En los últimos años, como ha ocurrido en otros campos en España y, particularmente en Andalucía, la política educativa ha venido girando a la derecha de manera casi inadvertida y escasamente discutida.

Este giro ha supuesto la incorporación a las estrategias conservadoras que dominan el panorama mundial y que dio sus primeros pasos en Inglaterra, siendo primera ministra Margaret Tatcher y Baker ministro de Educación con la Education Reform Act de 1988. En el caso de España el proceso se inicia en 1996 siendo ministra de Educación Esperanza Aguirre. En Andalucía empezó su andadura en 2001 con los Planes de Autoevaluación y Mejora, se continúa en 2007 con la aprobación de la Ley de Educación de Andalucía (LEA), en 2008 con el Programa de Calidad y, en fin, con la aprobación de los nuevos Reglamentos Orgánicos de los Centros escolares (ROC) en 2010. En este proceso no deja de resultar paradójico el hecho de que, en la mayoría de los casos, se trata de políticas impulsadas por doctrinas y partidos conservadores -M. Apple (2002) lo ha  denominado modernización conservadora, que han seguido, impulsado y desarrollado partidos socialdemócratas con el apoyo de organizaciones sindicales nominalmente de izquierda-. Por lo demás, también resulta paradójico que tras varios años de aplicación (en España desde 1996), los resultados no justifican su continuidad, antes al contrario, sin que al día de hoy se haya hecho ningún balance crítico ni rectificación alguna.

Las bases sobre las que se asienta esta reforma de la educación son, por una parte, la conocida teoría de la eficacia escolar, la reconceptualización del sentido de la educación -con la vuelta a las tesis de los años sesenta sobre el capital humano-, y, en fin, la aplicación de formas de gestión empresarial a los centros escolares, concretamente mediante la puesta en marcha de fórmulas denominadas de gestión de calidad inspiradas en el modelo de la EFQM (autoevaluación, rendición de cuenta, incentivos, indicadores de logro) y en el gerencialismo.

1. ESCUELAS EFICACES Y ESTRATEGIAS DE MEJORA

Efectivamente, la nueva estrategia en educación no es meramente producto de la aplicación de políticas conservadoras, también se ha dotado de una cobertura científica que legitima sus decisiones: el movimiento de la Eficacia escolar y el de la Mejora de la eficacia escolar. Como es sabido, el primero de ellos surge a partir del informe Coleman. Mientras que en ese informe se subrayaba la importancia del contextos socio-económico y cultural como factor determinante del rendimiento de los alumnos, algunos investigadores llamaron la atención sobre el hecho de que en contextos similares se producían resultados diferentes en función de la escuela y los profesores. La cuestión era determinar cuáles eran los factores que están presentes en este tipo de centros  a los que se les denominaba  de éxito o eficaces.

Sin entrar ahora a discutir la sobreentendida equivalencia entre mejora de la educación y mejora de los resultados, no puede decirse que la investigación sobre la identificación de los factores de éxito haya contribuido a resolver los interrogantes sobre las escuelas eficaces, de hecho hoy nos encontramos con enormes listas que han ido aumentando unos estudios tras otros, llegando hasta la cifra de 719 que encuentran Scheerens y Bosker en una revisión sobre el tema (Muñoz-Repiso y Murillo, 2001:7). Además, los estudios sobre factores de éxito en distintos países llegan a conclusiones contradictorias (Creemers, 2001: 61), confunden correlación con causalidad (Wrigley, 2007: 28),  sobreestiman las posibilidades de la estadística para hacerse cargo de los procesos de la vida social y  operan con dudoso rigor al definir  ex-ante las variables de la efectividad que serán observadas (Carrasco, 2007: 293).

Por su parte, el movimiento de la mejora de la eficacia escolar, amparándose en el supuesto de que existe una racionalidad científico-técnica capaz de conseguir escuelas eficaces mediante la aplicación de un instrumental apropiado, ha tratado de establecer relaciones entre los estudios de los factores de eficacia y estrategias de mejora. A este respecto, sin embargo, se ha destacado que estos estudios se centran en factores sobre los que se puede actuar (Scheerens, 1998), mientras que relega aquellos sobre los que no se puede actuar desde la escuela, operando como si realmente no intervinieran; sin embargo, entre el 85% y el 90% de la varianza entre las escuelas se explica por factores sobre los que no tienen control (Lauder, Jamieson, y Wikely, 2001: 75; Carabaña, 2009). Por ejemplo, la mera eliminación estadística del factor más relevante, el contexto sociocultural, puede tener alguna utilidad informativa, pero en modo alguno permite pensar que en la práctica puede actuarse en los centros escolares como si no existiera. Interesadamente “esta perspectiva ha tendido a exagerar el punto hasta el cual escuelas individuales pueden desafiar desigualdades estructurales” (Mortimore y Whitty, 2000: 21).

La idea de que, una vez que conocemos los factores de éxito, la mejora consiste en reproducirlos en las escuelas ineficaces, adolece de una grave debilidad conceptual. David Reynolds y Louise Stoll (2001) afirman que los estudios sobre eficacia son muy deficientes en lo que respecta al análisis de procesos, de manera que, en todo caso, muestran una instantánea de una escuela en un momento determinado, más que una “película”; pero “la mejora escolar necesita saber de qué forma las escuelas se han convertido en eficaces (o ineficaces) para poder copiar (o erradicar) los procesos” (Reynols y Stoll, 2001: 112). Por otra parte, al descuidar la importancia de factores externos a las escuelas y los docentes, no puede establecerse “de manera concluyente qué variables son causas de la eficiencia escolar y cuáles son efecto” (ob.cit:113), así que “la determinación de las variables exactas en las que la mejora de la escuela necesita dirigirse para influir en los resultados es, hoy día, claramente imposible” (ob.cit.:114.).

Lauker y Wikely (2001) sostienen que aun admitiendo la discutida posibilidad de conocer las características de las escuelas de éxito y considerarlas factores de eficacia, de ahí no se desprende una estrategia de cambio. En todo caso, esas evidencias pueden servir para escuelas que ya son de éxito, pero carece de sentido pensar que las escuelas ineficaces se caracterizan precisamente por lo contrario, de manera que, sabiendo cómo son las escuelas eficaces, no podemos saber cómo actuar con las que son ineficaces (Carrasco 2008).

2. LA EDUCACIÓN COMO CAPITAL HUMANO

Las políticas educativas imperantes hoy en buena parte del mundo y, por supuesto, en Andalucía, han reconceptualizado el sentido de la educación y definido una nueva agenda de problemas. Se trata de la vuelta a una tesis que tuvo su mayor notoriedad en la década de los años sesenta del pasado siglo, conocida como teoría del capital humano y defendida principalmente por Theodore Shultz. Resumidamente, Shultz planteó que la educación debería ser vista no principalmente como un gasto sino como una inversión que reportará beneficios principalmente económicos. Este supuesto, fuertemente cuestionado con evidencias en su tiempo, ha resucitado con la hegemonía de las políticas conservadoras en la UE. Así, en el texto del Consejo de Europa celebrado en Lisboa en el año 2000, se plantea como objetivo estratégico: “Llegar a ser la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de tener un crecimiento sostenible con más y mejores trabajos y con una mayor cohesión social”; el sentido de la educación sería contribuir a la consecución de ese objetivo. ¡Vivir para ver!

Es importante subrayar que la política educativa andaluza esta regida por estas tesis del capital humano, planteando la educación no como formación integral de las personas, sino meramente como formación de mano de obra. En numerosos textos consta de manera explícita que la mejora de la educación debe estar al servicio de la empleabilidad y adecuación al mercado laboral, de la productividad de las empresas y del crecimiento económico. Es decir, la educación es una inversión que, por una parte añade valor en el sistema económico y, por otra, beneficia a quien la tiene. Así, por ejemplo, en el documento Estrategia para la competitividad de Andalucía 2007-2013 (Estrategia, 2007)  el capítulo 1, que trata del análisis de la situación económica de Andalucía, el apartado 1.13 se dedica al análisis del sistema educativo bajo la rúbrica Aumentar y mejorar el capital humano un asunto prioritario (ibid.: 87); más adelante, desarrollando los ejes de actuación se dice que:”la calidad y el adecuado funcionamiento de los sistemas educativos son dos factores fundamentales para la formación del capital humano durante las diferentes etapas educativas” (ibid.: 231), abundado posteriormente en la necesidad de “Garantizar una formación de calidad para el empleo” (ibid.: 239).

3. MEJORAR LA EDUCACIÓN, MEJORAR LOS RESULTADOS: INDICADORES Y PRUEBAS ESTANDARIZADAS

Desde esta perspectiva, el concepto de mejora de la educación se refiere básicamente a aspectos mensurables y, especialmente, a una serie de indicadores de entre los que destacan los resultados obtenidos por los alumnos. La elaboración de esos indicadores constituye, pues, una pieza fundamental de la mejora. De aquí la importancia que cobran las pruebas que se realizan sobre el rendimiento de los alumnos, así como las tasas de ideoneidad, abandono, absentismo y titulación. Los conceptos de eficiencia y calidad, tan omnipresentes y tan escurridizos, se identifican claramente con esos indicadores.

La necesidad de objetivar la eficacia de la educación conduce pues  a disponer de evidencias, es decir,  de pruebas contrastables de la mejora de la calidad y el aprendizaje de los alumnos. De esta forma, termina ocurriendo que las posibilidades y formas de medición de un fenómeno –la calidad de la educación- es  lo que realmente lo define; es decir, la calidad consiste en obtener buenos resultados, sin que, en este marco, sea posible utilizar otra definición.

No cabe duda de que de entre todas los estudios sobre el rendimiento de los alumnos, el que ha adquirido mayor notoriedad en los últimos años es el que se conoce como PISA (Programme for International Student Assessment) y que está dirigido por la OCDE. Pero, por una parte, las pruebas PISA no se refieren a contenidos del currículum [1] sino a las competencias básicas -concepto que ha sido puesto de actualidad desde el mundo de la empresa y difundido por la OCDE. Por otra parte, la información que recoge PISA no se limita a medir el nivel de competencias adquiridas por los alumnos, sino que se extiende a otros aspectos que hipotéticamente inciden en su rendimiento. PISA no es meramente un estudio que se limite a describir el rendimiento de los alumnos ante las pruebas, sino que trata también de ofrecer explicaciones de los resultados. En la línea de la eficacia escolar, el informe PISA trata de encontrar explicación a las diferencias entre países, regiones y centros escolares, buscando, por tanto, los factores de éxito y fracaso. Sin embargo, a pesar del ingente aparato estadístico y publicitario sobre los resultados, las conclusiones apenas añaden nada nuevo a lo que ya se sabe, es decir, que el factor socioeconómico y cultural es el más decisivo en el rendimiento de los alumnos [2]: “El único factor que tiene una influencia importante y consistente sobre las diferencias de aprendizaje entre países es la composición social de sus poblaciones” (Carabaña, 2009: 92).

En el prólogo del informe español del PISA 2006 se expone el tercer objetivo que anima a estos estudios impulsados por la OCDE: “Contribuir al mejor conocimiento de los aspectos fundamentales del funcionamiento del sistema educativo, analizar qué explican los resultados obtenidos y, sobre todo, facilitar la adopción de las políticas y las acciones educativas que permitan mejorar el sistema educativo español” (MEC, 2007: 12).

La aplicación en España de las pruebas o evaluaciones de diagnóstico y, más concretamente, en Andalucía, es en realidad una mera traslación del discurso que más arriba se ha esbozado para PISA. Tanto en los textos legales que regulan el mecanismo, como en los informes elaborados cada año por la administración educativa, se repite el mismo esquema:

[A partir de los resultados] Los centros, a la vista de sus circunstancias y características, tras un proceso de análisis y reflexión riguroso establecerán las propuestas de mejora del rendimiento del alumnado que consideren necesarias. Se trata de una información que, utilizada en su justa medida, pueda ser útil al centro, al profesorado, al alumnado y a las familias para coordinar esfuerzos en la mejora del rendimiento escolar. No hay que olvidar tampoco el carácter eminentemente orientador que poseen dichas pruebas, por cuanto permitir conocer la evolución del rendimiento del alumnado a lo largo de los próximos años, valorando el efecto que sobre el mismo puedan tener las propuestas de mejora introducidas. (BOJA de 4 de agosto de 2006).

Es decir, la información que se obtiene de las pruebas de diagnóstico proporciona el combustible para el funcionamiento de la dinámica de la autoevaluación, trasladando al centro la responsabilidad de la puesta en marcha de medidas que mejoren los resultados, medidas cuya efectividad volverá a ser evaluada en las pruebas del curso siguiente. Evaluar para conocer y mejorar es, precisamente, el lema que reza en el frontispicio de la AGAEVE. Además, esa misma información –supuestamente rigurosa y objetiva-, es la base sobre la que la administración determina su política educativa: 

Esta evaluación, en la que participan unos 200.000 alumnos y alumnas y más de 4000 centros de Educación Primaria y ESO, se ha concebido con una doble finalidad: por un lado, ayudar a los centros educativos a mejorar sus prácticas docentes y el rendimiento del alumnado y, por otro, facilitar a la Administración educativa información relevante para orientar la política educativa. Merchán, 2010 y 2011. (Benítez, 2010:84).

Sin embargo, como reiteradamente ponen de manifiesto distintos estudios, la información que proporcionan las evaluaciones de diagnóstico nos llevan a la conclusión de que el factor más relevante en la explicación de los resultados de las pruebas es el del contexto socioeconómico y cultural, mientras que otros factores tienen una incidencia mucho menor y muy desigual. Si el objetivo de las evaluaciones y pruebas de diagnóstico es el de facilitar información y producir conocimiento sobre la mejora de la educación (o de los resultados), hay que decir que realmente nos dicen muy poco (poco más de lo que ya sabemos) sobre las diferencias de rendimiento y nada sobre lo que habría que hacer para mejorar los resultados (Carabaña, 2009). De manera que realmente estamos ante uno de los trucos característicos del derechismo pedestre: la política educativa no es resultado de la información que proporcionan las pruebas de diagnóstico; más bien resulta que las pruebas de diagnóstico son un instrumento, una coartada, de la política educativa.

4. LA GESTION EMPRESARIAL DE LA ESCUELA COMO ESTRATEGIA PARA LA CONSECUCIÓN DE RESULTADOS

La consecución de resultados se convierte en el objetivo intrínseco del sistema educativo, tratando, en fin, de mantener escolarizada el mayor tiempo posible a la población, como si de ello se derivaran innumerables beneficios y no fuera más bien una estrategia de infantilización y un mecanismo de ocultación del problema de la prolongación estructural del paro en las economías capitalistas.

Ahora bien, en el campo de la educación los gobiernos han tropezado con la histórica dificultad de manejar la nave del sistema y conseguir que los objetivos de la política educativa muevan todo el complejo entramado de la enseñanza en una determinada dirección. A este respecto, la fórmula de la gestión empresarial se presenta como una solución. Ya el citado padre de la teoría del capital humano, Shultz, apuntaba en 1963 una idea que también ha sido recuperada por las políticas conservadoras actualmente vigentes: “las escuelas pueden  ser vistas como las firmas que se especializan en <la producción> de la educación. El establecimiento educativo, que incluye todas las escuelas, puede ser visto como una industria” (Schultz, 1963, p. 4. Citado en Tröhler, 2009: 7). Si, como decía Shultz, la escuela deber vista como una industria, hay que pensar que debe gestionarse como tal, prestando atención más bien a los resultados (outputs) que a las entradas (inputs) (formación del profesorado, planes de estudio, materiales curriculares...). La fórmula para ello, denominada eufemísticamente como “autonomía” de los centros escolares, es presionar desde fuera, estableciendo, en primer lugar, los resultados que los profesores y los centros escolares deben alcanzar con sus alumnos, determinando después, mediante evaluaciones, externas el grado de consecución (rindiendo cuentas), para, finalmente, aplicar un sistema de incentivos o sanciones en función del logro [3]. Bolívar ha descrito acertadamente el meollo de la nueva estrategia de cambio:

En el inveterado problema de cómo hacer gobernable la enseñanza, es decir cómo desde la política educativa se puede influir positivamente en lo que se hace en el aula superando la débil conexión, el movimiento de los estándares ha encontrado una teoría de la acción: definir los resultados esperados, medirlos y usar los datos resultantes para influir en la enseñanza, ya sea directamente mediante la intervención de la autoridad o, como es más común, indirectamente por los incentivos o sanciones derivadas de los resultados alcanzados, por la propia administración educativa o cediéndola a los clientes” (Bolívar, 2006: 38).

En opinión de Lingard, Ladwing y Luke (2001), estamos en realidad ante un artefacto del taylorismo aplicado a las escuelas, con la novedad quizás de la “autonomía” y la “autovigilancia”. Un artefacto que funciona como un mando a distancia, pues regula desde fuera lo que se pretende que ocurra dentro. En este sentido, las nuevas políticas educativas se sirven de un complejo dispositivo en el que, junto a las pruebas estandarizadas, se ponen en juego estrategias basadas en la rendición de cuentas, los incentivos, la evaluación y lo que se denomina liderazgo. Veamos ahora con más detenimiento la dinámica de estos elementos del dispositivo.

4.1. La rendición de cuentas y los incentivos como “motores” del cambio

La reforma de la educación puesta en marcha por gobiernos de derecha y social-liberales, se sustancia, como hemos visto, en la consecución de resultados. Nutriéndose de las limitadas experiencias de cambio puestas en marcha por el movimiento de la eficacia y la mejora, pero, sobre todo, de experiencias del mundo de la empresa y otros ámbitos de la gestión del poder y del control de las organizaciones, las políticas educativas  actuales trabajan desde una serie de supuestos para gestionar el cambio, hablamos de reforma basada en la gestión empresarial de la escuela, pues lo más característico de ella es su fe en las virtudes del mercado como mecanismo benefactor y su admiración por las formas de gestión de la empresa, lo que Le Mouel  (1992) denominó empresomanía.

Uno de los pilares de esta estrategia consiste en contrastar los resultados esperados -definidos básicamente por el estado- y los resultados obtenidos; en el caso de que se produzcan diferencias significativas de carácter positivo, los centros y los profesores reciben incentivos, generalmente de tipo económico. Por el contrario, si la diferencia entre lo esperado y lo conseguido es negativa se activan gradualmente una serie de sanciones que van desde la ausencia de subvención hasta el cierre de los centros (por ejemplo en Inglaterra) y el despido de los profesores. Sin entrar, por ahora, a examinar los efectos de esta política de incentivos para mejorar los resultados, conviene plantear algunas consideraciones acerca de su viabilidad como dispositivo para generar cambios en la práctica de la enseñanza. Algunos autores (vid., por ejemplo, Durán, 2008; Perrenoud, 2000; Bolívar, 2003; Elmore, 2003 y Eisner, 2002) cuestionan que la política de incentivos pueda incidir de manera significativa en lo que hacen los profesores en el aula y en la mejora de los resultados. A este respecto se plantean una serie de argumentos relativos a la naturaleza e idiosincrasia del trabajo docente. Por una parte Perrenoud (2000:3) considera que no es posible –ni legítimo- exigir resultados definidos de antemano en la enseñanza, ya que a) no se trata de un problema exclusivamente técnico, b) la actuación de los profesores depende de otras personas y grupos, c) el estado del conocimiento sobre la enseñanza no permite una acción eficaz y clara, y d) en la enseñanza existe una gran diversidad de situaciones. Dada la naturaleza de la enseñanza, no es razonable pensar que pueda fijarse un número determinado de aprobados o suspensos. Así, el trabajo docente, aunque sea excelente, no es garante del éxito de los alumnos, pues, entre otras razones, requiere su cooperación, lo cual cuestiona la responsabilidad de los profesores sobre el resultado. En todo caso, puesto que ni todo el éxito ni todo el fracaso puede atribuirse al trabajo docente, es prácticamente imposible determinar su porcentaje de responsabilidad y, en consecuencia, la medida justa del incentivo o la sanción.

Otro de los argumentos que cuestiona la viabilidad de la política de incentivos se refiere a la capacidad de este tipo de estímulos para provocar cambios en la actuación de los profesores. En este sentido Bolívar (2003:7) considera que los supuestos del rendimiento de cuentas son demasiado simples e ingenuos: no está nada claro que los profesores vayan a actuar en la clase de manera significativamente distinta a como lo hacen habitualmente en función de incentivos. La fórmula de aplicar incentivos en relación con la productividad puede tener sentido en tareas en las que existe una relación directa entre esfuerzo y producción, pues existe un margen -limitado, desde luego- en la implicación del operario. En el caso de la enseñanza no existe una correlación proporcional entre el aumento de la dedicación de los profesores y los resultados de los alumnos, y, sobre todo, tampoco la hay con la  forma de hacer en la clase. De aquí que los incentivos no alteren significativamente la práctica de la enseñanza, pues esta no se construye básicamente ni en función de los resultados ni en función de las  recompensas.

Finalmente, un tercer tipo de argumentos se esgrimen para cuestionar la virtualidad de la estrategia de premios y sanciones. Partiendo de que el corazón de la enseñanza, la caja negra, es lo que realmente ocurre dentro de las aulas, la cuestión que se suscita es si los profesores, aunque quisieran, pueden introducir modificaciones significativas en lo que hacen, pues la práctica de la enseñanza no depende sólo de su voluntad.

Por lo demás, otros argumentos críticos se ha fraguado en el análisis del balance de los resultados que estas políticas han tenido en la práctica. Efectivamente ¿qué resultados se han producido en la práctica con la aplicación de este dispositivo de mejora de la educación? . Un reciente artículo de Nathalie Mons (2009) revela que, en lo que respecta a los resultados que obtienen los alumnos, no cabe hacer afirmaciones concluyentes pues los estudios arrojan datos muy dispares. En el mismo sentido cabe referirse a uno de los objetivos de los dispositivos que estamos analizando, el de la reducción de las desigualdades escolares: “Cuanto mayores son los incentivos, el sistema de rendición de cuentas reduciría más la calidad de la educación en escuelas en las que las ganancias de rendimiento son más necesarias” (Ladd y Walsh 2002:16. Citado en Ferrao, 2009: 140). De manera que, tal y como se dice en el último informe PISA (OCDE, 2007) no puede afirmarse una correlación entre evaluación externa, incentivos y mejora de los rendimientos de los alumnos.

Por otra parte, algunos autores han destacado los efectos perversos de la política de rendición de cuentas en base a los resultados que obtienen los alumnos en las pruebas externas. Así, los profesores tienden a prestar más atención a los alumnos que tienen posibilidades de obtener resultados satisfactorios, abandonando a su suerte a los que seguramente tendrán malos resultados (Wrigley, 2007; Mons, 2009). Además, cuando la remuneración y el estatus profesional está ligado a los resultados, los profesores tienden a abandonar los centros con alumnos más difíciles para trabajar en otros con más posibilidades de éxito; es por esto por lo que Ladd y Walsh, citados más arriba, han constatado que la política de incentivos perjudica a los centros que tienen más necesidades de mejora, de manera que uno de sus efectos perversos es precisamente que aumenta las diferencias entre alumnos de grupos sociales diferentes. Las dificultades para obtener los resultados demandados, produce desánimo en el profesorado.

El impacto más visible de esta cultura del rendimiento de alta presión ha sido una crisis importante de contratación tal, que ahora casi la mitad de los nuevos docentes que obtienen el título en Inglaterra abandonan en los dos primeros años y, en general, uno de cada diez profesores cada año. La crisis ha golpeado especialmente a aquellas escuelas que han tenido siempre más dificultades para atraer profesores (Wrigley, 2007: 49).

Pensado como un dispositivo capaz de operar el cambio de la práctica de la enseñanza y como una estrategia para la mejora de la educación, el sistema de evaluación basado en el rendimiento de los alumnos y en el uso de incentivos -premios y sanciones- a profesores y centros escolares, no ofrece unos resultados suficientemente consistentes (Ejido, 2008). En fin, a este respecto la opinión de Carabaña es también concluyente: “Incentivar económicamente por resultados no sólo funciona mal en las escuelas, sino que daña incentivos morales que funciona mejor” (Carabaña, 2008b).

4.2. La escuela como organización inteligente: la autoevaluación y el cambio

Está claro que la evaluación constituye un mecanismo central en las actuales estrategias de mejora de la educación y cambio de la enseñanza. En la página web de la Agencia Andaluza de Evaluación Educativa, describiendo el epígrafe “Evaluación”, consta un texto que resulta más clarificador que mis palabras sobre las posibilidades que ofrece la dinámica de la evaluación:

La Agencia Andaluza de Evaluación Educativa se plantea como estrategia abordar la evaluación de los distintos ámbitos del Sistema Educativo Andaluz, de manera que en los procesos y en los resultados de esta evaluación se ponga de manifiesto el potencial que la evaluación encierra como instrumento de transformación, de mejora y de aprendizaje, de cara a garantizar una educación de calidad a la que tiene derecho “todo” el alumnado andaluz.” (Consultado el 18 de mayo de 2010 en: http://www.juntadeandalucia.es/educacion/agaeve/web/agaeve/modelo-evaluacion).

En el fondo de estos planteamientos subyacen muchas de las tesis de las Teorías de las Organizaciones, especialmente el supuesto de que “las organizaciones escolares operan racionalmente y se dirigen a unas metas, se estructuran jerárquicamente, las subunidades pueden cooperar para maximizar el rendimiento y algunas formas de gestión pueden ayudar a conseguir los fines. Este es, por ejemplo, el marco teórico subyacente al modelo de mejora EFQM” (Muñoz-Repiso et. al, 2001: 77). Se concibe a la escuela como una “organización que aprende”, es decir, como una organización capaz de afrontar de manera sistemática los retos que se le plantean, mediante una dinámica autónoma que puede ser impulsada por programas generales de mejora (Muñoz-Repiso, 2001: 70), por la evaluación externa o por los incentivos. Se trata de una fórmula importada del mundo de la empresa, de un modelo de gestión postfordista que trata de lograr el compromiso de los trabajadores con las metas de la organización, produciendo entornos autónomos y flexibles (Bolívar 2001:7) que les implique -y, añadimos, les responsabilice- en la consecución de unos objetivos. Se trata de la bautizada como gestión de calidad.

La idea es establecer un procedimiento de gestión basado en ciclos inacabables de autoevaluación, siempre referidos a indicadores precisos, medibles y reformulables. Este modelo inicialmente desarrollado en empresas industriales y después en empresas de servicio, es el que de alguna forma se traslada al campo de la educación, bajo el supuesto de que si funciona en la empresa, también debe funcionar en la escuela como estrategia de mejora [4].

Toda esta tecno-burocracia del cambio y mejora de la educación ha sido objeto de críticas y no puede decirse que tenga en su haber un balance positivo de resultados. Al margen de las intenciones implícitas que puedan guiar su puesta en escena como estrella de la nuevas políticas reformistas, llama la atención la ingenuidad sociológica y la carencia de solidez en sus argumentos. La promoción de la “cultura de la evaluación” y de la práctica de la evaluación como estrategias de mejora, se apoya en sobreetendidos interesadamente publicitados que carecen de argumentos teóricos y apoyos empíricos. Por una parte, puesto que la autoevaluación  tiene como punto de partida del proceso una reflexión sobre la realidad, es inconsistente pensar que meramente con ello se produce un conocimiento relevante sobre la problemática de un centro. Desde luego si, como ocurre en Andalucía, el punto de partida se reduce al conocimiento de los resultados de las pruebas de diagnóstico, el recorrido se acorta significativamente.

Conviene considerar también que, aunque formalmente se asume la incidencia de factores extraescolares, en la práctica de la autoevaluación como estrategia de mejora, se actúa como si los centros escolares fueran islas, es decir, entidades descontextualizadas con capacidad de afrontar y resolver todas sus dificultades (Wrigley, 2007). Ciertamente se argumenta que de lo que se trata es de que las escuelas y los profesores hagan todo lo que está en su mano en el campo de sus posibilidades, pero, puesto que, en última instancia la evaluación se hace sobre los logros y, especialmente sobre el rendimiento de los alumnos, se ignora el carácter sistémico de los problemas educativos. A este respecto se ignoran los efectos de la interacción entre los factores sobre los que las escuelas pueden actuar y los factores sobre los que no tienen capacidad de intervención, atribuyendo a los centros escolares la responsabilidad en la incidencia de unos y de otros.

Bolívar (1994) nos pone en la pista de algunas interpretaciones de más calado sobre la evaluación y la autoevaluación en el contexto de la políticas educativas conservadoras. Arropada con una supuesta racionalidad científica, la evaluación trata de conferir a la política educativa un “valor añadido” de respetabilidad, buscando fuentes de legitimación y credibilidad a esas políticas, pero: “Nos guste o no, la evaluación es un proceso fundamentalmente político y su posible utilización para legitimar la autoridad de quien la realiza (esto es, el Estado) es un componente esencial de este proceso. Actuar como si la evaluación fuera una actividad técnica, descriptiva y, por tanto, <<neutral>>, la convierte en irrelevante o engañosa” (Weiler 1992: 76. Citado en Bolívar, 1994: 917). Bajo la cobertura científica, añade el catedrático de la Universidad de Granada, se justifican las prescripciones de una determinada política educativa, cerrándose, de paso la posibilidad de la discusión pública que, en todo caso, se remite al campo de los problemas técnicos de la estadística. Por otra parte, la autoevaluación se interpreta como un dispositivo de control e interiorización de la culpabilidad ante los previsibles fracasos, una tecnología del poder que permitiría a la vez gobernar a los centros escolares y a los profesores y hacerlos responsables de los resultados de los alumnos. En el marco del reiterativo discurso sobre la autonomía, la autoevaluación es un recurso de extraordinaria potencia para resolver los conflictos que se generan en el desarrollo de la política educativa, pues transmite la apariencia de que el que un centro funcione depende sólo del propio centro, aunque realmente se les diga lo que deben hacer.

4.3. La nueva dirección escolar: el gerencialismo

Desde hace algunos años, la política educativa de derechas que se sigue en Andalucía, tiene en el encumbramiento de los directores de los centros escolares uno de sus pilares básicos. Bajo el eufemismo del liderazgo pedagógico [5], la Consejería de Educación ha ido transformando la figura del director en la de gerente de una empresa y la organización de los centros en una estructura piramidal en la que el profesor que imparte clases se convierte en un mero empleado. Aparentemente se trata de una estrategia relacionada con la mejora de los resultados escolares (Pérez-Albo y Hernández, 2000), pero la dirección de los centros escolares no se asemeja tanto al líder de una organización o comunidad, cuanto a un gestor y jefe de personal que trata de hacer que se alcancen unos objetivos. De esta forma liderazgo pedagógico, dirección y gerencia se amalgaman en los discursos y en las prácticas de las reformas basadas en la gestión empresarial de la escuela. En todo caso, la puesta en marcha de esas políticas se ha concretado en el fortalecimiento de la posición de los directores en los centros escolares, confiriéndoles más atribuciones, más estatus y un nivel salarial más alto. En la práctica, más que el liderazgo, se ha potenciado un estilo de gestión basado en relaciones de autoridad en orden a la consecución de ciertas metas.

En la práctica, sin embargo, la reformulación de la función de los directores en los centros escolares va produciendo un progresivo distanciamiento entre ellos y los profesores. “La creciente divergencia entre las prioridades empresariales del director escolar (...) y las preocupaciones educativas de los profesores está conduciendo a un distanciamiento cada vez mayor entre el director y los dirigidos” (Whity, Power y Halpin, 1999: 78). Generalmente este distanciamiento acaba convirtiéndose en un obstáculo para la necesaria participación de los profesores en los procesos de cambio y mejora. En realidad en el modelo de gerencialismo empresarial no se demanda una verdadera participación, pues los de abajo no son colaboradores sino subordinados, de manera que en el caso de que los directores se propongan promover la participación de los profesores, se encuentran con obstáculos que provienen de las instancias centrales. En un estudio de Sinclair (1993, citado en ibid.: 81) sobre el efecto de las nuevas características de la función directiva en las relaciones laborales, se concluye que los directores “dejan de participar en el proceso de educación de los alumnos; se convierten en distribuidores de recursos dentro de la escuela, en gerentes preocupados por asegurarse que las actividades de los empleados se adecuen a las necesidades de la empresa y en remuneradores de quienes hagan aportaciones que se consideren muy importantes para las empresas” (p. 8, citado en ibid.: 81). Angus es a este respecto mucho más contundente, afirmando que con el fortalecimiento de la dirección de los centros escolares.

Los otros miembros de la organización, por ejemplo los profesores, padres y alumnos... son considerados en general como receptores eminentemente pasivos de las ideas del líder. La principal habilidad que se exige a la mayoría de los partícipes de la organización es que se limiten a adoptar la visión del líder y a amoldarse a la definición que éste haga de la cultura de la escuela. La implicación elitista de esta concepción es que los líderes son más lúcidos y dignos de confianza que nadie (ibid.: 86. Citado en Hextall y Mahony, 2001: 176).

La cuestión es que esta nueva definición de la función directiva, y redefinición de las relaciones con el profesorado, se entiende en un marco más amplio de nueva relación entre los gobiernos y las escuelas, mediante la que, como ya se ha dicho, se ejerce el control a distancia (Gunter, 2001), de manera que es “la delegación de poderes a los gerentes locales de las escuelas el medio por el que el Estado central ejerce cierto grado de control sobre lo que hacen y, al mismo tiempo, se desentiende de las responsabilidades si las cosas no van bien”  (Whity, Power y Halpin, 1999: 85). Es en este marco en el que se cuestiona la autonomía que realmente tienen los directores, pues tratan de conseguir objetivos asignados en un contexto sobre el que tienen un control limitado. El director actúa cada vez más como delegado de la administración educativa, lo cual dificulta enormemente su pretendido liderazgo pedagógico y su capacidad para impulsar cambios en la mejora de la educación y en la práctica de la enseñanza.

También se ha puesto de manifiesto que la reformulación de la función directiva ha supuesto un alejamiento de los directores de los problemas de la educación. En un estudio realizado por Allison Bullock y Hywel Thomas y otros colaboradores de la Universidad de Birmingham (Bulloc y Hywel,1997) sobre los efectos de la descentralización  emprendida por el Ministerio de Educación de Inglaterra, se revela que, con su nueva función, los directores están menos familiarizados con lo que pasa en la clases, puesto que ocupan cada vez más tiempo en tareas administrativa y de carácter meramente burocrático. Este alejamiento del núcleo de la enseñanza puede incidir en las decisiones que tomen los directores para mejorar la educación, pues disponen de menos información acerca de cuestiones fundamentales sobre la practica de la enseñanza. Y todo ello sin que pueda demostrarse que exista ninguna relación positiva entre la transformación del directo en gerente y los resultados escolares.

CONCLUSIÓN

En definitiva, las estrategias de mejora y políticas de cambio que en muchos países han seguido a la reforma pedagógica, se nutren  básicamente de los modelos y principios de la gestión empresarial. Sobre esa base, las políticas educativas de la modernización conservadora tratan de construir y hacer funcionar un dispositivo de control y gestión del cambio en los centros escolares y en la práctica docente, un dispositivo que actúa “dentro” pero está “fuera”, como si se tratara de un mando a distancia. Por una parte el Estado redefine el sentido de la educación, determinando  los objetivos y las metas que profesores y centros deben conseguir en base a  indicadores cuantitativos especialmente centrados en los resultados de los alumnos en pruebas más o menos externas (no pueden considerarse así las Pruebas de Diagnósticos que realiza en Andalucía la Consejería de Educación), orientadas a las llamadas competencias, más que al conocimiento. Pero hace responsable de los resultados a centros y profesores, pues aunque se admite la incidencia de factores externos (como el contexto socio económico y cultural) toda la actuación se centra en aquello que supuestamente es de su responsabilidad. Para alcanzar sus objetivos, se genera un  dispositivo que consiste en inducir procesos de autoevaluación y la elaboración de Planes de Mejora, desembarazándose de la responsabilidad del éxito o del fracaso, que atribuye a la capacidad y grado de compromiso de los docentes (rendición de cuentas). Junto a los incentivos económicos a centros y profesores, un elemento central en este dispositivo es la figura de la dirección en los centros escolares. Bajo el discurso del liderazgo y de la autonomía de las escuelas, se trata de establecer un intermediario que controle “in situ” el funcionamiento del mando a distancia. La nueva dirección, más que un líder en el sentido que se expresan algunos textos de la eficacia escolar, es un delegado a quién se le hará responsable de los fracasos y se le encargará la vigilancia de los mecanismos de cambio y de control.

Naturalmente el funcionamiento del dispositivo en la práctica no se ajusta al diseño: por una parte no está claro que sea capaz de generar los cambios que pretende ni de alcanzar los resultados que se proponen, al menos de una forma no fraudulenta. Por otra parte, genera efectos no previstos que cuestionan la consecución de sus objetivos declarados, así como perversiones significativas en el funcionamiento de los centros escolares y en la práctica docente que contradicen los propósitos que dicen pretender.

Problemas de espacio me impiden desarrollar más ampliamente el modo en que estas políticas conservadoras han sido puestas en marcha por la Junta de Andalucía y apoyadas por algunas organizaciones sindicales. El balance es poco halagüeño, pues no sólo no se ha conseguido mejorar los resultados escolares, sino que, además, se ha producido un notable deterioro del funcionamiento de los centros escolares. La burocratización de la actividad docente, la reducción de la práctica de la enseñanza a la preparación de los alumnos para afrontar las innumerables pruebas a las que son sometidos y, especialmente, la relegación de los profesores al papel de terminales ciegas de un proceso del que se les excluye, son algunas de las expresiones de ese deterioro. El problema es que los buenos docentes viven una situación que alimenta su desafección del compromiso con la educación, mientras que gestores y burócratas carentes de compromisos éticos son los que se han visto encumbrados gracias a la política conservadora que de manera tan aplicada promueve la Consejería de Educación en Andalucía.

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