1. INTRODUCCIÓN

Este artículo analiza desde una perspectiva de economía política feminista la última etapa del capitalismo, caracterizada por la aplicación de políticas neoliberales, que en España coincide con la democracia y la integración en la Unión Europea, así como los cambios que están teniendo lugar en el actual contexto recesivo.

El modelo neoliberal se ha desarrollado en un contexto de hiperglobalización financiera y episodios sistémicos de crisis económicas que han contribuido a su posterior consolidación, destacando los cambios en las instituciones económicas que modifican los mercados y el modo en que la división sexual del trabajo, las relaciones de género y el trabajo de las mujeres se ajustan a los nuevos modelos de Estado. Este proceso ha ido acompañado por la promoción del individualismo y de los intereses personales (self-interest) como un patrón de comportamiento económico y motor del crecimiento. Aunque la promoción de los intereses personales sobre el bien común ha facilitado por un lado el debilitamiento del orden patriarcal, por otro, los conceptos e instituciones vinculadas al interés personal están imbuidos de normas y relaciones de género diferenciadas que conforman cómo los mercados se van estructurando.

Si bien el desarrollo del capitalismo ha permitido a muchas mujeres insertarse en el mercado laboral, sin embargo nunca han dejado de encontrarse en una posición de subordinación respecto a los hombres. En gran parte porque con cada cambio institucional, el trabajo de las mujeres se adapta, pero siempre continúa estando especializado en la producción de la nueva generación de personas y trabajadores. Por lo tanto, hay que examinar en profundidad la evolución en la participación de las mujeres en el mercado laboral de manera “formal” durante las cuatro décadas de democracia en España y dominación del orden neoliberal, enfatizando los aspectos estructurales que afectan los factores de oferta y demanda, así como el marco institucional y los cambios culturales que han acompañado este proceso. Es necesario analizar también las consecuencias de la última crisis económica en España sobre el trabajo, posición y condiciones de vida de mujeres y hombres, haciendo hincapié en el riesgo de encaminarnos hacia un nuevo orden distributivo y de género.

Cuando en agosto de 2007 estalló la crisis de las hipotecas basura en EE.UU., enseguida se hizo patente que se trataba de una crisis financiera de gran calado que pronto se convertiría en una crisis económica de las más serias de nuestra historia reciente (Gálvez y Torres, 2010). Esto llevó a muchas personas en el mundo académico, los movimientos sociales e incluso en la más alta política a manifestar que la crisis evidenciaba que era necesario un cambio de modelo o que había que refundar el capitalismo. Sin embargo, el desarrollo de la crisis nos ha llevado hasta el momento por otros derroteros. Lejos de ver un cambio de modelo económico, la gestión de la crisis está suponiendo un perfeccionamiento del modelo político y económico neoliberal que ya se diseñara en los años setenta del siglo XX, al estar ya afectando al modelo de la Europa social que, en algunos aspectos era una isla de derechos sociales en el panorama internacional, si bien es verdad que basado en relaciones internacionales y de género desiguales. La política de la UE y las instituciones europeas, diseñadas sobre todo desde el Tratado de Maastricht (1992), han permitido que la crisis económica internacional haya afectado a los países del sur de Europa a través de la crisis de la deuda, que está siendo utilizada como excusa para llevar a cabo reformas tendentes a desmantelar los estados de bienestar y están suponiendo un aumento de la desigualdad económica, del riesgo de pobreza y de exclusión social y una creciente privatización de lo público, que supondría, aunque con claras diferencias, remontarse a la construcción del estado liberal en el siglo XIX para encontrar un precedente histórico comparable.

La oportunidad que muchos vieron en la crisis se ha convertido en riesgo para la mayor parte de la población. Y muy especialmente para las mujeres, no sólo en el corto plazo, sino especialmente en el medio y largo plazo. La especialización de las mujeres en el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, y la discriminación que sufren en los mercados de trabajo y en el acceso a los centros de toma de decisiones, así como el acceso desigual a otros recursos y mercados como el crediticio, nos lleva a pensar que la refamilización de los cuidados, que supone el adelgazamiento del Estado y las privatizaciones, y el incremento de la precariedad laboral van a tener un fuerte impacto en el bienestar y las oportunidades presentes y futuras de las mujeres, que pueden poner en riesgo los aún débiles avances conseguidos en igualdad de género. Aunque, por otra parte, los mayores niveles educativos de las mujeres, la especialización productiva de algunos países y la disminución de algunas brechas de género a la baja por el mayor deterioro relativo de los hombres durante la crisis, pueden llevarnos a pensar que nos encontramos en un proceso de mayor segmentación entre las propias mujeres.

De hecho, las crisis económicas siempre han tenido un importante componente de género. Estas crisis, como la presente crisis financiera y económica iniciada en 2007, no sólo tienen impactos completamente desiguales en mujeres y hombres tanto en los países en desarrollo como en los desarrollados, sino que surgen de procesos económicos desiguales en términos de género. Ni las mujeres estaban presentes en los puestos de toma de decisiones en el sector financiero ni las finanzas públicas o privadas se distribuían equitativamente, dejando insatisfechas las necesidades de las mujeres como productoras o cuidadoras (Elson, 2010). Sin embargo, los estudios sobre las crisis y las políticas públicas adoptadas para intentar evitar o finalizar las recesiones y mitigar sus impactos en la población suelen omitir cualquier análisis de género, excepto por la economía feminista, que es la única que ha avanzado, sobre todo recientemente, en el análisis de las crisis económicas aplicando este enfoque [1], proporcionando una importante variedad de tendencias y de lugares comunes que se han transitado en crisis precedentes: intensificación del trabajo de las mujeres, más rápida recuperación del empleo masculino que del femenino y retrocesos en los avances de igualdad (Gálvez y Rodríguez, 2011). De manera que tenemos laboratorio suficiente para poder establecer hechos estilizados e interpretaciones que nos permitan acometer un análisis de género de esta última fase del capitalismo iniciada en los años setenta, que en el caso español coincide con el régimen democrático y la integración en Europa, y que es el escenario que ahora se está modificando con la crisis y que es el objeto de este artículo, y donde hacemos especial hincapié en los cambios acaecidos en torno del mercado de trabajo por la centralidad que tienen en la autonomía de las mujeres, sus preferencias, expectativas, agencia y poder de negociación en la familia, modificando así las relaciones de género.

No obstante, a diferencia de crisis precedentes que se cebaron especialmente en periodos o, más recientemente, en territorios donde las mujeres tenían menor acceso a la educación o habían alcanzado menores cotas de igualdad, la crisis y la política económica que se está imponiendo están afectando especialmente a los países más desarrollados, donde el 60% de los egresados universitarios son mujeres y se ha alcanzado mayor concienciación sobre la igualdad de género. Es posible, por tanto, que los efectos desiguales de género que hemos observado en crisis precedentes en las que se han implantado políticas deflacionistas se den de forma diversa en la actual crisis económica. Igualmente, la deuda de las familias es tan alta y la pérdida de peso de las rentas salariales en el PIB es tan acusada, que difícilmente se podrá pensar en un escenario sin dos ganadores de pan en las familias, aunque uno o ambos sean a tiempo parcial de la mano de la extensión de los conocidos como “mini-jobs”, o incluso los “zero hours contracts” que de seguro se irán abriendo camino en España y que en cualquier caso, van vinculados a la creciente precariedad de las relaciones y condiciones laborales y de vida.

Además, el desarrollo de los enfoques feministas en el mundo académico y el aprendizaje de las luchas y los movimientos de mujeres de otros territorios como Latinoamérica sobre el impacto de las crisis económicas y las políticas de ajuste pueden servir para que las amenazas, que sin duda supone esta crisis, se conviertan también en oportunidades de futuro. No sólo para las mujeres, sino también para toda la sociedad, que debe “feminizarse” si quiere dar un golpe de timón a la situación actual de creciente empobrecimiento y desigualdad, y al uso que se está haciendo de la crisis para cambiar los equilibrios de poder.

Además de esta introducción, esta comunicación contiene otras cuatro partes. En la segunda parte, se revisa la implantación del modelo neoliberal a partir de la crisis del petróleo. En la tercera parte, se analiza la evolución de la participación laboral de las mujeres durante este período neoliberal. En la cuarta parte, se analizan los riesgos de género de la crisis, con especial incidencia en el caso español. Y finalmente, la quinta parte, concluye.

2. LAS RAÍCES DE LA CRISIS DE 2008: NEOLIBERALISMO Y DESIGUALDAD

El fenómeno que ha provocado la hiperglobalización financiera de la economía, la acumulación de un volumen tan grande de recursos en actividades especulativas y que, por tanto, se encuentra en el origen último de la crisis es la creciente desigualdad entre rentas del salario y rentas del capital. Un proceso que está estrechamente unido con el mantenimiento de un amplio y no reconocido volumen de trabajo no remunerado realizado principalmente por las mujeres.

Durante los años 50 y 60, se vivió una etapa de gran expansión económica, de altos ritmos de crecimiento y de empleo masculino. Las mujeres que se habían incorporado a puestos tradicionalmente masculinos durante la Segunda Guerra Mundial fueron enviadas de nuevo a casa para levantar el país desde la demografía y no desde la producción (Gálvez, 2009). Eran los años que Friedan (2009 [1963]) retrató en su libro La Mística de la Feminidad, y en los que se generalizó y normalizó un modelo de familia basado en la división sexual del trabajo, y el entender la dedicación a la familia y el hogar como la “carrera” o profesión de las mujeres. El pleno empleo masculino en esta larga fase de crecimiento propició que los trabajadores mejorasen continuamente su posición, lo que se tradujo en un notable incremento en la participación de los salarios en el conjunto de las rentas y en una casi permanente caída de la tasa de ganancia. Además, como el crecimiento era muy intensivo y concentrado, fue alcanzando poco a poco sus límites inevitables: los mercados se saturaron y las empresas dejaban de vender lo que hasta entonces venían produciendo sin cesar.

Esto constituía una mezcla explosiva, por un lado, los trabajadores empoderados gracias al pleno empleo y reivindicando constantemente más salarios y mejores condiciones de trabajo; y, por otro, las empresas enfrentadas a condiciones cada vez más difíciles a la hora de vender sus productos y, por tanto, de obtener beneficios. La consecuencia fue un proceso de gran inflación pues cada parte presionó para mantener sus rentas y la génesis de la crisis.

Inspirados en el viejo liberalismo, los grandes poderes occidentales diseñaron una estrategia integral de respuesta y salida a la crisis basada en tres grandes componentes. En primer lugar, la reconversión del modelo de producción dominante hasta entonces por un nuevo modo de utilización de los recursos, especialmente del trabajo, gracias a la incorporación de las TIC, modificando radicalmente la correlación de fuerzas entre capital y trabajo (Torres, 2006).

En segundo lugar, debido a la alta inflación se pudo justificar la aplicación de una política deflacionista. Los ortodoxos y neoliberales culparon de la subida de precios a la excesiva circulación de dinero y los salarios demasiados elevados. En consecuencia, la necesaria política deflacionista que proponían se basó en dos tipos de medidas principales, la subida de los tipos de interés y la contención de los salarios. Pero estas medidas benefician directamente a los propietarios de capital al aumentar sus ganancias. La consecuencia fue que la participación de los salarios en la renta no ha parado de disminuir desde los años 70, lo cual ha permitido aumentar extraordinariamente la tasa de beneficio a costa de deteriorar enormemente el mercado de bienes y servicios. Estas políticas deflacionistas provocaron un incremento extraordinario del desempleo que debilitó a las clases trabajadoras (Torres, 2006).

De manera que, en tercer lugar, se llevó a cabo una auténtica estrategia política y cultural orientada a recuperar la legitimación del status quo en un contexto nuevo de paro,  empleo precario, pérdida del peso de los salarios en la distribución de la renta y, por tanto, con mucho mayor malestar social. Este proceso fue acompañado por una promoción del individualismo y la supremacía de la persecución del interés individual como un patrón de comportamiento y motor de crecimiento económico. Aunque esta promoción del interés individual sobre el interés común o colectivo conduce a un debilitamiento del orden patriarcal, los conceptos e instituciones vinculadas al interés individual siempre han estado marcados por normas de género diferenciadas que configuran cómo los mercados se estructuran y reestructuran (Gálvez, 2013b).

La combinación de todos estos procesos y estrategias se tradujo en una serie de reformas estructurales en los mercados de trabajo, financiero y de bienes y servicios. Todos ellos fueron progresivamente desregulados para dotar de mucha mayor autonomía y libertad de acción al capital, desapareciendo casi por completo las barreras a los movimientos del capital a escala internacional y privatizando amplios ámbitos de actividad del sector público.

Esta nueva dinámica distributiva tuvo como consecuencia el empeoramiento relativo de las clases trabajadoras, el aumento de las desigualdades y la pérdida progresiva de derechos sociales. Al mismo tiempo produjo un efecto fundamental en la relación entre la actividad productiva y las finanzas que se manifiesta en un doble proceso. Por un lado, disminuye la ganancia que se puede obtener en los mercados de bienes y servicios, puesto que la menor proporción de rentas salariales reduce la demanda y limita la capacidad de crecimiento potencial de la actividad productiva. Y por otro lado, el mayor volumen de rentas del capital incrementa el ahorro y la suma de recursos destinados a la inversión financiera, pues en un contexto de políticas deflacionistas resulta mucho más rentable que la inversión en las actividades productivas. Así, la desigualdad en la distribución de las rentas fue la principal fuente de alimentación de la hipertrofia financiera del capitalismo actual (Gálvez y Torres, 2010).

Todos estos procesos no fueron ajenos a la ordenación de la sociedad patriarcal y, por tanto, a los nuevos modelos de género que han ido sustituyendo al del hombre como ganador de pan, tal y como analizamos en el siguiente apartado y que, en gran medida, explican tanto la diferente participación de mujeres y hombres en el origen de la crisis, como sobre todo, el impacto desigual que está teniendo en unas y otras.

3. NEOLIBERALISMO E  INCORPORACIÓN SEGREGADA DE LAS MUJERES EN EL MERCADO LABORAL

Al mismo tiempo que se implantan estas estrategias, a partir de los años 70 y 80 se produce la incorporación masiva de las mujeres al empleo remunerado en el mercado. Esta incorporación responde no sólo a la lucha feminista por revertir el papel subordinado de las mujeres y tener un acceso igualitario a los recursos, sino también a los cambios que se estaban produciendo en esa coyuntura histórica. Los cambios acaecidos en el orden capitalista han coincido en el caso de España con el advenimiento de la democracia y la integración en la Unión Europea. Estas transformaciones han afectado y han tenido como parte muy importante los cambios laborales desde la perspectiva de género, especialmente en lo que se refiere a la participación de las mujeres en los mercados de trabajo. Por un lado, cambios vinculados a la oferta, con importantes variaciones en educación, usos del tiempo, caída de la fecundidad y la determinación de muchas mujeres de garantizarse la autonomía que en muchos casos el empleo proporciona, aunque como veremos no siempre. Por otro lado, cambios vinculados con la demanda, principalmente los correspondientes a la terciarización de la economía, la especialización productiva y la construcción del Estado de Bienestar que traspasó recursos y servicios de la familia al Estado, generando empleo en sectores ampliamente feminizados. Frente al incremento del paro masculino que generaban la desindustrialización y el desmantelamiento de muchos sectores tradicionales masculinizados, las mujeres incrementaron su participación en el mercado laboral. Y finalmente, cambios en el marco institucional y político que han mejorado la reglas de juego sobre las que deben asentarse los avances en igualdad de género (Gálvez y Rodríguez, 2013).

Aunque el acceso al empleo de las mujeres fue siempre con condiciones laborales precarias, con salarios más reducidos y con una doble carga de trabajo, les permitió acceder a una autonomía personal y financiera que antes no tenían. A las familias, la incorporación de nuevas fuentes generadoras de rentas, les permitió mantener los ritmos de consumo e incluso incrementarlos gracias al creciente endeudamiento, que a su vez, funcionó como palanca de mantenimiento de las mujeres en los mercados de trabajo. Y a las empresas les supuso poder disponer de una mano de obra más barata, flexible, menos sindicada y educada, teniendo en cuenta que el paro femenino siempre fue mayor que el masculino (Figura 1), y que todo este proceso se dio al mismo tiempo que una disminución muy acusada –aunque venía apuntándose a lo largo de todo el siglo XX-, de las tasas de fecundidad (Figura 2).

 

 

 

 

Las mujeres no supusieron una amenaza directa a los hombres ya que esa entrada en el mercado se hizo de forma bastante segregada en sectores muy diferenciados, normalmente en las nuevas actividades del sector servicios en los países más desarrollados o, en el caso de países en desarrollo, en las nuevas industrias de exportación. En el caso de España, el cambio experimentado en el modelo productivo no conllevó una superación de la división sexual del trabajo sino el fortalecimiento de esta segregación, que aumenta incluso desde finales de los 80, manteniendo a las mujeres españolas concentradas en unas pocas ocupaciones laborales, muchas de las cuales requieren un nivel de cualificación muy bajo, a pesar de su superior nivel educativo, lo cual rechaza el argumento del capital humano como explicación de la segregación. Los análisis de Del Río y Alonso (2010), Guner et al. (2012) o Dueñas et al. (2013) señalan que el índice de segregación ocupacional ha aumentado en España durante las últimas décadas, implicando que más de un tercio de los hombres y mujeres empleados tendrían que intercambiar sus ocupaciones para lograr una distribución igualitaria. Esta incorporación segregada y el que los sectores y ocupaciones feminizadas sean los de peores condiciones y salarios tienen importantes implicaciones en la negociación de tiempos y trabajos en el seno de las familias produciéndose una retroalimentación entre la discriminación que sufren las mujeres en el mercado y la que sufren en las familias (Blau et al., 2001). Y es que a pesar de la mayor y más visible incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, ésta se ha desarrollado sin que haya habido una incorporación sustancial de los hombres al trabajo de cuidados no remunerado. Siendo España uno de los países europeos en los que el diferencial de género de las horas de trabajo total  —trabajo remunerado y trabajo de cuidados no remunerado—, superiores para las mujeres, es mayor (Gálvez, Rodríguez y Domínguez, 2011).

De esta forma, se ha producido una ruptura del modelo de familia tradicional basada en el hombre como ganador de pan, sin ir acompañada de la incorporación de los hombres al trabajo de cuidados, generando fuertes problemas de conciliación de la vida laboral, familiar y personal para las mujeres que hicieron que a pesar del desarrollo de medidas pronatalistas, las cifras de fecundidad se hayan recuperado únicamente en los países con mercados de trabajo menos discriminados o con empleos estables y mayores inversiones en servicios sociales. Puesto que las políticas deflacionistas del neoliberalismo no sólo disminuyen genéricamente el nivel de consumo de los miembros de la familia, dificultando e incluso impidiendo la adquisición por parte de las familias de los bienes y servicios de cuidados en el mercado, sino que demonizan el endeudamiento público en el Estado de Bienestar. De manera que, dada la ausencia de corresponsabilidad y la persistencia del orden patriarcal, las mujeres deben aumentar sus horas de trabajo total.

4. RIESGOS PARA LA IGUALDAD DE GÉNERO EN LA GRAN RECESIÓN

Es cierto que muchos de los desequilibrios de género que observamos durante las crisis económicas son de carácter estructural, pero durante los periodos depresivos algunos se ahondan, se modifican o aparecen otros nuevos, que en cualquier caso deben intentar ser corregidos. Es necesario aprovechar la mayor conciencia que la ciudadanía tiene del origen de sus problemas durante los periodos depresivos para convertirlos en oportunidades. No obstante, ahora parecen más claros los riesgos que las potenciales oportunidades. En este apartado, se analizan los riesgos.

Nos concentramos específicamente en el caso español para poder analizar las medidas específicas que están detrás de esos riegos. Siguiendo el análisis de Gálvez y Rodríguez (2011), un análisis de género de las crisis económicas previas, y también de la actual, pone de manifiesto tres pautas históricas. La primera pauta es que de las crisis se sale con una intensificación del trabajo de las mujeres, considerando tanto el trabajo remunerado como el no remunerado que suele incrementarse sobremanera durante las crisis y a la salida de éstas. Pues es el tiempo de las mujeres, siempre considerado más flexible, sobre el que pivotan gran parte de las estrategias familiares de supervivencia —y también de las estrategias gubernamentales sobre todo, los recortes—, y por tanto, es el trabajo de las mujeres el que da la holgura necesaria a los ajustes del modelo económico para salir de una situación de crisis (Carbonell, Gálvez y Rodríguez, 2014). La segunda pauta histórica es que tras la crisis el empleo masculino se recupera siempre antes que el femenino y éste último acaba siempre aún más precarizado que cuando se inicia la crisis y, la tercera, que de las crisis se sale con retrocesos en los avances en igualdad conseguidos en épocas de bonanza en lo relativo a la regulación, las políticas de igualdad y las reglas de juego en general, demostrando como con políticas económicas de corte deflacionistas, las medidas de igualdad pasan a ser consideradas como absolutamente prescindibles.

En el caso español, ya se evidencian estos tres riesgos. Primero, se observa el riesgo de intensificación del trabajo de las mujeres. Por un lado, durante la crisis ha habido un incremento de la tasa de actividad femenina y se ha observado el efecto del trabajador adicional para el caso de las mujeres españolas. El análisis realizado por Addabbo, Rodríguez y Gálvez (2013, 2015a) resulta en un incremento del 21% en la tasa de participación de las mujeres en el mercado de trabajo si su pareja está desempleada, mientras que en el caso de los hombres sólo se incrementa un 0,7% si es su pareja la que se encuentra en situación de desempleo. Las mismas diferencias se encuentran en relación al trabajo a tiempo parcial de la pareja, incrementándose la tasa de actividad de las mujeres en un 27% frente a un 0,9% en el caso de los hombres. Lo que demuestra un fuerte efecto de trabajador adicional en el caso de las mujeres durante la crisis, al tiempo que la tasa de desempleo regional disminuye su valor explicativo a la hora de analizar los cambios en la decisión de las mujeres españolas de ofertar su trabajo.

Por otro lado, los hogares sustituyen el recorte de gasto público en servicios sociales y de cuidados mediante un incremento en el trabajo no remunerado de las mujeres (Harcourt, 2009), como ya hemos visto que ha ocurrido en otras crisis a lo largo de la historia. En ausencia de corresponsabilidad entre hombres y mujeres, recaen sobre estas últimas todos los trabajos vinculados a los servicios que el recorte social ha hecho desaparecer, deteriorado su calidad o aumentado su precio reduciendo su accesibilidad, aunque obviamente también hay diferencias notables entre las mujeres al tener distintas edades, pertenecer a distintos estratos sociales, territorios, etc. A lo que además habría que añadir el efecto que la caída de las rentas familiares también tiene a la hora de promocionar el trabajo de cuidados al disminuir los bienes y servicios que las familias pueden externalizar en el mercado. Todo ello limita enormemente la autonomía de las mujeres para decidir libremente qué hacer con su vida. Este aumento de la carga de trabajo no remunerado para las mujeres supone una disminución de oportunidades, al disponer de menos flexibilidad, de menos movilidad y de menos tiempo en definitiva para formarse, reciclarse, buscar activamente empleo o involucrarse en la lucha política o sindical que asegure sus condiciones laborales y el ejercicio efectivo de sus derechos.

Las reformas que se imponen desde la Unión Europea y son acatadas por los gobiernos nacionales como en el caso de España, promueven un Estado que se inhibe en el terreno social y que busca la privatización total o parcial de los servicios a través del copago y suponen una clara refamilización del cuidado e individualización del riesgo que tendrá como consecuencia un aumento de las desigualdades de género y de renta y por tanto, de las oportunidades de las personas para poder llevar una vida que consideren digna de ser vivida. Asimismo, supondrá un recrudecimiento de los estereotipos de género que vinculan a las mujeres a la familia y el cuidado de forma prioritaria volviendo a situar a las mujeres en una posición secundaria, auxiliar en el mercado de trabajo y que tiene consecuencias devastadoras para las mujeres y para la sociedad en general, ya que afecta directamente a la competitividad de la economía española dadas las diferencias en los resultados en educación de las generaciones más jóvenes (Gálvez 2013a).

Segundo, aunque no podamos afirmar que la crisis ha concluido, sí se ha iniciado un proceso de creación de puestos de trabajo, con una más pronta recuperación del empleo masculino al igual que en la salida de otras crisis. En efecto, en la primera fase de esta Gran Recesión las tasas de paro de mujeres y hombres en España se acercaron debido a la masiva pérdida de empleos en sectores masculinizados como la construcción y a que la destrucción de empleo se concentró en los trabajadores con menos formación, constituyendo una ventaja de empleabilidad para las mujeres respecto a las crisis del siglo XX. Sin embargo, a mediados del año 2009 comenzó una segunda fase de la crisis con un crecimiento más moderado del desempleo y con incrementos equivalentes en las tasas de paro de hombres y mujeres y, en la tercera fase de la crisis a partir del tercer trimestre de 2011, las políticas de austeridad y el Real Decreto-ley 3/2012, de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral han provocado un rápido aumento del desempleo, incrementándose el paro femenino a un ritmo más rápido que el masculino en muchos trimestres. Y desde el último trimestre de 2013, el desempleo se está reduciendo a un nivel superior para los hombres que para las mujeres, tal y como se observa en la Figura 3.

 

 

Las mayores pérdidas de empleo femenino en fases más avanzadas de las crisis se deben tanto a la propagación de la crisis a toda la economía productiva como a las políticas públicas ciegas al género que se suelen adoptar en las recesiones. Las posibilidades de las mujeres de obtener un empleo se reducen enormemente tanto por el lado de oferta como por el de la demanda. Primero, por la intensificación del trabajo de las mujeres previamente comentada; y segundo porque las políticas públicas favorecen el empleo de los hombres. En España, los planes de estímulo y gasto como el Plan E se concentraron de manera casi exclusiva en sectores fuertemente masculinizados como la construcción y la automoción generando empleo masculino. El empleo público ha sufrido un enorme descenso desde la segunda mitad de 2011, superando incluso el deterioro del empleo en el sector privado y esta pérdida de empleos públicos ha afectado más a las mujeres, no sólo porque son mayoría en este sector, sino porque se han destruido más empleos ocupados por mujeres. Los recortes, centrados sobre todo en el gasto social, sanitario y educativo, no sólo están mermando la cantidad y calidad de los puestos de trabajo de sectores feminizados sino hipotecando las posibilidades de las mujeres —menos las de rentas más elevadas—, de poder ofertar su trabajo con la misma libertad que los hombres. Lo que no sólo afecta a sus posibilidades presentes de ganar un salario y ser económicamente independientes sino también a sus posibilidades de supervivencia digna en el futuro en dos sentidos.

Por una parte, la precariedad y complementariedad que se asume a muchos empleos femeninos, hacen que sean de menores salarios, y/o más irregulares, lo que lleva a que la brecha salarial de género que se observa en la vida activa, aumente con las pensiones y que incluso se haya distanciado con la crisis. El empleo a tiempo parcial se está viendo incrementado con la crisis tanto para mujeres como para hombres, pero el porcentaje de mujeres españolas con empleos a tiempo parcial siempre ha sido más elevado que el de los hombres, de manera que en 2014, el 25,6% de las mujeres ocupadas en España tenían empleos a tiempo parcial, frente a sólo el 7,8% de los hombres. Y el 60,8% de las mujeres con jornadas a tiempo parcial lo hace porque no encuentra un trabajo a tiempo completo (26% en EU-15) en 2013. Este aumento en el empleo a tiempo parcial de las mujeres agrava aún más la desigualdad en las rentas y los riesgos de encontrarse en una situación de pobreza, no sólo porque se remuneran menos horas de trabajo sino porque el salario hora es inferior en los trabajos a tiempo parcial femeninos que en los de tiempo completo y porque es en el tiempo parcial donde se da la mayor brecha de género en ingresos.

Asimismo, las desigualdades de género en el mercado de trabajo español se ven reforzadas a través del sistema de pensiones, continuando la situación de exclusión de las mujeres y contribuyendo a que el 15% de las mujeres españolas vivan en riesgo de pobreza o exclusión social. En 2014 las jubiladas españolas ganaron como promedio una pensión contributiva mensual de 635,84 € (la de los hombres es de 1.165,05 €) y las mujeres representan el 78,8% de personas que reciben una pensión de jubilación no contributiva, la cual asciende a solo 366,90 € al mes en 2014. Las últimas reformas del sistema han acentuado la brecha de género en las pensiones al ampliar el período de cotización necesario para conseguir el total de la pensión de jubilación, aumentar el número mínimo de años cotizados o endurecer las reglas de cálculo de la pensión (Rodríguez, 2015). Igualmente, la tendencia hacia la privatización total o parcial de las pensiones puede desfavorecer aún más a las mujeres por su menor capacidad de ahorro dado los menores niveles de renta que disfrutan, y por las diferencias en el consumo, por lo general más volcado al gasto familiar que al gasto individual (Gálvez y Torres, 2010).

Este empeoramiento de las condiciones y rentas del trabajo junto con los recortes realizados está íntimamente ligado al aumento de la pobreza en España (Tabla 1). El porcentaje de mujeres que se encontraba en riesgo de pobreza después de transferencias sociales se ha elevado en España desde un 24,6% en 2007 hasta un 27,4% en 2011, en comparación con 25,4% de las mujeres en la EU-28 y el 26,1% de los hombres, a pesar de que el aumento haya sido proporcionalmente mayor en los hombres, lo que ejemplifica uno de los impactos a corto plazo de la crisis que es la reducción de algunas brechas de género a la baja, en tanto en cuanto se producen por un mayor deterioro de las condiciones de los hombres y no por mejoras en las de las mujeres.

 

 

Por otra parte, las menores posibilidades de empleo para las mujeres y la precarización laboral de muchos sectores feminizados unidos a las privatizaciones y a las reformas laborales que desequilibran el poder contractual entre empresariado y trabajadores y trabajadoras, hace que se refuercen los estereotipos de género y la vinculación, una vez más de las mujeres con el hogar. El reforzamiento de los estereotipos de género no solo tendrá repercusiones en aquellas mujeres que “decidan” tener una vinculación nula, temporal o parcial con el mercado de trabajo para ocuparse de manera prioritaria al cuidado de la familia —dependientes e independientes—, sino también al conjunto de las mujeres al actuar los estereotipos unidos a las características que se les consideran innatas al grupo y no a las características individuales de cada una de las personas que lo componen. Eso ayudará a reforzar la retroalimentación que se da entre la discriminación que las mujeres sufren en la familia y la que sufren en los mercados, ya que la realidad alimentará al estereotipo y el estereotipo condicionará fuertemente la realidad (Gálvez 2013a).

El deterioro de las oportunidades de incorporación al mercado de trabajo para las mujeres también se traduce en el autoempleo al tener muchas menos posibilidades que los hombres de encontrar financiación para sus proyectos. Además, la promoción del emprendimiento y del autoempleo que se está llevando a cabo en la actualidad, supone un traspaso de responsabilidades al trabajador al tiempo que se desdibuja el empresariado y con quién negociar la mejora de sus condiciones de trabajo y de vida.

En definitiva, estas pérdidas han venido acompañadas de medidas que favorecen la separación total, parcial o temporal de las mujeres del mercado de trabajo como la promoción del tiempo parcial con todas las consecuencias asociadas en términos de promoción y de desarrollo de una carrera profesional, con la consiguiente pérdida de autonomía financiera y de libertad de decisión, y sobre todo la precarización generalizada de las condiciones de trabajo fruto del alto desempleo y de las reformas laborales flexibilizadoras, y también del deterioro de los servicios sociales y las rentas diferidas. Esto que ya era un problema con anterioridad a la última reforma laboral, se ve en la actualidad agravado con una reforma que abarata el despido, permite las horas extraordinarias en los contratos a tiempo parcial o fija las condiciones para realizar con facilidad expedientes de regulación de empleo en la administración pública que hasta ahora había sido un nicho privilegiado de empleo para las mujeres. A lo que habría que añadir la tendencia hacia un modelo de flexibilidad no vinculado con las necesidades del cuidado familiar, sino con las de las empresas y que suelen implicar avanzar hacia una relación contractual o informal de disponibilidad total, como los zero hour contracts, lo que invalida cualquier acuerdo de cuidado, afectando especialmente a las mujeres que las estadísticas de usos del tiempo nos dicen que siguen siendo las principales provisoras del mismo.

Igualmente, las menores oportunidades laborales van necesariamente unidas a una pérdida de autonomía financiera de las mujeres que no solo disminuye su libertad sino la inversión en las futuras generaciones y la sostenibilidad de nuestros sistemas de bienestar en dos aspectos. Por un lado, los datos de empleo y fecundidad en la Unión Europea muestran una clara correlación positiva entre tasas de actividad femenina y tasas de fecundidad. Mientras que España con una de las tasas de actividad femenina más bajas, también muestra una de las tasas de fecundidad menores, lo que supone una amenaza muy seria en nuestra tasa de dependencia y sostenibilidad social. Por otra parte, la pobreza que más ha aumentado en España durante la crisis ha sido la pobreza infantil, que además es la más gravosa porque las capacidades que pierdan los niños y niñas durante su infancia en relación en su acceso a la salud, educación, nutrición, ocio, etc., no se volverán a recuperar en la edad adulta, con la consiguiente pérdida de bienestar individual y colectivo. Pues bien, todos los estudios muestran como las condiciones de los niños y sobre todo la de las niñas, mejoran cuando las madres tienen ingresos propios, porque las mujeres tenemos unas pautas de consumo menos egoístas y el consumo familiar adquiere mayor importancia que en el caso de los hombres. Por lo que privar a las mujeres de ingresos propios decentes tiene incidencia directa en el bienestar de la infancia. Como también la tiene la disminución del tiempo que padres y madres vinculados al empleo pasan con sus hijos e hijas debido al aumento de las jornadas laborales y la tendencia hacia la disponibilidad total que se perfila con la salida austericida de esta crisis (Gálvez et al., 2013).

Como comentábamos, las crisis económicas en tercer lugar conducen a retrocesos en los avances de igualdad conseguidos en tiempos de bonanza. Las crisis constituyen períodos de cambio que pueden generar oportunidades o impedimentos pero, en el caso de las mujeres, las crisis siempre suelen conducir a retrocesos en la igualdad de oportunidades. Como argumenta Elson (2010), el grado en que las crisis económicas y las respuestas a la misma refuerzan, destruyen o cuestionan las normas de género existentes es crucial y debe ser analizado a fondo. Todo análisis sobre una crisis económica debe cuestionar si las respuestas a las crisis abordan las desigualdades sistémicas de género o únicamente los síntomas generados por las propias crisis.

Y lo que observamos es que desde el inicio de la crisis y muy particularmente desde 2010 con el giro de la política económica hacia la mal llamada austeridad, se está ahondando en un modelo económico y social basado en la desigualdad, y modificando las reglas de juego, incluyendo los avances legislativos e institucionales en igualdad de género. Así, hemos presenciado el incumplimiento sistemático de la Ley de Igualdad de 2007, la supresión en 2010 del Ministerio de Igualdad creado en 2008, aunque suponía sólo el 0,03% de los presupuestos generales del Estado, o la desaparición de gobiernos paritarios. Lo cual explica que España haya sido el país el mundo que más puestos haya perdido en el último Índice Global de Igualdad de Género elaborado por el Foro Económico Mundial, pasando del puesto 12 en 2011 al 30 en 2013 y 29 en 2014 (Gálvez y Rodríguez, 2014). Sin embargo, el deterioro en las normas formales hacia la igualdad de género es mayor de lo que refleja el desequilibrado gobierno de la nación, y que es el responsable del deterioro en el índice.

A todo ello, podríamos añadir retrocesos como la anulación de la ampliación del permiso de paternidad no transferible, de las bonificaciones a la contratación de mujeres, la congelación del salario mínimo, la reforma del IRPF, los aplazamientos en la mejora de la pensión de viudedad, la privatización y reducción de servicios sociales, la destrucción del sistema de atención a la dependencia, los efectos de la entrada en vigor del capítulo de servicios sociales de la Ley de reforma de la administración local, la congelación de plantillas en el sector público, la bajada de salarios o el cierre de empresas públicas que agravarán aún más las desigualdades de género existentes. Y sobre todo, como se ha comentado los retrocesos que se podrían dar en el largo plazo con el incremento de las dificultades de conciliación y la promoción de los valores esencialistas de la maternidad y que pueden llevar a un cambio en las preferencias y elecciones de las mujeres respecto a su educación, carrera profesional o maternidad.

La implantación de estas medidas de política económica poco favorecedoras a la igualdad de género y al reequilibrio de reparto de los beneficios económicos entre capital y trabajo, favorable al primero, así como la insuficiente oposición a las mismas desde las esferas política, económica y social, solo pueden ser explicadas por un retroceso en la concienciación y en el nivel de compromiso en la lucha por la igualdad, así como por una involución en las normas de género existentes. Todos estos riesgos van unidos a un tratamiento esencialista de las mujeres como madres que las separa del objetivo de que las mujeres sean tratadas como un fin en sí mismas y no como medios para otros fines. Este es el sustrato en el que se construye la inferioridad de las mujeres y en el que encuentra terreno abonado la violencia machista, que sigue sin desaparecer y cuya lucha también sufre recortes (Gálvez y Rodríguez, 2014).

5. CONCLUSIONES

En este artículo hemos analizado esta última etapa del capitalismo desde un enfoque feminista, que en España coincide con la democracia y la integración en la Unión Europea. Se ha estudiado el desarrollo del modelo neoliberal en un contexto de hiperglobalización financiera y episodios sistémicos de crisis económicas que han contribuido a su posterior consolidación, destacando los cambios institucionales que modifican los mercados y las relaciones de género, la división sexual del trabajo, así como los cambios que están teniendo lugar en el actual contexto recesivo. Esas décadas de orden neoliberal han presenciado también el incremento constante de la tasa de actividad femenina en España, facilitando en cierta medida los cambios hacia una mayor precariedad y flexibilidad de la ocupación y endeudamiento familiar.

Si bien esta gran incorporación de las mujeres al trabajo remunerado supone una mejora en la autonomía de las mismas, no ha conseguido transformar completamente la división sexual del trabajo pues se ha llevado a cabo de manera segregada y sin que hayan desaparecido muchos signos de que se mantiene la discriminación por género en los mercados de trabajo como el menor salario, la menor promoción o las mayores tasas de parcialidad y temporalidad, e incluso de paro. Y, sobre todo, esa creciente incorporación se ha realizado sin que se haya producido al mismo ritmo, siquiera cercano, la incorporación de los hombres a los trabajos de cuidado en el seno del hogar.

De manera que el estallido de la crisis y la implantación de políticas de austeridad, con su reprivatización de los cuidados y limitación de las oportunidades laborales, agravan aún más la situación de las mujeres (Addabbo, Rodríguez y Gálvez, 2015a, 2015b). Frente a un Estado que se inhibe y reprivatiza los cuidados es necesario que parte de la población se encargue de manera completa o parcial del cuidado de los dependientes y los independientes, de ahí que se estén tratando de imponer códigos culturales que ensalzan la maternidad, la vuelta a la familia y la comunidad como medio de control social (Gálvez 2013ª, 2014). La austeridad está expulsando el discurso feminista del centro de la acción de las políticas públicas como algo costoso, antipático y contrario a una ciudadanía sumisa que es la que necesita la austeridad para redimir su culpa por la deuda que ha generado su comportamiento “por encima de sus posibilidades”. De manera que de esta crisis parece que saldremos con un nuevo orden redistributivo y de género caracterizado por el incremento del trabajo a tiempo parcial, la privatización del cuidado, la precarización del empleo y la vida, y la consiguiente pérdida de autonomía y libertad y de participación en la res publica (Gálvez, 2013).

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