[*]

Por extraño que parezca, la clave para comprender Teoría e historia de la producción ideológica de Juan Carlos Rodríguez no se encuentra en las secciones iniciales de la obra, por importantes que sean para comprender el marco teórico relevante, sino en una sección relativamente posterior en la que el autor repasa la famosa crítica hecha por Nicos Poulantzas a ciertos marxistas británicos, a saber: Perry Anderson, EP Thompson, Tom Nairn y Christopher Hill. En esencia, recordamos, los historiadores fueron el blanco de la crítica por su preocupación por el sujeto-centrado en la consciencia, ya sea individual o colectiva, a lo que Poulantzas opuso su concepto althusseriano de «formación social», entendida como una totalidad de instancias articuladas sobre la base de un determinado modo de producción. La discusión que siguió resultó bastante estéril y estalló en ocasiones en violencia verbal [1]. Nuestro interés particular se centra en las consecuencias dañinas que tiene la perspectiva psicologista para la teoría de la producción ideológica, tal como la concibe Rodríguez. Los marxistas británicos no solo fueron incapaces de renunciar a la centralidad del tema —como Poulantzas había efectivamente mostrado— sino que además fueron incapaces de renunciar a él inconscientemente, argumentó el español.

 

La creencia en una verdad básica del sujeto humano, a la que se llamaría ‘sicología’, y la ignorancia, por tanto, de la existencia de un nivel ideológico inconsciente y determinante propio de cada tipo de relaciones de clase, he ahí lo que revela siempre en última instancia la presencia del empirismo incluso bajo enunciados —como ocurre en este caso— francamente izquierdistas (economicistas, progresistas/mercantilizantes, o como quiera llamárselos). [2]

 

En este punto, la precisión es fundamental: no era un inconsciente libidinal, de extracción freudiana, lo que promovía Rodríguez, sino un inconsciente ideológico. Es cierto que la cultura británica nunca se había mostrado amable con el inconsciente libidinal —es notorio que el freudianismo siempre permaneció al margen—. Pero no porque Freud haya desplazado al sujeto de su centralidad: el efecto de su trabajo fue simplemente aflojar el control del ego sobre la conciencia. El inconsciente ideológico de Rodríguez era una criatura completamente diferente.

 

Desde la perspectiva que usamos (el reconocimiento de esa realidad del inconsciente ideológico objetivo —y el rechazo consiguiente de la falacia del ‘sicologismo’ empirista—) las ambigüedades de Hill se aclaran: existe una ‘crisis económica’, desde luego, pero lo importante es que esa crisis no es ‘vivida’ como una ‘experiencia directa’ desde una ‘sicología’ de base, sino que lo importante es desde qué perspectiva ideológica, desde qué inconsciente —o ‘instinto’— ideológico es ‘vivida’ o es ‘vista’ esa crisis. (388)

 

Equipados con su noción de un sujeto humano unitario, los marxistas británicos habían definido la ideología, obviamente, como una combinación de contenidos, temas, ideas concretas, impuestas al sujeto en forma de psicología, ya sea de un individuo o de una clase.

Mi objetivo aquí es analizar más de cerca las razones del rechazo de Rodríguez a la «psicología», la naturaleza del inconsciente ideológico con el que propuso reemplazarlo y la relación entre este inconsciente y su contraparte libidinal, freudiana. La primera tarea será revisar el trabajo preparatorio básico realizado por Althusser, específicamente sus nociones de inconsciencia ideológica y lo pre-dado de la formación social que sustenta esta inconsciencia. Argumentaremos que Althusser y sus seguidores siempre resultarán vulnerables a la presión —y a que les tomen el control— de los teóricos del inconsciente psicoanalítico; además, que la relativa inmunidad de Rodríguez al respecto se explica por su apego a una «historicidad radical». Exploraremos esta historicidad a través del análisis de textos literarios específicamente seleccionados, en secciones que se alternan con otras que continúan manteniendo en juego las problemáticas teóricas relevantes.

 

Cambiando el terreno

En una entrevista en 2013, Rodríguez optó por enfatizar sus «discrepancias» con Althusser sobre el tema de la ideología [3]. Estas fueron, sin duda, muy reales y deberán tenerse en cuenta en lo que sigue. Con todo, no se puede negar la fuente del concepto español de inconsciente ideológico, que nunca podría haberse formulado en ausencia de la «inconsciencia ideológica» de Althusser. Por su parte, el propio Althusser fue más «directo» con respecto a sus deudas:

 

Cuando Marx nos dice, y lo repite sin cesar, que no debemos considerar la conciencia de sí de una ideología por su esencia, quiere decir también que, antes de ser inconsciente de los problemas reales a los cuales responde (o evita responder), una ideología es, antes que nada, inconsciente de los «supuestos teóricos», es decir, de la problemática en acto pero no confesada que fija en ella el sentido y el aspecto de sus problemas y por lo tanto de sus soluciones. [4]

 

Tampoco Althusser nos deja ninguna duda sobre cómo debe situarse el marco teórico en el que debe situarse su inconsciencia ideológica, a saber: en el efecto matricial de la formación social, que opera a través de lo «siempre-pre-dado de una unidad compleja estructurada». No se trata simplemente de la primacía de este conjunto, sino también de su prioridad:

 

no sólo muestra Marx que toda «categoría simple» supone la existencia de un todo estructurado de la sociedad, sino más aún, y es sin duda lo más importante, demuestra que lejos de ser originaria, la simplicidad sólo es el producto de un proceso complejo. (162)

 

Los intentos de resolver este todo complejo en alguna «raíz de origen» o esencia originaria, como en la forma de una tabula rasa o subjetividad interiorizada, tienen que ser rechazados. «Marx remplaza, en la teoría de la historia, la vieja pareja individuo-esencia humana por nuevos conceptos (fuerzas de producción, relaciones de producción, etc.)» (189). A partir de este momento, los «sujetos» de la historia son sociedades humanas dadas, no individualidades (192). La inconsciencia ideológica construye individualidades y, por tanto, determina el proceso mediante el cual toman conciencia de su lugar en la historia (193).

Es la posición a la que Althusser nunca renunciará, a pesar de sus actos de autocrítica durante el resto de su carrera. De ahí la importancia que siempre concederá al «cambio de terreno», desde uno que prioriza el sujeto hasta uno que toma la formación social marxista como punto de partida. De hecho, como es bien sabido, su siguiente paso en Para leer El Capital fue más allá al teorizar la efectividad del todo a través de su concepto de causalidad estructural. Los mecanismos intransitivos que constituyen esta causalidad, en combinación con su contraparte transitiva, determinan el efecto matriz de la formación social. Las especificidades de esta argumentación son de menos interés en el contexto inmediato que la cualidad enrarecida de esta causalidad estructural, que «consiste en sus efectos... no sea nada más allá de sus efectos» [5]. Althusser, tiene que quedar claro, está midiendo su distancia con un Espíritu Hegeliano que se manifiesta él mismo de forma empírica, pero a un costo considerable: específicamente, el efecto matriz del conjunto ha comenzado a perder su densidad ontológica; desprendido de cualquier base histórica, quedará aparentemente flotando en el espacio.

Las consecuencias resultarán perjudiciales para el concepto potencialmente fructífero de inconsciencia ideológica: despojado de su soporte material, en la forma de formación social, resultará vulnerable a la apropiación por el inconsciente libidinal, de extracción freudiana. La deuda del filósofo con Freud, por el concepto de «sobredeterminación», ya era evidente en La revolución teórica de Marx, ejerciendo su efecto potencialmente corrosivo [6]. El hecho de que las individualidades sean, en sí mismas, estructuras laminadas, siempre invitaba al deslizamiento de lo pre-dado de lo social y del inconsciente ideológico hacia el sujeto, concebido ahistóricamente y aislado. El alcance de la vulnerabilidad de Althusser ya era patente en un ensayo que data de 1966, «Tres notas sobre la teoría de los discursos», y vale la pena detenerse para considerar algunos de sus detalles.

Por supuesto, la absorción del paradigma psicoanalítico, dentro de una problemática que priorizaba la formación social, siempre iba a estar plagada de dificultades, como Althusser fue el primero en darse cuenta, sobre todo con respecto al «inconsciente». Así, «tenemos que tener cuidado con todas sus resonancias, que van mucho más allá del campo del psicoanálisis», específicamente en la dirección de un «inconsciente social». Además, nos asegura, los sujetos reclutados a través del proceso de interpelación siempre siguen siendo «sujetos ideológicos» [7]. Pero a pesar de ello, la posición a la que llega Althusser es la que postula una oposición entre un abismo, o de una carencia, y el Ich; el abismo no es el sujeto, más bien «se abre al lado de un sujeto, al lado del Ich, que en efecto es sujeto» (141-2). Se concluye que se abre una escisión entre el inconsciente, definido en líneas libidinales, y la ideología, que se impone a un abismo anterior. De esta manera, el camino hacia un «inconsciente ideológico» queda bloqueado.

 

Juan Carlos Rodríguez: Producción versus represión

Un marxismo todavía arraigado en la ideología burguesa tiende a pensar simplemente en términos de un cambio de énfasis, del sujeto a la estructura. Aquí radica el peligro del psicoanálisis, que invita positivamente a una regresión a la centralidad del sujeto, concebido como un individuo previo, interiorizado, transhistórico, que interactúa, posteriormente, con un «afuera», con la «sociedad». Lo que explica la insistencia de Rodríguez en la necesidad de tomar siempre como punto de partida el todo preestablecido, complejo y estructurado. Es este todo sobre la base de una «historicidad radical», argumenta, lo que produce activamente «individualidades» históricamente localizadas. De esta posición, Rodríguez nunca más dudó, ni siquiera cuando se enfrentó en Teoría e historia al erotismo profundamente cargado de los místicos españoles. Las pasiones de estos últimos, muestra, pueden explicarse con bastante facilidad en términos de un choque entre ideologías en conflicto, «sin necesidad de aspavientos sicoanalíticos o beatos» [8]. El análisis histórico, como consecuencia, se lleva a cabo de manera más provechosa en términos de producción de ideología en oposición a la represión psicoanalítica. Tales fueron los motivos por los que Rodríguez calificó de disfuncional el psicologismo que llevó a los historiadores a centrarse en la «persona» del conde duque de Olivares en contraposición al «funcionamiento objetivo de la labor en él representada» (360). Sin duda, tenía en mente la psicología del yo y la psicoterapia que proliferaron, sobre todo en América del Norte, en la década de 1970, que buscaban rectificar los casos de ruptura social endureciendo al individuo.

Había sujetos, entonces, al menos en el modo de producción capitalista, pero no sujetos opuestos a las estructuras sociales, sino sujetos en la historia. Y la prioridad de Rodríguez son estos últimos, a través de su concepto de «historicidad radical», lo que impedirá completamente cualquier regresión a la dicotomía sujeto/objeto de extracción burguesa y a las variaciones de la misma. La poesía de Herrera cede en consecuencia a una explicación estructuralista, en términos del impacto sobre el animismo de un sustancialismo resurgente. Lo que no quiere decir que el althusseriano permanezca inmune al tirón insidioso del psicoanálisis y la terminología asociada con él. Así, Herrera exhibe previsiblemente un horror «obsesivo» suscitado por la mujer «mutilada», o de otra manera, como explica Rodríguez, «la mujer como representación por antonomasia del mal y del pecado (la vagina como representación literal de la oquedad y oscuridad del infierno; la piel femenina a la vez fascinante y como transparencia de la piel de la serpiente), etc.» (300). Claramente, quedan cuestiones teóricas por discutir y dificultades por resolver.

La indulgencia conceptual, hay que señalar, fue relativamente fugaz. El programa de Rodríguez permaneció relativamente firme de tales incursiones en su forma inicial. Simplemente no había terreno dentro de la problemática althusseriana para una psicología basada en la biología o, en esta cuestión, en cualquier cosa que oliera a «naturaleza humana». Por supuesto, la existencia de pulsiones corporales no es algo que pueda negarse, en cualquier sentido, y, como ya había dejado claro Althusser, el análisis lacaniano sirve admirablemente para satisfacer los requisitos básicos de la problemática marxista. Rodríguez, en la misma línea, estaba dispuesto a hacer concesiones limitadas. Así, «Todos tenemos nuestro AND, nuestro mapa genético, somos mamíferos, bípedos, sexuados y con nuestro aparato psíquico a cuestas» [9]. Su único requisito, dadas las exigencias de una «historicidad radical», es que las pulsiones se consideren estrictamente embrionarias. Y una reescritura lacaniana de Freud en términos de lenguaje parece cumplir con este requisito. Además, permite que el materialismo histórico y el psicoanálisis se encuentren en un terreno común, lo que explica las referencias a un «inconsciente pulsional/ideológico» que comenzó a aflorar en los textos de Rodríguez en las décadas de 1970 y 1980, en el contexto de lo que equivalía a un giro lacaniano en las Humanidades.

¿Era eso, entonces, todo lo que se requería? ¿Un simple reajuste de énfasis, que permitiera distribuir el inconsciente de manera más uniforme? ¿La ideología por un lado, la libido por el otro? Tal resolución, si hubiera sido factible, ciertamente habría tenido mucho de aconsejable, al menos desde el punto de vista althusseriano. El inconsciente ideológico habría recibido el debido reconocimiento y, lo que es más importante, la tendencia del psicoanálisis a canibalizar todas las formas de inconsciencia habría sido efectivamente neutralizada. Pero, desgraciadamente, las cosas no son tan sencillas. La ambición de Rodríguez era, en efecto, no simplemente promover el inconsciente ideológico, junto con su equivalente libidinal, sino invertir la previa relación entre ellos, de modo que fuera la ideología la que ahora abrazara la libido. Lógicamente, dada la prioridad otorgada en La revolución teórica de Marx a lo pre-dado de la formación social, lo que exige positivamente el desplazamiento del foco de las pulsiones al «yo soy histórico». Dentro de tal escenario, el énfasis lacaniano en lo simbólico y en el lenguaje podría acomodarse perfectamente, siempre que ocupara un segundo lugar después de la historia: «… nuestro inconsciente libidinal (nuestro supuesto yo) está desde ya siempre atrapado, establecido, por el inconsciente histórico, por el lenguaje ideológico de nuestra realidad familiar y social» (404).

Siempre que ocupara el segundo lugar después de la historia. La apreciación es importante y marca el punto en el que el camino de Rodríguez comienza a desviarse del de su maestro. Althusser trasladó el foco de su atención del efecto matriz de la formación social a la relación Sujeto/sujeto, en consecuencia de la «inconsciencia ideológica» a la dinámica de interpelación [10]. Rodríguez, por el contrario, siempre se negó a renunciar a su concepto de «inconsciente ideológico». De manera reveladora, se apresuró a recoger lo que percibe como un lapso momentáneo en Althusser, cuando el filósofo parece promover la existencia de un sujeto previo que sufre una interpelación. Según Rodríguez, tal sujeto no existe más que en la forma de «un manojo de deseos y pulsiones». El énfasis, siguió, hay que ponerlo en la producción del sujeto, no en su represión. «Es obvio que no existe nada previo a ese estar construido “desde-siempre-ya”. Es un problema que Athusser intuye muchas veces, pero que casi siempre acaba por distorsionar, lo difumina y lo convierte en humo. Algo que lógicamente supone un error muy grave a la hora de conceptualizar la noción de lo que podríamos llamar el inconsciente ideológico» [11]. A toda costa, debía evitarse un colapso en un individualismo reductor, incluso cuando venía con una garantía psicoanalítica.

La crítica realizada a Althusser trae a colación un hecho importante que puede pasar desapercibido, puesta nuestra atención en los reajustes y refinamientos evidenciados en los textos tardíos de Rodríguez, a saber: su fidelidad al concepto de una historicidad radical expuesta por primera vez en Teoría e historia. Al final de su carrera, como al principio, su solución a los problemas planteados por el psicoanálisis fue, en efecto, marginarlos o, al menos, circunscribirlos, contenerlos dentro de los límites de un inconsciente ideológico. Fue una táctica que da cuenta tanto de las fortalezas de su teorización como de sus límites, más allá de los cuales le resultó imposible progresar. Así, en uno de sus últimos artículos, aun cuando es aceptada la importancia del inconsciente libidinal, Rodríguez será mucho más claro sobre la precaria aplicación del psicoanálisis a la literatura: «[L]a literatura (o la escritura en general)», advierte, «no se puede psicoanalizar en sentido estricto porque ahí no existe la transferencia» [12]. En otras palabras, no puede existir una dinámica entre el paciente y el terapeuta, por lo que el intento de Freud de someter a análisis los «sueños» del protagonista de Gradiva de Jensen, como si fueran reales, fue desde el principio un fracaso.

Hay que señalar que la argumentación es curiosa en el sentido de que es vulnerable a la misma crítica que el español había lanzado repetidamente contra los ideólogos burgueses, a saber: toma el sujeto como punto de partida para la discusión. También es manifiestamente restrictiva en exceso. Como se apresuraron a insistir los teóricos del psicoanálisis de tipo existencialista, el escenario transferencial de Freud se presta con bastante facilidad al desplazamiento de foco, desde el encuentro entre analista y analizando a la historia y la cultura humana en general. En un sentido metafórico, el cielo es el límite, en el sentido de que la lógica de la transferencia, la dinámica de la neurosis humana, de las fantasías infantiles, el encuentro edípico, etc., se desarrollan en la vasta arena que es el cosmos. «Así, la cultura realmente hace por toda la humanidad lo que se suponía que los fenómenos de transferencia debían hacer por el individuo» [13].

Volveremos a las formulaciones de Brown más adelante, pero antes vamos a estudiar la relación entre el inconsciente ideológico y libidinal al nivel de la radical historicidad de Rodríguez. Cualquier historicidad de este tipo, por definición, debe tomar como punto de partida no la ideología burguesa, un territorio demasiado familiar, sino una ideología no capitalista, como el sustancialismo feudal.

 

Alfonso el sabio: en busca de un inconsciente

La oposición clave bajo el feudalismo no fue psicológica, sino cósmica, entre los reinos terrestre y celeste, sobre los que se proyectaba o «trasladaba» la dinámica del relato familiar del Padre, la Madre y el Hijo, en el sentido técnico freudiano. Sostener todo el edificio feudal era el principio del hilemorfismo. Dicho brevemente, el Ser está compuesto de forma y materia combinados, cada uno con su papel distintivo: mientras que la forma pone la materia «en acto», la materia es algo que recibe la forma. De ahí la noción de forma sustancial, sobre la que, según Rodríguez, descansa la ideología dominante del sustancialismo: «... no supone la mentira sin más de las cosas (la carne o el cuerpo según los ideólogos neoplatónicos), sino que supone la existencia del cuerpo como necesidad irremediable, como mera contingencia, pero a la vez como imprescindible, algo que hay que asumir aun a sabiendas de su imperfección» [14]. Podrido por el pecado, sin duda, y en extrema necesidad de una limpieza ritual, en forma de bautismo.

Por ello se plantea inevitablemente el grado en que puede afirmarse que las individualidades feudales han poseído «psicologías», en el sentido moderno del término, o si, por la mera mención de una «psicología feudal», corremos el riesgo de cometer un anacronismo. Cualquier psicología de este tipo, parece claro desde el principio, tiene que ser de un tipo notablemente «plano»: uno se inclinaría a decir que la conducta bajo el feudalismo fue en gran medida «inconsciente», en la medida en que manifestó poco el camino de la autoconciencia individual o, tal vez, que la distinción entre consciente e inconsciente, como la que existe entre las esferas pública y privada, era embrionaria. Dicho esto, las dimensiones marcadamente anal, también obsesivas, del ritual cristiano, claramente requieren comentarios. Así que, echemos una ojeada libro de Rodríguez y abordemos un texto feudal en su historicidad radical. El texto que he elegido es Las siete partidas de Alfonso el Sabio.

Las individualidades feudales, se revela inmediatamente mediante la evidencia de este texto, eran pecadoras en esencia y, como tales, podridas y corruptas, lo que proporciona un característico tono obsesivo a sus actos de penitencia. Los pecadores, descubrimos, deben presentarse en la puerta de la iglesia, descalzos y vestidos con harapos, antes de ser admitidos en los recintos sagrados para realizar sus rituales confesionales. Estos últimos deben realizarse bajo la supervisión del sacerdote y arcipreste correspondientes. Las resonancias anales están marcadas en todo: «Y en cuanto a los salmos fueren rezado, débese levantar el obispo y poner las manos sobre sus cabezas y poner en ellas cenizas y echar agua bendita sobre ellas y después cubrírlas con cilicio que es paños de estameña» [15]. Una vez finalizada esta etapa, la representación dramática vuelve a la puerta de la iglesia: «Y cuando hubieren acabado la penitencia, débelos el obispo reconciliar a la puerta de la iglesia». Aquí se administran las flagelaciones finales. La división clave, se deduce, parece tener lugar no dentro de los penitentes, entre un «adentro» y un «afuera», sino entre lo que pasa dentro de la iglesia y lo que pasa afuera. Lo inverso de la obsesión por la inmundicia es la obsesión por la limpieza de los penitentes: «de manera que queden limpios y lavados» (9).

La evidencia es clara: no se gana nada excluyendo arbitrariamente el uso de conceptos psicologizantes modernos, al menos en lo que respecta a la cultura feudal. Las propias individualidades feudales, es verdad, no tenían conocimiento de «obsesión» y «analidad», como se entienden actualmente estos términos, pero el objetivo del análisis, vale la pena reiterar, no es reproducir los objetos reales sino explicarlos. Y, sin embargo, es peligroso. Sería un error del tipo más atroz, por ejemplo, separar el comportamiento ritualista feudal de su contexto ideológico, para confundirlo con la «obsesión» de la extracción psicoanalítica. La lógica sustancialista dictaba que las cosas de este mundo debían hacerse visibles para ser significativas; significativas en el sentido de demostrativas de la presencia del Señor, con cuya signatura se trazan tales cosas. El énfasis en las cenizas, las flagelaciones, las lágrimas, los harapos, los gestos, etc., debe interpretarse en consecuencia, esto es: como ideogramas sustancialistas.

Seamos absolutamente claros: enmarcar la analidad y la obsesión feudales psicológicamente, en términos de una psicología profunda, sería malinterpretarlas. El cuerpo, como se concibe en el sustancialismo, era un texto que mostraba los signos del verdadero sufrimiento. Se podría decir que todo debía ser exhibido públicamente, en el exterior, pero sobre la comprensión de que el ámbito interior de la intimidad no existía, como tal, más que bajo la forma reducida de un espacio doméstico, ocupado por niños y mujeres. De manera más general, la misma lógica dictaba que los tres «estados» de la sociedad feudal —sacerdotes, siervos y señores— estuvieran marcados sustancialmente en su vestimenta. La preocupación por los detalles de la ropa debe interpretarse en consecuencia. «Vestiduras hacen conocer mucho a los nombres por nobles y por viles, y por ello los sabios antiguos establecieron que los reyes vistiesen paños de seda con oro y con piedras preciosas, porque los hombres pudiesen conocer luego que los viesen a menos de preguntar por ellos» (27). Este mundo no existía para ser visto, sino para ser leído o interpretado, a través de la mediación de comentaristas autorizados. La «moda», en el sentido moderno, simplemente no existía.

Para que apareciera una «psicología» reconocible, decimos, mucho tenía que cambiar. Y el proceso de cambio estaba en marcha. Ya, bajo el feudalismo, se está produciendo un desarrollo, a nivel de ideología, desde la oposición entre este mundo y el otro hacia el binario sujeto/objeto y el enfoque sobre la subjetividad. A este respecto fue significativa la figura de Pedro Abelardo (1079-1142), el primer pensador medieval que atribuyó una dimensión psicológica al conflicto de los universales. Pero fue Guillermo de Ockham (1300-1349) quien, en el contexto de la agitación social que caracterizó al siglo XIV, espoleó aún más la afirmación de la psicología y, en el proceso, llevó la tradición feudal a un punto de ruptura. Fueron visibles por primera vez los contornos de un individuo caracterizado por su libre albedrío, autonomía y autoconciencia creciente, un individuo que se enfrentaba a un futuro abierto en el que imperaban las reglas de la contingencia. Predominó, pero dentro de unos límites. La reserva es importante: el trabajo que estamos discutiendo es de teólogos, no de filósofos. Crucialmente, la sacralización del mundo y la relación Señor/siervo permanecen en su lugar. «... Ockham va a “salvar” así la Teología: el “Credo” vale más que cualquier razón terrestre, en el sentido de “enganche” del cuerpo con el alma y de la tierra con el cielo —sin necesidad de intermediarios—» [16].

 

La visión excremental

Una cierta tradición dentro del psicoanálisis ha estado particularmente atenta a la analidad. Me refiero, específicamente, al texto clásico de Norman Brown Eros y Tánatos de 1959. En definitiva, es una tradición que se ha centrado en los «instintos» o, como se les conoce más habitualmente hoy en día, las «pulsiones», situados en el límite entre lo mental y lo biológico. «El psicoanálisis viene a recordarnos que somos cuerpos, que la represión es del cuerpo» [17]. El foco, huelga decirlo, no carece de garantía en los textos del propio Freud, para quien, a pesar de su ruptura con una psicología de base neurológica, los «sustratos fisiológicos y biológicos de la mente nunca perdieron su importancia» [18]. De ahí la prioridad que Brown concede a la llamada organización infantil de la libido (oral, anal, fálica); también, la afirmación de que la ontogenia, el ciclo de vida del individuo, recapitula la filogenia, la historia de la raza humana. Donde Brown comienza a reescribir a Freud es a través de su insistencia en que las etapas en el desarrollo de la libido constituyen estrategias para superar el problema que plantea la muerte. Las ansiedades por la separación en la infancia deben entenderse a la luz de esta dinámica, como también lo es la reubicación de la represión de Freud del mundo externo al interno. El efecto combinado de tales movimientos es hacer que la represión sea esencialmente auto-represión por parte del niño mismo. Estos puntos merecen un examen más detenido.

Según la nueva fórmula, la alteración de la función erótica entre el niño y la madre, que Freud había atribuido originalmente a la amenaza paterna de castración, está ahora ligada al nacimiento y a la experiencia de querer pero no poder encontrar a la madre. En consideración, el intento de comerse el mundo, dar a luz (al producto fecal) y reunirse, fálicamente, con un sustituto de la madre representan la expansión del instinto de muerte a otros niveles. Dentro de este escenario, es inicialmente la imagen de la madre castrada, no el padre castrador, lo que amenaza con frustrar la promesa de inmortalidad y explica por qué tanto el niño como la niña se alejan de la madre primordial con disgusto y horror. Siguiendo la misma lógica, esta madre preedípica necesita ser el punto de partida de una antropología e historiografía freudianas. «... el complejo de castración establece esa reserva de energía sexual que no puede expresarse en la actividad sexual adulta normal y que, a través de la sublimación, crea cultura» [19]. La cultura, vista desde esta perspectiva, constituye una continuación transferencial de la huida de la muerte iniciada en la infancia, lo que explica por qué Brown debería referirse a ella como la «sombra de un sueño».

Eros y Tánatos ciertamente ofrece ideas clave que deben trasladarse a un marxismo que responda al psicoanálisis. Esto queda claro incluso sobre la base de la limitada evidencia aducida hasta ahora, con respecto a Las siete partidas. Tengamos en cuenta, en primer lugar, la distinción entre los distintos niveles de retorno de lo reprimido dentro de las diferentes culturas (154); en segundo lugar, el bajo nivel de sublimación en las culturas premodernas, lo que explicaría el predominio de la temática anal en el feudalismo; y en tercer lugar, la ley de la abstracción cada vez mayor que hace que la cultura moderna sea particularmente vulnerable a la irrupción de material nuevo procedente de estratos más profundos del inconsciente. Con todo, no son menos claras las limitaciones de la reescritura del psicoanálisis de Brown. Para empezar, y a pesar de su atención al «individuo humano concreto», un psicoanálisis existencial delata la familiar lealtad a la oposición entre el «individuo» y la «sociedad» característica de la ideología burguesa clásica. Presumiblemente, Marx careció de una doctrina de la represión a través de la cual explicar el incesante impulso del hombre por el progreso tecnológico, lo que lleva a Brown a priorizar el primer Marx de los manuscritos económico-filosóficos y la noción de una «conciencia alienada» (210-11). En consecuencia, tal conciencia, bajo la apariencia de un sujeto individualizado, es promovida al estado de un origen, tanto ontogénica como filogenéticamente. En resumen, la comprensión de Brown del «significado psicoanalítico» de la historia se queda un poco por debajo de la historicidad radical que revindica Rodríguez y a la que ahora volvemos.

 

 Cuerpos bellos

               

Del sumo resplandor de la divina hermosura amada fue producido el entendimiento primero universal con todas las ideas, el cual es padre del universo y la forma, y el marido y el amado del Caos; y de la clara y sabia mente divina amante fue producida la madre Caos, amadora del mundo y mujer del primero entendimiento. Y del ilustra amor divino, que nació de ambos a dos, fué producido el amoroso universo, el cual nació de esta manera del entendimiento padre y de la madre Caos. [20]

 

A primera vista, no hay nada en el enunciado anterior, tomado de Diálogos de amor de León Hebreo (1540), que contravenga un sustancialismo feudal. Más que eso, las premisas básicas de este último permanecen firmemente en su lugar, en particular, la distinción entre este mundo y el próximo y la proyección transferencial del romance familiar a escala cósmica. Sin embargo, en un examen más detenido, el texto de Hebreo revela también algunos de los rasgos característicos del animismo, la ideología de una burguesía emergente. En concreto, la Creación se concibe en términos de un «desbordamiento» erótico, de modo que la totalidad de las cosas creadas se caracteriza por su belleza. El cosmos entero existe en un estado de exuberancia, impulsado por la capacidad transformadora del amor, promulgado a nivel del «alma bella» en la capacidad de esta última de «disolver» la «ligadura» que la une al cuerpo. «No me satisface poco esta causa de las mutaciones del anima» (179). Por el contrario, no hace falta decirlo, el alma hermosa tenía la capacidad de pasar a los cuerpos de las bestias. No se puede encontrar mayor contraste con la lógica del sustancialismo, según la cual el alma se caracteriza por su inextricable apego al cuerpo.

Hebreo no menciona a Copérnico por su nombre, sabiamente en vista a la actuación de la Inquisición, a cuya vigilancia él mismo, como converso, estuvo particularmente expuesto. Pero no hay duda de que su visión de un cosmos empapado de amor busca apoyo en una tradición copernicana. El sol, en el contexto de esta tradición, constituye el lugar de máxima expresión; es el «alma del mundo» que impregna la totalidad de la creación, uniéndola en forma de una unidad de «simpatía». Una jerarquía permanece, pero constituida en lo que concierne a la humanidad, no sobre la base de la «sangre» y el «linaje», sino sobre la base del grado de sensibilidad que posee el alma individual (274). Al mismo tiempo, estas dimensiones cósmicas no deben desviarnos del cambio de enfoque más básico, que se evidencia en los Diálogos de amor, de la dimensión cósmica a la del individuo. La forma misma del «diálogo», cabe señalar, fue la creación del animismo, e indica una transferencia de las preocupaciones trascendentales del sustancialismo al empirismo embrionario de la ideología emergente: «Ninguna cosa haya en el entendimiento que primero no ha sido en el sentido» (44). A mediados del siglo XVI, se hacía una distinción rutinaria no solo entre el interior y el exterior de una individualidad recién creada, sino también, de manera coincidente, entre el sector privado y el púbico del estado absolutista recién instituido. En este marco, la dinámica del erotismo adquiere una urgencia añadida: «Algunos tienen que es el entendimiento agente que, copulándose con nuestro entendimiento posible, ve todas las cosas en acto juntamente con una sola visión espiritual y clarísima, por el cual se hace bienaventurado» (47).

Dentro del escenario resultante, los ojos funcionan como el punto de apoyo entre el amante y el amado. Rodríguez insiste en que poco importa si es el escritor/escultor quien extrae la forma de la materia o si es el objeto amado o la dama quien saca el alma hermosa del lloroso poeta/artista. De manera justificada a partir de la evidencia del texto de Hebreo. Así, Philo puede imaginar que la belleza de Sophia entra en él por los ojos, «penetrando hasta el corazón» [21], de la misma manera que los rayos del sol penetran los elementos de este mundo, mientras que, al mismo tiempo, la «mente» dicta la progresión de sentimientos y operaciones de la voluntad de un «interior» a un «exterior». Con todo, no quedan dudas sobre los méritos superiores del amante, en comparación con el amado: «el amante debe ser como padre del amor y el superior, y la cosa amada como madre inferior» (208). La cópula entre Cielo y Tierra, en el escenario cósmico, se configura siguiendo las mismas pautas: el semen que es el rocío fecunda activamente una Tierra que espera pasivamente la impregnación. A pesar de la pretensión de igualdad, las relaciones, sean personales o cósmicas, siguen siendo, en el fondo, patriarcales.

Sin duda, los detalles están por ser estudiados desde un punto de vista psicoanalítico/feminista moderno. De manera significativa, en el contexto del animismo, el espíritu se retira instintivamente de las preocupaciones exteriores del cuerpo a la interioridad del sujeto. «Pero cuando la mente se recoge adentro y en sí misma a contemplar con suma eficacia y unión una cosa amada, huye de las partes exteriores» (160). Como hemos visto insistir a Rodríguez, el texto animista debe leerse «literalmente», sin ninguna ayuda del psicoanálisis; debe leerse literalmente en la medida en que, en contraste con el organicismo, para el que cuerpo y alma están inextricablemente entremezclados, el animismo presupone la posibilidad de una elección, entre el espíritu y el cuerpo: «... la dicotomía se plantea a partir de la posibilidad de disociar ambos elementos, el espíritu y la carne, de separarlos: se trataría entonces de vivir, aquí abajo, “según la carne” o “según el espíritu”» [22]. En otras palabras, solo hay un orgasmo: la cuestión es si es verdadero o falso. A tal punto de vista, el texto de Hebreo ofrece un apoyo inmediato: «Hay muchos que la cara del ánima hacia los cuerpos la tienen clara y la otra, hacia el entendimiento oscura; y esto viene de estar su ánima de ellos sumergida y muy adherente y el cuerpo inobediente y poco vencido de ánima» [23].

Las señales de advertencia son claras: no se puede evitar la historia cuando se trata de la teoría y la historia de la producción ideológica. Son señales a las que la tradición lacaniana del psicoanálisis habría hecho bien en prestar atención, en particular a sus valedores que también pretendían ser marxistas.

               

El sujeto del inconsciente

Rodríguez no hizo en ningún momento el intento de comprometerse con el tipo de psicoanálisis existencial instintivo teorizado al estilo de Norman Brown, a pesar de sus aspectos revolucionarios [24]. Y es fácil ver por qué: el tipo de posiciones althusserianas que abrazó no era más susceptible a un psicoanálisis existencial que al existencialismo sartreano, en la medida en que cualquier forma de existencialismo prioriza un sujeto poseído de una esencia humana, en consecuencia vulnerable a alienación. Además, es fácil ver por qué optó por un análisis lacaniano que, con pautas comparables al marxismo althusseriano, reclama su propio objeto, a saber, los fenómenos psíquicos. A pesar de todo, este mismo análisis, dado sus orígenes en el idealismo, presenta problemas propios, como se desprende de los intentos del propio Althusser para aprovechar sus recursos. Como es de conocimiento común entre sus comentaristas, Lacan estuvo profundamente influenciado por los métodos de la fenomenología y, específicamente, por la obra de Edmund Husserl (1858-1938). En síntesis, Husserl estaba comprometido en un proyecto para suprimir la cosa en sí kantiana en favor de un objeto formal, la esencia eidética e ideal de la cosa, que se extraería mediante un proceso de clasificación, cara a cara a la mundanalidad de la apariencia. En correspondencia al objeto formal habría un sujeto igualmente formal, ubicado en algún lugar entre sus contrapartes trascendental y empírica, y ligado a su objeto a través de una relación de identidad. Sobre esta base, Lacan comenzó a priorizar la función del lenguaje [25].

En una serie de cartas a René Diatkine, Althusser advirtió de los peligros de una caída psicoanalítica en el biologismo y, por extensión, en la psicología, arraigada en «mitos» relacionados con la herencia filogenética a la que, presumiblemente, ni siquiera el análisis lacaniano era inmune [26]. El punto de contagio residía en el intento de basar el desarrollo del niño en la existencia de una «línea divisoria» decisiva entre lo biopsicológico y lo psicoanalítico, es decir, entre un «antes» y un «después». Al adherirse a la línea del desarrollo, decía la argumentación althusseriana, Diatkine permanece atado a la idea de génesis, en consecuencia a una psicología de base orgánica. La causa fundamental radica en el énfasis de Lacan en la memoria, lo que significa que «caemos en uno de los peores conceptos de la psicología» (62). Empeora aún más el asunto la equiparación adicional de la memoria con la historia, «lo que es sin duda una de las fórmulas menos felices que hayan salido de la pluma de Lacan» (62). La realidad de la irrupción del lenguaje en el niño debería haber sido una advertencia suficiente: evidentemente, no planteó la cuestión de la génesis sino primordialmente la reproducción de un lenguaje ya existente en «el mismo momento en el que “aparece” efectivamente en el niño» (64).

Debería haber pocos motivos de sorpresa acerca de esta crítica al lacanismo. Después de todo, concuerda muy de cerca con el rechazo de Althusser a cualquier «raíz originaria», como parte de su fomento del carácter siempre pre-dado de la formación social y el significado atribuido a la noción de una inconsciencia ideológica omnipresente. Con todo, su enfoque sobre el psicoanálisis no estuvo exento de problemas, particularmente en la noción de inconsciencia ideológica, en la medida en que coincidió con una mayor atención de Althusser sobre la mecánica de la interpelación, a expensas de la ontología social. Por ello, fue excluida la existencia de una inconsciencia ideológica, por no mencionar el «inconsciente ideológico»: «…. ya que creo que no es posible hablar de un inconsciente ideológico». Lo que no quiere decir que no exista, porque existe; «y no se confunde con el inconsciente psicoanalítico» (70). La predilección de Diakine por la explicación genética, señala Althusser de pasada, está determinada tanto ideológica como inconscientemente (71). Pero en vano: la formación social se ha des-ontologizado tanto que finalmente el inconsciente ideológico es incapaz de ofrecer ninguna resistencia material a las tendencias canibalizadoras de su contraparte libidinal.

Así se despliega la argumentación althusseriana. Ciertamente se intenta salvar la noción de causalidad estructural: «El inconsciente irrumpe como el efecto, no de una serie de causas lineales, sino de una causalidad compleja, que podemos llamar estructural (sin centro, sin origen) hecha de la combinación original de las formas estructurales que presiden el “nacimiento” (el surgimiento) del inconsciente» (91). Pero las estructuras o «todo el sistema de elementos» que quedan, dentro del contexto psicoanalítico, son estrictamente lingüísticas: el sujeto está atrapado no por el efecto matricial de la formación social sino por el lenguaje. Además, el inconsciente es estrictamente de la variedad libidinal. En ese punto llegamos a la habitual división de trabajo señalada anteriormente: por un lado, el inconsciente (libidinal), por el otro, la ideología: «toda estructura inconsciente tiende siempre a “encajonarse” en formas ideológicas preexistentes» (94).

Ha sido dejado para los recientes estudiosos de Althusser llevar a cabo la necesaria operación de «limpieza», en el sentido kuhniano. Cualquier althusseriano digno de ese nombre, huelga decirlo, tiene que seguir reconociendo la existencia de la formación social, en consecuencia, medir la distancia de Althusser de Lacan. Para Stefano Pippa, el «agujero negro» lacaniano, alrededor del cual el sujeto gira sin cesar, no es en modo alguno comparable a la «pluralidad de factores» que, según Althusser, «se apoderan» de las relaciones sociales [27]. Además, la pluralidad de factores, retenida por Althusser en la noción de «juego» interpelativo, claramente «va en contra de la idea de una especie de “cierre” del inconsciente sobre sí mismo y alrededor de un punto central» [28]. Pero el daño ya estaba hecho, y por el propio Althusser: a pesar de sus reservas sobre Lacan, la presión del psicoanálisis ha sido tal que ha desplazado el foco de atención del efecto matriz del conjunto al sujeto libidinal. De acuerdo con lo cual, la efectividad de los mecanismos sociales reales, ya reducidos a una presencia etérea, se simplificará aún más y se reducirá a la condición de Sujeto.

Sintomáticamente, Pippa solo puede discernir la existencia de un «paralelismo» entre la organización del inconsciente (libidinal) y la idea de un todo social. Por supuesto, estos estudiosos necesitarán reelaborar parte de la teoría inicial. A Pippa, por ejemplo, le sigue preocupando la insistencia de Althusser en La revolución teórica de Marx sobre que la ideología es «profundamente inconsciente», como una forma de inconsciencia, sin pasar por la conciencia. Si se quiere proteger el inconsciente lacaniano, entonces, claramente, la ideología necesita estar ligada a su legitimación formal dentro del aparato estatal. Esto se logró de manera efectiva simplemente ignorando el concepto de inconsciencia ideológica. «Por supuesto, hay muchas diferencias entre la primera definición y la segunda que no vamos a examinar en detalle aquí» [29]. Luego, transfiriendo el foco de atención a otra parte y, subrepticiamente, en el proceso, separando el inconsciente de la ideología: «Lo que nos interesa es el problema más específico de la relación entre el inconsciente y la ideología» [30]. Finalmente, rechazando tajantemente la idea de posibilidad de un inconsciente ideológico: «… la ideología, en sus instancias materiales y singulares, no opera en un nivel inconsciente» [31]. Si bien es cierto que las «razones de sujeto» pueden convertirse en una especie de hábito y, como tal, el individuo no las cuestiona, «esto no es suficiente para calificarlas de inconscientes» [32].

 

Del goce barroco al burgués

Los teóricos que se toman en serio el legado de Althusser se han inclinado a mirar con cierto favor la reescritura lacaniana del psicoanálisis. Las razones están lo suficientemente claras: La promoción lacaniana de un sujeto como una «falta» o una «nada», en el que las pulsiones se han reducido al rastro más embrionario, concuerda perfectamente con la visión althusseriana del sujeto como «ya siempre» determinado por las relaciones sociales y, de hecho, en gran parte como una construcción de esas relaciones. Lo que queda sigue sus pasos: un análisis lacaniano cuidadoso de distanciarse de las reescrituras de Freud basadas en la biología sirve a un althusserianismo igualmente ansioso por distinguirse de aquellas versiones de Marx que priorizan el concepto de alienación, que los althusserianos ven como ligado en última instancia a nociones burguesas de una esencia humana.

Tales fueron los beneficios que se obtuvieron de la asociación de los marxistas con el lacanianismo, o lo que legítimamente puede verse como beneficios. Desafortunadamente, tenía desventajas muy específicas. Para empezar, el enfoque lacaniano sobre el lenguaje anuló efectivamente lo que los althusserianos entendían como el siempre pre-dado de la formación social y la compleja red de causalidades que eran sus constituyentes. «El resultado del análisis de Lacan», insiste Dawes, «es que las relaciones sociales o productivas o incluso la clase, la raza o el género de uno parecen tener poca relación con la formación de uno como sujeto» [33]. Con obvias ramificaciones. ¿No estaba excluida la posibilidad de conflicto entre sujetos por el pacto de palabra? ¿Cómo se relacionaba la represión inconsciente, según la teoría de Lacan, con la naturaleza del orden social? ¿Era factible una crítica de la sociedad y la cultura modernas desde el punto de vista lacaniano?

Los constructivistas mismos parecen haber percibido sus vulnerabilidades y tuvieron cuidado de matizar su exclusión de la biología. Si bien los factores fisiológicos ciertamente ocuparon un segundo lugar en Lacan frente a las consideraciones intersubjetivas, y desde el principio en la historia de un paciente, no fueron negados por completo. Más bien, Lacan simplemente insistió en que la actitud del niño hacia sus propias heces estaría inevitablemente influenciada por la actitud de su madre hacia ellas [34]. El propio Althusser tuvo cuidado de medir exactamente sus palabras. «No me hagas decir lo que no digo», advirtió a Diakene, «que después del límite ya no hay nada biológico, etológico, etc. Desde luego subsiste, pero en el momento del límite surgió algo radicalmente nuevo, digamos, para ser breve, el inconsciente, que no existía antes del límite» [35].

El concepto de lo “semiótico» de Kristeva, vale la pena señalar en este contexto, puede leerse como un intento de reconectar el análisis lacaniano con el cuerpo. A través de la «semiótica», Kristeva se esfuerza por captar la alteración de la capacidad simbólica del lenguaje provocada por la irrupción en la linealidad de la cadena significante del placer erótico producido en el esfínter. Ideológicamente, afirma, esta transformación tiene la capacidad adicional de liberar el sadismo reprimido —la analidad— que acecha debajo de los aparatos sociales [36]. A Marx se le acusa de prestar una atención insuficiente al trabajo que se realiza antes de que se vuelva completamente social y comience a depender del valor de cambio. «Allí, en el escenario donde el trabajo todavía no representa ningún valor ni significa nada, nuestra preocupación es la relación de un cuerpo con el gasto. Marx no tenía ni el deseo ni los medios para abordar esta noción de un trabajo productivo antes del valor o el significado» [37].

Si bien la atención otorgada a la economía y a Marx debe ser bienvenida, el vínculo que Kristeva busca establecer entre, por un lado, el descuido psicoanalítico de la analidad y del dominio preconsciente y, por el otro, el descuido de Marx del valor de uso que existe antes de su socialización plantea una serie de problemas. En primer lugar, está la significativa cuestión de la relación «homológica» que, supuestamente, existe entre los reinos de lo económico y lo psíquico. ¿En qué consiste precisamente? ¿Cuál es la naturaleza de la relación causal? Volveremos sobre este tema a continuación. Más importante aún, ¿no es Kriseva también culpable de reductivismo biológico, del tipo atribuido anteriormente a Norman Brown? Para Brown, recordemos, el «amor» precedió al «trabajo», de lo que se deriva que la historia se colapsa persistentemente en el cuerpo. De manera similar, para Kristeva, el placer o goce experimentado por el cuerpo femenino queda fuera del alcance de las relaciones sociales, por lo que precede a la historia. En este sentido, la versión postestructuralista del psicoanálisis, aunque atenta a la analidad y, por tanto, a lo biológico, simplemente agrava lo que es posiblemente el defecto más fundamental del lacanianismo, visto desde la perspectiva marxista, a saber, su ahistoricismo. En palabras de Peter Dews, el análisis lacaniano «devuelve al psicoanálisis a un vacío histórico y político, en última instancia, no menos debilitante que la interpretación más crudamente naturalista de Freud» [38]. Para que sirva a algún propósito dentro de la problemática althusseriana, la analidad, junto con otros niveles de la psique, deberá ser vista a través del prisma de una «historicidad radical». Con esto en mente, volvamos al barroco, para retomar el hilo de la argumentación de Rodríguez, comenzando con un fragmento de El Buscón (1604) de Francisco de Quevedo.

 

Estaba el servicio a mi cabecera; y, a la media noche, no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo que oí el ruido, al principio, pensando que eran truenos, empecé a santiguarme y llamar a Santa Bárbara. Mas, viendo que olían mal, eché de ver que no eran truenos de buena casta. Olían tanto, que por fuerza detenían las narices en la cama. Unos traían cámaras y otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado a decirles que mudasen a otra parte el vedriado. Y sobre si le viene muy ancho o no, tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor serlo de un cachete que de Castilla, y metíle a uno media pretina en la cara. El, por levantarse aprisa, derramóle, y el ruido despertó el concurso. Asábamonos a pretinazos a escuras, y era tanto el mal olor, que hubieron de levantarse todos. [39]

 

Bajo el feudalismo, apuntamos anteriormente, el sustancialismo presuponía la inextricable mezcla de cuerpo y alma, como consecuencia de lo cual el excedente social, ya sea en forma de monedas o de palabras, conservaba sus vínculos con la materialidad de los valores de uso. Si bien el neofeudalismo, resurgido a principios del siglo XVII, exhibió las mismas características, lo hizo de una forma más extrema, como era de esperar, dada la violencia generada por el enfrentamiento entre dos modos de producción en competencia. Frente a la amenaza del animismo, una ideología que espiritualiza el cuerpo a través del proceso de intercambio dialógico (y comercial), el ideólogo sustancialista responde re-materializándolo. Esto lo hace asumiendo uno de los géneros inventados por el animismo, la novela picaresca, y convirtiéndolo en un vehículo para la ideología sustancialista. Más específicamente, desata toda la fuerza de sus impulsos sádicos, a través de los cuales abrumar al protagonista socialmente ambicioso de la novela y devolverlo a la inmundicia de la que ha tenido la presunción de arrastrarse. El goce resultante es de tipo claramente anal o sustancialista. Trabaja para descomponer el proto-sujeto, de extracción animista a través de las operaciones de un sadismo anal que desgarra la fijeza morfológica de la sintaxis.

Pasar de un texto como el de Quevedo a, digamos, la Vida (1743) de Diego de Torres Villarroel sorprende inicialmente por las continuidades entre la ideología feudal y su contraparte burguesa, condicionada, aparentemente, a la asfixia retenida por el aristocracia sobre el estado absolutista. Consideremos el siguiente texto tomado del segundo capítulo:

 

Parecíale a mi espíritu que eran pocas y muy llenas de susto las libertades que se tomaba mi industria escandalosa, aprovechándose del sueño, el desuido y las ocupaciones de mi padre, y traté en mi interior de entregarme a todas las anchuras y correrías a que continuamente estaba anhelando mi altanero apetito. Precipitado de mis imaginaciones, una tarde que salieron al campo mis padres y hermanas y quedé yo en casa apoderado de los pocos ajuares de ella, tomé una camisa, el pan que pudo caber debajo del brazo izquierdo y doce reales en calderilla que estaban destinados para las prevenciones del día siguiente; y sin pensar en paradero, vereda ni destino, me entregué a la majadería de mis deseos y la necedad de lo que llaman buena ventura. [40]

 

Inicialmente, puede parecer que hay poco en tal pasaje que sugiera la necesidad de una revisión radical del goce «barroco». De hecho, será Torres quien invite a la comparación entre él, como protagonista de su propia obra, con Guzmán de Alfarache y Lázaro de Tormes. Pero en un examen más detenido, emergen diferencias clave. Para empezar, está la presencia del «ojo que ve la cosa», alerta a los vaivenes del azar, de un tipo inconcebible en el texto sustancialista. Pero eso es solo el comienzo; hay algo más en el texto de Torres que los elementos de un animismo redescubierto. Cualesquiera que sean sus similitudes con las «vidas» de sus picarescos predecesores, la obra de Torres difiere en un aspecto significativo: pretende ser una autobiografía genuina, en la tradición burguesa clásica. En otras palabras, nos enfrentamos a un sujeto de la variedad clásica, dotado de su propia profundidad e interioridad psíquica. El lector complaciente se ve virtualmente obligado a realizar un ejercicio de restitución psicoanalítica. «A esta alternativa de movimientos contrarios he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos» (148). Torres no solo exhibe lo que son, incluso para el ojo inexperto, síntomas de depresión maníaca, sino que los hace alarde de manera positiva: «En fin, todo paró en una melancolía tan honda y tan desesperada que no se me puso en aquel tiempo figura a los ojos ni idea en el alma que no me aumentase el horror, la tristeza y la fatiga» (248).

Hagamos una pausa para examinar el trabajo de Torres con respecto a sus diversos componentes, ideológicos y libidinales. Como sujeto burgués de nuevo tipo, Torres carece de esencia, en el sentido sustancialista, incluso de espiritualidad, en el sentido animista. La suya es una identidad que se construye mediante el acto de escribir (“ni soy éste, ni aquél, ni el otro; y por vida mia, que se de saber quién soy» (99)). Es decir, es un ser proteico: «Disfrazábame treinta veces en una noche» (130). De su padre, dueño de la librería, Torres heredó el descaro del emprendedor: «… y si te parece mal que gane mi vida con mi Vida, ahórcate, que a mí se me da muy poco de la tuya» (91). Si bien tiene sirvientes, se compadece de ellos. Libidinalmente, Torres revela la estructura laminada de la personalidad de un sujeto que ha pasado por todas las etapas del desarrollo. Si bien abundan los rastros de oralidad, sobre todo en su desprecio por los críticos «mordaces» de su trabajo, estos se desvanecen a la insignificancia junto con la analidad que se exhibe en cada página de la Vida, desde el momento del nacimiento de Torres, a través de los muchos episodios «anales» de su vida, a las purgas inducidas médicamente que «me pusieron en la angustia de cagar y sudar a unos mismos instantes» (254). Sin embargo, si hubiera que caracterizar la Vida en general, desde el punto de vista psicoanalítico, sería en términos de la paranoia que corteja a Torres en todo momento y que finalmente lo abruma cuando, en su misma presencia, es denunciado desde el púlpito en un edicto presentado por la Inquisición. «Exquisitamente atemorizado y poseído de un rubor espantoso, me reiteré desde el centro de la iglesia, donde me cogió este nublado, a buscar el ángulo más oscuro del tiemplo, y desde él vi la misa con ninguna meditación, porque estaba cogido mi espíritu de un susto extraordinario y de unas porfiadas y tristísimas cavilaciones» (242). Su solución es humillarse descaradamente ante el Santo Tribunal, antes de sucumbir finalmente a otro ataque de hipocondría depresiva.

El desafío que plantea tal estructura de personalidad puede enunciarse brevemente: ¿cómo teorizar los componentes libidinales e ideológicos entrelazados de la vida de Torres?

 

De las causalidades estructurales a las homologías

El meollo de las Symbolic Economies [41] de Goux es su percepción de la correlación isomórfica entre diversas «simbologías», en particular, entre las cuatro etapas del desarrollo sexual de Freud (oral, anal, fálico y genital) y las cuatro etapas de Marx en la génesis de la forma de valor (elemental o accidental, total o extendido, generalizado y la forma monetaria), en torno a la aparición en ambos registros de «equivalentes universales» (oro, falo), en los que las entidades subordinadas encuentran su identidad. Se establecen correlaciones paralelas con otros registros, en particular de derecho, que implican la subsunción progresiva de territorios dispersos bajo una monarquía centralizada, y del lenguaje, que implica la distinción, en orden ascendente de abstracción, entre fetiche, símbolo y signo. Pertinentes al contexto actual son las homologías adicionales entre los modos de producción (feudalismo y capitalismo) y sus correspondientes tipos de «síndrome ideológico» (obsesivo y paranoico).

Marcando este aparato teórico está la hipótesis freudiana de que la ontogenia recapitula la filogenia. Según la formulación que hace Goux del mismo, «los estratos organizados que definen el aparato psíquico son el producto de períodos sucesivos en la vida del sujeto y, en paralelo, el producto de etapas sucesivas en la historia de las sociedades que se condensan y repiten en estos estratos» [42]. Pero con la importante salvedad de que, contrariamente a Freud, las repeticiones en cuestión no deben concebirse como huellas filogenéticas, sino más bien como etapas que se reviven en forma condensada a través de la lógica dialéctica del proceso de simbolización. De lo que se sigue que el inconsciente es el lugar de la forma de conciencia en desuso y, por tanto, reprimida. La neurosis obsesiva, por ejemplo, es feudalismo reprimido, vivido individualmente, como una religión privada. «El hecho de que el capitalismo siga al feudalismo, la sustitución del feudalismo por el capitalismo, se inscribe en la era capitalista como una falta, una laguna, una deficiencia de la transición» [43]. La neurosis privada llena el espacio provocado por la ausencia del feudalismo.

Goux estudia las homologías relevantes que resultan: una mercancía, el oro, sólo puede funcionar como un equivalente general con respecto a otras mercancías en la medida en que se distinga de ellas; la mediación del padre sólo es posible en la medida en que se da muerte a lo que funciona como padre; el falo sólo puede funcionar como equivalente general de los objetos si deja de funcionar como valor de uso; y el Rey sólo puede convertirse en gobernante si es elevado a un estatus trascendental. En todos los casos, estamos hablando de un desprendimiento absoluto de entidades suprasensibles más allá de la materia. Esculpir una imagen de Dios es, por implicación, crear una imagen material/materna, de lo cual se sigue, a la inversa, que una prohibición del culto de imágenes equivale a una prohibición del incesto con la madre: «... desgarrarse apartarse de las tentaciones de los sentidos y dirigir el pensamiento hacia el Dios irrepresentable es apartarse del deseo de la madre, elevarse hacia el padre sublime y respetar su ley» [44].

Ahora bien, por impresionante y potencialmente productivo que pueda ser todo esto, obviamente hay áreas de gran inquietud, al menos desde el punto de vista marxista. Para empezar, la discusión de Goux se lanza a un nivel sorprendentemente abstracto, más allá del proceso histórico, entendido en cualquier sentido materialista: «saltos», «desvíos», «escalas» y «atajos» bien puede haber, a nivel de la superficie, pero no se permite que nada se inmiscuya en la «comunidad profunda», homológicamente hablando, entre los diversos «modos de simbolizar». La historia, en cualquier sentido radical, brilla por su ausencia de estas construcciones profundamente idealistas y de consecuencias dañinas. Y los marxistas, por su parte, tienen que tomar nota de que, sobre la base de las similitudes simbólicas de Goux, la instancia económica es despojada de su preeminencia causal (85, 113), con el pretexto de oponerse a un economismo mecanicista, en la medida en que, finalmente, la simbolización viene a determinar el intercambio económico (125). En el contexto actual, sin embargo, es sobre la «homología» donde queremos poner el foco. Goux despliega la noción a lo largo de su texto (4, 39, 68, 115, etc.) para «explicar» las conexiones entre semiótica, psicoanálisis y economía, pero sin ofrecer una definición de ningún tipo, o de sus conceptos asociados de isomorfismo y analogía. Claramente, se requiere una lectura sintomática.

Mi reacción inmediata es que la homología anticipa la necesidad de escudriñar los mecanismos causales, transitivos e intransitivos, que, en términos althusserianos, operan dentro de la matriz de la formación social. Pero hay que involucrar más que esto. Indicios como los que exactamente se pueden extraer del famoso libro de Ferruccio Rossi-Landi, Linguistics and Economics [45] (1975). Como Goux, Rossi-Landi basa su teorización en la homología pero, a diferencia de Goux, se toma la molestia de definir su significado. Fundamentalmente, hace una distinción entre analogía, isomorfismo y homología. La intención que hay detrás de una comparación analógica, supuestamente, es descubrir similitudes objetivas a posteriori entre dos entidades que por lo demás son bastante distintas; el isomorfismo es simplemente un caso extremo de analogía. La homología es bastante diferente de ambas porque compara dos artefactos diferentes a lo largo de toda la gama de estudios relacionados con ellos, en el supuesto de que compartan una raíz antropogénica común: «... estudiamos la homología como la manifestación de la misma esencia en diferentes campos» [46]. Pero, ¿dónde reside esta esencia? Aquí está el problema. A pesar de todo su énfasis en el sistema que precede al sujeto, en el «programa» que precede al hablante, Rossi-Landi finalmente sucumbe al prejuicio burgués del sujeto libre, el «Hombre», del que debe partir toda teorización: «Un enfoque homológico... consiste en un estudio de lo social desde adentro, en el intento de ver cómo la esencia humana se manifiesta de diversas maneras dentro de la realidad de la sociedad» [47]. Antídoto de la división burguesa del trabajo, la homología restablece en secreto «la unidad total e indivisible del hombre y de todas sus producciones» [48]. La homología, en otras palabras, es un sustituto idealista de la causalidad estructural. Conceptualmente, es un colchón de plumas para un marxista en decadencia.

 

Conclusión

Si bien el conflicto entre un estructuralismo althusseriano y un empirismo anglófono se manifestó inicialmente en un intercambio entre Poulantzas y un grupo de historiadores británicos, no fue por casualidad que le tocó a un español, Juan Carlos Rodríguez, teorizar el concepto de inconsciente ideológico. Porque fue en España donde la transición de una dictadura fascista a una democracia liberal puso de relieve e intensificó las estructuras que caracterizan la larga transición del feudalismo al capitalismo. El propio Rodríguez fue muy clarividente en cuanto a la peculiaridad de la coyuntura española. Como explicó en una entrevista en 1998:

 

… en la España del franquismo final, se hablaba mucho del s. XVI, XVII, porque era la España imperial, entonces pensé, voy a escribir sobre el s. XVII y voy a escribir otra historia de lo que es el s. XVII. Me volví a encerrar otro par de años, contando ya con la formación teórica que yo había adquirido. [49]

 

Parte de la formación teórica en cuestión incluía la memoria residual de un sustancialismo que insistía en la necesidad de leer el mundo, una necesidad que podía reconfigurarse fácilmente, dentro de un intento problemático althusseriano de captar los mecanismos invisibles generadores del efecto matriz del conjunto. La ruptura fue originalmente existencial, en relación con la vida excepcional de un individuo excepcional: Rodríguez, supuestamente, arrojará a la calle sus formulaciones anteriores. Pero se vuelve epistemológica en el contexto de una coyuntura en la que, como es ampliamente conocido en España, Rodríguez se dirigió a una generación de poetas repentinamente conscientes de su «ceguera» e incapacidad para leer la crisis del capitalismo. En palabras de Javier Egea: «No fue sino en los muros que estaba su lenguaje. / Mas no supo mirar» [50]. Una generación de poetas que, aunque los marxistas británicos (por no hablar de los ideólogos burgueses) contemplaban con incomprensión el althusserianismo («La miseria de la teoría»), inmediatamente captaron la esencia del mensaje de Rodríguez: «Nadie está libre de él: el inconsciente ese / de clase tanto tiempo dominadora y sola» [51].

Sin embargo, si en la España de los años setenta el pasado alcanzó al presente, y con fuerza, en circunstancias que permitieron una comprensión clara de los mecanismos transformadores de la historia, este mismo presente, a través de su repentina exposición a los estragos de un capitalismo global, se le permitió de manera similar una visión del futuro y este futuro no fue feliz. En el mundo posmoderno, la producción de plusvalía relativa se llevaba todo por delante, bajo la forma de una ideología que ha consumado lo real, o eso, al menos, dice la argumentación de Rodríguez: «... todos y todas tenían un inconsciente pulsional/ideológico absolutamente configurado en términos capitalistas» [52]. Un inconsciente libidinal/ideológico, apunta. El teórico del inconsciente ideológico ahora acepta la necesidad de una teoría de su contraparte libidinal. En ese momento, el poeta al que tanto le enseñó, ahora tiene algo que enseñarle a Rodríguez, sobre la fragmentación esquizoide del cuerpo humano, bajo el impacto del capitalismo:

 

Por el camino de la piel abajo

hacia una luz más honda que la piedra,

más profunda que huesos y raíces

es que voy derivando nuevo y solo. [53]

 

Como, sin duda, Rodríguez habría sido el primero en admitir.