaparecido, se ha evaporado de nuestro lenguaje y de nuestro consciente/inconsciente cotidiano. [11]

 

Las crisis se asumen como parte de la naturaleza del sistema capitalista, como periodos de oscuridad entre la puesta de sol y el amanecer. Tras la tormenta (la crisis) siempre llega la calma (el tiempo de los excedentes). Esta definición ahistórica del capitalismo, producida por la ideología capitalista misma, invisibiliza su infraestructura material, la base económica sobre la que se levanta el sistema, borrando las huellas de explotación que el capitalismo va dejando a su paso. Podremos ver la pobreza y la crisis, los desahucios y los expedientes de regulación de empleo, pero como las huellas han sido borradas seremos incapaces de identificar sus causas. El capitalismo, como un fantasma, se vuelve invisible a nuestros ojos, y lo que no se pude ver, no se puede analizar, y mucho menos transformar. Solo podremos observar sus efectos y, por consiguiente, operar sobre ellos, pero nunca sobre las causas que provoca su existencia.

Si el capitalismo se ha convertido en fantasma y por consiguiente no lo vemos, ¿cómo combatirlo? La respuesta parece clara: volviendo a hablar de marxismo. Porque solamente el marxismo es capaz de hacer visible lo invisible, de objetivar el capitalismo, de hacer sólido lo que se desvanece en el aire, de materializar el fantasma, de devolverle el cuerpo. Ya no basta con arrancarle al capitalismo el velo idealista que cubría sus relaciones sociales; se trata ahora de echarle el velo encima al fantasma, de cubrirlo con una sábana, como sucede en los dibujos animados, para saber por dónde anda el espectro.

 Pero, ¿cómo lograrlo?, ¿cómo hablar de marxismo hoy? De nuevo la respuesta parece bastante obvia: hablando desde la explotación y contra la explotación; pero más difícil resulta articular este discurso. Es ciertamente una tarea ardua hablar de marxismo, construir un discurso desde y contra la explotación, cuando, como afirma Juan Carlos Rodríguez, el fantasma de la explotación ha pasado a integrarse en nuestra cotidianidad. Pero hay que añadirle una dificultad más: nosotros, los marxistas, parece como si nos hemos quedado sin lenguaje. Nuestro lenguaje suena anticuado y además, como se nos dice con insistencia, parece incapaz de comunicar con las clases explotadas, lo que no puede leerse sino como un síntoma de que nuestro lenguaje se ha convertido en una acumulación de muertos vivientes. Hay, pues, que construir un lenguaje otro capaz de superar el capitalismo.

¿Cómo construir ese lenguaje otro? En su último libro publicado —que en verdad fue el primero que escribió, su tesis doctora—l titulado Hacia una teoría de la literatura, Juan Carlos Rodríguez aborda, una vez más, y de un modo muy original, el tema del lenguaje. Nos habla de Alphaville, la película de Jean-Luc Godard estrenada en 1965, y protagonizada por Anna Karina, que representa el papel de una mujer robótica, incapaz de expresar sentimientos,  que se va transormando, a lo largo de la película, en una mujer auténticamente viva y visible. Dice Juan Carlos Rodríguez:

 

En Alphaville, la ciudad del futuro (que en realidad eran los suburbios que entonces empezaron a proliferar en París), en todos los hoteles hay una especie de biblia (como suele ocurrir en Estados Unidos); una biblia que es de hecho un diccionario. En este diccionario están prohibidas todas las palabras que puedan expresar sentimientos y emociones (por ejemplo, llorar o amar). Eddie Constantine (aquel mal actor americano que triunfaba en Francia como el detecive Lemmy Caution) le ofrece a la protagonista un nuevo diccionario para que ella pueda aprender a «releer». No es solo que Constantine ejerza en cierto modo de Pigmalión, es ella la que se esfuerza en ser distinta. ¿Y cuál es el diccionario que ella lee? Pues algo decisivo: se trata del libro de poemas de Paul Éluard titulado Capital del dolor, donde se incluye el famosísimo poema «Libertad». Al final de la historia, cuando ambos huyen en coche de Alphaville, la protagonista ha aprendido y a balbucear algo nuevo. Mira a Constantine y le dice: «Te amo». [12]

 

En efecto, en esa sociedad futura creada por Godard, los sentimientos están prohibidos, las emociones deben reprimirse, e incluso se fusila a quienes lloran la muerte de sus seres queridos —o acaso habría que decir seres más próximos—. Pero no solo las emociones están prohibidas; también las preguntas. La palabra «pourquoi» [por qué] no existe; solo es posible pronunciar «parce que» [porque]. No conviene salirse de las respuestas escritas de antemano.

Y añade Juan Carlos Rodríguez:

 

Así termina la película y así terminamos nosotros. Pero fijémonos: ese «te amo» no es un sentimentalismo romántico, siemrpe atribuido a la mujer en nuestras sociedades. Mucho más agudamente, Godard nos trata de mostrar el hecho de que bajo el peso insoportable de la competencia capitalista, que nos conduce a la soledad y al antagonismo, cualquier otro tipo de relaciones personales está desaparenciedo o ha desaparecido ya. [13]

 

Y concluye: «Pues en realidad se trata de eso: de luchar por encontrar un diccionario otro, un inconsciente otro, que nos permita alcanzar el sueño de la libertad sin explotación» [14]

Juan Carlos Rodríguez, con el conjunto de su obra, desde Teoría e historia de la producción ideológica hasta Entre el bolero y el tango (o cuando los cuerpos hablan), pasando por La literatura del pobre, La norma literaria, La muerte del aura, entre otros, nos ha prestado ese nuevo diccionario, ese otro diccionario, ese diccionario otro, que como sucede en la película de Godard, no se encuentra en los cajones de todos los hoteles. Eso sería en otro mundo, pero en este. Nosotros, sus discípulos, como Anna Karina, hemos aprendido a «releer» la literatura con el nuevo diccionario y poco a poco hemos ido aprendiendo a balbucear nuevas palabras: inconsciente ideológico, matriz productiva, radical historicidad, lucha de clases, literatura, marxismo.

Acaso sea ese el lenguaje que necesitamos para luchar contra el capitalismo y contra la explotación. Un lenguaje —una teoría— que nos permita arrancarle la máscara ideológica a la naturaleza humana, que cubre y oculta el verdadero rostro del capitalismo, para hacer visible lo invisible, hacer visible al fantasma. Se trata de luchar por encontrar un lenguaje otro que nos recuerde, como nos recordaba Juan Carlos Rodríguez, que «no es imposible luchar por la conquista de otro tipo de “libertad real”» [15]. Es decir, sin explotación.