Si hay algo que en la arisca escritura académica puede asemejarse a un arte, ese algo es, sin duda, la nota al pie. Rutinaria unas veces, esmeradamente maliciosa otras, suele resultar de una ambivalencia prodigiosa: considerada desde cierto ángulo se diría que parece estar fuera y dentro al mismo tiempo del espacio que ocupa, esto es, al margen pero observándolo todo, como un fantasma que se desprendiese de un cuerpo; considerada desde otro, más bien evidenciaría en quien la cultiva con el cuidado que merece una disposición aguda o una mirada atenta a cuanto sucede alrededor. Quizá por eso tiende uno a pensar que quien sabe poner una oportuna nota al pie de una página —oportunas no todas lo son, claro—  es alguien que ha aprendido, antes que nada, a poner el pie en el suelo con el debido apego. Es algo que de alguna manera aprendí durante las fatiguitas que me requirió la redacción de mi tesis doctoral. Y espero no se me enfaden por tomarme unos minutos para contar una anécdota.

Yo era entonces diez años más joven en todos los sentidos. Había asistido a un congreso en honor de un eminente filólogo en el transcurso del cual otro colega, asimismo eminente, a quien correspondía hacer la laudatio del homenajeado (de los nombres será elegante que no me acuerde), tiró de un símil cuya ocurrencia fue muy celebrada: aquello era una feliz reunión de caballeros y escuderitos. Más o menos venía a decir que gracias a encuentros como aquél los escuderitos teníamos la oportunidad de acudir a un foro en el que se nos daba licencia para albergar legítimamente la secreta esperanza de que los caballeros se fijasen en nosotros y soltasen entre ellos algún comentario elogioso, lo suficientemente elogioso al menos como para que nos aupase  desde nuestra humilde servidumbre un tanto más cerca del esforzado oficio de la caballería. No me recuerdo sucumbiendo a tales placeres feudales, pero sí siendo lo bastante imprudente como para relatar en una nota a pie de página de mi tesis doctoral la anécdota. No me pregunten ahora por qué, pero el mundo académico es como es, y el caso es que la nota ni dejaba de tener sentido ni desentonaba demasiado puesta al pie de un estado de la cuestión, lo que no quiere decir que viniese a cuento. Hizo bien, por tanto, mi directora de tesis, la profesora Ángela Olalla, obligándome cortésmente a suprimir la apostilla al pie de marras, que en modo alguno me hubiera ayudado a dejar atrás mi recién descubierta condición de escuderito [1].

Azares de la vida, y ya a toro pasado, supe que otro catedrático, que había tenido la amabilidad de leer mi tesis antes de que la defendiese, lamentó algo que la nota desapareciese, pues, según supe después que dijo, le había divertido lo suyo encontrársela. Siempre he considerado como la mayor de las generosidades el que alguien se tomase la molestia de comentarme con cierto detalle y no poco sentido del humor las notas acumuladas al pie de tantas páginas como tenía aquel tocho infumable y plagado de errores que hoy sólo quisiera olvidar para siempre. De lo que no me olvido nunca desde entonces es de fijarme en esas afueras de la página en las que se confinan las notas al pie. En cierto modo, están en un territorio implacable, donde se pasa —la anécdota que les he contado lo ejemplifica— de la prudencia a la temeridad, de la cortesía a la cuchillada y de la sagacidad al ridículo con una facilidad que asusta. Desde luego, mi caso no es el único que lo ilustra.

¿Notas al pie? Incluso el mejor soneto de nuestra tradición del Siglo de Oro que un servidor haya leído jamás, que es «De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado», de Luis de Góngora, es susceptible de tenerlas. Por supuesto, no cometeré la crueldad de privar a nadie de su lectura antes de ofrecérselas. Helo aquí:

 

Descaminado, enfermo, peregrino                

en tenebrosa noche, con pie incierto

la confusión pisando del desierto,

voces en vano dio, pasos sin tino.

Repetido latir, si no vecino,

distincto oyó de can siempre despierto,

y en pastoral albergue mal cubierto

piedad halló, si no halló camino.

Salió el sol, y entre armiños escondida,

soñolienta beldad con dulce saña

salteó al no bien sano pasajero.

Pagará el hospedaje con la vida;

más le valiera errar en la montaña

que morir de la suerte que yo muero. [2]

 

Góngora, si no recuerdo mal ahora, empezó a escribir las Soledades hacia 1608 y este soneto es de 1594. No cuesta mucho ver ciertos motivos de su poema magno ya enunciados en esta pequeña joya: un peregrino cuyo nombre y procedencia desconocemos, que no parece tener destino ni propósito, que no dice una palabra, anda perdido y llega, guiado por la proximidad del ladrido de un perro en mitad de la noche, a un albergue de pastores en el que habrá de enamorarse al amanecer. El editor de la edición que sigo, Antonio Carreira, brinda en la primera de las notas al pie que le pone toda una lección de ese tipo de erudición que nunca se sabe del todo si es altamente provechosa o perfectamente inútil. El caso es que o yo no sé leer o el lugar donde fue hospedado el peregrino del soneto —que no el propio Góngora— es, muy a diferencia de  la ciudad de Salamanca, un albergue de pastores, lo que no impide al editor deslumbrarnos con la seguridad de su enorme saber, capaz de identificar no sólo el lugar concreto al que alude el poeta sino hasta lo que éste no ha sido capaz de decir por sí mismo: «Sin duda en Salamanca, donde Góngora estuvo gravemente enfermo entre julio y agosto de 1593. Al hecho dedicó también los sonetos “Muerto me lloró el Tormes en su orilla” y “Huésped, sacro señor, no: peregrino” (n.º 51). Vilanova (1972) señala dos precedentes del peregrino de amor en el soneto “Affliger chi per voi la vita piagne” y en la canción de Giovanni della Casa (1503-1556)» [3].

Por las fechas sobreentiendo que la presencia de Góngora en 1593 en Salamanca, ciudad en cuya universidad había estudiado, se debería al cumplimiento de algún recado para el cabildo de la Catedral de Córdoba, de la que fue racionero. Lo que ignoro por completo es qué más pudo hacer allí además de ponerse enfermo. También doy por seguro que el motivo del peregrino de amor está en Giovanni della Casa como antes que en Góngora lo estuvo en Garcilaso, en Petrarca o en no pocos textos medievales, sin los cuales, claro está, al cordobés no se le hubiera ocurrido pensar en esa imagen, por la sencilla razón de que nada surge del vacío [4]. Ahora bien, se me dirá, y no del todo sin razón, que lo que tan sin duda afirma el sabio editor es que un episodio real se desarrolla de manera ficticia a raíz de la recurrencia a un motivo de la tradición literaria. Pero hay algo que no debiera pasarse por alto, y es que Góngora toma distancia con el protagonista del poema, y que tal cosa queda implícita por la asombrosa intromisión del último verso, donde la palabra «yo» aparece para darle la vuelta a todo lo anterior. Ante esto último, Carreira se limita a ofrecer un escueto juicio de valor y a dejarnos otro dato positivo, que en este caso explicaría lo que acaso tampoco supo decir Borges por sí mismo sin derivarlo de Góngora: «Curiosa introducción de la primera persona, que al final diferencia al pasajero del sujeto lírico. Para McGrady, podría haber inspirado el fin del cuento La forma de la espada, de Borges» [5].

Aclaremos antes que nada que McGrady, Donald McGrady, a quien por cierto Carreira se olvida de incluir en la bibliografía de su edición, por lo menos en 1990 era un profesor de la Universidad de Virginia que presentó un trabajo al II Congreso Internacional de Hispanistas del Siglo de Oro, celebrado precisamente en Salamanca, proponiendo la tesis aludida [6]. Si no recuerdo mal, «La forma de la espada», magnífico relato recogido en Ficciones (1944) que además ironiza lo suyo sobre el marxismo de brocha gorda, cuenta la historia de un supuesto inglés que se reúne con un tal Borges para ponerlo al tanto de la cobardía y vileza de un delator irlandés, llamado Vincent Moon, que acaba denunciando al hombre que lo ampara. Al final, Borges, el autor, se marca uno de sus habituales juegos de trilero para hacerle escuchar a Borges, el personaje, la confesión más inesperada de labios de su interlocutor: «Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme» [7]. No diremos que sea del todo descabellado el hecho de buscarle un origen gongorino al truco, aunque quizá no importe tanto hacerlo. Es obvio que hay un problema común en ambos textos y con eso basta.

Con lo que quizá no nos baste a los lectores de Góngora para entenderlo del todo sea con la apreciación de Carreira sobre el increíble verso final del soneto: «Curiosa introducción de la primera persona». ¡Y tan curiosa, pero no sólo eso! Uno sigue a veces estas colecciones de notas al pie y se acuerda, lo quiera o no, de la proverbial ironía de Chesterton en un memorable ensayo sobre Shakespeare. La anécdota es deliciosa:

Recuerdo haber discutido hace mucho tiempo con un baconiano que aseguraba que Shakespeare no pudo escribir sus obras, porque Shakespeare era un aldeano y en sus obras no había ningún estudio detallado de la naturaleza en el sentido moderno –ningún detalle acerca de cómo construyen los pájaros su nido, o de cómo esparcen el polen las flores– como los que tenemos en Wordsworth o en Tennyson. Pues bien, el hombre que decía esto conocía mucho mejor que yo la literatura isabelina. De hecho, lo sabía todo acerca de la literatura isabelina excepto lo que era la literatura isabelina. Si hubiese tenido siquiera la más mínima idea de lo que era la literatura isabelina nunca habría soñado ni esperado que ningún isabelino escribiera sobre la naturaleza, sólo por haberse criado en ella. Un poeta del Renacimiento criado en un bosque no habría escrito acerca de los árboles más de lo que un poeta del Renacimiento criado en una pocilga habría escrito acerca de los cerdos; habría escrito acerca de los dioses o no habría escrito en absoluto [8].

Diré aquí que tuve la suerte de que me invitasen a pensar en de qué hablamos cuando hablamos de literatura antes de poner ninguna nota al pie. Por ello creo que me he acostumbrado a ver algunas cosas en ese último verso de Góngora, «que morir de la suerte que yo muero», más allá de la curiosa introducción de la primera persona.

No hay razón para negar que ahí esté posibilitado «La forma de la espada», aunque sí convendría que no nos limitásemos siempre a esperar en literatura una relación directa, una transmisión quasi mecánica de fuentes e influencias al estilo de lo que estudiábamos en el bachillerato. Hay, como decíamos antes, una pregunta sustantiva que está enunciada por igual en ambos textos: ¿qué decimos cuando decimos «yo»? A todo lo más que podemos llegar es a saber que la respuesta ha de ser necesariamente distinta en el caso de Góngora que en Borges. Por ejemplo, en el caso del segundo, el infame Vincent Moon sólo puede confesar su condición de colaboracionista usurpando en su relato la perspectiva de la víctima. Otra cosa hubiera hecho de su confesión algo literalmente insoportable. Borges, acaso sin pretenderlo del todo, logra así poner sobre el tapete una cuestión en absoluto baladí: toda forma de reaccionarismo, por definición, asume en origen una suerte de agresión mítica. Y la asume como cierta, esto es, cree en ella, le da realidad mientras la cuenta, lo cual no es ninguna tontería. Quiero decir con esto que «La forma de la espada» muestra de algún modo que no conviene confundir los relatos reaccionarios con su parodia. Si me dan un segundo, les pongo un ejemplo.

En el exterior del pabellón de Alemania de la Exposición Universal de París, celebrada en 1937, figuraba la composición Camaradería, del austro-alemán Josef Thorak, uno de los escultores oficiales del Tercer Reich junto con Arno Breker. La estatua, claramente una sublimación de la esencialidad aria, representa a dos figuras  desnudas e hipermusculadas que avanzan con los pies y la manos entrelazadas. Fue, después del despliegue estético de 1936 en los Juegos Olímpicos de Berlín, algo así como una presentación en sociedad ante los ojos del mundo del arte oficial nazi. La Wikipedia, hoy, alude al porte desafiante de las figuras, lo que tal vez sea uno de esos lapsus ideológicos que llevan a confundir al nazismo con su parodia. Lo cierto es que, bien miradas, se diría que ambas siluetas tienen un cierto halo de inocencia. En su porte se adivina un gesto potencialmente intimidante, pero su disposición corporal no invita a pensar que estén a punto de perpetrar una agresión, sino de ser agredidas ellas mismas. Es una forma no tan sutil de mandar un mensaje: lo que va a suceder será terrible, pero no gratuito; será de una violencia desatada, tal vez, pero inevitable, en tanto se producirá como reacción a la ofensa que parece atenazar a los dos camaradas. Habrá que defenderse, podría ser la consigna de todo reaccionarismo.

Da igual que en «La forma de la espada» tal artificio técnico no justifique ningún mito racial, como decíamos, sino una íntima mala conciencia. Lo que importa en todo caso es que hace posible, soportable, que al final del relato el taimado Vincent Moon pueda decir —y lo dice literalmente— «yo soy». Hasta ahí, aunque no sean pocas, llegan las similitudes con el soneto de Góngora, quien, a diferencia de lo que cree Carreira, no llega a declarar nunca que él es el peregrino enfermo que protagoniza el episodio, sino que es él quien realmente muere de amor. La diferencia no es poca, aunque el procedimiento técnico sea muy similar: contar la historia de otro para poder decir «yo» al final, en suma.

¿Lo tomó Borges directamente de Góngora? Poco importa. Desde luego, el autor argentino era un fino lector de nuestro gran poeta barroco, por lo que alguna lección habría aprendido, pero eso no significa, ni en realidad importa lo más mínimo, que la literatura sea siempre algo tan transparente. Los autores dicen cosas por sí mismos y las dicen desde la radical historicidad. Borges cuestiona que la historia misma pueda entenderse como otra cosa distinta a una ficción; Góngora, por el contrario, al tiempo que pone en jaque el concepto horaciano de decoro vigente en su tiempo, entiende que lo que se dice fingiendo es en el fondo verdadero.

Eso último lo ve Góngora quizá por primera vez en la poesía moderna europea, aunque no sería el último en hacerlo. Sin necesidad de acordarse del soneto, y dando por descontado que sin necesidad tampoco de establecer una relación empíricamente demostrable entre un texto y otro, Fernando Pessoa vendrá a declararlo abiertamente en su famosa «Autopsicografia»:

 

O poeta é um fingidor.

Finge tão completamente

Que chega a fingir que é dor

A dor que deveras sente.

E os que lêem o que escreve,

Na dor lida sentem bem,

Não as duas que ele teve,

Mas só a que eles não têm.

E assim nas calhas de roda

Gira, a entreter a razão,

Esse comboio de corda

Que se chama coração. [9]

 

También en julio de 1920 escribiría en el estribillo de este breve «Veleta» un tal Federico García Lorca:

 

Sin ningún viento,

¡hazme caso!

Gira, corazón;

gira, corazón. [10]

 

Pero, sobre todo, concluía con unos versos definitivos, unos años más tarde, su famoso «De otro modo», incluido en Canciones (1927):

 

La hoguera pone al campo de la tarde

unas astas de ciervo enfurecido.

Todo el valle se tiende. Por sus lomos,

caracolea el vientecillo.

El aire cristaliza bajo el humo.

—Ojo de gato triste y amarillo—.

Yo en mis ojos, paseo por las ramas.

Las ramas se pasean por el río.

Llegan mis cosas esenciales.

Son estribillos de estribillos.

Entre los juncos y la baja-tarde,

¡qué raro que me llame Federico! [11]

 

Puede que de una u otra manera todo eso lo hubiera entrevisto Góngora, sin que haga falta que le busquemos nosotros una relación directa a todo lo que llevamos citado entre sí. No es verdad que la literatura sea un continuum, pero en la pluralidad que la caracteriza todo esto está enunciado en los textos aludidos: que en poesía un dolor fingido es un dolor que se vive dos veces y eso es lo que se oculta tras la palabra «yo»; que decir un nombre es saberse extraño ante el mundo, porque existe el pronombre «yo». Que en poesía, en literatura, decir «yo» es en verdad decir «yo soy» y que la clave, lo terrible, lo inconsciente incluso, se oculta y se revela a un tiempo en el predicado, como muy bien ha sabido ver Belén Gopegui, quien por cierto también escribió esto: «A leer, como a casi todo, se aprende varias veces y algunas nos cambian» [12].

Mal que bien, yo aprendí a leer con quien me hizo ver que tenía primero que aprender a leer, con quien me invitó a no dar nunca lo sabido por sabido y lo sigue haciendo todavía. La misma persona a la que aludía antes, y que con deliciosa socarronería se entretuvo en comentarme las notas a pie de página de mi tesis. Pienso desde entonces que una nota al pie que merezca la pena tiene algo también de ese último verso de Góngora: con ella recordamos que estamos ahí incluso cuando no se nos ve, con todas nuestras contradicciones.

Porque tal vez ustedes ya se habrán dado cuenta de que este artículo, escrito en primera persona, no ha dejado de hablar ni en una sola de sus líneas de Juan Carlos Rodríguez.