Al pensar hoy en un hombre o en una mujer europea, no la imaginamos a ella obediente y sin voluntad propia ante el esposo, ni a él asesinándola a ella o al hijo; sin embargo, en España, en toda Europa, se entierran un sinnúmero de niñas, niños y mujeres asesinadas por el padre, por el marido o por la expareja. Nos encontramos entonces, en nuestro carácter de personas europeas, ante una seria dificultad: la de tratar de imaginar qué clase de normas, de ideario, transmitimos al hombre para que tantos ejerzan idéntica práctica.

Después de todo, no es demasiado pronto para aceptar la hipótesis antropológica que considera el vivir en un cuerpo de hombre como factor causal en el asesinato de la prole o de la pareja mujer —poniendo el acento en el medio sociocultural—. No hay duda de que la palabra hombre tiene sentidos diferentes en los distintos modos de vida, lo que supone una amplia e indefinible categoría de comportamientos. Sin embargo, también es cierto que la mayoría de aquellos que asesinan a la pareja mujer o a la prole, en concreto, en los pueblos de España, lo hacen asentados en una determinada cosmología, que les es transmitida colectivamente.

 

Emma Nortz trabajó durante años como servidora doméstica viviendo en una familia; en la actualidad trabaja como asistenta social en un centro de acogida para pequeños abandonados, recogidos. En cuanto una niña o un niño llega al centro, ella le cuenta cómo fue su niñez. Su objetivo es resultar cercana, crear complicidad, que la relación con cada uno de los recién ingresados sea de compañerismo.

 «Soy hija de madre asesinada por mi padre», explica, y a continuación relata lo que vivió, y de contarlo tantas veces, parece un cuento: «Un nuevo día mamá está enojada. Sé que están peleando aunque apenas puedo oír lo que le dice a papá. De pronto sale de su habitación corriendo tras él con un martillo en la mano. De repente, papá se para, le arranca el martillo, y ahora es ella la que corre delante de él hacia la habitación. Se encierran. Cuando mi papá sale de la habitación está muy cansado y muy manchado de rojo. Ahora veo a mamá sobre su cama rodeada de sábanas ensangrentadas, al igual que su cara y su cabeza martillada, toda ella, y no me atiende. Pienso, ¿verdaderamente mamá no me oye? ¿No será que se está haciendo la dormida? Ahora hay personas que insisten en que deje de llamarla, que me aparte de ella, que no me puede oír. Tengo seis años. Ese día inauguró una vida distinta. No quiero a papá porque mató a mamá en aquella tarde de junio del año 2008».

Prestar atención a la comunicación con los pequeños, y hacerlo tan cuidadosamente, le permite muchas veces consolarlos incluso más que los psicólogos con todos sus conocimientos. Pero Emma Nortz está ahora enfrascada en interpretar lo que ha marcado su vida, quiere entender por qué un número desmedido de hombres asesinan a la mujer, a la hija o al hijo. Sabe que cada hombre es diferente. Que cada mujer es diferente. Cada humano, en verdad, es singular, distinto de cualquier otro, razón por la que sospecha que al hombre se le debe de inculcar, en el campo de fútbol, en la iglesia, en las reuniones de altos mandatarios, en el médico, en el banco, en los anuncios, en alguno o en muchos lugares —quizá en todos—, la idea de que la vida de otra persona vale poco, o nada. Como la de su madre. Y demasiados hombres asumen ese mandato. Como su padre.

Las soñadoras como Emma Nortz se preguntan en qué momento, a ese hombre, o a ese otro hombre, el deseo de vida le fue arrancado del cerebro.

Todo el mundo sabe que lo que caracteriza a los individuos en toda especie animal, vegetal y, por supuesto, en la humana es el deseo de vivir. ¿Cómo es posible introducir de un golpe y de una vez por todas, en esos hombres, el orden puro de la muerte?

Anterior al cristianismo, el filósofo Epicuro (341 a. C.-270 a. C.) creó la escuela El Jardín en Atenas —en la que admitió como alumna a la mujer y también a la persona esclavizada, algo que no se daba en la época—. Propuso el hedonismo como forma de vida: instó a vivir entregado al placer, tomando conciencia de este y de su importancia en el horizonte de nuestra existencia en tanto nos guía más de lo que creemos. Defendió la necesidad de atender la cuestión y criticó el desenfreno en los placeres de la carne. Defendió —contrariamente a lo que se ha afirmado, para su descrédito— que debería buscarse un término medio [1]. La vida de Epicuro fue sencilla, humilde y tranquila, siendo un ejemplo para sus discípulos [2].

Siglos después de Epicuro, hasta nuestro actual modo de vivir, se instaló en el hijo —no en la hija— el principio ideológico de que en sus prácticas debe primar el ordenamiento social por encima de la vida de cada cuerpo. Se transmite tal normativa a través de la repetición, la representación y la reproducción del relato del Génesis 22, en el que Yahveh le dice a Abraham: «¡Sacrifica a tu hijo preferido, a Isaac!». Y Abraham obedece el mandato, pero cuando está decidido a practicarlo, a quemarlo vivo tras clavarle un cuchillo, Dios le dice: «¡Detente, Abraham, no lo hagas! Ahora sé que respetas y obedeces a Dios; que no le niegas tu hijo».

El egiptólogo alemán Jan Assmann [3] propone que los textos bíblicos, que, como es sabido, pertenecen a las ideas que rigen el vivir colectivo no solo español, sino de gran parte de Europa, no tratan de la Historia, sino que tratan de la memoria. La historia del monoteísmo es recordada como una serie de masacres, con mucha violencia, y toda esa violencia no bebe de la historia, afirma Assmann, sino de la memoria. Sentencia que «… la violencia religiosa es una aportación original del monoteísmo».

A través de ese relato, de esas y otras palabras, se instala la norma de que las prácticas en el vivir de cada hombre deben estar a merced del ordenamiento social impuesto. En ese caso, se alude al orden impuesto por el dios católico. Es así como el Dios bíblico hace suyas las pretensiones de la justicia. Los lenguajes de la ley y de la religión son un poder incorpóreo que afectará al cuerpo, cambiará el estado del cuerpo, dice Gilles Deleuze [4].

Emma Nortz y tanta mujer contemporánea viviendo e intentando contribuir a erradicar los gravísimos asesinatos comentados necesitan distinguir, para acabar con ellos, de qué sombras proceden estos actos [5]. ¿Qué engranaje sociocultural posibilita que esos asesinos encuentren procedente ejecutar a la mujer o a los hijos?

Todo modo de vida humano implica idear y ordenar cómo deben ser las relaciones entre los cuerpos. Sabemos que, cuando se establecieron nuevas formas de vida en Europa, al inaugurar el capitalismo, se impuso que toda mujer debía pertenecer a un hombre. De lo contrario, la que no tuviera un dueño hombre era señalada como mujer prostituta, un cuerpo a disposición de cualquiera, razón por la cual merecía desprestigio, descrédito, humillación [6].

En el capitalismo, desde su fundación, y hasta la actualidad, se practican rituales religiosos monoteístas que reconfirman el principio de que la mujer debe pertenecer a un hombre. Prácticas como que el padre done la hija al novio ante el altar de Dios, una representación equivalente en todas las religiones monoteístas. Se ha observado, además, que, en muchas ocasiones, se realiza una práctica similar al celebrarse el matrimonio civil. El resultado refuerza la tradición que ordenaba que cada hombre recibía un cuerpo de mujer, y que esta dependía del salario y la protección del mismo para sobrevivir.

Este entramado generaba entre hombres una fuerte alianza, ya que compartían lo mismo, un cuerpo de mujer, es decir, potestad sobre los cuerpos de la mitad de la población. No obstante, a la vez, el aceptar poseer un cuerpo de mujer implicaba también un nivel de sumisión en el hombre común ante el hombre poderoso; de hecho, implicaba para él aceptar el ordenamiento acordado entre el hombre de poder religioso, el de poder político y el de poder económico.

La mujer que trabajaba en la prostitución quedaba liberada de toda pertenencia a hombre, sin embargo, resultaba a disposición de las malas maneras de cualquiera de ellos. Aunque la prostituta estaba fuera del negociado de los cuerpos como propiedad exclusiva de un hombre, cualquiera de ellos podía despreciarla, ultrajarla e incluso maltratarla por ofrecerse él ese gustazo.

 

Cuando Emma Nortz comprendió cómo funcionaba la estructura entre los cuerpos en el capitalismo, determinó que había sido una desgracia que su madre se hubiera casado, pues, de lo contrario, seguramente, no hubiera sido asesinada. Llegó a esta conclusión tras indagar en las circunstancias en que había acontecido el asesinato de su madre. Así que, cuando a Nortz le preguntaban directamente sobre sus progenitores, añadía: «Mi mamá trabajaba en la prostitución, pero mi papá la quería solo para él, y también quería el dinero que ella ganaba con otros hombres. Ella era muy guapa y trabajadora; a él, lo que le gustaba era eternizarse en el bar con los amigos. Todo el día. Estas cosas las aprendí después, con papá ya en la cárcel, en la que aún permanece», le gustaba concretar.

                Así que la madre de Emma Nortz pasó de profesional prostituta a esposa de un hombre, de tal manera que entró en el circuito de las mujeres consideradas de bien, de las que pasan a ser propiedad de un hombre cuando el padre dona a la hija al esposo.

Para Emma Nortz, el desprecio a la vida que activan esos asesinos no pertenece a la naturaleza del hombre. Para indagar en esta violencia es necesario preguntarse qué relaciones de poder entran en juego al ejecutar tales asesinatos. Y también qué relaciones establece esa práctica con otras instituciones, además de la legal.

Desactivar el lenguaje de la Biblia es difícil, aunque aparenta ser necesario, ya que solo entonces otra cosa, otras prácticas, serán posible. A causa del discurso es que resulta, por ejemplo, tan difícil liberarse de los atributos que se impone a cada nuevo ser nada más nacer. Se adjudican palabras a los nuevos individuos, palabras que dictan cómo y qué debe hacer para adscribirse al particular modo de vida que le ha tocado en suerte. Los cuerpos a los que se les atribuyen los atributos de mujer adoptan, deben adoptar, los deseos de mujer, y los cuerpos a los que se les aplican los atributos de hombre adoptan los deseos de hombre. De tal manera que se corre el peligro de desear los deseos de otros, es decir, los de quienes nos imponen esos específicos atributos. Los impulsados por discursos, por un ideario, por ejemplo, religioso. De forma que acabamos prescindiendo de activar nuestra particular potencialidad. Desconociendo quiénes somos. El auténtico ser es el que no se guía por el deseo adscrito, impuesto, sino que vive experimentando. Por lo que tendrá una vida más interesante, apasionante. En libertad [7].

¿Cuál es la fuerza del lenguaje? El lenguaje es comando, proclama Giorgio Agamben [8], aunque solo sea porque, al recibir el mensaje, se siente uno impelido, siempre, al menos, a obedecer o a desobedecer. Eso es lo que sucede con toda enseñanza, sin olvidar que, además, el comando de la Biblia insta a que recibamos con naturalidad, en España, por ejemplo, el relato de la práctica que activó Guzmán el Bueno, en 1294, en el Campo de Gibraltar.

Se cuenta con orgullo que Guzmán el Bueno —así apodado Alonso Pérez de Guzmán— defendía la ciudad de Tarifa del asedio de los musulmanes, cuando estos se presentaron ante las puertas de Tarifa pidiéndole la rendición de la ciudad. Fue entonces cuando mostraron a Guzmán a su hijo, y le amenazaron con matarlo si no les era devuelta la ciudad. El propio Alonso Pérez de Guzmán les entregó su cuchillo para que lo mataran, ya que prefería perder al hijo que entregar Tarifa. Un romance exclama: «Matadle con este, si lo habéis determinado, que más quiero honra sin hijo que hijo con mi honor manchado».

En la Guerra Civil española (de 1936 a 1939), el general José Moscardó es halagado y admirado oficialmente debido no solo a que defendió el Alcázar de Toledo, sino por el hecho de que, ante el asedio de las fuerzas de las milicias, cuando estas le amenazaron diciéndole que o se rendía o mataban al hijo que tenían preso, optó por determinar la muerte de este. Habló por teléfono con su hijo Luis y le dijo que debía entregarse al enemigo por el bien de la patria. A las milicias les comunicó que el Alcázar no se rendiría jamás, añadiendo: «¡Viva España!». El 23 de julio de 1936, el hijo fue asesinado.

Es cierto que, por ejemplo, Stalin, secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética entre 1922 y 1952, se negó a defender a su hijo, acusándole de cobarde y traidor por haberse entregado al enemigo —en su opinión— durante la batalla de Smolensk. Valga esta mención para recordar que no solo en España se transmite esa norma a través de prácticas consideradas heroicas.

Se aprecia perfectamente en la actualidad que se ha roto el esquema tradicional entre los cuerpos inaugurado en el capitalismo, el de que cada hombre poseerá un cuerpo de mujer a cambio de trabajar por un salario.

Como sucede en toda crisis, en la que hubo en el feudalismo al irrumpir el capitalismo, y también en la actual mutación capitalista, los instrumentos para la subordinación y la corrección en favor de quien domina se disponen antes que la nueva formación social. En el fin del feudalismo, al transformar el vivir, las fuerzas con poderío activaron acciones que ahorcaron los hábitos, las costumbres feudales existentes hasta entonces [9]. La historiadora Silvia Federici [10] expone que, durante el feudalismo, mujeres y hombres, trabajadores manuales, elaboraban artesanalmente lo que les permitía vivir, y los campesinos trabajaban la tierra y se alimentaban de ella; sin embargo, en el trabajo capitalista, para alimentarse, para sobrevivir, dependerán del salario. Al campesinado se le aparta de la tierra, separación que le supuso producir para el mercado, producción de mercancías no para autosobrevivir e intercambiar, sino para vender.

El sistema capitalista impuso que un propietario fuera el que otorgara la posibilidad de sobrevivir a cada hombre del común y a su familia a partir del pago de un salario por el trabajo realizado según las directrices e intereses de ese propietario. Desde ahí se crearon categorías de individuos hasta entonces impensables: capataces, patronos, obreros de primera y de segunda, aprendices, peones y muchas más. Jerarquías y relaciones que les aunaban frente a la muchedumbre mujer.  Un cuerpo de mujer que cada uno de ellos poseía y que no solo propiciaba la alianza masculina, sino que los cuerpos de la mitad de la población quedaron categorizados como inferiores.

Se trató de prácticas activadas desde la política, la economía y la religión para transformar las potencias del individuo en fuerza de trabajo. A pesar de las resistencias que activó el hombre del común al imponerle semejantes modificaciones, las hambrunas ayudaron a que las aceptara. El capitalismo provocó separar la producción —poniéndola en manos del hombre— de la reproducción, como un servicio gratuito de la mujer, ahora dependiente para sobrevivir del salario del hombre. Ella debía procurar gratuitamente el producto, en verdad, más preciado: los nuevos individuos, los nuevos trabajadores.

La mujer pasó a depender, definitivamente, para sobrevivir, del salario del marido. Aquel esquema entre los cuerpos la convirtió en esclava, en persona perteneciente a otro ser humano —sin mencionar ahora la colaboración que supuso la matanza de brujas para que la mujer aceptara tal dependencia— [11]. En el siglo XX, entrados los años sesenta, la mujer rompió esta organización entre los cuerpos. Se negó a asumir que su cuerpo fuera donado; rechazó el depender para subsistir, en lo posible, del hombre.

 

Cuando Emma Nortz tenía 16 años le propusieron cambiarse el apellido que le transmitió, por ley, su padre y que la convirtió en un cuerpo adscrito al hombre que asesinó a su madre. Ella no aceptó modificarlo. Siempre dice: «… es original el apellido que tengo, diferente, y si cuando era niña no me lo cambiaron, cuando me propusieron hacerlo ya era mayor, para entonces ya había asumido lo que me ha tocado vivir, así que no mereció la pena cambiarlo».

Actualmente ha entrado en declive la estructura entre los cuerpos inaugurada en el capitalismo. Aquella que suponía aceptar la jerarquía entre categorías de hombres y recibir a cambio un salario para sobrevivir —junto a percibir un cuerpo de mujer—.

Al asesinar a la mujer o a la prole, lo que hace, fundamentalmente, ese hombre, es situarse allí donde su energía se enfrenta al poder, forcejea con el poder. ¿Con qué poder? Con el que ha compartido con los otros hombres y ahora está en declive. Entiende que los demás hombres le marginan, no le consideran, ponen en evidencia su hombría.

El asesino se enfrenta con los hombres con los que ha compartido su vivir, los que le han permitido reconocer que vivía en alianza masculina, y ahora tal alianza está caduca. Por eso intenta utilizar sus fuerzas para evitar el ocaso de dicha alianza asesinando lo que se le dio en propiedad como canje al participar en ella: el cuerpo de mujer y la prole producida entre ambos. Asesina alegando que él es quien obedece el ordenamiento convenido, la normativa social que le transmitieron y asumió. Comunica así a sus aliados que está en desacuerdo con la rotura que se da hoy en el tradicional pacto entre ellos, expresa el miedo, el desgarro que le produce el actual cambio en el sistema económico-político capitalista.

Ese hombre pretende, asesinando, mostrar que es un verdadero hombre. No va a permitir que ningún otro tome lo que es suyo; asesinándola, instala en ella el silencio y pretende no ser enjuiciado por nadie. Considera que ese cuerpo se le donó según la ley social; que la prole es suya y que ella es responsabilidad de él. Responsabilidad que cumplirá hasta el final, asesinándola si es necesario. Incluso aun cuando, luego, como sucede con frecuencia, él haya planeado suicidarse y cumpla con tal objetivo.

El hombre que maltrata, el que asesina a la pareja, actúa sobre ese cuerpo considerándolo cosa suya. Muestra que no acepta el devenir, las modificaciones conquistadas por la mujer en el siglo XX. Reclama que el ordenamiento capitalista prevalezca tal y como se le inculcó.

El hombre que asesina a la hija o al hijo le dice a la madre que le va a quitar lo que más quiere, proclama de ese modo que no vive en el deseo de vida, deseo que impera en el reino de la naturaleza. Es un hombre que habita en la defensa de la normativa social —que sabemos que es inventada, impuesta y repensada sin cesar—, en aquellas normas que doblegaron su instinto de vida; las que le inculcaron que matando puede alcanzar mayor gloria, incluso, que respetando la vida.