[1]

El encuentro con Juan Carlos Rodríguez fue extraordinario y, para mí, totalmente imprevisto. Lo conocí gracias a la mediación de Rosario Scrimieri, que había asistido a unos cursos en Roma y me lo presentó durante una convención en Madrid, en 1999. En un período de atenuación y confusión de la izquierda, con conversiones al liberalismo e invasiones de los pietismos hermenéuticos y escepticismos deconstructivos, incluso de derivas pararreligiosas, no me esperaba encontrar un marxismo resistente, aguerrido y riguroso como el de Juan Carlos. Fuerte en todos los terrenos: en el general de la teoría y en el particular de la crítica. Esas dos vertientes estaban estrechamente enlazadas en su pensamiento, desde una noción-clave, la de «matriz ideológica», una «articulación», un «dispositivo» de fondo que caracteriza cada época, el gancho que mantiene unidas las relaciones económicas y las concepciones culturales, y permanece fijado en el inconsciente. Dicha «matriz» se refiere precisamente a la cuestión de la identidad, la respuesta a la pregunta del «Yo soy». En la sociedad clásica, la «matriz» reside en la división «Amo/esclavo»; en la sociedad feudal, en la de «Señor/siervo»; con el advenimiento de la sociedad burguesa-capitalista, nos encontramos con el «sujeto libre». Pero la «matriz ideológica» concerniente a nuestra época se escribe de la siguiente manera: «Sujeto/sujeto», es decir, con un Sujeto con mayúscula superpuesto a un sujeto subalterno que es explotado. Se trata de un esquema aparentemente simple, elemental, pero que debe articularse a continuación en cada ámbito, en la forma y en la sustancia, en el nivel consciente y en el inconsciente. Respetando la especificidad y el desarrollo histórico: la particularidad de la literatura y de la poesía. Una vez, en uno de nuestros encuentros posteriores, Juan Carlos afirmó que el marxismo mismo no significa nada si no consigue explicarme el verso que tengo frente a mí…

La cuestión es que, una vez establecida esa base, ese planteamiento, si se aplica de manera radical, todo cambia de signo y es necesario reescribir todo. El marxismo se convierte en un descarte absoluto respecto no solo del sentido común, sino también de la praxis del pensamiento y de las tendencias de los estudios. La diferencia, Rodríguez la ha resumido en la divergencia entre la perspectiva antropológica (por la cual existe el Hombre, sustancialmente inmutable) y la visión de la «radical historicidad»:

 

a) O bien la humanidad y sus discursos eran considerados desde un punto de vista, diríamos, antropológico, esto es, un espíritu humano siempre igual a sí mismo en el fondo, en todos los tiempos y lugares, que habría ido evolucionando des­de la oscuridad a la razón, desde la semilla al árbol —a eso se llama historicismo— o que habría ido atravesando distintos es­tratos culturales, al modo de capas geológicas, conformándose y perfilándose, hasta llegar a la plenitud actual (donde aún exis­tirían sociedades sin historia), en suma, yendo siempre de lo mismo hacia lo mismo, más o menos perfilado o cultivado, pero siempre intocable, siempre sustancialmente idéntico: el esen­cial espíritu humano (una sola pregunta: si en esta perspectiva se va siempre de lo mismo hacia lo mismo, entonces ¿para qué hablar de historia?).

b) O bien el planteamiento se hacía desde un punto de vis­ta radicalmente histórico (lo que hemos llamado radical historicidad de la literatura) y entonces los individuos, los se­res humanos seríamos realmente efectos de la historia, producto de unas determinadas relaciones sociales —y no de otras—; se­ríamos, en suma, animales ideológicos, efectos de unos deter­minados modos de producción —y no de otros— y actuando y viviendo de acuerdo con las líneas invisibles, el inconsciente ideológico determinante en tales relaciones sociales.

Como se ve, entre el proyecto Antropológico y el proyec­to de la Radical Historicidad existía y existe un abismo infran­queable no sólo respecto a la concepción de la literatura sino respecto a la concepción del mismo ser humano. [2]

 

Así se recoge en De qué hablamos cuando hablamos de literatura (2002). La crítica inspirada en la «radical historicidad» deberá pues demostrar que sabe leer de otro modo la historia; y ahí está pues el trabajo sobre los clásicos de la literatura española, a partir del primer y fundamental estudio Teoría e historia de la producción ideológica (1975), y, a continuación La literatura del pobre (1994), dedicado al género picaresco, para llegar a confrontarse con el clásico de los clásicos, Cervantes, con El escritor que compró su proprio libro (2003), una lectura del Don Quijote que encuadra la atención en la «lógica interna» del texto incluidos los juegos de espejo entre el primer y el segundo volumen, aunque sobre el fondo (a diferencia de los formalismos de cualquier tipo) del «inconsciente ideológico» de la época frente a la cual el valor de la obra no reside en presuntas cualidades superlativas sino, al contrario, en los pliegues, los fracasos, en el «revelar las brechas o las fisuras» y «mostrar las contradicciones». Y también, avanzando hacia el siglo XX, con respecto a Mallarmé (La poesía, la música y el silencio. De Mallarmé a Wittgenstein, 1994), a García Lorca (Lorca y el sentido, 1994) hasta el reciente libro sobre Borges (Formas de leer a Borges, 2012), Rodríguez demostraba una gran capacidad interpretativa capaz de no ceder nunca un milímetro de sus presupuestos políticos y, al mismo tiempo, encuadrar sin prejuicios incluso autores que, aparentemente, quedarían lejos de tales presupuestos.

Cuando existía una consonancia plena, como en el caso del largo ensayo sobre Brecht, podía suceder que desde una obra considerada menor, como Diálogos de fugitivos (los refugiados: un tema que hoy copa las crónicas de toda Europa), el crítico hiciera aflorar una cuestión enorme, una versión dialéctica, mostrando plenamente la distancia diametral que existe entre la modalidad de Hegel y la del materialismo que propone Brecht:

 

Si la unidad originaria de los contrarios suponía (en Hegel) un aparente es­quema «o - o» (o el espíritu o la materia) que se resolvía con la negación de la negación, Brecht esta­blece en Diálogos de fugitivos —pero también en todas sus obras de esa década— un planteamiento absolu­tamente distinto. Por ejemplo, en vez del supuesto «o - o», la realidad del «no - sino» (una imagen clave de la relación desequilibrada a la que aludíamos), es decir, algo así como una dialéctica del juego de las contra­dicciones reales (y sé que estoy jugando con fuego al utilizar estos términos). [3]

 

Se trata de una dialéctica que no llega a la síntesis, sino que quiere indicar la «relación desequilibrada». Lo hace con una clara consecuencia política:

 

En la dialéctica marxista (en la de Marx y Brecht al menos) la unidad de los contrarios es imposible. Digámoslo así: los explotado­res necesitan de los explotados, pero el axioma no existe a la inversa. No existe el espejo: los explotados no necesitan, en absoluto, de los explotadores. [4]

 

El ensayo brechtiano, publicado en 1998 como introducción a un volumen aniversario, se incluyó posteriormente en De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (2013), en el cual Rodríguez vuelve a impulsar la actualidad del marxismo sirviéndose especialmente de la relectura del Manifiesto del Partido Comunista: por qué mientras exista explotación en la tierra, no podrá decirse que el marxismo (basado en la «libertad sin explotación») ha sido «superado». Con una puntualización importante: que la explotación, desde tiempos de Marx, no digo que se haya perfeccionado sino que, ciertamente, se ha explicitado: ahora está claro que la explotación de la fuerza de trabajo se convierte en la explotación de la «vida entera», que incluye no solo lo físico sino lo mental; y la ideología ya no es solo una concepción y una visión del mundo sino el aire que respiramos; es —dice Rodríguez— «nuestra piel», es decir, nuestro inconsciente ideológico (Marx y Freud aliados, por lo tanto). ¿De qué hablamos cuando hablamos de marxismo? Hablamos de la búsqueda crítica más agotadora que pueda existir para conseguir comprender a dónde nos llevan las trampas emotivas, las inversiones afectivas o la construcción de la identidad personal, tanto al leer un libro como cuando nos ponemos un traje.

Sin ningún triunfalismo ni perspectivismo teleológico, aun a sabiendas de «escribir desde las ruinas», incluso se recurre al pensamiento de Marx y se ve como este mismo puede revestir de verdad las indicaciones de sus supuestos enterradores, desde Heidegger a Foucault, a los cuales siempre falta algo, exactamente la remisión a la raíz material. Por supuesto que buscar una alternativa a lo existente significa sostener una utopía («un mundo “otro”», «la libertad de todos»), en el momento en el cual se reconoce el fracaso del experimento comunista del siglo veinte, porque desde el punto de vista de la libertad sin explotación, «las relaciones sociales comunistas no han existido nunca». La alternativa se reinventa, sin garantías. En cierto momento de su libro, Rodríguez cita el relato de Hemingway Las nieves del Kilimanjaro, en el cual encuentran el cadáver de un leopardo congelado: una imagen que se reinterpreta como la representación de la situación actual de la izquierda. En definitiva, he aquí la cuestión dirigida a todos: si no devolvemos la vida al marxismo, si no recuperamos el espíritu fundamental, si no se adapta con un debate atento, «si el leopardo no se descongela y revive, obviamente nuestro sistema de explotación capitalista continuará su camino imperturbable» [5].

Rodríguez proviene de la escuela de Althusser, al cual está dedicado un capítulo del libro; pero, mientras que para Althusser los «aparatos ideológicos de estado» estaban en primer plano, las instituciones públicas para las cuales podía pensarse en una transformación estructural, ahora, en cambio, la ideología es un enemigo sutil que se insinúa en las pretensiones identitarias, en las solidificaciones del «yo soy». La crítica ideológica, por lo tanto, debe aprender lecciones del trabajo capilar e intralingüístico de la crítica literaria y esto explica por qué la literatura destaca un poco por todas partes, en los libros, como ejemplo y campo de verificación, hasta en las rarefacciones de la poesía que, precisamente porque está más centrada siempre en lo «privado», se convierte en un campo sensible de la «crítica del yo», de resistencia y de intervención, si consigue dirigirse hacia la construcción de otra visión de lo real y de nuevas formas de subjetivación.

Pero sin limitarse a la literatura: de Rodríguez, sigue interesándome especialmente el pequeño libro sobre la moda (Literatura, moda y erotismo: el deseo, 2003), publicado en un formato singular más alto que ancho. También he intentado que lo publiquen en Italia [6], pero sin éxito (ahora he traducido al italiano un capítulo publicado en red, en una revista web). Lo considero como la respuesta de Juan Carlos a los Cultural Studies estadounidenses: aquí, de hecho, se sale de los cercos disciplinarios y se discurre por ámbitos donde el «valor simbólico» se produce a espaldas de la vida cotidiana, en objetos de uso habitual como la vestimenta; sin embargo, este movimiento no está carente de una crítica «básica» (por usar uno de los términos que Rodríguez apreciaba) que aborda el problema del «gusto» hasta las raíces mismas de la de la «fábrica del deseo». Lejos de una perspectiva neutralmente antropológica, Juan Carlos consigue enfocar el proceso fundamental del imaginario colectivo actual, es decir, «la incorporación de las reglas» que tiene por corolario los puntos de anomalía patológica, allá donde la incorporación fracasa y los cuerpos huyen del fetichismo del mercado.

La propia crítica literaria no se aplica nunca a la interpretación sin aspirar a un «horizonte amplio», una llave alegórica que reenvía a las cuestiones de fondo. Me gusta referir, como ejemplo, a un fragmento que se inspira en los versos de un poeta italiano, Eugenio Montale:

 

Como lo señaló, sin querer, Montale en un verso inolvidable, la escritura actual sólo podrá enunciarse en tomo a la posibilidad del quizás, del tal vez: «Forse un mattino andando in un'aria di vetro». Traducido el poema dice así:

Tal vez una mañana caminando por un aire de vidrio,

árido, al darme vuelta, contemplaré el milagro:

la nada a mis espaldas, el vacío detrás

de mí, con terror de borracho.

Luego, como en una pantalla, acamparán de golpe

árboles casas lomas en su habitual engaño.

Pero será ya dema­siado tarde, y yo me iré en silencio

con los hombres que no mi­ran atrás, con mi secreto.

Montale es taxativo, es genial. Lo que se encuentra en ese «aire de vidrio árido», cuando uno se vuelve a mirar hacia atrás, no es la ciudad en llamas (nadie es ya la mujer de Lot) sino el milagro de la escritura de hoy, el milagro de que la escritura pueda seguir existiendo. «Rivolgendomi», volviéndome para mirar atrás, el milagro se cumple: la nada a mis espaldas, el vacío detrás de mí. Eso es lo que la escritura de hoy ve, descarnadamente, con un «terrore di ubriaco». Ese terror ebrio, de borracho, es en efecto la necesidad de escribir con la nada, a través de la sombra del viajero (como el Nietzsche de El via­jero y su sombra). En el poema de Montale nadie duda de que sigan existiendo las cosas (árboles, casas, colinas o lomas), pero esas cosas son ya —al mirarlas hacia atrás, desde la nada— un engaño consabido, habitual, la convención que nos inventamos para seguir viviendo o escribiendo: la nada en las espaldas y el vacío detrás: ¿Cómo seguir más allá en la vida y en la escritura? Cuando uno descubre esto es ya demasiado tarde. Enton­ces sólo queda avanzar en silencio, no revelar el secreto de la Nada a los hombres que no han mirado hacia atrás, tratar de que no se derrumben. Esto puede parecer elitismo e incluso una lejana imagen del poeta/profeta romántico, el que posee el se­creto y se lo calla. Pero Montale es mucho más cotidiano. En realidad ¿necesita alguien volverse a mirar hacia atrás? O me­jor dicho: ¿no llevamos todos nuestra nada encima, sin necesi­dad de verla y de enunciarla? Me gusta Montale (sobre todo el segundo Montale) porque deja de ser «poeta» para convertirse en contingencia humana. Y esto es bellísimo: la vida se cons­truye a partir del vacío de la plenitud histórica, de la nada en las espaldas. Así se sigue viviendo: a partir del vacío. Puesto que los hombres sólo nacen para «vender su vida» (somos «vidas vendidas» desde el nacimiento), el vacío y la nada son nues­tro sentido-límite. Y como eso conlleva miles de contradiccio­nes, nosotros (y nuestros discursos y nuestra literatura) tratamos de luchar contra eso diciendo no a la venta y diciendo sí a un futuro que está ya aquí, delante y en el interior, como en el poema de Montale, una segunda lengua a la que atisbamos ape­nas como libertad sin explotación o sin venta.

 

Si se trata de luchar no tanto por la identidad sino en la identidad, la crítica de la poesía se convierte en un campo esencial y Rodríguez lo ha practicado también desde la militancia, en contacto con las tendencias en curso (ver La poesía y la sílaba del no, en Dichos y escritos, 1999). Con una puntualización muy lúcida sobre la suerte de la poesía en el período reciente: mientras otros ámbitos como la política han ido «desustancializándose» para ponerse a disposición del puro poder del mercado, la poesía, en cambio, situada al margen del mercado, tiende a «sustancializarse», es decir, a restringirse en una especie de «en sí» poético, con el riesgo de considerarse ilusoriamente libre y pura. Al mismo tiempo, si el inconsciente ideológico es «el aire que respiramos» y si la explotación se centra sobre las maneras de decir «yo soy», entonces, la poesía, en tanto que lenguaje del «yo», se convierte en un frente importante de conflicto. Se abre, ciertamente, una alternativa (tanto si se quiere jugar más sobre el plano de la experiencia, como en los autores cercanos a Juan Carlos, o bien más sobre el plano del lenguaje, como en los autores que he seguido en estos años, no hay grandes cambios):

 

La poesía está escrita en el viento de la historia y por tanto es inútil tratar de fijarla, salvo en cada coyuntura histórica. Aunque ella conozca muy bien su territorio: los pliegues, insisto, de la re­alidad ideológica y de su inconsciente. Ahora bien, precisa­mente por eso la poesía suele decir sí a la norma estableci­da, al inconsciente histórico dominante. Pero como también está inscrita en la contradicción, sólo puede existir de he­cho diciendo no a esa misma historia establecida, buscando siempre otra historia, la oculta en las relaciones invisibles que nos constituyendo. [7]

 

En el fondo existe una confianza en la literatura, en la «posibilidad de desatarse siempre que tiene la literatura» [8], como dice la página final del último libro Para una teoría de la literatura (2015), un volumen muy denso que retoma un trabajo interrumpido y discute tenazmente las distintas líneas de la crítica, sus bases y sus métodos desde los cimientos de la modernidad hasta el escepticismo postmoderno. Y, de nuevo aquí, Juan Carlos corrobora sus puntos nodales [9]:

  • La literatura no ha existido siempre, y por lo tanto no se considera como hecho o necesidad natural sino como producto de una «radical historicidad».
  • La ignorancia del inconsciente ideológico subyace a todas las falsas oposiciones de la crítica (subjetivismo/objetivismo, historicismo/formalismo, etc.), empezando por la separación entre Kant y Hegel.
  • La crítica se mueve desde y en el inconsciente ideológico, pero puede hacerse extraña gracias a las «brechas» y a las «fracturas» que en ella se abren; así es como podemos llegar a pensar de manera diferente.
  • La lucha cultural tiene sentido si la cuestión lingüística se afronta con el objetivo de la «revolución». Por citar el libro: «Pues en realidad se trata de eso: de la lucha por encontrar un diccionario otro, un inconsciente otro, que nos permita alcanzar el sueño de la libertad sin explotación, donde lo invisible pueda ser visible» [10].

Toda la obra de Juan Carlos Rodríguez nos ayuda a pensar la alternativa, la crítica del no. No se trata de salvar la literatura, como piensan Harold Bloom y los muchos conservadores del canon, nostálgicos de un pasado prestigioso, sino de contraescribir huyendo de los mitos viejos y nuevos. Esto es, sin duda, una empresa complicada: si estamos dentro del inconsciente ideológico, ¿cómo podemos liberarnos de él sin caer en una ilusión de libertad? Precisamente en su intervención en la convención de Madrid donde le conocí, Juan Carlos, indagando en la cuestión del sujeto psicoanalítico, abordaba este punto crucial y decisivo:

 

En el capitalismo, por el contrario, lo que Antonio Negri llama trabajadores sociales (o sea, casi todos nosotros, pues la división del trabajo hoy apenas marca diferencias) no somos en absoluto medios de producción sino alguien a quien se le extrae la plusvalía en el interior del propio proceso de trabajo, bien a través de la plusvalía absoluta (el tiempo de trabajo) bien a través de la plusvalía relativa (la especialización del trabajo o el lenguaje del saber). Para que eso funcione así tenemos que creemos libres, tenemos que decir yo soy libre, y en consecuencia es precisamente a través del sujeto libre (de ese modo de decir yo soy) donde estalla todo el tinglado de esta vieja farsa, toda la complicadísima mecánica y toda la reglamentación infinitamente informatizada de nuestro mundo actual. Porque el capitalismo necesita la libertad para hacer funcionar su maquinaria, para explotarnos a través de sus dos formas de plusvalía, el tiempo de trabajo y el saber. Necesita que nos creamos libres para explotarnos libremente. Sin esa libertad de explotar el sistema no funciona. Y aquí la contradicción resulta brutal: si en realidad hemos luchado siempre para ser sujetos libres ¿ahora resulta que descubrimos que ser sujetos libres es la mejor manera de que el sistema nos explote? Pero el cuchillo tiene un doble filo. La ideología de la libertad de explotación (el poder decir yo soy libre) implica también el sueño de otra libertad. [11]

 

Como se ve, estamos en el filo de una espada. No ofrece seguridad ni tampoco fácil esperanza. La tarea, como repitió Juan Carlos en varias ocasiones, a través del aire «árido» de Montale o el leopardo congelado de Hemingway, está «en el vacío y en el frío». Y aún más ahora que nos ha dejado.