Menores y jóvenes solos/as en nuestra frontera sur
En noviembre de 2018 se cumplió el 30º aniversario de la primera muerte documentada en una playa de Barbate. Desde aquel momento, el drama humanitario que supone arriesgar la vida en la mar ha ido adquiriendo cada vez tintes más trágicos, llegando en 2018 a más de 2.297 muertes en el Mediterráneo, más de 800 cerca de nuestras costas. La migración de las personas que llegan a nuestro territorio por vía marítima, si bien con altibajos, ha sido constante en estos treinta años. Sin embargo, este último año hemos observado cómo algunos medios de comunicación y responsables políticos han expresado que se trata de un fenómeno nuevo, espontáneo y masivo; que nos desborda de una forma alarmante e incluso puede desestabilizar nuestro Estado de Bienestar. En este contexto de relato mediático sobre las realidades migratorias, están igualmente enmarcados los/as menores extranjeros/as que llegan hasta nuestras costas solos/as sin acompañamiento familiar (los llamados comúnmente como MENAS- Menores Extranjeros/as No Acompañados/as), recibiendo, por tanto, el mismo trato público, político y mediático. Por ello, como se pretende reflejar que se trata de un fenómeno totalmente inesperado, se les atiende desde la absoluta improvisación justificada por ese repentino aumento de las llegadas. Se les instala en polideportivos, campings, cortijos y ventas de carretera, retratados mediáticamente con palabras nada inocentes como llegadas «masivas» o «avalanchas». Todo ello ignorando por completo los avisos de expertos/as y entidades sociales tanto nacionales como internacionales, que llevaban tiempo alertando de la alta probabilidad del aumento de los flujos migratorios por esta frontera sur a consecuencia del blindaje de fronteras en la ruta del Mediterráneo central y oriental; sumado al aumento de la inseguridad en Libia o la situación de inestabilidad política y social en el norte de Marruecos. Esta última ha agravado la situación precaria en la que ya se encontraba buena parte de la juventud en dicho país, por lo que muchos de ellos, incluidos menores de edad, han decidido buscar un futuro mejor al otro del Mediterráneo.
En cambio, la llegada de menores migrantes sin referentes familiares a nuestro territorio no es nada nuevo y la propia experiencia de la entidad social a la que pertenezco (Andalucía Acoge) así lo tiene registrado. Fue a principios de los 90 cuando comenzaron a llegar los/as primeros/as menores solos/as, siendo 1993 el año en el que se atendió por primera vez (en Algeciras Acoge) a un menor en estas circunstancias. Tres años después, en 1996, constatamos que se produjo la primera saturación de un centro de acogida inmediata (Nuestra Señora del Cobre en Algeciras). Ese mismo año, Andalucía Acoge publicó el primer informe que alertaba de la situación de estos/as menores en el sur de España. Por tanto, ha pasado el tiempo suficiente como para que las administraciones sigan improvisando la atención y acogida de unos/as menores que, al llegar solos/as, se encuentran en total desamparo.
Muchos/as menores migrantes sin referentes familiares ni siquiera entran en el sistema de protección cuando llegan a nuestro territorio. Otros/as, aun entrando en el sistema ven vulnerados sus derechos y por tanto quedan desprotegidos/as, y un número bastante considerable de ellos/as se quedan en la calle al cumplir los 18 años.
En España, el fenómeno de los/as menores migrantes sin referentes familiares está mayoritariamente asociado a niños/as y adolescentes procedentes de los países del Magreb y, fundamentalmente, de Marruecos y Argelia. Sin embargo, se observan asimismo menores procedentes de países del África Subsahariana, de Europa del Este, de Siria, etc. Cuando comenzó el desplazamiento de menores migrantes a Europa en la década de los 90, al desconocer la situación sociofamiliar de origen, se les solía asociar como «niños de la calle». Chicos/as separados/as de la unidad familiar y que hicieron de la calle su forma de vida, aunque esta descripción no se ajustara fielmente a la realidad. Los perfiles de menores que llegan a nuestro territorio han ido evolucionando hasta el día de hoy, pudiéndose distinguir diferentes características en los/as menores: según el origen nacional, procedencias de entorno rural o urbano, el contexto socioeconómico, la trayectoria escolar, la composición familiar y su rol dentro de ella, el grado de participación de la familia en la migración del menor, el imaginario colectivo sobre la emigración que existe en el contexto de origen y cómo ha podido influir en ellos/as la forma de realizar el viaje migratorio así como las expectativas sobre el futuro en el lugar de llegada. En general, sin atender a ninguna modalidad específica, los estudios que intentan unificar los rasgos que comparten los/as menores migrantes sin referentes familiares coinciden en que el sexo predominante es el masculino y en una horquilla de edad que oscila entre los 14 y los 18 años [1]. Además, su nivel de escolarización sufre carencias bastante significantes y suelen tener mayor grado de madurez del que le corresponde por su edad, debido a la responsabilidad que recae sobre ellos/as.
La inestabilidad política, social y económica de sus países de origen, las pocas perspectivas de futuro que les esperan, la multitud de diferentes causas personales o familiares que tienen o la probable combinación de todas ellas son las razones que están detrás de la decisión de emprender el viaje migratorio en solitario por parte de los y las menores. En unas ocasiones la decisión es tomada por el o la menor en solitario de forma autónoma (e incluso en contra de la voluntad de sus padres) y en otras ocasiones, la decisión es consensuada dentro de la familia, en la que el o la menor asume un rol protagonista para posibilitar una mejora de la situación familiar. Sean cuales sean las razones directas de la decisión, es frecuente que en el entorno social la migración esté contemplada en el imaginario colectivo como una de las principales vías de desarrollo. Esto está directamente relacionado con la vinculación histórica entre el lugar de origen y el lugar al que se pretende llegar, con una compleja interrelación basada en las relaciones de poder que ha marcado el colonialismo y marca el postcolonialismo actual. Intensos procesos de aculturación que se han dado durante siglos y se siguen dando, con ejemplos tan sencillos como que los/as menores africanos siguen estudiando más la historia de Europa que la de su propio continente y que por supuesto, lo que estudian lo hacen en idiomas europeos y no en su lengua materna. Igualmente el dominio económico occidental que actualmente llega a aplastar la economía familiar en cualquier parte de África o Asia en múltiples formas, que provocan ciertamente que una de las pocas vías de supervivencia y/o progreso sea la emigración. Menores marroquíes que deciden migrar al ver que los 250€ que cobran sus madres tras trabajar unas 10 horas diarias en las fábricas de Inditex no llegan para sustentar a la familia. Menores senegaleses o gambianos que ya no se pueden dedicar a la pesca como todos sus antepasados porque el poco pescado que queda, la Unión Europea ha establecido que se lo lleven los pesqueros españoles y portugueses. Menores que llegan desde Yemen huyendo de la guerra que el gobierno saudí mantiene con armamento español (entre otros).
También es relevante ampliar la mirada y ver la situación que existe alrededor del planeta sobre la infancia y adolescencia que emprende el viaje migratorio en solitario, ya que se trata de un fenómeno global que ha crecido en los últimos años y que nos da algunas pistas sobre la interrelación del devenir socioeconómico en muchos lugares y su impacto en la infancia dentro de este mundo globalizado. Niños/as hondureños/as, salvadoreños/as, guatemaltecos/as de hasta 5 años que intentar llegar solos/as a México y EEUU, niños/as afganos/as, iraquíes, sirios/as, yemeníes o somalíes que intentan llegar al centro y norte de Europa, dándose paradójicamente los mismos procesos de exclusión y criminalización sea el país que sea el de procedencia de los/as menores o el europeo de llegada, con situaciones extremas similares en ciudades fronterizas como Melilla o Calais (Francia). Niños/as birmanos/as, iraníes y de todo el sudeste asiático que intentan llegar a Australia y quedan recluidos/as indefinidamente en centros de detención de inmigrantes como el de la isla de Nauru. En ese mismo marco global también se encuentran los niños y niñas marroquíes, argelinos/as, guineanos/as, malienses o nigerianos/as que llegan a nuestra frontera sur.
A pesar de estas evidencias claras sobre nuestras responsabilidades como estados y ciudadanos/as europeos/as sobre todo lo que concierne alrededor de las migraciones, existe poca conciencia de las mismas. Cada vez es más notorio cómo nuestra sociedad se cree sus propias mentiras y reelabora una compleja política migratoria restrictiva en derechos, que elimina las posibilidades de migrar de forma legal y segura, lo que provoca más precariedad, riesgo y muerte. Como ha ocurrido en otros momentos históricos, para que la sociedad no se sienta culpable es necesario elaborar y mantener vivo un gran argumentario que criminalice a las personas migrantes como personas violentas que amenazan nuestra seguridad, libertad y exiguo Estado de Bienestar. Así, se va afianzando una línea de pensamiento colectivo que se resiste a romper la dicotomía creada entre un nosotros/as (españoles/as) y ellos/as —los/as otros/as— (inmigrantes), que asienta la despersonalización de esos/as «otros/as». Cuando al otro u otra no se le considera persona o se le considera en un rango inferior al «nuestro», es cuando no nos importa siquiera su derecho a la vida, tan defendido desde otros parámetros en la sociedad actual.
Pues bien, en este marco hostil hacia las personas migrantes, los/as menores que llegan solos/as constituyen lo que la antropóloga Mercedes Jiménez [2] denomina «intrusos en la fortaleza», ya que consiguen penetrar dentro de esta fortaleza europea hasta el punto de ser considerados/as (en principio) sujetos a proteger, gracias al amplio cuerpo legislativo que tenemos sobre derechos de la infancia. Ello provoca que Europa y sus políticas sociales y migratorias entren en crisis y estén continuamente conflictuadas con respecto a este colectivo según se priorice su condición de menores o de inmigrantes. Se genera así todo un sistema complejo de recepción, atención y protección de menores donde no siempre prima el denominado «interés superior del menor» y que en ocasiones les acaba perjudicando. Como ha ocurrido recientemente es recurrente, por ejemplo, que cada cierto tiempo el gobierno de turno intente realizar repatriaciones de menores supuestamente velando por su interés, aunque nunca se aclaran aspectos tan importantes en un proceso de este tipo como es velar por el derecho del menor a ser oído, a tener un abogado o la forma en la que se va a verificar que realmente la familia del menor le puede acoger y atender como le corresponde a un/a menor de edad.
Un sistema de protección con luces y sombras
Al llegar aquí, los/as menores que migran solos/as entran en el sistema de protección a la infancia de la administración andaluza porque se entiende que están en una clara situación de desamparo, que según refiere el Artículo 172 del Código Civil
se considera como situación de desamparo la que se produce de hecho a causa del incumplimiento, o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecidos por las leyes para la guarda de los menores, cuando éstos queden privados de la necesaria asistencia moral o material.
En principio, ingresan en un centro de protección con las mismas garantías y derechos que los/as menores autóctonos/as que se encuentren igualmente en una situación de desamparo, porque así lo establece todo el cuerpo legislativo que tenemos. A consecuencia de ello, tenemos un sistema unificado e inclusivo en el que todos/as los/as menores están en los mismos tipos de centros, es decir, no existe o al menos así debería de serlo, una doble vía de protección con recursos diferentes dependiendo del origen de cada cual. Este hecho a algunas personas nos puede parecer muy obvio, pero no ocurre así en otros lugares. Con la decadencia continua que estamos viviendo de nuestro Estado de Derecho y Bienestar, esta positiva forma de proceder peligra, por lo que es importante mantenernos en alerta, no dejando de recordarlo y reivindicarlo. Esta es la principal característica positiva que hay que destacar de nuestro sistema de protección. A partir de aquí, se podrían nombrar otra serie de cuestiones positivas que se están implementando, como la ardua tarea de conseguir que ningún/a menor de 7 años se quede sin familia de acogida, evitando así la institucionalización en los centros. También la creciente búsqueda de implicación de la ciudadanía con los/as menores que residen en los centros, con programas como el denominado «Familias Colaboradoras». Sin embargo, es relevante poner de manifiesto todas las carencias que sufren los/as menores en los centros de protección, que además se han incrementado considerablemente en los dos últimos años, especialmente en todo lo que concierne a los/as menores migrantes sin referentes familiares.
La Junta de Andalucía ha ido anunciando de forma pública y notoria cada aumento de plazas de acogida para menores migrantes en los últimos años, queriendo visibilizar su compromiso con la protección de los/as mismos/as. Pero a dicha información le faltaba contextualización, aquella que tiene que ver con la reducción de recursos en los años previos, y es que llegamos al año 2017 con un número de plazas y centros muy inferior al que había en 2009, concretamente 538 plazas y 61 centros menos que en 2009 [3]. Esta situación de partida unida a la falta de un plan de previsión por parte de la administración sobre cómo proceder ante un posible aumento de llegada de menores, ha propiciado que algunos centros de acogida hayan estado muy por encima de su capacidad, especialmente los de acogida inmediata, que como señala el propio Defensor del Menor en su informe del 2017:
lo usual es que los centros afectados hayan mantenido como mínimo una ocupación del doble de las plazas previstas, llegando en algunos momentos incluso a cuadriplicarse. [4]
La solución a estas situaciones de hacinamiento ha sido la creación de nuevos tipos de centros, los denominados «centros de emergencias», de hasta 100 plazas como el de Viznar (Granada). Son centros específicos para la atención de menores migrantes sin referentes familiares y se mantienen en un limbo con respecto al sistema de protección a la infancia. Se abrieron con carácter temporal, aunque se hayan ido renovando y ampliando sus contrataciones que en principio finalizarán en diciembre de 2019. Fruto de la falta de planificación estratégica, se improvisa la creación de estos centros generando situaciones caóticas que han perjudicado bastante la atención a los/as menores: la ausencia de declaraciones de desamparo, la no iniciación de los trámites para documentar a los/as menores, la carencia de un registro que refleje las fugas y la ocupación casi inmediata de las plazas que dejaban libres los/as menores «fugados/as», la falta de escolarización, personal insuficiente y con malas condiciones laborales, etc. A todo esto, habría que sumarle también que después de pasar los tres meses que pueden permanecer en este recurso de emergencia, no se procede al traslado a un centro que cuente con las garantías necesarias. Es decir, a un «centro residencial básico», que es el formato estable donde el menor puede sentir que va a ser su casa hasta la mayoría de edad. Se han dado casos en los que se les vuelve a derivar a otro recurso de esta naturaleza de «emergencia», perpetuando la situación de desamparo, inseguridad e inestabilidad que crea tanta ansiedad en los niños y niñas.
Lo cierto es que antes de que llegara la «crisis» se propiciaba que los Centros de Protección tuviesen un ambiente lo más familiar posible, desterrando así la herencia de los antiguos orfanatos de época franquista. Por ello, la Junta de Andalucía apostó por un modelo en el que los centros fueran pisos o casas pequeñas con plazas de entre 6 y 12 menores en la medida de lo posible, donde podía llegar a darse una ratio de un educador/a por cada 2-3 menores [5].
Sin embargo, con los recortes que en la práctica supuso la circular del 12 de junio de 2012, se empezó a optar por centros con un mayor número de plazas, en detrimento de los centros más pequeños, muchos de los cuales fueron cerrados, afectando claramente a la calidad de la intervención. En aquel momento, la justificación de la bajada de plazas en centros residenciales era la disminución del número de menores en acogimiento residencial debido a la apuesta por el acogimiento familiar. Progresivamente, se ha evolucionado a que apenas haya menores de 7 años en centros residenciales (aspecto muy positivo). Igualmente, dos años después, en 2014 se creó un nuevo modelo de centro, en torno a las 25 plazas, llamados COILS (Centros de Orientación e Inserción Sociolaboral) dirigidos a mayores de 16 años, ya que la mayoría de los/as residentes en centros rondan esa edad. Estos centros se crean bajo el argumento de trabajar más intensivamente la inserción laboral de los/as menores, preparándolos mejor para la mayoría de edad. Trabajo que en principio se debería realizar en cualquier Centro de Protección con los/as menores que tienen esa edad. Lo cierto es que desde 2013 se ven reducidas las plazas residenciales en toda Andalucía y al mismo tiempo, la calidad de la intervención se ve mermada por prevalecer criterios económicos a los pedagógicos [6]. En ese contexto de precariedad es como llegamos al 2017.
En la atención y protección de la infancia, no se pueden primar criterios económicos frente a la calidad de la intervención, ni excusarse en que se trata de situaciones imprevistas o supeditar la asunción de responsabilidad a la supuesta prevención de «efectos llamada».
Entender la familia en un contexto transnacional
La familia, como primer medio en que se desenvuelve y aprende la persona social y culturalmente, es el medio en el que se sientan las bases del desarrollo psicosocial y afectivo de cualquier persona. Por tanto, es imprescindible tener en cuenta la familia y dinámica relacional en el trabajo con los/as menores en protección. Quizá por el propio concepto del desamparo y/o por las herencias del franquismo, tenemos un sistema de protección que está concebido desde una lógica del maltrato (concepto aportado por Maru Trujillo [7] partimos de la base de que un niño o niña entra al centro de protección porque sus padres le han maltratado de una u otra forma. Esto conlleva todo un proceso burocratizado en la forma de gestionar la relación familiar del/a menor que entra en la institución protectora tras retirarlo/a de su familia, donde hay que ir midiendo de forma exhaustiva en qué medida beneficia o no al menor el mantenimiento de la relación con su familia de origen. Esta difícil realidad en ocasiones viene acompañada de una valoración negativa hacia las familias de los/as menores, que acaban asentando una estigmatización que puede desvirtuar la casuística familiar en el comportamiento del/a menor. Hay, pues, ocasiones en las que ciertas actitudes del/a menor se atribuyen directamente a la mala dinámica familiar (aunque no se cuente con ninguna evidencia) o bien todo lo contrario, que no se sepa identificar que tras un comportamiento determinado hay unas causas familiares. Y a ello, le añadimos una cuestión lamentablemente muy poco trabajada: la del honor familiar y las lealtades invisibles [8] que tenemos todos/as y que en gran parte se basan, como afirma Amina Bargach [9], en las deudas que tenemos con nuestros padres y que, de una u otra manera y antes o después, tenemos que ajustar. Efectivamente es frecuente que aunque nuestros/as progenitores/as no nos hayan tratado bien, sintamos que le debemos algo, pues como se dice «nos han dado la vida», y ahí está esa lealtad invisible que hemos de tener en cuenta para trabajar con los menores en protección.
Los/as menores migrantes sin referentes familiares cuando llegan «rompen» con esta «lógica del maltrato» que tiene el sistema de protección, ya que —salvo excepciones provenientes de contextos de familias muy desestructuradas— los/as menores migrantes sin referentes familiares llegan a España por un proyecto migratorio individual fraguado desde el grupo de iguales (y en muchas ocasiones sin el consentimiento familiar) o siendo el sujeto activo de un proyecto migratorio familiar consensuado (donde el o la menor quiere migrar). Ninguna de estas maneras de migrar nos tiene que hacer suponer que sus familias les hayan maltratado ni abandonado. Sin embargo, parece ser que desde el momento de su entrada en los centros de protección, sus familias son estigmatizadas de la misma manera que ocurre con sus compañeros/as españoles/as, haciéndoles iguales en esta perversa circunstancia. Por ello no son infrecuentes cuestionamientos del tipo «cómo serán sus padres para que les dejen venir solos/as». Para los/as menores migrantes sin referentes familiares, esta estigmatización generalizada de la familia viene acompañada de la estigmatización que sufren por el propio hecho de ser migrantes, circunstancia que de por sí les marcará en su estancia en España, muy especialmente al cumplir la mayoría de edad.
Como consecuencia de unas políticas migratorias que empujan a miles de personas a tratar de ingresar clandestinamente en Europa por no poder hacerlo de forma regular, se produce una evidente criminalización de la inmigración, que la vincula con la ilegalidad y la delincuencia. Esta visión negativa, que lamentablemente causa alarma social y tiene gran calado en la opinión pública, también tiene su impacto sobre los/as menores migrantes sin referentes familiares. Una de las consecuencias de ello es la criminalización que recae sobre los padres de los/as menores por haber dejado que sus hijos/as migren. Muchas personas, incluidas algunas que trabajan con los menores en cuestión, no entienden que la propia gestión de la inmigración en Europa y su blindaje de las fronteras empujan a una familia a tomar la decisión de otorgarle a un o una menor de 14 años —por ejemplo— la responsabilidad de emprender el viaje migratorio en representación de la familia porque él o ella tendrá más garantías de éxito que sus progenitores. Tampoco se entiende que, en el imaginario colectivo de muchas zonas de países con gran tradición migratoria (relacionada estrechamente con el postcolonialismo como comentaba anteriormente), siempre ronda la idea de emprender el viaje —sobre todo entre los/as más jóvenes—, adquiriendo así el grupo de iguales un gran peso en las decisiones de los/as adolescentes —escapándose estas decisiones del control familiar—. Esto hace que haya menores que abandonan sus casas para migrar sin que sus propias familias lo sepan. Igualmente, hay profesionales que tienen un gran desconocimiento de las realidades migratorias de los/as menores y las relaciones familiares que se generan a causa de éstas, que son complejas y difíciles de abordar si no hay un acercamiento mayor hacia esa realidad, dejando de lado etnocentrismos y actitudes de sospecha.
Por otro lado, en el trabajo con las familias de los/as menores que migran solos/as, es importante hacerles entender a las mismas todos los procesos por los que están pasando sus hijos/as, intentando despejar imágenes idealizadas que forman parte de los mitos migratorios, desde el respeto a la propia familia, al menor y a la relación que éste o ésta quiera mantener con sus familiares. Por poner un ejemplo, muchas familias creen que sus hijos/as van a poder trabajar fácilmente a su llegada a España, lo cual genera un fuerte estrés y frustración en los/as menores, que a veces se sienten incapaces de explicarles la realidad que han encontrado. Esto hay que abordarlo desde el respeto, con un acercamiento empático, comprendiendo que es lógico que las familias piensen así, porque es muy común que en los países de origen calen más los mensajes positivos de éxito en la migración que los proyectos frustrados.
Trabajar con las familias que están en otro país de una manera continuada se hace difícil por la multitud de barreras que existen, por lo que es importante buscar estrategias para hacerlo, estableciendo redes en los países donde se encuentran, bien sea a través de entidades sociales o por las propias redes comunitarias de la zona. Existen experiencias positivas en este sentido como la mediación familiar transnacional que realizaba la asociación Alkhaima de Tánger, trabajando desde esta ciudad y sus alrededores con las familias de los/as menores y jóvenes que viven en España, en coordinación con las entidades españolas que trabajan con ellos/as. La situación transnacional en la que se encuentra la familia, donde los progenitores y hermanos/as están en un país y el o la menor en cuestión en otro, evidentemente genera otro tipo de relaciones entre ellos/as, acompañadas de una serie de sentimientos diferentes que son necesarios conocer y trabajar con toda la familia. Este entendimiento de la familia en el contexto transnacional es fundamental en el trabajo con los menores, pero debido a las carencias primarias que siguen existiendo en la atención directa, el abordaje de esta dimensión aún está lejos de ser abordada como se merece.
En ese restablecimiento de las relaciones familiares, así como todo el proceso de gestión de los «duelos migratorios» del/a menor como elemento clave para un proceso de inclusión sano, creemos que es fundamental la figura de los/as mediadores/as interculturales y más en concreto el desarrollo de una mediación familiar transnacional, pues la labor que se realiza para el mantenimiento del menor con sus raíces en el lugar de origen es muy deficitario. A pesar de lo que se establece en el decreto que regula el Acogimiento residencial en su artículo 18.e) [10], que entiende que una de las finalidades de la estancia en estos Centros de Protección es la de favorecer los vínculos familiares y filiales ya que resulta necesario a la hora de «potenciar su autoestima y afectividad». Es en su artículo 47 donde se recoge cómo se debe llevar a cabo esta comunicación. En cambio, el contacto con sus familias en muchas ocasiones se reduce a llamadas telefónicas puntuales, sin que ello se complemente con un trabajo de acompañamiento psicológico que ayude al/la menor a reubicarse en su nueva situación familiar marcada por la distancia. Ni siquiera de un contacto más fluido de los profesionales que atienden al menor con su familia de origen.
La protección más allá de las necesidades básicas
A pesar de la inestabilidad que se asocia a la etapa vital en la que están los/as menores migrantes que se encuentran en los centros, la adolescencia, ellos/as suelen tener muy claro que una de sus prioridades es la documentación, poder residir legalmente en este país y con ello poder trabajar y vivir dignamente sin el miedo a la expulsión. Por ello, lo que suelen vivir con mayor angustia es ver cómo se va retrasando la posibilidad de adquirir el permiso de residencia, pues ciertamente se han dado unos retrasos alarmantes en la gestión de los desamparos, la iniciación de los trámites para el permiso de residencia, etc.
A veces, se tiene la percepción de que los/as menores en los centros de protección tienen poco más cubierto que sus necesidades básicas (comer, dormir, etc.). Lo cierto es que cuando no se han puesto los medios oportunos para garantizar las cuestiones que tienen que ver con los derechos de la infancia, como es la regularización de su situación documental o el acceso a la escolarización, es normal que se generalice esta percepción. El propio defensor del menor de Andalucía, en su último informe sobre 2017, incide en este aspecto:
Celeridad en la formalización de la tutela y desamparo. El sustancial incremento del número de menores en los centros no ha ido acompasado de un aumento de efectivos de personal tanto para los recursos residenciales como para las unidades tutelares de la Entidad pública.
El personal de los centros ha visto aumentado exponencialmente su trabajo sin apoyos complementario a su labor. Su pericia ha permitido que los menores hayan sido atendidos, si bien, los profesionales nos han hecho llegar su preocupación por cómo sus funciones han quedado relegadas a aspectos asistenciales (comida, aseo, etc.) siendo inexistente, o en el mejor de los casos relegadas a un segundo plano, sus funciones educativas.
Y los mismo ocurre con el personal de las unidades tutelares. Los funcionarios se han visto obligados a asumir la tutela de un número desmesurado de menores de los que tienen poca o ninguna información, a la par que han de formalizar las declaraciones de desamparo sin ayuda complementaria, lo que está ocasionado demoras en su tramitación.
Conocemos, y los menores también, las consecuencias que estos retrasos pueden tener en la obtención del ansiado permiso de residencia. Es posible que algunos de estos chicos alcancen o hayan alcanzado la mayoría de edad sin que se les haya formalizado la declaración de desamparo y asumido la tutela y, por consiguiente, viendo ralentizados cuando no frustrados sus objetivos de conseguir la documentación y su regularización en España.
El Sistema de protección puede llegar a ser rechazado por el MENA si lo percibe como una traba que ralentiza la consecución de sus intereses. Paralelamente, la tutela fracasará de no dar a los chicos unas respuestas aceptables para sus necesidades específicas.
El objetivo final del sistema de protección debe ser buscar la autonomía del sujeto, dotarlo de recursos que le permitan una emancipación sin riesgos [11]. Para esto, resulta fundamental la intervención educativa en el proceso previo a la mayoría de edad. Las experiencias vividas por estos/as jóvenes hacen que su formación se vea interrumpida a edades tempranas [12], por lo tanto, el país de acogida encargado de su protección debe proporcionarle una formación de calidad que le posibilite el acceso al mercado laboral sin tener que acudir a contratos precarios o al empleo irregular. No se trata de gastar recursos en atender a menores, se trata de invertir recursos en formar a ciudadanos/as que participaran en la construcción de la sociedad del mañana. Los y las profesionales de los Centros de Protección juegan aquí un papel esencial, puesto que la mayoría de estos/as jóvenes cuentan con un nivel bajo de autoestima [13], manifestando miedos y dificultades para afrontar los retos que se les plantean.
Además de esta intervención educativa, es necesario un apoyo respecto a la inserción laboral. El trabajo, en la actualidad, constituye el eje fundamental en la vida del ser humano en sociedad, siendo una cuestión aún más importante para las personas migrantes dada su relación con la obtención de la autorización de residencia y trabajo.
Sin embargo, el personal encargado de atender esta triple labor en los centros de acogida (asistencial, preventiva y socioeducativa integral [14]), vive una situación de desborde físico y mental. La tendencia actual por parte del Estado es la delegación en organizaciones no gubernamentales de las responsabilidades del cuidado de los/as menores. Según explica Cristina Goeneche Permisán, esta derivación trae como consecuencia peores condiciones laborales y menor formación del personal. La sobrepoblación de los centros y las deficiencias de los servicios dificultan la labor de los/as profesionales, resultando imposible en muchos de los casos una atención adecuada de las necesidades de estos/as chicos/as [15].
Por otro lado, pese a que en los equipos interdisciplinares existe la figura del/a profesional de la psicología, ésta es insuficiente para dar una atención de calidad de manera general. Si nos centramos en la atención psicológica que reciben los/as menores migrantes sin referentes familiares en relación con sus casuísticas, ésta es casi inexistente. La dificultad de encontrar profesionales de la psicología con la formación suficiente para trabajar con estos perfiles hace que no se atiendan debidamente las necesidades de gestión emocional y cognitiva que supone el proceso migratorio del/a menor. Esta atención hay que aportarla de manera interdisciplinar y con acciones coordinadas, ya que en muchos casos, las «etiquetas» que se les ponen a algunos/as jóvenes, como violentos/as o conflictivos/as, no son más que señales de la angustia por no saber afrontar su situación.
En el caso de los/as menores migrantes sin referentes familiares, la inmensa mayoría no conoce el castellano al acceder al sistema de protección, por lo que resulta clave poner solución a la dificultad de comunicación con estos/as chicos/as, para ello la ausencia de traductores/as y el uso de otros/as menores para realizar esa función, no es lo más recomendable. No conocer el idioma supone un alto factor de riesgo de exclusión, tanto social como laboral y que además supone la vulneración del derecho del menor a un plan de educación e intervención individualizado que responda a las necesidades específicas de cada uno/a, dotándolo de una «formación integral» como así se expone en las distintas normas legislativas dedicadas a su protección. Esa despreocupación de la Junta de Andalucía por el aprendizaje del idioma hace que en ocasiones recaiga esta formación en la buena voluntad de terceras asociaciones que ofrecen este servicio llevado a cabo por voluntariado.
En algunas ocasiones, otra de las vulneraciones que se producen respecto a los derechos de los/as menores en los centros de protección es el de «favorecer su integración y su participación en la vida ordinaria del territorio en el que se establezcan». Para ello será necesario que la localización del Centro sea en barrios normalizados y que exista un trabajo en red con el resto de los recursos (públicos y privados) de la zona, con especial atención a la coordinación con los Servicios Sociales Municipales con los que se debería mantener una coordinación fluida, no solo desde los centros sino desde el propio Servicio de Protección, para dar una atención de mayor calidad, no sólo a los/as menores migrantes, sino también a los/as chicos y chicas nacionales que son retirados/as de sus familias. En muchos de los casos la estigmatización de los/as chicos/as y de los propios centros hace que los ubiquen en barrios periféricos o pueblos pequeños alejados de las urbes donde resulta muy complicado el acceso y evidentemente la socialización.
Podríamos también hablar aquí del derecho del/a menor a «realizar actividades lúdicas propias de su edad» y la insuficiencia de espacios de ocio gratuitos para la adolescencia y juventud. Las administraciones deben promover un mayor número de espacios comunitarios para la juventud y facilitar el uso y acceso a los mismos a la población que se encuentra en el sistema de protección, ya que éstos son espacios claves de convivencia.
Por último, hemos de añadir la falta de iniciativas que se generan para paliar en la ciudadanía la negativa percepción que se tiene sobre este colectivo, alimentada frecuentemente desde el periodismo amarillista con claros tintes racistas que colma muchos espacios informativos de acceso generalizado, llegando a extremos como culpabilizar de su situación a menores que ejercen la prostitución. Se están dando situaciones muy graves, que además de invisibilizarse con gran rapidez no tienen el apoyo institucional que requieren. Como ocurrió en Jaén, donde un joven extutelado marroquí recibió una brutal paliza por un grupo de vecinos tras propagarse el bulo por redes sociales de que él y otro chico que vivían en una casa desocupada eran los responsables del robo a un anciano. A pesar de que la policía demostró que no habían sido ellos, el chico no recibió prácticamente ningún apoyo por parte de la administración (habitacional, social, psicológico y jurídico) y su caso no ha sido considerado delito de odio aunque las evidencias sean claras.
Menores que no son protegidos/as
Aunque en términos generales los/as menores migrantes que llegan solos/as entran en el sistema de protección a la infancia, es importante ser conscientes de que hay un número considerable de ellos/as que ni siquiera llegan a entrar por distintas circunstancias y de que hay otros/as tantos/as que han salido por voluntad propia o no, y que poco se está haciendo para saber dónde se encuentran dichos menores.
Hay menores que no entran al sistema porque en el momento en el que llegan a nuestras costas no se detectan como tales. En algunas ocasiones, al llegar la embarcación a puerto, el procedimiento de identificación de menores se reduce a preguntar a viva voz en el grupo si hay algún menor (en el caso de que físicamente no sea evidente la minoría de edad). La identificación queda supeditada, en primer lugar, a que se enteren o no de la pregunta (a lo que se puede añadir más dificultad si no hay presencia de traductores/as en el procedimiento) y, en segundo lugar, a lo que los/as propios/as menores consideren sobre si es mejor o no para sí mismos/as decir que son menores de edad en función de lo que crean o de lo que les hayan informado previamente. Así, hay menores que ni siquiera pasan por el radar de la administración protectora. Esto que es perjudicial para cualquier menor, lo es especialmente para aquellos/as que puedan ser potenciales víctimas de trata. También hay menores que llegan por otras vías, escondidos en los bajos de un camión o como polizones de barcos, que no son detectados al llegar aquí.
Por otro lado, cuando se duda de la veracidad de la minoría de edad, se les realiza unas pruebas oseométricas, principalmente del carpo de la mano izquierda, con las que se determina un rango de edad aproximado. Estas pruebas han sido criticadas debido a su inexactitud por multitud de expertos/as en la materia, pero se siguen utilizando como procedimiento habitual para determinar la edad. En algunos casos incluso cuando los/as menores portan documentación del país de origen donde acreditan su minoría de edad, lo que contraviene la jurisprudencia del tribunal supremo al respecto [16]. Se trata, por tanto, de menores que la administración declara como mayores y que pueden quedar en la calle o en el peor de los casos en un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros).
Por último, se calcula que actualmente en España se mantienen activas 12.330 denuncias por desapariciones, de las cuales 9.737 corresponde a menores de edad. De ellas, al menos más de la mitad, 5.084, se deben a las fugas de menores migrantes de centros de acogida, mayoritariamente ubicados en Andalucía, según el último informe sobre personas desaparecidas del Ministerio del Interior. Es decir, hay más de 5.000 menores que deberían de estar en un centro de protección, pero nada se sabe de ellos/as. ¿Se están haciendo los esfuerzos suficientes por encontrarlos/as? Ciertamente, algunos de ellos/as habrán abandonado los centros por considerar que no tenían la atención que esperaban y han preferido huir hacia otros lugares buscando otras oportunidades, pero en esa situación de clandestinidad es muy preocupante no saber cuántos puedan ser víctimas de redes de extorsión de distinto tipo, como la red criminal recientemente desmantelada que se hacían con menores de diversos centros de protección ubicados en Andalucía [17]. Quizá nadie los busca porque a nadie le importan.
Cumplir 18 años y de regalo, la calle
Todos los/as menores tutelados y/o guardados/as por la Administración y que residen en centros de protección se convierten en jóvenes extutelados/as el día que cumplen 18 años, viéndose obligados/as a abandonar la que hasta ese cumpleaños fue su casa. Y la realidad es que si salen de los centros sin tener una red social o familiar de apoyo y/o sin que les proporcionen recursos, estarán solos/as y con pocas perspectivas de futuro. Por lo tanto son, con diferencia, los más vulnerables de toda la juventud de nuestra sociedad, volviendo a la situación inicial de desamparo. En este Estado, donde se ha llegado a duplicar la tasa de pobreza, el paro juvenil en algunos momentos ha llegado a rebasar el 50% y la media de edad de emancipación ronda los 29 años, no son difíciles de imaginar las enormes dificultades a las que se enfrentarán los/as futuros/as jóvenes extutelados, sean españoles/as o extranjeros/as, obligados/as a emanciparse con 18 años.
Si al salir de los centros de protección no acceden a un recurso de vivienda o tienen un empleo, caen rápidamente en la exclusión. Son chicos y chicas que suelen carecer de redes sociales y familiares afectivas, efectivas y estables, y más aún si son jóvenes migrantes que vinieron solos/as siendo menores sin ningún referente que les acompañase. Este hecho tan significativo, que no es otra cosa que «estar solo/a en este mundo», hace que puedan caer rápidamente en el sinhogarismo (que duerman en la calle, bajo los puentes o en parques, o que en el mejor de los casos ocupen una infravivienda), se queden en situación administrativa irregular, sufran explotación laboral y/o caigan en la delincuencia o la prostitución. Todo ello, partiendo de una situación de carencias afectivas y sociales que los/as hace aún más vulnerables.
Una de esas necesidades básicas, así como un derecho básico de toda persona, es la vivienda. Se trata de un derecho que con frecuencia se ve gravemente afectado en el caso de los/as jóvenes extutelados/as, que tienen acceso a una red de recursos residenciales específicos que a todas luces se queda insuficiente, pues existen pocas plazas para el número de chicos/as que cumplen la mayoría de edad cada año. Por ejemplo, en 2017 la Junta de Andalucía, que es la Administración que debe velar por el correcto desarrollo de los/as jóvenes al menos un año tras la salida del Centro de Protección, tenía 153 plazas residenciales dentro del Programa +18 para los/as 633 jóvenes que cumplieron la mayoría de edad ese año. Algunos/as acuden a otros recursos para personas en exclusión social, como albergues o pisos para personas sin hogar, que también son escasos y en los que la media de estancia no suele sobrepasar los dos meses. Por ello, cuando no tienen el amparo de ninguna institución, los/as jóvenes extutelados/as conforman un grupo de extrema vulnerabilidad, pues se encuentran solos/as en su mayoría de edad, donde la combinación de las circunstancias estructurales que tienen (no teniendo ninguna de sus necesidades básicas cubiertas), las consecuencias de su historia pasada (en la que juega un importante papel su estancia en los centros de protección) y su juventud (encontrándose en plena adolescencia, aun siendo mayores de edad administrativamente hablando) hacen que puedan caer rápidamente en la exclusión. Se convierte en una espiral de infortunios, del desempleo al sinhogarismo (con la consecuente mella en su salud física y mental), siendo en ocasiones imposible esquivar la drogadicción, la delincuencia o la prostitución. La calle en muy poco tiempo debilita a cualquier persona, mermando con gran rapidez las capacidades de uno/a mismo/a, lo que en plena adolescencia se recrudece aún más. Además, si los/as jóvenes son extranjeros/as y no cuentan con medios económicos ni red social que les mantenga, no podrán mantener el permiso de residencia (en el caso de haberlo obtenido) y acabarán en situación irregular, cayendo en la absoluta invisibilidad, lo que les obligará a estar constantemente pendientes de la posible expulsión y a vivir escondidos/as, en permanente situación de estrés.
Por otro lado, hay que tener muy en cuenta que son jóvenes que están en plena construcción de su identidad como cualquier adolescente. Ésta la han de construir bajo continua situación de estrés, ya que se les exige que sean autónomos/as en un tiempo récord, con el coste emocional que ello puede suponer; cuando además, es muy probable que aún no hayan terminado de procesar las dificultades de su infancia en el lugar de origen, el proceso migratorio y el choque de expectativas con las que vinieron.
Tanto los/as profesionales que les apoyan como los/as jóvenes, se mueven con frecuencia en la urgencia de no caer en situación de calle, de encontrar una vivienda, conseguir la documentación, encontrar un trabajo, etc. En este plano de supervivencia, atender el estado emocional y psicológico en el que se encuentran los/as jóvenes, en muchas ocasiones, queda en un segundo lugar. Además de ofrecer un mínimo de estabilidad material a los/as jóvenes una vez que cumplen los 18 años, es muy necesario avanzar en el abordaje emocional de la situación para que realmente puedan ser jóvenes resilientes. Todo ello sin olvidar lo que implica la que quizá sea la característica más definitoria de ellos/as como «colectivo», que es el momento vital en el que están: en plena adolescencia.
Igualmente, una de las mayores necesidades que tienen los/as jóvenes extutelados/as, a la que apenas se da importancia, es la necesidad de referentes. Cualquier joven, por muy buenas condiciones que tenga, necesita en su vida a una persona de referencia (que normalmente coincide con los padres/madres) que le asesore y oriente tanto en el proceso de emancipación -por ejemplo, para hacer las gestiones administrativas-, pero también que le sirva de soporte emocional y que le acompañe en sus decisiones. Por la escasez de medios, se están centrando todos los esfuerzos en cubrir las necesidades básicas (vivienda, ayudas de manutención) y la inserción laboral, pero estamos dejando descolgada la necesidad de acompañamiento y seguimiento que tienen lo/as jóvenes: referentes, personas que les acompañen en su vida autónoma, personas a las que puedan acudir cuando tengan dudas y problemas o cuando quieran expresar lo bien que les va en la vida o en el trabajo, por ejemplo. En muchos casos, esta figura se da de forma natural y suelen ser los/as educadores/as que han tenido en los centros de menores o en los recursos de extutelados/as; en otros casos tienen que buscar esta figura en otros espacios, encontrándola frecuentemente en otros/as jóvenes mayores que han pasado por su misma situación. Esta búsqueda de referentes se da de forma natural y espontánea, pero el que realmente los encuentren depende en gran medida de los/as profesionales que se hayan cruzado en su camino.
No parece lógico abandonar a estos/as adolescentes una vez cumplidos los dieciocho años, más si somos conscientes de todos los deberes incumplidos por las autoridades competentes durante su minoría de edad, quienes además son parte responsable de su inclusión en la sociedad. Aunque estos/as jóvenes han ganado durante todo su proceso migratorio una gran capacidad de resiliencia, el acompañamiento afectivo proporcionado por un/a referente adulto/a sigue siendo necesario para el pleno desarrollo de su personalidad.
Por último, quiero destacar algunas de las características positivas que suelen tener los/as jóvenes extutelados/as y que destacan los/as profesionales que intervienen con ellos/as, los/as empresarios/as y compañeros/as con los que trabajan y la ciudadanía que se acerca a ellos/as: capacidad de adaptación y autonomía, importante grado de madurez y de asunción de responsabilidades, motivación e interés por trabajar, ganas de conocer y aprender, alto grado de iniciativa e ilusión por avanzar. Definitivamente, creo firmemente que cualquier joven al que se le dedique tiempo y recursos es capaz de salir adelante y emanciparse de forma autónoma.