La teoría de la ideología es profundamente compleja y contradictoria. Acuñado por Destutt de Tracy como una «ciencia de las ideas» inspirada en las ciencias naturales, el término «ideología» es hijo de la Ilustración y de las corrientes racionalistas en filosofía. Rápidamente se convierte en sinónimo de ilusión, error, mentira o falsa conciencia. La idea de que los discursos y las prácticas sociales se encuentran atravesados por un interés práctico o por un habitus a menudo inconscientes, es elaborada desde Marx a la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo de Althusser o la teoría psicoanalítica de la ideología de  Slavoj Žižek.

El concepto de «ideología» se enmarca por tanto en una constelación de doctrinas y filosofías muy diversas, que en este artículo no podemos permitirnos abarcar de manera exhaustiva. En lugar de ello, voy a proponer una clave interpretativa por medio de la cual podamos reconocer la verdadera aportación de Marx a la historia de este concepto. Sostengo que en Marx encontramos una crítica inmanente a la tradición ilustrada, la cual se define por su exterioridad a una falsa conciencia o a un engaño perverso de curas y tiranos. Esta crítica nos debería permitir posicionarnos mejor dentro de las tensiones sociopolíticas del presente, en vez de pretender aterrizar en ellas como perfectos ilustrados al margen de toda identificación con las ideologías hegemónicas, y por tanto separados de la historia y de la sociedad donde nos encontramos necesariamente imbricados. En esta puesta a punto de la teoría de la ideología, se hace necesario un retorno a Marx que se apoye, también, en una recuperación de los aspectos más radicales de la dialéctica de Hegel.

 

1. La gestación de una teoría ilustrada de la ideología

La teoría de la ideología es hija de la modernidad: del escepticismo ante una escolástica decadente, de las primeras contradicciones políticas y religiosas de la época, de la revolución científica del Renacimiento, de la fundamentación del saber apoyada en el uso metódico de la razón o en los datos de la pura experiencia.

Podemos situar en la doctrina de los ídolos de Francis Bacon la primera teoría de la ideología, entendida como desenmascaramiento de las ilusiones que enturbian nuestro conocimiento empírico e inductivo del mundo natural [1]. El método científico de Bacon va precedido por tanto de una fase previa negativa y destructiva, donde el entendimiento debe arrasar con las representaciones deformadas, con la autoridad de la tradición, con el medio lingüístico compartido o con los deficientes argumentos de las doctrinas filosóficas.

El siglo XVII es el escenario de una tensión entre la crítica de las ilusiones humanas en nombre de una fundamentación más efectiva del saber y el cínico reconocimiento de la utilidad política de dicho ilusionismo. Así, en la línea de Bacon, Hobbes se muestra cauteloso ante la fantasía y la imaginación humanas, ante el uso incorrecto del lenguaje [2], ante los errores del razonamiento [3], o ante el poder de la opinión o la autoridad [4]. La religión tiene su origen en la necesidad del ser humano de explicar las causas que ignoramos [5], y siguiendo el camino de Maquiavelo, señala cómo la religión ha jugado un papel, desde tiempos de Numa Pompilio, a la hora de levantar ficciones políticamente útiles para el poder terrenal o para los intérpretes del mensaje divino [6]. Pero al mismo tiempo, afirma que el estado moderno se apoya en los preceptos de la verdadera religión cristiana: «Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios gobernando el mundo, y que ha dado preceptos y señalado recompensas y castigos para la humanidad, son buenos súbditos; todos los demás deben ser considerados como enemigos» [7].

Spinoza también indaga sobre la opinión o imaginación como primer género de conocimiento [8], donde las ideas se concatenan a merced de los afectos y pasiones del alma [9]. Por otra parte, en su Tratado teológico-político, encuentra en los afectos de la esperanza y del miedo la causa de la superstición [10]. Mientras tanto Pascal, mucho más práctico, indica la utilidad de las togas, los armiños y los símbolos del poder político [11], y señala cómo la potencia de la religión puede basarse no ya en la prédica puramente abstracta, sino incluso en la implicación del individuo dentro un ritual ciego y sin un sentido aparente, a partir del cual la creencia brotará de manera espontánea [12].

Sobre este caldo de cultivo, entre el empirismo británico y los desarrollos de la filosofía francesa, el siglo XVIII es sin embargo el de la crítica sistemática al oscurantismo, y por tanto el punto de nacimiento de lo que llamaríamos propiamente una teoría ilustrada de la ideología. Tome el sentido del ateísmo radical de un Holbach o un Helvétius, o se incline más bien hacia el deísmo de Diderot o de Rousseau, en cualquier caso el Siglo de las Luces se caracteriza por el conflicto con el dogmatismo y el recurso a la razón, a la sensibilidad y a la experiencia (o a la voz interior del corazón y a la conciencia, en el caso particular de Rousseau [13]) como fuentes primarias del saber verdadero.

Holbach construye, bajo la guía exclusiva de la experiencia y la razón, un sistema de la naturaleza de corte materialista y mecanicista donde «todo se hace según leyes necesarias» [14]. El sujeto queda expuesto tan solo al dolor físico que depende de estas leyes naturales, y al mal moral que no es fruto sino de la ignorancia sobre dichas leyes y de las instituciones perversas que imponen el olvido de la razón, el odio al placer y la ciega sumisión. El programa del materialismo de Holbach se puede resumir pues en el siguiente dictado: «instrúyete acerca de los caminos de la naturaleza y podrás usarlos para alejar el dolor y hallar el bienestar» [15].

Pero los seres humanos, ignorantes de las leyes de la naturaleza y de sus causas, presos del temor ante un mundo que les sobrepasaba, buscaron explicación y consuelo en la mitología y en la creencia: «si no existiera ningún mal en este mundo, el hombre jamás habría pensado en la divinidad» [16]. Ante ese mal del mundo, los seres humanos recurrieron pronto a la adoración de la divinidad. En un pasaje que anticipa a Feuerbach, Holbach ve en Dios una exageración de la humanidad misma: «el hombre nunca ha visto ni verá en su Dios otra cosa que a un hombre. Por más sutilezas que haga, por mucho que extienda su poder y perfecciones, nunca tendrá otra cosa que a un hombre gigantesco, exagerado, al que convertirá en quimérico a fuerza de querer meter en él cualidades incompatibles» [17].

El mal en el mundo es también, en buena medida, el mal que imponen los gobernantes sobre sus propios súbditos. Lejos de volver piadosos a los gobernantes, la religión les ha dado legitimidad para ejercer su dominio de forma tiránica y con total impunidad. La religión y el clero son responsables así, en definitiva, del «despotismo, la tiranía, la corrupción y el libertinaje de los príncipes y la ceguera de los pueblos, a quienes se prohíbe en nombre del cielo amar la libertad, trabajar por su felicidad, oponerse a la violencia y usar sus derechos naturales» [18].

Así, Holbach traza un programa del ateísmo en lucha contra el engaño de los curas y tiranos. Estos basan su poder en la flaqueza del espíritu humano. Es por esta debilidad y esta sumisión por la que no debe sorprendernos «ver a la mayor parte de los hombres amar su ceguera y temer la verdad» [19], cayendo cómplices de este engaño y rechazando la empresa de los ilustrados por liberarlos del prejuicio y de la superstición.

Por su parte, Helvétius se sitúa en la línea del sensualismo de Condillac: todos los contenidos de nuestra mente pueden reducirse a impresiones de la sensibilidad. La fuente del error (aunque también de nuestras luces) son las pasiones, que «fijan toda nuestra atención sobre una cara del objeto» [20]. El orgullo, el temor, la credulidad nublan nuestra percepción sobre las cosas. Asimismo, ahonda Helvétius, la ignorancia nos impide contemplar otros puntos de vista distintos de aquellos a los que las pasiones nos amarran; el uso abusivo del lenguaje, las ideas confusas que acompañan a las palabras [21] nos arrastran a un laberinto de doctrinas contrapuestas. Y bien, toda vez que diferenciamos el pensamiento auténtico del error, ¿cómo podemos juzgar realmente el valor de nuestros pensamientos? ¿Qué pone por delante la verdad respecto del baile, el juego o la poesía? Entramos pues en el ámbito del juicio del público, el cual pone en valor las ideas y las acciones de acuerdo con la impresión que les produce conforme a un criterio de interés y utilidad [22]. El criterio último debe ser el interés público, el cual Helvétius distingue del interés particular de una sociedad dada, de un pueblo o de un grupo, donde la verdad se diluye en el torbellino del mundo [23]. El espíritu ilustrado está por tanto, como en Holbach, en una tensión permanente con los gustos y opiniones particulares del gran público, y la lucha de la Ilustración se convierte en propaganda para elevar el juicio de la sociedad hacia la verdadera virtud (frente a los fanáticos y los déspotas que, conforme a su interés particular, pretenden mantenerla en la oscuridad).

 

2. El pudding de Engels: lastres empiristas en La ideología alemana

La ideología alemana tiene una virtud y un defecto: la virtud de constituir una crítica de la teoría ilustrada de la ideología y una revisión materialista de la misma; el defecto de caer presa a su vez de ciertos prejuicios empiristas e ilustrados de los que Marx no se librará hasta su obra de madurez. Es por ello un texto, o un compendio de textos, que debe tomarse con la prudencia que se merece una obra fragmentaria, no publicada por sus autores, y representativa de un determinado estadio de su propio proceso intelectual.

Muchas de las críticas vertidas en las primeras páginas son aplicables a la tradición ilustrada. Las corrientes neohegelianas de la filosofía alemana, pese a su carácter en apariencia subversivo, realmente eran conservadoras. Su crítica se centraba en la religión, de manera que tras cualquier idea metafísica, jurídica o política creían encontrarse con elementos religiosos. Hallaban el fantasma de la religión en toda forma cultural, y así «toda relación dominante se explicaba como una relación religiosa y se convertía en culto, en culto del derecho, culto del Estado, etc.» [24]. Así, los nuevos hegelianos enarbolaban, frente al panlogicismo de los viejos, una especie de «pancriticismo» y centraban toda su labor en la crítica a las formas de conciencia.

Puesto que reducían todos los fenómenos sociales a formas de conciencia, postulaban «que deben trocar su conciencia actual por la conciencia humana, crítica o egoísta, derribando con ello sus barreras» [25]. A una interpretación oponían otra interpretación, basada en una determinada concepción de la conciencia presa aún de las convicciones ilustradas.

Marx plantea, en los pasajes más famosos de la obra, la necesidad de invertir esta crítica en un sentido materialista, de clara influencia feuerbachiana: en lugar de una crítica puramente ilustrada de la superstición, se trata de ascender de lo terrenal a lo ideal.

 

Se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de sus reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. [26]

 

En este pasaje, encontramos varios aspectos profundamente problemáticos:

  • La ideología como forma de conciencia, donde los seres humanos y sus relaciones se aparecen en forma invertida como en una «cámara oscura» [27] según afirma en unas célebres lineas que preceden al pasaje citado.
  • La ideología definida como un «reflejo», carente en sí mismo de historia: la ideología como mera ideología sin una sustancialidad propia.
  • La ideología como un reflejo de un proceso material de vida, «empíricamente registrable».

A estos puntos se debe agregar otro que también ha sido ampliamente debatido:

  • La caracterización de la ideología como «ideas de la clase dominante» [28]. En virtud del hecho de que la ideología no tiene su propia historia, y hay que rastrear su origen en el «proceso material de vida», las ideas dominantes son las ideas impuestas por la clase dominante.

Esta concepción de la ideología ha sido objeto de numerosas controversias. En Ideología y utopía, Karl Mannheim explora sus dificultades, partiendo de la distinción entre dos sentidos de ideología: un sentido particular y un sentido total [29].

  • El sentido particular de ideología es agónico [30]: «ideología» es el arma esgrimida por unos grupos políticos para denunciar cómo las ideas y representaciones que un adversario se hace de una circunstancia determinada son encubridoras o deforman la realidad efectiva, una realidad que dicho adversario no puede reconocer (a veces ni siquiera a sí mismo) sin perjudicar sus propios intereses [31].
  • El sentido total de ideología no tiene por tema los intereses individuales o particulares de un adversario, sino que opera a grandes trazos, diseccionando las condiciones vitales, económicas, sociales... en las cuales se basa la ideología de una época, de un grupo o de una clase.

Según Mannheim, el sentido particular y el sentido total de ideología se han ido aproximando hasta llegar en el siglo XIX y XX a compenetrarse, bajo las condiciones de la exacerbación de los conflictos de clase de los cuales surge el marxismo. En este nuevo período, la corriente de pensamiento que parte de Bacon (teoría de los idola) o Maquiavelo desemboca en el uso contemporáneo del concepto de ideología en tanto que concepto fundamentalmente político, concepto que depende no ya de una ontología científica, filosófica o incluso racional, sino de un «criterio político de la realidad» [32]. En este período en el que confluyen los dos sentidos de ideología, de la acusación al adversario individual por encubrir una realidad (de modo consciente o inconsciente) se pasa a la total deslegitimación de su propia concepción del mundo y a socavar «la validez de las teorías del adversario demostrando que sólo son función de la situación social que prevalece generalmente» [33].

Ahora bien, nos encontramos aquí con el primer problema de la noción de ideología. El concepto que nació para socavar al adversario político, denunciando las condiciones materiales que determinan su visión del mundo como ideología encubridora de sus verdaderos intereses, es un arma de doble filo. En el momento en que se alude a las condiciones sociales e históricas del pensamiento del otro, hay que enfrentarse con el problema de las condiciones determinantes del propio concepto de ideología y de la visión del mundo de quienes lo esgrimen. De este modo el mismo marxismo, que «realizó por vez primera la fusión de las dos concepciones, la particular y la total, de ideología» [34] ha dejado de ser su exclusivo poseedor. Sociólogos como Weber, Sombart o Troeltsch, como señala Mannheim, fueron los más eminentes de este movimiento de respuesta que esgrimió contra el propio marxismo el análisis de la ideología y de sus condiciones materiales de surgimiento [35].

Según Mannheim, se podía transitar a una teoría general de la ideología desprovista de su filo político; este es el significado de lo que bautizaba Mannheim como «sociología del conocimiento». El problema radica en que, al servirse aunque sea de forma vicaria de una noción de  ideología con raíces esencialmente polémicas (como instrumento o arma política dirigida a destituir la autoridad simbólica del adversario) Mannheim compromete la objetividad del propio sociólogo, al enfrentarlo con el problema del enraizamiento de su obra en su condición vital y en su posición social.

Esta incómoda situación, que conduciría al sociólogo a tesis directamente relativistas, es lo que se conoce como la «paradoja de Mannheim», y que Clifford Geertz resume en los siguientes términos:

 

Así como la paradoja de Zenón planteaba (o por lo menos articulaba) inquietantes cuestiones sobre la validez del razonamiento matemático, la paradoja de Mannheim las planteaba con respecto a la objetividad del análisis sociológico. Dónde, si es que en alguna parte, termina la ideología y comienza la ciencia fue el enigma de la esfinge de buena parte del pensamiento sociológico moderno y el arma sin herrumbre de sus enemigos. [36]

 

Por tanto, el problema con La ideología alemana es que abre la puerta a un concepto de ideología donde «todos los gatos son pardos». Si la ideología es el conjunto de ideas de una clase, entonces las propias ideas de los marxistas no son sino una inversión de la realidad dependiente de su propio proceso material de vida. La crítica de la ideología se anula a sí misma, y o bien renunciamos a toda teoría para centrarnos en un hiperactivismo ciego, o bien asumimos que las nimias victorias ideológicas de una campaña de propaganda cultural son el signo de los avances políticos del movimiento real (lo cual es aún más peligroso, pues nos encierra en nuestra propia autoreferencialidad complaciente).

La clave aquí está sin embargo en el tercer aspecto problemático que destacábamos arriba en La ideología alemana: que la ideología es el reflejo de un proceso material de vida «empíricamente registrable». En La ideología alemana, las categorías abstractas son deducidas a partir del registro empírico. Mientras que la ideología no es sino «inversión» o «sublimación» del mundo de la vida, como una representación derivada y carente de sustantividad, la ciencia se define por su relación con el desarrollo histórico real, y sus abstracciones tienen un valor en la medida en que sirven para «facilitar la ordenación del material histórico» [37].

Engels nunca saldrá de este punto de partida, que conduciría a una interpretación pragmatista de la teoría. Si el proceso de pensamiento está separado del proceso real, ¿dónde se produce la verificación de éste? ¿Cómo comprobamos que nuestras categorías, extraídas de la observación, no sean «mera ideología» sino representativas del proceso real? La respuesta de Engels era la praxis. En el prólogo a Del socialismo utópico al socialismo científico, Engels lo resumirá con toda la ingenuidad del mundo: la prueba del pudding está en comérselo [38]. La prueba de que conocemos las cosas tal como son reside en su empleo práctico. Si nuestras percepciones fueran falsas, nuestro intento de hacer uso de ellas fracasaría. Pero como veremos, la relación entre teoría y realidad no es tan sencilla para Marx.

 

3. La ruptura con el empirismo: la abstracción en El capital

A primera vista, en El capital parece repetirse el mismo enfoque empirista de la realidad histórica, donde las categorías abstractas tienen una mera función de ordenamiento del material empírico. Pero como veremos, las cosas son muy diferentes. En el Epílogo a la segunda edición, Marx explica la diferencia entre el método de investigación y el método de exposición:

 

La investigación debe apropiarse pormenorizadamente de su objeto, analizar sus distintas formas de desarrollo y rastrear su nexo interno. Tan sólo después de consumada esa labor, puede exponerse adecuadamente el movimiento real. Si esto se logra y se llega a reflejar idealmente la vida de ese objeto, es posible que al observador le parezca estar ante una construcción apriorística. [39]

 

En este pasaje, Marx afirma que el movimiento real sólo puede exponerse después del análisis del objeto, después del análisis de su desarrollo y del rastreo de su nexo interno. En otras palabras, en El capital se desvanece todo rastro del empirismo al cual recurría La ideología alemana cuando afirmaba que el proceso material era «empíricamente registrable y sujeto a condiciones materiales».

Como afirma César Ruíz Sanjuán, cuando en La ideología alemana se invertía la relación entre la materia y el pensamiento, y se afirmaba que las formas de conciencia no tienen una historia propia sino derivada de la historia material, Marx se encontraba aún preso de un lastre empirista que le habría impedido comprender las categorías abstractas más que como instrumentos para organizar el material empírico [40].

A partir de la Introducción de 1857 de los Grundrisse, y ciertamente de lleno ya en El capital, Marx no entiende las categorías económicas ni como reflejo del material empírico, ni al modo en que lo hacen los economistas clásicos (como reproducción de la realidad social). Como comenta César Ruiz Sanjuán: «las categorías dependen ciertamente de las relaciones reales, pero dichas categorías no existen en la realidad en la forma aislada que tienen en el pensamiento» [41]. Por eso mismo, Marx concluye el párrafo de arriba con una sentencia que parece enigmática, y muy contradictoria con lo que parecía afirmar La ideología alemana: que al finalizar la exposición, es posible que esta tenga la apariencia de una construcción a priori. ¿Por qué es así? Evidentemente porque la ciencia no es un mero reflejo empírico del proceso real, sino un reflejo ideal, una construcción que recoge leyes y tendencias de su objeto, rompiendo con las evidencias empíricas.

Esto tiene una implicación directa a la hora de leer El capital: no podemos comenzar su lectura desde el primer capítulo, esperando encontrar a cada paso una correspondencia entre nuestra realidad empírica y las categorías que van apareciendo: mercancía, valor de uso, valor de cambio, fuerza de trabajo, etcétera… sino que deberemos dar tiempo a la teoría para desplegarse a lo largo de la exposición. Únicamente al concluir, y no antes, deberemos regresar sobre los conceptos iniciales, que ya dejarán de ser abstracciones para reflejar el curso real de las cosas. Como señala Michael Heinrich,

 

...hay que tener cuidado con el intento de referir los conceptos introducidos al principio a la realidad capitalista conocida por nosotros, y probar con exactitud en todo momento si tal referencia es posible en el lugar correspondiente. Marx necesita una serie de pasos intermedios para desarrollar sus argumentos. Ciertamente pretende suministrar una exposición del modo de producción capitalista, pero solo en el conjunto de los tres libros de El capital. Si comienza su exposición con el análisis de la mercancía, pero en un primer momento prescinde del dinero y de los precios, entonces la mercancía que analiza no es idéntica todavía con la mercancía que vemos en el escaparate y que lleva una etiqueta con el precio. [42]

 

Y bien, ¿qué implica el nuevo enfoque metodológico de Marx a la hora de pensar la ideología? Sostengo que aquí Marx lleva a cabo una ruptura absoluta con sus primeras concepciones. La ideología no es ya algo separado de la realidad, sino que es el punto de partida de nuestra presencia en el mundo. Nuestra realidad misma es ideológica, o como afirmaba Althusser, estamos siempre-ya en la ideología. Debemos radicalizar la «paradoja de Mannheim» y romper con la tradición de pensamiento ilustrada que, frente a la ideología como engaño, opone un enfoque sensualista apoyado en el «sentido común». Frente al intento de separar realidad e ideología, debemos asumir que la ciencia parte de un sustrato ideológico del cual forma parte ese sentido común mismo, utilitarista y empirista, que es el sentido común de la sociedad burguesa. Y aquí, la importancia de Hegel y sus nexos con el marxismo vuelven a cobrar una actualidad importantísima.

 

4. La crítica de Hegel a la Ilustración burguesa

Dentro de la Fenomenología del espíritu, Hegel reflexiona sobre el enfrentamiento de la Ilustración con la fe en la parte B (el espíritu extrañado de sí) de la sección VI. La figura del espíritu extrañado de sí es una reacción al llamado mundo de la cultura, que habría que situar en el siglo XVII francés y en las relaciones sociales entre las clases dominantes del Antiguo Régimen. Hegel define el mundo de la cultura como una cháchara ingeniosa, un lenguaje disolvente, donde lo blanco es negro y lo negro es blanco. La conciencia reconoce por un lado su propia infinitud, pero al mismo tiempo le resulta imposible retener un punto de vista coherente [43] . Por eso se trata de un mundo escindido respecto de sí mismo.

En las Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel explica cómo este mundo de la cultura del siglo XVII constituye el caldo de cultivo de la filosofía ilustrada. La filosofía francesa es «lo ingenioso mismo» [44], «el concepto absoluto que se vuelve contra todo el reino de las representaciones existentes y los pensamientos fijos, que destruye todo lo fijo y se atribuye la conciencia de la libertad pura» [45]. Recordemos que para Hegel, el momento crucial de la época moderna es la génesis de la libertad; toda la reflexión de Hegel acerca de la Ilustración tiende a pensarla como un momento de esta génesis. Pero a la hora de dar forma a la libertad del pensamiento, la Ilustración se define como un movimiento intelectual fundamentalmente negativo.

Como señala Hegel en la Fenomenología, la Ilustración es hija del mundo de la cultura moderna, con la eclosión de la libertad de pensamiento que se multiplica en opiniones diversas e ingeniosas. Ante esta dispersión de opiniones, surge una forma de pensamiento o de intelección que las recoge y las sistematiza: la conciencia «sólo puede distinguirse como intelección pura compendiando en una imagen universal aquellos rasgos que se dispersan, y haciendo luego de ellos una intelección de todos» [46]. El intelectual ilustrado se distancia por tanto del ruidoso mundo de la cultura, pone orden y compendia esta diversidad en la forma de una imagen universal y racional.

Ya hemos indicado los rasgos generales de las filosofías naturalistas y materialistas de la Ilustración. Según Hegel, el aspecto positivo del pensamiento ilustrado reside en su naturalismo. El punto de partida del conocimiento se desplaza al ser humano racional, con sus impulsos naturales que tienen su concreción en el marco de una naturaleza determinada por leyes: «la naturaleza forma un todo y todo de halla determinado con arreglo a leyes, por un acoplamiento de diversos momentos, por una cadena de causas y efectos, etc.» [47].

De un lado, el sensualismo de la Ilustración, que viene de Hume, de Locke y de Condillac, conduce a los intelectuales ilustrados a no tomar en cuenta otra cosa que lo efectivamente existente, presente ante los sentidos, y a partir de ahí lo evidente al sentido común de la conciencia individual. La Ilustración conduce por tanto al materialismo y al ateísmo. Pero las tendencias deístas no quedan libres del espíritu de su época, por cuanto que el más allá que postulan queda siempre como una incógnita indeterminada, desprovista de concepto. De tal manera que el Dios de los deístas se concibe como algo negativo: «que justo para la conciencia de sí sea como la negación de ella misma, es decir, de la materia, la realidad y el presente» [48]. Lo que deja tras de sí el teísmo, al desechar todos los contenidos de la teología y abrazar la imagen negativa de Dios, es la fe en general [49].

A partir de estas líneas de las Lecciones, queda un poco más claro lo que quiere decir Hegel en la Fenomenología cuando equipara a la Ilustración con la fe, ambas situadas en la misma figura del espíritu extrañado de sí. Tanto la Ilustración como la fe se encuentran por tanto en el mismo elemento, ambas son reacciones ante el mundo de la cultura del pensamiento moderno, con todas sus contradicciones y su diversidad de opiniones ingeniosas separadas sin embargo de todo fondo sustancial. Como interpretan Hyppolite o Valls Plana, la lucha entre fe y razón transforma a los propios adversarios [50]. Pero la fe a la que Hegel se refiere no es el campo del antiguo oscurantismo, que es una forma ya muerta tras la irrupción de la libertad de conciencia en el mundo moderno, sino  la espiritualidad ingenua que se siente alienada respecto del mundo circundante.

La Ilustración no combate tampoco lo que Hegel entiende por religión (una forma ante todo de conciencia colectiva y comunitaria arraigada en las costumbres de un pueblo), sino un modo de fanatismo que impedía la libertad de la conciencia y que ya estaba de suyo destruido históricamente. En definitiva, la Ilustración se enfrenta a una serie de formas vacías que han «dejado de corresponder al espíritu que las había instaurado» [51]:

 

Pero ¡qué religión era la que ellos atacaban! No era, ni mucho menos, la religión purificada por Lutero, sino la más vil de las supersticiones, el clericalismo, la necedad, las más depravadas intenciones y, sobre todo, aquellos derroches de riqueza y aquella orgía de bienes materiales, en contraste con la escandalosa riqueza general! [52]

 

Hegel comprende muy bien en qué terreno se mueve la lucha de la Ilustración contra la religión de su tiempo. Pero al hacer extensiva esta lucha a toda forma de conciencia religiosa, los ilustrados caen en el error de minusvalorar como irracional algo que está dentro del intelecto mismo. La fe ingenua, entendida (según vimos arriba) como forma de conciencia extrañada ante la vacuidad de la cultura, forma parte de la misma conciencia extrañada que la Ilustración, la cual combate contra ella armada de panfletos polémicos.

Lo que los ilustrados identifican como irracional está, pues, dentro del intelecto mismo: «el saber y el objeto del saber son lo mismo» [53]. La fe no es lo otro de la razón. El conflicto entre fe e Ilustración es interior a la razón moderna misma [54]. La Ilustración debe entenderse por tanto como razón que se niega a sí misma, y que solamente saldrá de su atolladero por medio de una reafirmación de su libertad absoluta (la Revolución y el terror).

De ahí la contradicción que Hegel denuncia en la crítica ilustrada a la conciencia creyente. Por un lado, Dios es una ficción de la propia conciencia; por otro lado, Dios es algo extraño a la autoconciencia. De este modo, Dios es a la vez un contenido externo creado por la razón, y un contenido fruto de la razón misma. La conciencia produce su objeto al pensarlo [55], no en un sentido ridículamente idealista, sino en el sentido de que el objeto de pensamiento de los ilustrados, la fe, se reforma a su vez asumiendo el aspecto de negatividad de la propia Ilustración (y en la misma medida en que la Ilustración sitúa el más allá en un mundo material inerte, la fe ingenua abandona todas las sutilezas de la vieja teología para refugiarse en una experiencia individual donde Dios es lo negativo, inalcanzable al pensamiento).

Por este motivo, Hegel no es crítico con la Ilustración. Pero sí lo es con la manera en que la Ilustración se concibe a sí misma, al desmarcarse absolutamente de la fe moderna, sin reconocerla como su otro lado en una misma moneda. La Ilustración cae en un absurdo cuando afirma que el objeto de la fe ha sido introducido a la fuerza desde el exterior de la conciencia humana. No se puede engañar a un pueblo «cuando de lo que se trata es de la íntima consciencia que él tiene de sí mismo» [56]. La fe de un pueblo puede expresarse de manera torpe, pero no puede constituir un engaño, porque «la religión no es sino la consciencia que el espíritu tiene de sí» [57].

Pero el papel de la Ilustración no se analiza solo en este aspecto negativo o destructivo. En el aspecto positivo, por otra parte, la Ilustración es la instauración del sentido común de la burguesía. Al fundamentar todo conocimiento en la fuente primaria de la sensibilidad y definir lo trascendente al sujeto como materia. Al deducir su deísmo de un pensamiento de Dios como puramente negativo y trascendente. Al denunciar toda religión positiva como superstición y engaño. Al basar la acción humana en el interés, y al proponer una teoría de la sociedad regida por el interés general. Todos estos elementos son fundamentales para entender el campo de lo que más adelante, en la Filosofía del Derecho, Hegel define como «sistema de las necesidades», y no es otra cosa que la sociedad civil o la sociedad burguesa.

Eliminando la superstición y el engaño, lo que la Ilustración legitima es el reino utilitarista de la sociedad civil. El combate de los ilustrados contra la fe y la superstición, aunque legítimo, no es capaz de volver su ingenio sobre sí mismo: se convierte por consiguiente en legitimación de una praxis social que se autoconcibe libre de todo prejuicio ideológico. Se podría discernir de este modo en Hegel una crítica de la primera teoría de la ideología: situarse más allá de toda ideología se convierte, con la aparición de la moderna racionalidad ilustrada, en la ideología por excelencia.

En realidad, vistos con algo de perspectiva, numerosos fenómenos de nuestro tiempo podrían someterse al análisis de Hegel: la conspiranoia tuitera, algunas autodeterminadas «formaciones obreras» de Youtube, la incorrección política o la «contrahegemonía» de la extrema derecha… Tal vez muchos análisis que realizamos de estas realidades son precisamente tristes y sombríos porque hay una izquierda ilustrada que siente que se están empleado contra ella misma sus propias armas: el arma de la crítica incisiva, del pensamiento a contracorriente, del panfletismo y de la liberación moral.

Pero un análisis hegeliano de estos fenómenos es cualquier cosa, menos sombrío. Porque lo que la izquierda actual tiene que aprender del hegelianismo es precisamente la idea de «reconciliación», la «negación de la negación» que reconoce el lado malo de la historia, la necesidad del «trabajo de lo negativo». Hegel pudo pensar así porque, sobre una historia marcada por la contradicción y por cantidades ingentes de ruido y de furia, él vio alumbrarse un nuevo y revolucionario mundo gobernado por el ideal moderno de libertad individual. Si vivimos nosotros también en una encrucijada histórica (la crisis de la idea moderna de libertad y autonomía, y la superación socialista de sus contradicciones), tenemos que aprender igualmente a reconciliarnos pacientemente con las silenciosas y profundas transformaciones que laten detrás de nuestra coyuntura.

Pero no seríamos hegelianos si no asumiéramos que hablar de reconciliación (o de revolución, porque son una misma cosa) pasa por un jugoso cuestionamiento de nuestra propia tradición de pensamiento. Si las armas ideológicas que la reacción parece haber robado a la izquierda se adaptan tan bien a su uso como el martillo de Thor a su mano, tal vez sea porque hemos intentado transformar la sociedad con instrumentos que no eran completamente nuestros. Cuando Hegel empleaba la expresión «el espíritu se siente como en casa», referida a determinados momentos de maduración histórica de su autoconciencia, aludía precisamente a esto: necesitamos una izquierda que se sienta en casa con su propio pensamiento, no una izquierda que persista en tradiciones intelectuales que se han convertido en un peso muerto y que adopta de manera impostada.

 

5. La jerga de la complejidad: ideología y dialéctica

En distintos momentos de la historia, la palabra «dialéctica» ha tenido un sentido mucho más preciso del que parece tener actualmente.

La dialéctica nace con el método inductivo de Sócrates, quien por medio del diálogo con sus conciudadanos perseguía el acercamiento progresivo a las definiciones universales de las cosas. Inspirado en esta búsqueda socrática de las definiciones universales, Platón otorga a la dialéctica un lugar como modo de saber que avanza, de manera tentativa, hacia el conocimiento de los primeros principios (las ideas). El procedimiento es el mismo que el de Sócrates, si bien, como decía Aristóteles, lo que diferenciaría a Sócrates de Platón es que este último daba a las ideas una existencia «separada» de las cosas.

Aristóteles, más apegado a lo concreto que Platón, entiende por dialéctica simplemente una rama de la lógica que permite razonar acerca de cualquier problema que se nos proponga por medio de argumentos plausibles [58]. Es decir, argumentos que son meramente probables, que pueden ser verdaderos o pueden no serlo. Aristóteles apunta a la dialéctica como herramienta para abrir supuestos en la argumentación y razonar de modo hipotético-deductivo.

Pero es a partir de Hegel cuando el término alcanza su máximo esplendor. A partir de Hegel «calificamos de dialéctico todo aquello que se mueve en virtud de alguna negación» [59]. La dialéctica pasa a definirse de acuerdo con sus dos aspectos: como una teoría omniabarcadora sobre la realidad, concebida como un proceso que se desenvuelve de manera en sí misma dialéctica, y como un método que o bien procede por medio de negaciones o bien se aproxima a las cosas desde la suposición de que ellas mismas son dialécticas por naturaleza [60]. Con ello, Hegel procede a reinterpretar desde su óptica la propia historia de la filosofía, hasta que, convenientemente retorcida, proceda a darle la razón. Dialécticas serán entonces, también, las tesis de Anaximandro o de Heráclito según las cuales la realidad tiene un carácter móvil y cambiante. La dialéctica entiende que la realidad es compleja, contradictoria, y que el choque de estas contradicciones es la misma fuente de su movimiento. Como decía Heráclito, la guerra es el padre de todas las cosas.

A partir de este concepto hegeliano es como la dialéctica pasa a la tradición marxista y sale de las aulas de la academia para convertirse en un término de uso más o menos corriente. Es importante, pues, familiarizarse con un término al cual recurre el propio Marx en pasajes bastante enigmáticos, como por ejemplo el famoso Epílogo a la segunda edición de El capital acerca de la inversión de la dialéctica de Hegel [61]. Ahora bien, aun cuando Marx califique su propio método de «dialéctico», no nos va a ofrecer una explicación más sistemática de lo que entiende por ello, salvo las mencionadas precauciones que lo diferencian de Hegel. Este desarrollo filosófico más sistemático va a llegar en la forma del «materialismo dialéctico», una elaboración posterior que va a ser fundamentalmente obra de Engels.

La dialéctica llega a convertirse, de la mano de Engels, en una suerte de metafísica capaz de explicar cualquier fenómeno de la naturaleza. No obstante, con ello la dialéctica no deja de resultar altamente confusa, hasta el punto de que el propio Lenin ya había observado cómo en Engels «la identidad de los contrarios se toma como una suma de ejemplos» [62], aunque sea por motivos didácticos. También Alfred Schmidt va a ser muy crítico con la forma que toma la dialéctica en Engels. Mientras que en Marx la dialéctica sería un método exigido por la naturaleza de su propio objeto de estudio, la praxis primero y los procesos contradictorios del capital en su obra posterior, en cambio «la dialéctica de la naturaleza de Engels sigue siendo una forma de tratamiento exterior al objeto» [63].

En resumidas cuentas, tras este breve recorrido histórico, lo único que sacamos en claro es que no hay nada claro. A pesar de que a lo largo de la historia existen diversos conceptos de dialéctica, en el habla cotidiana este concepto parece más bien un «significante flotante» cuyo significado se toma de aquí y de allá según convenga a cada acto particular de habla, o bien un campo semántico que agrupa nociones muy diversas.

De este modo, cuando se emplea el término «dialéctica» hoy día, parece que nos referimos a un hecho banal: que todo es demasiado complejo, y que debemos analizar cada hecho contemplando su aspecto contradictorio. Como apunta Michael Heinrich, dialéctica ha llegado a asumir el sentido de «complicado», o viene a apuntar a una «acción recíproca» entre elementos que actúan el uno sobre el otro [64].

Estaríamos muy tentados a asumir que, en este sentido (banal) del término, todos somos dialécticos hoy en día. En efecto, lo que podríamos llamar la «jerga de la complejidad» impregna todo el discurso social y político de nuestro tiempo: hemos asumido que vivimos en una era de la información, donde todos nos encontramos hiperconectados, y donde las decisiones políticas que podríamos tomar se enmarcan en un sistema de interrelaciones que en último término remiten a oscuros intereses geoestratégicos y económicos que habitualmente se mueven en la sombra. Precisamente por ello, no existen soluciones sencillas, la acción individual se encuentra limitada y acotada en el marco de una totalidad compleja, donde las relaciones sociales se tornan imposibles de abarcar por ninguna instancia central planificadora.

Puede parecer que Hegel estaría complacido con esta situación, donde todo el saber universal se encuentra al alcance de nuestros smartphones, y la vida social se autorregula en la forma de un mercado capitalista que parece un trasunto de la «astucia de la razón». Al fin y al cabo, Hegel pretendía que debíamos entender la realidad como una totalidad compleja y contradictoria, y no otra cosa nos habría permitido el desarrollo actual del espíritu humano, al pasar de las oscuras simplificaciones de los viejos sistemas filosóficos, abstrusamente ideales, a una percepción más realista de la complejidad de matices particulares y concretos que componen la sociedad contemporánea.

El problema es que resulta todo lo contrario: como bien señala Žižek [65], el punto de partida del verdadero progreso espiritual se produce para Hegel cuando la conciencia inmediata se separa del exceso de determinaciones de la experiencia cotidiana del mundo, y entre las cuales nos perdemos. Así, en la Ciencia de la lógica, Hegel ya nos avisaba de la enorme dificultad que supone este esfuerzo de abstracción:

 

El sistema de la lógica es el reino de las sombras, el mundo de las esencialidades simples, liberadas de toda compacidad sensible. El estudio de esta ciencia, la permanencia y el trabajo en este reino de sombras constituye la formación y disciplina absolutas de la conciencia. Allí emprende ésta un quehacer alejado de fines sensibles, de sentimientos, del mundo de la representación, el cual es cosa de mera opinión (…). Pero lo que de este modo gana ante todo el pensamiento es subsistencia de suyo e independencia respecto de lo concreto. En lo abstracto y en el avance por conceptos, sin sustratos sensibles, el pensamiento llega a sentirse en su casa y, por medio de ello, a ser la fuerza inconsciente de acoger la múltiple variedad restante de nociones y ciencias, comprendiéndolas y sosteniéndolas en lo que es esencial, despojándolas de lo exterior y extrayendo de ellas de esta manera lo lógico: o lo que es lo mismo, llenando con la enjundia de toda verdad el basamento abstracto de lo lógico, adquirido previamente mediante el estudio, y dándole el valor de algo universal, ya no plantado como un particular cabe otro particular, sino expandido sobre éste y constituyendo su esencia, lo absolutamente verdadero. [66]

               

En el fragmento de arriba, como en otras de sus obras, Hegel se refiere a la formación intelectual como un distanciamiento de la vida irreflexivamente vivida. Los seres humanos nacen inmersos en una «sabiduría práctica» con cuyas evidencias inmediatas debemos romper.

Este exceso de detalles y de conexiones es lo que Karel Kosík llama «mundo de la pseudoconcreción». El ser humano, en su vida material y social, establece con las cosas una relación de tipo práctico. Las cosas, antes de ser objeto de análisis teórico, son un campo sobre el cual ejercemos una actividad práctica y utilitaria [67]. Como afirma Heidegger en Ser y tiempo, se establece una relación práctica con el mundo en el trato con las cosas, en su «ocuparse de» (Besorgen) [68]. El Dasein heideggeriano se enfrenta a entes que, bajo la forma de ser del Besorgen, se convierten en «útiles», los cuales se nos presentan «a la mano» [69]. Para Heidegger, este modo de relacionarse con las cosas no es exclusivamente utilitario, sino que conlleva un modo de «precomprensión» de las mismas, con lo que se rompe la distinción entre teoría y praxis.

Para Kosík, a diferencia de Heidegger, este mundo de la pseudoconcreción, que se presenta como mundo real consistente y autónomo, no es otra cosa que un mundo de la apariencia, el producto de una práctica utilitaria fetichizada [70]. Es la solidificación en la conciencia del sujeto de sus condiciones históricas, mediadas por la producción y el intercambio de mercancías. Frente a dicho mundo de los fenómenos que se presenta como una totalidad abstracta, la dialéctica es en primer lugar aquel modo de pensar que marca una distinción entre la representación y el concepto, entre el fenómeno y el conocimiento de la cosa misma. Por ello, la dialéctica «debe destruir la aparente independencia del mundo de las relaciones inmediatas cotidianas» [71], pero no refiriéndolo a unas condiciones fijas fuera de la historia, lo que nos conduciría de vuelta a una materialidad invertida y cosificada, sino al proceso de la producción que es obra del ser humano real.

El mundo de la pseudoconcreción es en definitiva un claroscuro, un «mundo vivido» [72] que, al mostrar lo esencial de los fenómenos, también lo oculta. Es el punto de partida del método de la economía política tal como lo define Marx en la Introducción de 1857 de los Grundrisse:

 

Parece justo comenzar por lo real y lo concreto, por el supuesto efectivo; así, por ej., en la economía, por la población que es la base y el sujeto del acto social de la producción en su conjunto. Sin embargo, si se examina con mayor atención, esto se revela [[como]] falso. La población es una abstracción si dejo de lado, p. ej., las clases de que se compone. Estas clases son, a su vez, una palabra huera si desconozco los elementos sobre los cuales reposan, p. el., el trabajo asalariado, el capital, etc. Estos últimos suponen el cambio, la división del trabajo, los precios, etc. El capital, por ejemplo, no es nada sin trabajo asalariado, sin valor, dinero, precios, etc. Si comenzara, pues, por la población, tendría una representación caótica del conjunto y, precisando cada vez más, llegaría analíticamente a conceptos cada vez más simples: de lo concreto representado llegaría a abstracciones cada vez más sutiles hasta alcanzar las determinaciones más simples. Llegado a este punto, habría que reemprender el viaje de retorno, hasta dar de nuevo con la población, pero esta vez no tendría una representación caótica de un conjunto, sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones. [73]

 

El método científico de Marx toma pues de partida lo «pseudoconcreto», un concreto que se nos presenta de manera espontánea en la intuición y en la representación. Es el punto de partida, lo real y concreto, pero representado de manera confusa en nuestras conciencias, como una representación caótica del todo, «demasiado compleja». Al estilo de Hegel, Marx nos demanda proceder por medio de la abstracción para alcanzar las determinaciones más simples: conceptos como dinero, trabajo abstracto, valor de cambio, etc. Una vez que entendemos estos elementos abstractos en su múltiple interrelación, podemos emprender el camino de regreso a la complejidad que nos habíamos representado antes de manera confusa. Pero hemos pasado de la representación confusa y caótica del conjunto, a una totalidad determinada. Para Marx el paso de lo «pseudoconcreto» a lo concreto real es un proceso circular, donde el resultado se expresa a modo de síntesis de una multiplicidad de determinaciones:

 

Lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad de lo diverso. Aparece en el pensamiento como resultado, no como punto de partida, aunque sea el verdadero punto de partida, y, en consecuencia, el punto de partida también de la intuición y de la representación. En el primer camino, la representación plena es volatilizada en una determinación abstracta; en el segundo, las determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento. [74]

 

En estas páginas, Marx no sólo define un método caracterizado, como el método hegeliano, por la circularidad. También define los conceptos simples como resultado de un proceso intelectual, y no como «momentos originarios» o «germen» a partir del cual se desplieguen las distintas categorías. Frente a los economistas clásicos que comienzan por los individuos produciendo en sociedad, Marx nos recuerda que el propio individuo es siempre un ser social por naturaleza, inserto en el seno de la sociedad civil o en el seno de la familia, la tribu o la comunidad. La propia categoría de individuo es el producto de una totalidad social compleja.

Lo mismo sucede con la categoría de producción: la producción en general es una abstracción, a partir de los rasgos comunes que se presentan en distintas épocas. El error sería quedarnos en estas categorías generales, en lugar de atender a los rasgos esenciales que diferencian una época de otra.

En el prólogo a la primera edición de El capital, hay un pasaje muy conocido donde Marx explica en qué consiste la abstracción:

 

Los comienzos son siempre difíciles, y esto rige para todas las ciencias. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará por tanto la dificultad mayor. He dado el carácter más popular posible a lo que se refiere más concretamente al análisis de la sustancia y magnitud del valor. La forma de valor, cuya figura acabada es la forma de dinero, es sumamente simple y desprovista de contenido. No obstante, hace más de dos mil años que la inteligencia humana procura en vano desentrañar su secreto, mientras que ha logrado hacerlo, cuando menos aproximadamente, en el caso de formas mucho más complejas y llenas de contenido. ¿Por qué? Porque es más fácil estudiar el organismo desarrollado que las células que lo componen. Cuando analizamos las formas económicas, por otra parte, no podemos servirnos del microscopio ni de reactivos químicos. La facultad de abstraer debe hacer las veces del uno y los otros. [75]

 

A la luz del pasaje de la Introducción de 1857 que leímos arriba, cobra sentido este fragmento. La totalidad (en forma de «representación caótica del conjunto», como leíamos) es más fácil de conocer que las partes. Estas aparecen en nuestra investigación como resultado del método analítico, y no como punto de partida. Una vez que hemos aislado los elementos simples por medio de nociones abstractas, podremos alcanzar un resultado que represente de manera adecuada lo concreto real.

 

6. Reconciliación: la reinvención de una comunidad política

Para comprender el modo de pensar de Marx, hay que recordar la diferencia en Hegel entre entendimiento y razón. Durante mucho tiempo, la filosofía de Hegel se leyó como un panlogicismo donde todo elemento se ubica en una totalidad compleja que reconcilia y supera todas las contradicciones. Lecturas más recientes, como la de Slavoj Žižek, ponen más bien el acento en el elemento de negatividad que caracteriza al entendimiento, «como el poder más fuerte del mundo,  como el poder infinito de la “falsedad”, el poder de desgarrar y tratar como separado lo que naturalmente está unido» [76]. Este poder de lo negativo es característico de la herencia ilustrada, y constituye la verdad de su carácter desmitificador y anti-ideológico. Lo que hace Hegel es sacarlo a la luz y ponerlo al servicio de un proyecto político más ambicioso: una reconstrucción racional de la comunidad política que supere el individualismo atomístico de la sociedad civil burguesa.

Como señalaba Ch. Taylor, Hegel no pretende echar por la borda las tendencias racionalistas de la Ilustración, sino que pone en pie

 

una crítica de las ilusiones y deformaciones de perspectiva que brotan de las concepciones atomistas, utilitarias, instrumentales del hombre y la naturaleza, mientras que al mismo tiempo desinfle las contrailusiones románticas que constantemente generan. [77]

 

Lejos del rechazo romántico a la Ilustración, Hegel persigue una sociedad reconciliada que realice la verdadera libertad invocada por los ilustrados, asumiendo el necesario paso a través de las limitaciones, la enajenación y los momentos unilaterales y contradictorios propios de una razón encarnada en las instituciones, en la cultura y en la historia. En otros términos, no hay verdadera libertad sin asumir que esta se plasma en momentos irracionales, en la historia de los pueblos y en las imperfectas comunidades políticas que se suceden ante el tribunal de la historia.

Esto es central para el problema de resituar el marxismo entre Kant y Hegel. Mientras intérpretes como Carlos Fernández Liria releen los pasajes de Marx sobre los que nos hemos detenido desde un punto de vista kantiano, donde la práctica teórica se entiende como hija de su tiempo pero al mismo tiempo «desempotrada» del curso histórico y de los intereses prácticos y vitales [78], una revisión de Marx desde un punto de vista hegeliano supone reconciliarnos con la «paradoja de Mannheim» y concebir los límites de la ciencia como límites de nuestra propia realidad histórica.

Como más tarde hará Marx, al reivindicar el comunismo como una verdadera comunidad donde se realice más auténticamente la libertad de los individuos [79], Hegel apela a una racionalidad reconciliada con su propia irracionalidad, con su propio origen histórico y contingente. En otros términos: asumir que la ideología es eterna, que vivimos en un mundo de la vida compartido plagado de ilusiones respecto de las cuales no hay un afuera, tal y como corresponde a toda forma de racionalidad consciente de que es razón histórica. Pero sin rechazar la posibilidad de un conocimiento adecuado de la totalidad social, por medio de un inagotable trabajo del entendimiento que rompe, aquí y ahora, con estos supuestos compartidos. El problema es que ante estos supuestos ideológicos no cabe el falso distanciamiento de una Ilustración convertida en superioridad moral tuitera, ni el cinismo de una «incorrección política» que no se cuestiona sus propias presunciones. Althusser defendió, en una época donde el economicismo era la tónica dominante en buena parte del marxismo ortodoxo, la tesis de la «autonomía relativa» de la superestructura respecto de la base. Aunque la categoría de sobredeterminación era fundamental a la hora de combatir los reduccionismos que amenazaban a la teoría marxista, en el momento actual parece que hemos virado completamente a la posición opuesta, a una koiné hermenéutica en la que todo lo novedoso del marxismo parece quedar reducido a una teoría neo-ilustrada de la ideología, ante la cual la práctica teórica se concibe a sí misma como separada del curso irracional de la historia presente —una posición de reducto frente a la expansión de las tendencias autodestructivas, prepolíticas y populistas de nuestra coyuntura—.

Frente a este enroque de la teoría, necesitamos un cierto «fundamentalismo» marxista, en el preciso sentido de una vuelta a los fundamentos históricos y materiales de nuestra propia concepción del mundo. En el Marx de El capital encontramos que la disolución del magma ideológico va acompañada necesariamente de una construcción de teoría. Pero se trata de una teoría que nos permite cuestionar nuestra propia posición dentro de la sociedad capitalista y trazar, desde la libertad que nos proporciona la auténtica asociación de los productores, un cuestionamiento práctico de nuestra propia posición en el interior de la estructura social. Para poder construir este cuestionamiento, y para contribuir de manera eficaz a una ciencia que no se halla desvinculada de su contexto sino que se piensa desde su propia posición histórica, necesitamos un marco institucional que implique también una comunidad cultural. Una comunidad donde las claves interpretativas y las posiciones teóricas son inseparables de nuestra propia posición en una sociedad de clases plagada de contradicciones, y donde las posiciones teóricas que nos permitan quebrar la ideología dominante serán el fruto también de nuevas prácticas políticas ligadas a una renovación del marco institucional imperante. Nuevamente, la frontera entre la teoría y la ideología se vuelve permeable, porque no somos sujetos puros desvinculados de nuestro tiempo histórico, y porque todo pensamiento de la realidad toma como punto de partida nuestra imbricación en un contexto determinado, en un curso del mundo que, si rechazamos de lleno, nos arriesgamos a ser incapaces de comprender.