Supe de la existencia de Juan Carlos Rodríguez durante el curso 1973/1974, cuando yo hacía el tercer año de carrera en la Facultad de Filosofía y Letras de Granada. Ya entonces era una leyenda, con su fama de heterodoxo en un ambiente conservador como el que aún dominaba en los departamentos universitarios del tardofranquismo (la situación no tardaría en cambiar, conforme avanzaba la transición), pero los que tuvimos la suerte de asistir a sus clases nos dimos cuenta de que él iniciaba una nueva forma de entender la literatura, inseparable de la historia y de las ideologías. Yo lo hice por primera vez al final de ese curso, concretamente en un monográfico sobre la generación del 27 en el que Juan Carlos Rodríguez explicó su teoría del vitalismo artístico, una de las claves de la modernidad estética. Durante el curso siguiente, la necesidad de matricularme en el grupo de tarde-noche (el «nocturno», le llamaban) propició que Juan Carlos me diera clase de literatura del Siglo de Oro en el momento en que la editorial Akal publicó su imprescindible ensayo Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas (1974), un libro que leí —y subrayé— entonces y al que he vuelto constantemente. Cuando tuve más confianza con él, le consulté la posibilidad de que fuera el director de mi memoria de licenciatura sobre la poesía de Rafael Alberti; después lo sería también de mi tesis doctoral. Pero ya en el último año de carrera (primavera de 1976) disfruté de otro curso monográfico que él impartía, «Mallarmé y los comienzos de la poesía contemporánea”, del que iban a derivar dos textos críticos fundamentales: «Maldoror, Zaratustra, Igitur», incluido en La norma literaria (1984), y el magnífico libro La poesía, la música y el silencio (De Mallarmé a Wittgenstein) (1994).

 

“Mallarmé l´obscur”

Paul Verlaine ya señaló en Los poetas malditos (1884) algunos rasgos definitorios de la poética mallarmeana —la oscuridad, la rareza, el hermetismo— que iban a suscitar un larguísimo debate a lo largo del siglo XX, y podemos tomar como referencia la opinión enfrentada de dos grandes autores hispanoamericanos: por una parte, el elogio de José Lezama Lima («A veces pienso, como en el final de un coro griego o de una nueva epifanía, que sus páginas y el murmullo de sus timbres, serán algún día alzados, como en un facistol poliédrico, para ser leído por los dioses») [1]; por otra, la afilada ironía de Jorge Luis Borges, cuando dijo que Mallarmé «escribía en un dialecto privado del francés». Tal vez no les faltara razón ni a uno ni a otro.

Juan Carlos Rodríguez empezaba su análisis con una distinción muy lúcida: se había considerado habitualmente a Mallarmé como iniciador de la llamada «poesía pura», pero en realidad era necesario separar la poética de Mallarmé, con toda su complejidad, de las sucesivas elaboraciones teóricas que llevaron a cabo Paul Valéry o el abad Bremond ya en el siglo XX, más en la línea del pensamiento fenomenológico y del esencialismo de Husserl. Para Mallarmé, el problema reside en la expresión del nivel trascendental, de la Forma pura, partiendo de que el lenguaje cotidiano es de por sí impuro, contaminado, ya que pertenece al nivel del entendimiento, en términos kantianos. Fijémonos en uno de los más conocidos poemas de Mallarmé, «Brise marine», publicado en el primer Parnasse Contemporain (1866):

 

¡Que le vamos a hacer!, la carne es triste

Y he leído todos los libros.

¡Huir! ¡allá, huir! ¡Noto ebrios los pájaros

De estar entre los cielos y la espuma

Desconocida! Nada,

Ni los viejos jardines que los ojos reflejan

Retendrá a este corazón que en el mar se hunde

¡Oh noches! Ni la claridad desierta de mi lámpara

Sobre el papel vacío que la blancura guarda

Y ni la joven que amamanta a su hijo.

¡Me iré! ¡Vapor que balanceas tu arboladura,

Leva el ancla hacia una naturaleza exótica!

 

¡Un Hastío, afligido por crueles esperanzas

Aún cree en el supremo adiós de los pañuelos!

Y puede que los mástiles, que a la tormenta invitan

Sean de los que un viento inclina a los naufragios

Sin mástiles, perdidos, sin mástiles ni fértiles islotes…

Pero, oh corazón mío,

¡oye los cantos de los marineros ! [2]

(p. 57)

 

En una primera lectura se advierte la influencia de Baudelaire, el ansia de huir que determinaba la «Invitation au voyage» de Les Fleurs du Mal, la presencia del hastío. Sin embargo, existen en este poema al menos dos matices diferenciales que empiezan a situar la poética de Mallarmé en un espacio distinto. En primer lugar, ese Ennui domina absolutamente la vida y ya no hay respuesta posible; las esperanzas son crueles porque sólo contribuyen a agrandar la decepción. Como señaló acertadamente Juan Carlos Rodríguez, es muy distinto del Spleen «luchador y despectivo: vivo por ello— de Baudelaire (…). El ennui/ silencio es la blancura, por supuesto (Nada, esta espuma… diría Mallarmé), mientras que el Ennui de Baudelaire, es, en última instancia, vitalista: se tratará de cambiar la vida, como luego dirá Rimbaud, y por eso Baudelaire cuenta con el lector (…). El spleen será así ennui consciente —superior sobrepuesto e impotente frente al ennui mediocre que se siente pero que trata de ocultarse: hipócrita lector, mi semejante, mi hermano» [3].

En segundo lugar, la mención de la página en blanco nos lleva al problema del silencio o de la «imposibilidad de decir». En el fondo —y  seguimos los argumentos de Juan Carlos Rodríguez—, no es la página en blanco la que defiende su blancura («Sur le vide papier que sa blancheur défend»), sino la Forma; la página en blanco se transforma en el espejo/reflejo de la Forma pura. De ahí también la obsesión mallarmeana por el espejo, es decir, por la imagen muda, petrificada, que se muestra a la vez en toda su pureza y en toda su esterilidad. Esa identificación se advierte de manera especial en el personaje de Herodías ante el espejo:

 

¡Oh espejo!

Agua fría en tu marco por el hastío helada

Cuántas veces y durante horas,

Desolada por sueños y buscando

Mis recuerdos que son

Como hojas bajo tu luna de hondo hueco,

En ti me aparecí como sombra lejana,

Pero, ¡horror! ¡ciertas tardes, en tu severa fuente,

De mi sueño disperso supe la desnudez!

( p. 83)

 

No es gratuita la elección del nombre Herodías en lugar de Salomé. El propio autor  escribe en una carta a Lefébure (febrero de 1865) que él «habría inventado esta palabra sombría y roja como una granada abierta, Herodías. Por lo demás, me interesa hacer un ser puramente soñado y absolutamente independiente de la historia» [4]. Herodías ama «el horror de ser virgen” igual que la Forma defiende su virginidad: ella renuncia a entregarse a ningún mortal por lo que supone de caída en la impureza (casi en el sacrilegio), y la Forma se niega a mostrarse, determinando así la obsesiva necesidad del silencio. Así lo explicaba Juan Carlos Rodríguez: «Por eso para Mallarmé la Forma (blanca)/ Página (espejo) no señalan, en su identidad, sino la imposibilidad de la expresión, la obsesiva necesidad del silencio (exhibirse sería sacrilegio, transgresión obscena, etc.)» [5].

Las imágenes del espejo, de la frialdad, del metal o del centelleo se encadenan en la poesía de Mallarmé como signo de que la Forma, si se muestra en su desnudez, queda petrificada, helada y, por lo tanto, silenciosa. De ahí también la identificación —visible en Herodïade— entre Pureza y Silencio, e igualmente entre Belleza y Muerte («…un beso me mataría/ Si la belleza no fuera la muerte…»). Los objetos, mientras conservan su actualidad real, son impuros; sólo al destruirse se aproximan al Absoluto, pues ya aparecen como formas esenciales, puras, en el lenguaje. Para Mallarmé, la poesía era un lenguaje insustituible, el único lugar en que el Absoluto y el Lenguaje podían encontrarse. «Después de haber descubierto la Nada, encontré la Belleza», escribió en una carta a Henri Cazalis fechada en julio de 1866. Mallarmé relaciona la Nada (el Absoluto) con el Logos, que es precisamente el lugar donde el absoluto, a través del tiempo, comienza a existir espiritualmente: «No confundir jamás el Lenguaje con el Verbo (…). El verbo, a través de la Idea y del Tiempo, que son la “negación idéntica” del Devenir, se convierte en Lenguaje» [6].

 

Al margen de la subjetividad empírica

La poesía de Mallarmé se distancia muchísimo del lenguaje cotidiano, de todo lo que fuese, en última instancia, comunicación de carácter utilitario. La pureza espiritual del discurso poético no debía ser turbada por ningún objetivo: «A la vista de los demás, mi producción es lo que las nubes en el ocaso o las estrellas: inútil» [7], decía.  Mallarmé hablaba a veces de «juego» y de «brillantez de la mentira», insistiendo en el carácter no utilitario y en la propensión a la irrealidad que caracterizan toda su obra poética. No olvidemos, en otro sentido, su rechazo frontal al concepto de inspiración, en la medida en que él se sitúa al margen de la expresividad del sujeto «sentimental» o «empírico» («La obra pura implica la desaparición elocuente del poeta, que cede la iniciativa a las palabras…»). Sólo por esta vía se llegará a un texto que será la explicación permanente del mundo o, en términos del propio autor, según la «Autobiografía» enviada a Verlaine (1885), «La explicación órfica de la Tierra, que es el único deber del poeta y el juego literario por excelencia: ya que el ritmo mismo de Libro, impersonal y vivo entonces, hasta en su paginación, se yuxtapone a las ecuaciones de este sueño, u Oda» [8]. La gran admiración que durante toda su vida sintió Mallarmé hacia Edgar Allan Poe le llevaba a continuar esa crítica que el autor de «Filosofía de la composición» había realizado al exceso de sentimentalismo de la poesía romántica.

Más allá de Poe y de Baudelaire, Mallarmé desecha toda la problemática centrada en el esquema libertad/ necesidad (o también forma/sentimiento, espíritu/ naturaleza), ya que el acto creador se sitúa en el ámbito de lo Absoluto y no en el de la libre expresión subjetiva. Volvemos al análisis de Juan Carlos Rodríguez: «El horror, para el poeta, no se halla (como sucede en Baudelaire) en el tedio cotidiano; el horror reside en el hecho de que al tener que vivir en la Forma pura, siempre en el ámbito de la experiencia trascendental, quede aprisionado en las redes de lo blanco/inerte (del infinito, etc.); por otro lado: más allá de la “libertad” y de la “necesidad” (que son temáticas “subjetivas”), en el reino, pues, del Azar (que es el ámbito de lo absoluto) se sitúa el poeta para delimitar ese azar imponiéndole límites, la fuerza de su propia “libertad” (que se convierte así, en tanto que “subjetiva”, en “necesidad” frente al “azar” al moverse en el espacio de lo absoluto)» [9].

El acto creador es trascendentalizado hasta el punto de que se relaciona con la creación divina; sólo que Mallarmé, igual que Nietzsche, se sitúa al margen de cualquier pensamiento religioso y piensa que lo Absoluto y el Mundo están dominados por el Azar. La tarea máxima del poeta es precisamente el enfrentamiento con el Azar, al que trataría de imponerse, ordenándolo, dándole forma en ese Libro cuya realización era obsesiva para Mallarmé [10]. La obra mallarmeana, dice Maurice Blanchot, es la suplantación de Dios: nunca es la totalidad, pero presupone la totalidad, y de ahí la ausencia [11]. La ausencia del Libro, es decir, el vacío, la fragmentación, la dispersión que confirma la imposibilidad del Absoluto. La impotencia ante el Azar («Un golpe de dados nunca suprimirá el azar…») lleva a Mallarmé a pensar la Obra como «fracaso». Él sabe que no podrá consumar efectivamente el Libro y sin embargo trata de fijar las coordenadas de su realización posible: «El libro, expansión total de la letra, debe extraer de ella directamente una movilidad, y espacioso, por correspondencias, instituir un juego, no se sabe, que confirme la ficción» [12].

La escena sería el único lugar donde podría aparecer la totalidad que persigue el Libro; de ahí que Mallarmé, al dar vida a su personaje trascendental, Igitur, proceda a un intento de escenificación que se acentúa al máximo en el texto con que finaliza Un coup de dés. Se trataría de evitar la rigidez, el estatismo que caracteriza la mostración de la Forma pura (recordemos la simbología del espejo y su frialdad/pureza) no sólo dinamizando las figuras (Igitur), sino también, y especialmente, disponiendo la página como un «escenario»: como muy bien dijo Juan Carlos Rodríguez, «La blancura no puede ser “dicha”, sólo puede mostrarse, la Forma no puede más que ser representada (escenificada)» [13]. Así, en el prefacio a Un coup de dés Mallarmé escribe:

 

Los «blancos», en efecto, cobran importancia (…). El papel interviene cada vez que una imagen, de por sí, cesa o se retira aceptando la sucesión de las demás, y como no se trata, al igual que siempre, de rasgos sonoros regulares o versos —más bien de subdivisiones prismáticas de la Idea, el instante en que aparecen y mientras dura su concurso en cualquier disposición escénica espiritual exacta—, en puestos variables, cerca o lejos del hilo conductor latente, en razón de la verosimilitud, se impone el texto. [14]

 

La página en blanco se presenta de este modo como una especie de conjuro, como un llamamiento a la Forma pura (o tal como aparece en el texto, la Idea) para que se manifieste. La proyección de la poesía como magia ya puede observarse en Arthur Rimbaud —el poeta como vidente y a la vez como mago, la «alquimia del verbo»—, y en Mallarmé parece la culminación de la imagen romántica del poeta médium. La atracción por el ocultismo se generalizó a finales del siglo XIX y principios del XX: recordemos la influencia de Eliphas Lévi (el Abbé Constant, recuperado después por André Breton y los surrealistas) sobre los simbolistas, el auge de los círculos espiritistas e incluso la tendencia hacia el misterio visible en La catedral sumergida de Claude Debussy, pero también en La consagración de la primavera de Igor Stravinski, ya en plena época de las vanguardias. Mallarmé, que leyó el Ritual de alta magia de Eliphas Lévi por consejo de Villiers de L´Isle Adam, asumió de lleno el papel sacralizado de creador/hechicero: al poeta le corresponde recuperar el sentido primigenio, esencial, de la palabra, y así lo expresa el conocido verso de «Le Tombeau d´Edgar Poe»:

 

Tal que en sí mismo al fin la eternidad le cambia,

El Poeta subleva con espada desnuda

A su siglo espantado por no haber conocido

Que la muerte triunfaba en esa voz extraña

 

Ellos, como un vil sobresalto

De hidra que oyera antaño al ángel dar sentido

Más puro a las palabras de la tribu…

(p. 173)

 

«Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu» es, para Mallarmé, el acto que revela el carácter casi sagrado del poeta, verdadero creador y mago. La construcción del Libro representa, en última instancia, el intento de fijación del Absoluto a imagen del Libro Sagrado por antonomasia, en el que se inscriben los signos de la creación divina tal como se inscriben en la naturaleza (no olvidemos que subyace siempre aquel proyecto de «explicación órfica de la tierra»). En dos cartas muy cercanas en el tiempo, escrita la primera a Eugène Lefébure (mayo de 1868) y la segunda a Henri Cazalis (julio de 1868), Mallarmé afirma que se ha entregado a la creación de palabras desconocidas según un tipo de «hechizo» relacionado con la «magia de la rima», o que experimenta una «sensación cabalística» al repetir el célebre soneto en –yx («Ses purs ongles trés haut dédiant leur onyx…») [15].

Así pues, la sacralidad de la figura del poeta resulta inseparable de la trascendencia de la poesía como espacio de encuentro con el Absoluto: el acto creador, el «golpe de dados» impotente ante el Azar, se realiza en el intento supremo de aproximación a la Forma pura y constituye, a la vez, un acto de locura sagrada (Igitur, o la locura de Elbehnom). En la encuesta de Jules Huret (1891), Mallarmé dice que abomina de las escuelas y de todo lo que se les parece, pues la literatura es un hecho individual: «Para mí, el caso de un poeta, en esta sociedad que no le permite vivir, es el caso de un hombre que se aísla para labrar su propia tumba». Y después afirma que el verdadero «jefe de escuela» es Verlaine, «cuya magnífica actitud como hombre verdaderamente encuentro tan hermosa como la del escritor, por ser la única, en una época en la que el poeta vive fuera de ley: la de haber aceptado todos los dolores con semejante grandeza» [16].

Y refiriéndose a esa «estética de lo cotidiano” que Roger Dragonetti estudió en la obra de Mallarmé [17] (Dragonetti, 1992), se preguntaba Juan Carlos Rodríguez si existía «otro» Mallarmé: el de La Dernière Mode, el de los versos de circunstancias, el de los homenajes, frente a aquel que sostenía el proyecto del Libro. Y respondía así: «Acaso sea el mismo en su realidad cotidiana de la permeabilidad “agradable” del ser: si el decorado es la esencia —como se nos señala en La Dernière Mode— sencillamente el escenario es el poema» [18]. Volvemos a acordarnos de Borges: el otro, el mismo.