1. La apuesta constituyente: un debate necesario e impostergable
La apuesta constituyente no es una propuesta nueva, al contrario, es una carta que ha venido siendo utilizada desde las primeras experiencias revolucionarias sin que el paso del tiempo le haya hecho perder su potencial y su actualidad. Esto es así por cuanto una de las notas más características del poder constituyente es su mutabilidad y adaptabilidad a cada circunstancia histórica. Así, fueron manifestaciones de la activación del poder constituyente desde el activado en 1776, en pleno proceso de independencia de los Estados Unidos, hasta su expresión en 1871 en París, en 1998 en Venezuela o posteriormente en Bolivia y Ecuador.
La historia nos muestra como la apuesta constituyente para la consecución de la transformación social ha sido posible, una y otra vez, adaptándose la estrategia al sujeto social y político concreto que le ha dado vida y a las necesidades históricas de cada momento y lugar. El poder constituyente se ha manifestado en diferentes procesos, latitudes y sujetos antagonistas que tenían en común la existencia de una crisis de dominación, de puesta en duda de los consensos legitimadores de un régimen determinado que provoca una situación de ruptura en la que el pueblo decide organizarse políticamente y ordenarse jurídicamente, reclamando para sí mismo la posición de centro de poder originario, autónomo e incondicionado (Noguera, 2009: 137), rompiendo con un statu quo percibido como injusto e insoportable por una mayoría de la población. En la ruptura se forja un nuevo consenso, manifestado en forma de proceso constituyente y plasmado en la consecución de una nueva constitución.
A estas alturas de la debacle social y política que vivimos en el Estado español es posible afirmar que existe una mayoría social que percibe el régimen político actual como un modo de gobierno injusto y, para amplias capas de la población, ya insoportable. Elementos como la expansión de la desigualdad en la renta y la riqueza de la población, la extensión de la precariedad laboral y vital, de la pobreza y de la exclusión, el aumento del clientelismo y de la corrupción, convertidos ya en elementos estructurales de la vida política a institucional y un largo etcétera, están provocando importantes dosis de insatisfacción democrática que se plasman en un estado de indignación permanente y de movilización sectorialmente sostenida de las clases subalternas.
La percepción de la separación completa entre la actuación de los poderes constituidos y la protección de los derechos de las mayorías sociales, o más aun, el aumento acentuado del nivel de ofensiva contra el bienestar de la clase trabajadora, se extiende como una mancha de aceite. Expresando esta situación en términos gramscianos, podemos afirmar que nos encontramos ante una crisis de dominación, en la que la clase dominante tiene cada vez más dificultades para que la población en su conjunto deje de percibir los intereses de la minoría poderosa como los “generales”. Esto permite que se discutan los consensos en torno a los que se construyó el régimen político de 1978, de manera abierta y con amplia repercusión: la monarquía es puesta en entredicho por los escándalos de corrupción que han quedado al descubierto pero también por su carácter anacrónico y antidemocrático; el Partido Popular y el Partido Socialista, que difuminan sus prácticas hasta el punto de confundirse prácticamente entre sí, pasan de concentrar un 84% de apoyo en las elecciones de 2008 a un 45% según los últimos sondeos; las instituciones públicas son incapaces, política y económicamente, de dar respuesta a los inputs que reciben de la ciudadanía o de generar la creencia de su futura satisfacción con lo que se origina un desprestigio acelerado de las élites políticas y de las instituciones; el modelo de Estado es puesto en duda al contarse con una mayoría parlamentaria y social catalana favorable a la convocatoria de un referéndum para ejercer el derecho de autodeterminación. En suma, nos encontramos inmersos en un proceso deconstituyente (Pisarello: 2013) en el que no sólo se vulneran los elementos de constitucionalismo social que se incluyeron en la Constitución de 1978 sino que se están sentando las bases para abordar una nueva acumulación por desposesión jurídicamente sentenciada.
Ante esta situación de emergencia se propaga cada vez con mayor ímpetu la idea del proceso constituyente como vía para conseguir la transformación social. Evidentemente, la posibilidad de utilizar contra el régimen de 1978 la carta constituyente no es nueva. Derivadas del aprendizaje vivido en las experiencias latinoamericanas no han sido pocas las voces que desde las izquierdas manifiestan desde hace años la necesidad de impulsar un proceso constituyente (v. gr. Monereo: 2003). Sin embargo, es indudable que el empeoramiento exponencial de las condiciones objetivas ha conllevado, por un lado, un aumento de la producción teórica respecto a la conveniencia y posibilidad de impulsar en nuestra realidad un proceso constituyente, manifestando distintas posibilidades ninguna exenta de dificultades (Viciano: 2012; Noguera: 2012; Pisarello: 2012; Monereo: 2013); por otro lado, una presencia constante a lo largo de los últimos dos años de la idea del proceso constituyente en la praxis político-social. Así, es posible encontrarla en los debates y propuestas de mínimos del Movimiento 15M y como núcleo central del Movimiento 25S, en la base de la constitución del movimiento “Constituyentes”, en las propuestas del Frente Cívico o en el movimiento Procés Constituent impulsado por Teresa Forcades y Arcadi Oliveres. Por añadidura, la apuesta por un proceso constituyente se incluyó ya de manera expresa en los programas políticos con los que se presentaron a las últimas Elecciones Generales Izquierda Unida e Izquierda Anticapitalista, así como en el programa que las Candidatures d’Unitat Popular presentaron en las elecciones al Parlament Català. Recientemente, a través de diversas declaraciones públicas, prácticamente todos los partidos situados a la izquierda del PSOE se han mostrado favorables a la apertura de un proceso constituyente.
La amplia recepción del concepto choca con una relativa falta de debate dentro del Partido Comunista de España. Es evidente que siendo la consecución de la III República uno de los objetivos del Partido, la apuesta por un proceso constituyente va de suyo. No obstante, cuestiones fundamentales como la diferencia entre proceso constituyente y reforma constitucional, el concepto que se asume de Poder constituyente, la dinámica del Proceso constituyente y el posterior desarrollo de la pertinente Asamblea Constituyente son elementos que, desde el plano teórico, están en nuestra opinión todavía necesitados de un mayor debate en el seno del PCE.
En este artículo planteamos estas cuestiones, de manera forzosamente básica, con la voluntad de animar y contribuir al debate entorno al Proceso constituyente, que es a nuestro juicio fundamental, en el que creemos ha de participar lo más extensivamente la militancia del Partido. Este texto habrá cumplido su función si algunos (o muchos) de los argumentos que exponemos han sido contestados, matizados o enmendados y criticados por nuestras camaradas.
2. Las experiencias constituyentes: ¿América Latina como ejemplo posible?
La noción de poder constituyente ha recibido tal cantidad de interpretaciones que optar por una de ellas es siempre complejo. Según sea la óptica de análisis e interpretación con la que se aborde su estudio, el poder constituyente se ha entendido dotado de una mayor o menor potencialidad revolucionaria; con determinados límites o como poder sin barreras; como poder que queda en estado latente durante los periodos de normalidad constitucional o, con un rol permanentemente activo; como un poder que únicamente se expresa en momentos de creación constitucional o como poder popular que ha de retroalimentarse con lo constituido en todo momento; como única expresión de una Asamblea Constituyente o como parte de un proceso deliberativo más amplio; como expresión de un sujeto homogéneo (pueblo, nación) o de una pluralidad de sujetos entre los que pueden existir intereses contradictorios (véase el pacto entre capital y trabajo de la segunda posguerra mundial).
a) Breves apuntes sobre poder constituyente, sujeto constituyente y proceso constituyente
Dentro de la efectiva pluralidad de aproximaciones teóricas al concepto de Poder constituyente, y sólo a efectos del análisis que nos proponemos en estas páginas, necesitamos establecer a modo introductorio un marco conceptual que nos permita manejar una noción básica de Poder constituyente. Entenderemos éste como concepto bifronte: en primer lugar, se trata de un poder fundador, originario, prejurídico, soberano y absoluto, herramienta de creación jurídica y sujeto político de la misma, elemento que dota de legitimidad a los poderes constituidos, el “fundamento” o la base ética del Poder y sus decisiones (Noguera: 2012); en segundo lugar, la otra faceta o cara del Poder constituyente se caracteriza por su voluntad de ruptura o emancipación, en este sentido entenderíamos éste como “una fuerza o autoridad política popular capaz de cancelar el viejo orden constitucional y crear uno de nuevo radicalmente distinto” [1]. Así, en este segundo sentido, el poder constituyente (el pueblo empoderado), crea un nuevo y distinto poder constituido, lo cual supone la actuación de un conflicto entre dominador/dominado, permitiendo el avance social.
Las dos caras teóricas son secuencias de un mismo proceso socio-político. En un periodo de crisis de dominación, de puesta en duda de los consensos legitimadores de un régimen determinado, las circunstancias objetivas (sociales, políticas e incluso jurídicas) abren una ventana de oportunidad que permite una redefinición de los márgenes entre lo decidible y lo indecidible, lo posible y lo imposible, permitiéndose el cuestionamiento efectivo del poder constituido.
Ahora bien, que la hegemonía imperante sea puesta en duda no es sinónimo de que automáticamente, como si se tratase de un proceso casual y espontáneo, se construya una nueva mayoría popular transformadora que permita un proceso constituyente de ruptura con el régimen anterior. De hecho, la historia está llena de ejemplos de procesos constituyentes fallidos o, utilizando de nuevo palabras de Noguera, de procesos meramente reconstitutivos, los cuales, mediante una operación de gatopardismo [2] guiada por un sector de las elites dominantes, han conseguido un cambio sólo en lo aparente para mantener el statu quo (podemos pensar, por ejemplo, en la Constitución ecuatoriana de 1998).
Así, el resultado del proceso dependerá de la correlación de fuerzas existente y se sintetizará en un punto del eje entre la involución, el gatopardismo y la trasformación radical de las relaciones sociales. La ventana de oportunidad que finalmente termina cruzándose, en el caso de hacerse, es la construcción sintética de las aspiraciones que terminan por hacerse hegemónicas.
Esta cuestión nos lleva directamente al tema del “sujeto” constituyente, cuya definición es de nuevo una cuestión compleja. Como hemos visto la activación del poder constituyente requiere la existencia de un sujeto que decida organizarse políticamente y ordenarse jurídicamente, reclamando para sí misma la posición de centro de poder originario, autónomo e incondicionado y que tenga la suficiente fuerza para conseguirlo. Estamos hablando del tiérs état, el proletariado, la multitudo o una agregación de sujetos conscientes guiados por los objetivos antedichos. En otras palabras, se trata de conseguir una (re) construcción de la unidad subjetiva perdida durante los periodos de crisis de dominación de tal modo que la construcción y la acción de este nuevo sujeto, bloque, colectivo, permita una nueva correlación de fuerzas entre los diferentes sectores sociales. Ciñéndonos a la interpretación de García Linera, coincidimos en que se trata de "un sujeto con conciencia antagonista, conciencia revolucionaria vinculada a la condición de explotado, un sujeto que se construye con el sumatorio de subjetividades y acontecimientos rebeldes, un sujeto que se construye mediante la acumulación de fuerza y el apoyo mutuo de las innumerables dinámicas de autodefensa, resistencia y antagonismo. En definitiva, un bloque social con capacidad de movilización y con voluntad de poder".
Activado el poder constituyente, construido este bloque social con capacidad y voluntad de tomar el poder, es necesario preguntarse cuales son las posibles vías para conseguirlo. En este punto, como en los anteriores, hay fuertes discrepancias, planteándose hasta cuatro opciones para la apertura de un proceso constituyente. Por un lado, está la tradicional vía insurreccional, la toma del poder mediante una acción violenta que rompa y desconozca el orden anterior, descartada hoy en día por la mayor parte de los politólogos y juristas que han analizado la cuestión, dado, sobre todo, los múltiples intentos fallidos y la práctica imposibilidad de llevarla a cabo [3]. En segundo lugar encontramos la opción electoral, fundamentada en el triunfo electoral de una fuerza política que tenga entre sus objetivos centrales la apertura de un proceso constituyente (Viciano, 2012). Ésta es la vía más tratada, analizada y respaldada y la puesta en práctica, como veremos, en los procesos latinoamericanos. En tercer lugar se plantea la posibilidad de articular mecanismos de presión social en las calles que fuercen al poder político a abrir un proceso constituyente como única vía para mantener la paz social. Algunos autores plantean que esta vía habrá de ser necesariamente conjugada con la anterior vía electoral a fin de asegurar que el proceso constituyente no quede en manos de los mismos actores que provocaron su apertura. Como caso reciente y paradigmático de proceso constituyente fallido por la no articulación de estas dos vías, dejándose todo al amparo del poder constituido, tenemos el caso de Islandia. Por último, en cuarto lugar, se ha criticado las dos formas anteriores señalando que en la situación actual la toma del poder político institucional no va a conseguir un verdadero proceso emancipatorio sino, dada la estructuración y el grado de desarrollo de la dominación en nuestras sociedades, tan sólo un cambio de las elites dominantes. Por ello, según esta última aproximación a la idea de Poder y proceso constituyente sería imprescindible la creación de “múltiples y amplios espacios, asambleas o cualquier tipo de instituciones participativas y autogestionadas que emitan, desde la esfera civil y de manera coordinada, normatividad alternativa”. Se trataría de provocar una “crisis orgánica”, en el sentido que le dio Gramsci, y a partir de ahí, y como premisa necesaria, construir una nueva forma de organización social popular autogestionada (Noguera: 2012).
Como hemos señalado, de entre las vías propuestas, la que ha sido puesta en marcha en época reciente, y se ha acogido en gran parte de las propuestas de praxis política en el Estado español, es la vía electoral. Ahora, ésta no se piensa como un compartimento estanco sino que es matizada por aportaciones de las otras vías. Esto es, se entiende que la vía electoral no sólo no podrá llevarse a cabo con un compromiso y movilización ciudadana constante, sino que habrán de tejerse una amplia red de órganos de participación popular que tengan por objetivo complementar al Estado (“doble poder”) actuando como factor defensivo-ofensivo. Lo contrario, y recuérdese el caso chileno, supondría sucumbir inevitablemente a las resistencias de clase al proceso de cambio (oposición de personal estatal de alto rango y parte del funcionariado, paros patronales, evasión de capitales, actos de violencia fascista, actitud beligerante de medios de comunicación, presión de posturas conciliadoras que animarían a olvidar el proceso de ruptura, golpes de Estado, etc.).
b) El nuevo constitucionalismo latinoamericano como ejemplo
A efectos de ilustrar lo antedicho es interesante atender a los ejemplos concretos, y recientes, de activación del Poder constituyente. En este sentido, con tal de acercarnos a la experiencia práctica, podemos destacar algunas de las características de lo que se ha venido llamando nuevo constitucionalismo latinoamericano, iniciado con la Constitución colombiana de 1991 y consolidado con la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009.
La Constitución colombiana de 1991 supuso la vuelta a la doctrina tradicional del poder constituyente al ser un proceso activado democráticamente por la propia ciudadanía si bien, a pesar de notables avances, éste se condujo por los mismos actores políticos que habían generado las condiciones de hastío que llevaron a la Asamblea Constituyente. Tampoco terminaron de establecerse unas relaciones propicias para el poder constituyente en la Constitución ecuatoriana de 1988 que supuso un intento de relegitimación del régimen existente para continuar con las políticas de vaciamiento del Estado y poner freno a las movilizaciones populares.
Frente a estos dos modelos de proceso reconstitutivo se alzan los procesos constituyentes más claramente apegados a la noción que aquí manejamos. La Constitución venezolana de 1999, y más tarde la Ecuatoriana de 2008 y la Boliviana de 2009, consiguieron sobre la base de un nuevo sujeto con voluntad de ruptura y transformación real, consagrar lo que se ha llamado “nuevo constitucionalismo latinoamericano”.
Merece la pena recordar que, más allá de las diferencias en cuanto a determinadas características de los procesos y de los sujetos, los tres procesos partían de escenarios comunes socio-políticos que permitieron su activación, marcados por las repercusiones del llamado Consenso de Washington, y que no se alejan en demasía de la situación actual del estado español. Entre otros: la drástica reducción de la inversión pública; las privatizaciones y los recortes en materia de derechos laborales, agrarios y ambientales; unos regímenes políticos cada vez más excluyentes, reproduciendo un juego de, en el mejor de los casos, insustancial alternancia de partidos tradicionales; y la insuficiencia, por calculada contención o por falta de puesta en práctica, de las diferentes reformas constitucionales que tuvieron lugar a lo largo de la década de los 90.
A estas condiciones es importante sumar la particularidad del sujeto constituyente protagonista de los procesos de Bolivia y Ecuador. Allí, el sujeto se constituyó como un conjunto de distintos movimientos sociales (rurales y urbanos; sindicales y comunitarios; vecinales y sectoriales; de mujeres urbanas y de mujeres campesinas; ambientalistas, estudiantes, afroamericanos etc.), pero particularmente fue el movimiento indígena, cuya fuerza no había dejado de crecer desde los 70, el que asumió un marcado protagonismo que marca la diferencia con Venezuela. Tras años de movilización permanente esos sujetos consiguieron, en conjunto, erigirse en fuerzas destituyente tras una larga acumulación de fuertes episodios de contestación al poder [4].
Como señalábamos, en los tres casos la convocatoria de una Asamblea Constituyente se consiguió con una victoria electoral, siguiendo las reglas de juego vigentes, esto es, un proceso intrasistema. Sin embargo, los vencedores fueron nuevas fuerzas políticas que rompían el mapa de los partidos tradicionales aun cuando en su seno estuvieran éstos. Nuevas fuerzas políticas, por tanto, que se constituían como plataformas o espacios de encuentro de organizaciones y movimientos antes que estructuras partidistas clásicas, al menos en sus inicios [5].
A través de estos procesos constituyentes, las normas constitucionales resultantes han incluido toda una serie de garantías sociales, efectuado cambios institucionales, diseñado una nueva configuración de los poderes políticos, establecido mecanismos de democracia participativa, regulándose mecanismos de control ciudadanos que son en muchos casos vinculantes (Viciano y Martínez, 2012), y elaborado una nueva Constitución económica y un nuevo modelo de reconocimiento y protección de los derechos (Viciano y Martínez, 2005; Torres, 2006).
En concreto, merece la pena hacer hincapié en la superación del sistema de tripartición de poderes (en el que el control de los representantes es ejercido por ellos mismos y no por los representados directamente) mediante la creación un poder popular autónomo desvinculado de la estructura de la tripartición de poderes que puede ejercer un control democrático directo sobre los gobernantes. Esta cuestión la podemos ejemplificar con el caso venezolano. El libre desarrollo de la personalidad al que se hace referencia en los artículos 20, 102 y 299 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, se vincula al ejercicio de la soberanía popular (artículo 62) concretándose los mecanismos que la posibilitan en su artículo 70: "la elección de cargos públicos, el referendo, la consulta popular, la revocatoria del mandato, las iniciativas legislativa, constitucional y constituyente, el cabildo abierto y la asamblea de ciudadanos y ciudadanas cuyas decisiones serán de carácter vinculante, entre otros; y en lo social y económico, las instancias de atención ciudadana, la autogestión, la cogestión, las cooperativas en todas sus formas incluyendo las de carácter financiero, las cajas de ahorro, la empresa comunitaria y demás formas asociativas guiadas por los valores de la mutua cooperación y la solidaridad".
Por añadidura, y como parte fundamental, las normas constitucionales incorporan la consideración expresa de las condiciones materiales que garantizan una participación plural de las clases populares.
De esta manera, con estas constituciones se ha profundizado en la visión del derecho como fuente emancipadora, en el uso contrahegemónico de los instrumentos coercitivos, representativos y constitucionales por parte de las clases subalternas como forma de desbordar el marco regulatorio liberal y la economía de mercado (Sousa Santos, 2009).
Se trata de una cuestión fundamental que hace convivir a una Constitución representativa, en la que lo constituido confluye con mecanismos de defensa de la propiedad privada, con la Constitución alternativa, configurada en base a mecanismos de democracia directa y formas comunes de la propiedad (De Cabo, 2009: 149). A fin de hacer efectivo un vínculo dialéctico entre ambas, el nuevo constitucionalismo latinoamericano se dota de mecanismos de confrontación ciudadanía-Estado (Noguera, 2010) que permiten una progresiva superación de los elementos de poder popular sobre los representativos estatales y, en el plano de lo socio-económico, una puesta en marcha de corrección de antonimias (coherencia) y lagunas (plenitud) (Ferrajoli, 2011). El entrelazamiento entre lo constituido y lo constituyente lo permite: mientras lo constituido se convierte en el elemento garantista que permite la participación activa y el respeto al cumplimiento de los derechos constitucionales, el poder constituyente se erige en su eventual defensor (recuérdese la defensa popular de los gobiernos venezolano y ecuatoriano en los golpes de Estado de 2002 y 2010) a la par que en elemento dinamizador (antiestático) de lo constituido.
En otras palabras, con los mecanismos anteriores se persigue poner en marcha, por un lado, la transición hacia un horizonte plenamente democrático que se manifiesta a través de mecanismos y valores democráticos que permiten una constante formación ciudadana; por otro lado, la rebelión se conjuga con la Constitución, se da un replanteamiento constante, una revolución permanente que hace efectivos aquellos planteamientos que entienden el nuevo constitucionalismo latinoamericano como un Constitucionalismo de transición (Viciano y Dalmau, 2005).
A nuestro modo de ver es ésta dialéctica constante entre poder constituyente y constituido la que permite el avance ilimitado hacia el horizonte democrático del autogobierno político y económico representado por la Constitución alternativa (formas comunes de la propiedad y mecanismos de democracia directa).
Ahora, creemos es necesario matizar, y aún siendo una cuestión que excede el análisis de éstas páginas, que cabe preguntarse si ¿cabría reproducir soluciones similares en latitudes diferentes?
c) ¿Es trasladable el ejemplo latinoamericano?
Una vez descrita la realidad anterior, la pregunta fundamental es ¿cabría reproducir soluciones similares en latitudes diferentes? Son muchos los que han afirmado que no es posible trasladar soluciones similares a realidades y sujetos tan dispares. Y es bien cierto que la realidad socio-política venezolana o ecuatoriana dista mucho de la europea. Entre Europa y América Latina existen notables diferencias que no se pueden pasar por alto: históricas (colonizadores y colonizados), geopolíticas (centro y periferia del sistema mundo), en la estructura económica y social, en la estructura de valores, en la superestructura política (sistemas políticas presidenciales y parlamentarios o semipresidenciales) o en la inexistencia en América Latina de Estado social. No obstante, existen elementos de analogía que recuerdan a la actual situación europea, y concretamente a la española, como si de una suerte de viaje al pasado o un déja vu se tratase para el analista de los casos venezolano, boliviano y ecuatoriano dadas las similitudes con los procesos económicos y políticos que se vivieron antes de la activación del poder constituyente en éstos países: crisis económica y medidas neoliberales con el consiguiente aumento de la desigualdad social; clientelismo y corrupción política; Constitución inservible para defender sus propios presupuestos y hacer frente a los actuales problemas sociales dadas sus limitaciones democráticas tanto formales como materiales; importantes dosis de insatisfacción democrática que se traducen en una escasa confianza en las instituciones públicas, sentimientos antipartidistas, desafección política y aumento de la abstención.
3. La recepción de la apuesta constituyente en los documentos recientes del Partido Comunista de España
Mucho antes de que la cuestión constituyente entrara en el debate político, Julio Anguita, en su mitin en la Fiesta del PCE de 1996 ya ponía de manifiesto que aquél “consenso” de 1978 había dejado fuera tres principios que constituyen el eje medular de la propuesta alternativa al modelo de Estado del PCE: la construcción de un Estado Federal y Solidario Español; el reconocimiento del Derecho de Autodeterminación; la República como forma de Estado. Señalaba Anguita como en la Transición el Partido había postergado los otros objetivos para permitir y forzar la consecución del consenso para que el Estado Social y Democrático de Derecho estuviese contemplado en la Constitución. Ya en 1996 el dirigente afirmó que el Estado social se estaba viendo atacado y bloqueado por la acción de las políticas económicas y sociales del gobierno y que la asunción de los principios del neoliberalismo hacían prever un agravamiento [6]. En particular Anguita señalaba que el principal ariete contra el Estado social era y sería el Tratado de Maastricht y la aceleración de la Unión Económica y Monetaria, algo que años más tarde la doctrina constitucionalista confirmaría. Ante el incumplimiento continuado de los compromisos sociales establecidos en la Constitución de 1978, Anguita acababa su mitin declarando al PCE libre de consensos y por tanto en la línea de la reivindicación de un cambio de modelo de Estado, lo cual rompía con la Constitución de 1978.
La denuncia de las grandes carencias de la Constitución española de 1978 y la afirmación de la necesidad de proceder a una reforma de los elementos fundamentales de la misma se plasmaba claramente en los documentos del XVII Congreso del Partido Comunista de España (2005). En éstos se calificaba la Transición como un proceso "dirigido por las fuerzas reformistas del periodo entre los cuales se encontraba un sector franquista y otro monárquico”, que había dado lugar a una Constitución lastrada desde su inicio y que debía reformarse para conseguir como forma de Estado una República Federal Solidaria, donde se reconocieran “los derechos sociales y de los trabajadores a la vez que proteja los derechos nacionales y regionales y que ensanche la democracia radical y regularice la participación popular".
En concreto, el documento señalaba la necesidad de superar la CE de 1978 porque la misma establecía un modelo de “democracia limitada” en la que el poder ejecutivo primaba tanto sobre el legislativo como sobre las fuerzas y movimientos sociales. Para revertir esta situación se apostaba por una reforma de la Constitución que modificase el diseño y las relaciones entre los poderes del Estado y se avanzase hacia formas de democracia directa para “asegurar la primacía del poder civil y la soberanía popular sobre cualquier otra institución del Estado”. Las medidas concretas que se propusieron son, entre otras, la reforma del diseño del sistema electoral, la reforma de los mecanismos de democracia participativa presentes en la CE para ampliarlos e incluir otros y la supresión de la moción de censura constructiva. Asimismo, se incluyó la necesidad de modificar las atribuciones del ejército, contemplar el carácter laico, introducir el reconocimiento a las víctimas de la guerra civil y del franquismo, acabando con una clara referencia a la necesidad de ir más allá de una mera reforma, estableciendo que “ninguna reforma de la Constitución vigente puede colmar nuestras exigencias si no se plasman los contenidos de verdadera democracia, a través de una República federal y solidaria”.
Como es evidente, una reforma en este sentido implicaría la necesidad de realizarla por el procedimiento agravado, es decir, el previsto en el artículo 168 CE que establece un mecanismo según el cual la apertura del procedimiento de reforma requiere la aprobación del texto reformado por una mayoría de dos tercios de ambas cámaras, su disolución inmediata, la convocatoria de nuevas elecciones, la aprobación de nuevo del texto resultante por idéntica mayoría y la posterior convocatoria de un referéndum. Esta vía, de facto, bloquea e impide la reforma de los elementos fundamentales de la CE. Por ello, es posible afirmar que la entidad de la crítica y el nivel de reforma exigido conducen irremediablemente a la exigencia de la apertura de un proceso constituyente, que desbordara los procedimientos previstos en el propio texto constitucional.
Posteriormente, la Conferencia política de 2008 incluyó con claridad la ruptura con el pacto constitucional de 1978, remarcando de nuevo los déficits democráticos de la transición: papel constitucional del ejército, falta de control popular sobre la justicia, omnipresencia de la iglesia católica, centralismo y neocentralismo autonómico y el sistema electoral [7]. El documento señala que la Constitución de 1978 debe ser superada y que Izquierda Unida no debe supeditarse a los acuerdos alcanzados en la Transición y a su plasmación en la CE.
En el Documento Político del XVIII Congreso del PCE, el Partido hace suyas las consideraciones respecto del modelo de Estado y República de los Congresos anteriores y la pasada Conferencia Política. Retoma la crítica a la CE de 1978, señalando su déficit democrático y se plantea ya claramente la necesidad de abrir un debate para iniciar una Asamblea Constituyente que abra el camino a la III República.
Son los Documentos de XIX Congreso del PCE (a celebrar en noviembre de 2013) los que más claramente recogen la apuesta por un proceso constituyente, la apertura de un proceso constituyente, "profundo, basado en la movilización social, que incorpore un cambio de régimen, y que genere una nueva Constitución, avanzada socialmente, promotora de la participación ciudadana, garante de la soberanía popular, y marco posible de transformaciones en las propias relaciones de producción".
Para su consecución, para la ruptura democrática, el Documento reconoce que es imprescindible conseguir hegemonía social y un estado de movilización social mayoritario y desbordante. Este objetivo requiere, como también refleja el documento, una política de alianzas sociales que conformen un Bloque Social y Político de carácter alternativo y con una base antineoliberal, cuyo núcleo principal estará conformado por la clase obrera, el nuevo asalariado/a urbano, y los/as técnicos/ as y profesionales asalariados/as, sectores desde los que se define una nueva alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura. Impulso del bloque social y político al que se debe unir un decidido y constante trabajo político y organizativo dirigido a los sectores de la clase obrera descualificada, precaria, sin derechos y con escasa relación con el mundo sindical y político organizado, que forman la mayoría social en nuestro país [8]. Ese Bloque Social y Político Alternativo conseguirá la adopción de una nueva Constitución, cuyo contenido principal sea el desarrollo de una democracia política y social que nos permita avanzar en sentido socialista.
Por todo lo antedicho, no cabe duda de que el PCE apuesta por la carta constituyente. A nuestro juicio, ésta apuesta requiere sostener cuanto antes un debate interno acerca de cuál es su posicionamiento respecto del proceso constituyente (su apertura y desarrollo), qué tipo de Asamblea Constituyente se va a exigir, cuál sería el contenido concreto que desde el Partido se propondría para una nueva constitución y, fundamentalmente, de cómo desde el PCE se avanza en la construcción de ese Bloque Social y Político sin el cual no será posible la consecución del proceso constituyente o, mejor dicho, que el resultado del mismo no sea reconstitutivo sino rupturista.
4. Conclusiones
De lo expuesto hasta el momento podemos extraer las siguientes conclusiones:
1) Una Constitución es el reflejo y cristalización de una correlación de fuerzas dada en un momento determinado, por lo que cualquier cambio sustancial en la misma requerirá igualmente de una correlación de fuerzas que apoye y permita tal cambio.
2) Debido a la crisis de régimen existente queda abierta una ventana de oportunidad. En caso de cruzarse, el resultado dependerá de la correlación de fuerzas existente y se sintetizará en un punto del eje entre la reacción, el gatopardismo y la trasformación radical de las relaciones sociales. Las fuerzas de ruptura, entre las cuales ocupa un lugar destacado el PCE, han de aprovechar la coyuntura y hegemonizar el proceso constituyente.
3) El poder constituyente es el instrumento por el que el pueblo ejerce legítimamente y radicalmente su soberanía. Es un poder fundador, originario, prejurídico, soberano y absoluto, que rompe con el régimen anterior.
4) Las relaciones entre poder constituyente y poder constituido, de acuerdo con los avances del nuevo constitucionalismo latinoamericano, han de ser dialécticas, de tal forma que se produzca una constante democratización de la democracia que permita superar los elementos de propiedad privada y de democracia representativa a favor de los elementos de formas comunes de propiedad y de democracia directa.
5) La consecución de un proceso constituyente no meramente reconstitutivo requiere de la existencia de un sujeto, un Bloque Social y Político Alternativo para cuya consecución es imprescindible un proceso de acumulación de fuerzas. No hay apuesta constituyente si no se parte de este principio.
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