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En la actualidad, por varios motivos, anunciar el fin de la especie humana tal como la conocemos se ha convertido en algo habitual. Siguiendo la tendencia típicamente mesiánica que difunde cierto ecologismo, los excesos predadores de ese animal malvado que es el ser humano provocarán dentro de poco el fin del mundo vivo. Siguiendo la tendencia del fervor tecnológico, se anuncia confusamente la robotización de todo el trabajo, la suntuosidad digital, el arte automático, el asesino plastificado y el peligro de una inteligencia sobrehumana.

Y resulta que salen a la superficie categorías amenazantes, como el transhumanismo y lo posthumano, o bien, de manera simétrica, la vuelta al animalismo, dependiendo de si se profetiza desde la creación técnica o de si se alzan lamentos por los atentados cometidos contra la madre naturaleza.

Considero sin embargo que todos estos vaticinios son sonajeros ideológicos cuya finalidad es oscurecer el verdadero peligro al que la humanidad está expuesta en la actualidad, es decir, el callejón sin salida al que nos conduce el capitalismo globalizado. De hecho, es esta forma social, y solo ella, la que, una vez vinculada a la noción pura de beneficio privado, autoriza la explotación destructiva de los recursos naturales. El hecho de que multitud de especies estén amenazadas, que el clima siga un curso incontrolable, que el agua se convierta en un escaso tesoro, todo esto es un subproducto de la competencia despiadada entre depredadores multimillonarios. Tampoco tiene otro origen el hecho de que el desarrollo científico esté anárquicamente subyugado a las técnicas vendibles. Si la prédica ecologista, a pesar de sus exageraciones proféticas, se alimenta a menudo de descripciones convincentes, se convierte casi siempre en pura propaganda útil para los Estados que quieren mostrarse amables, y para las empresas transnacionales que quieren hacer creer, para mayor provecho de su volumen de negocios, en la noble y natural pureza fraternal de las mercancías con las que trafican.

Por otro lado, el fetichismo de la tecnología, la sucesión ininterrumpida de «revoluciones» en este campo, siendo la «revolución digital» la que está más de moda, ha intentado constantemente hacer creer a la gente, de manera simultánea, por un lado, que íbamos al paraíso del no-trabajo, de los robots serviles y de un paraíso universal holgazán, y, por otro, en el aplastamiento del intelecto humano por parte del «pensamiento» eléctrico. Hoy en día, no hay revista que no presente a sus asombrados lectores la inminencia de una «victoria» de la inteligencia artificial sobre la inteligencia natural. Pero en la mayoría de los casos, ni «naturaleza» ni «artificio» están definidos de manera correcta y clara.

Desde los orígenes de la filosofía, nos preguntamos qué abarca la palabra «naturaleza». Ha significado el ensueño romántico de las puestas de sol, el materialismo atómico de Lucrecio (De natura rerum), el ser íntimo de las cosas, la Totalidad de Spinoza (Deus sive Natura), el reverso objetivo de cualquier cultura, el paraje rural y campesino por oposición a los artificios sospechosos de la ciudad («la tierra no miente», decía Pétain), la biología en contraste con la física, la cosmología frente al lugar minúsculo que es nuestro planeta, la invariancia secular frente al frenesí inventivo, la sexualidad natural por oposición a la perversión… Me temo que, en la actualidad, «naturaleza» significa sobre todo la paz de los jardines y chalés, el atractivo turístico de los animales salvajes, de la playa y la montaña donde pasar un verano agradable. Y así, ¿quién puede imaginar que el hombre sea responsable de la Naturaleza, hoy que no es más que una pulga pensante en un planeta secundario en un sistema solar mediano situado apenas en una galaxia corriente?

La filosofía, desde sus orígenes, también ha reflexionado sobre la Técnica, o las Artes. Los griegos meditaron sobre la dialéctica de Tekné y Physis, situaron en ella al animal humano y facilitaron que fuera visto como «una caña, la cosa más frágil de la naturaleza, pero una caña pensante», lo cual significa, pensaba Pascal: más fuerte que la Naturaleza, y más cerca de Dios. Vieron desde antaño que el animal capaz para las matemáticas haría grandes cosas en el orden material. Estos «robots», con los que tanto nos machacan los oídos, ¿qué son sino cálculo estructurado en máquinas? ¿Qué son sino números cristalizados en movimientos? Es sabido que cuentan más rápido que nosotros, pero somos nosotros quienes los hemos concebido precisamente para esa tarea. Sería estúpido, por el hecho de que una grúa eleve un enorme poste de hormigón hasta alturas prodigiosas, deducir el nacimiento de un gigante musculoso transhumano alegando aquello que el hombre es incapaz de hacer para… Contar con la velocidad del rayo no es ni mucho menos signo de una «inteligencia» insuperable. El transhumanismo tecnológico vuelve a usar el manido truco, tema inagotable de las películas de terror y de la ciencia ficción, del creador superado por su criatura, ya sea para fascinarse por el advenimiento, que se hace esperar desde Nietzsche, del superhombre, o para temerlo e ir a refugiarse en las faldas de Gaia, la madre Naturaleza.

Veamos las cosas desde un poco más lejos.                    

La humanidad, desde hace cuatro o cinco milenios, está organizada por la tríada de la propiedad privada, que concentra enormes riquezas en manos de exiguas oligarquías; de la familia, por la cual transitan las fortunas mediante la herencia; y del Estado, que protege por la fuerza de las armas y la propiedad y la familia. Es esta tríada la que define la era neolítica de nuestra especie, en la que todavía estamos, incluso más presentes que nunca. El capitalismo es la forma contemporánea del Neolítico, y su esclavización de las técnicas por medio de la competencia, del lucro y de la concentración del Capital, solo produce el auge de las desigualdades monstruosas, de los absurdos sociales, de las masacres bélicas y de las ideologías deletéreas, que desde siempre han acompañado, bajo el reinado histórico de la jerarquía de clases, el despliegue de técnicas nuevas.

Es necesario percatarse de que las invenciones técnicas fueron las condiciones iniciales y para nada el resultado final del establecimiento de la era neolítica. Si consideramos el destino de nuestra especie animal, la agricultura sedentaria, la domesticación del ganado y los caballos, la cerámica, el bronce, las armas metálicas, la escritura, las nacionalidades, la arquitectura monumental, las religiones monoteístas, son invenciones cuando menos tan importantes como el smartphone o el avión. Lo que hay de humano en la historia siempre ha sido artificial por definición, de lo contrario no se trataría de la humanidad neolítica, la que conocemos, sino de la permanencia de una fuerte proximidad con la animalidad; una permanencia que perduró además, en forma de pequeños grupos nómadas, probablemente unos 200.000 años.

El primitivismo timorato y oscurantista ha existido desde el concepto falaz del «comunismo primitivo». Hoy en día conocemos el culto a las amables sociedades arcaicas donde bebés, mujeres, hombres y ancianos vivían fraternalmente, sin nada artificial, incluso con los ratones, las ranas y los osos. Después de todo, todo esto no es más que una ridícula propaganda reactiva, cuando todo indica que las sociedades en cuestión estaban llenas de violencia, porque estaban constantemente bajo el yugo, para sobrevivir tan solo, de necesidades agotadoras.

Además, evocar temblando la victoria de lo artificial sobre lo natural, del robot sobre el hombre, es hoy una regresión insostenible, un verdadero absurdo. Opongámonos a estos terrores y profecías: visto así, un simple hacha o un caballo domado, por no hablar de un papiro lleno de signos, son ya ejemplares trans o posthumanos, y un ábaco ya permitía calcular mucho más rápido que los dedos de la mano.

La cuestión de nuestro tiempo ciertamente no es la de un retorno al primitivismo, de un terror mesiánico frente a los «estragos» de la técnica, ni tampoco la de la fascinación morbosa por la ciencia ficción de los robots triunfantes.  La verdadera cuestión se refiere a la posibilidad de una salida metódica y urgente del Neolítico. De hecho, este orden milenario, que no valora más que la competencia y las jerarquías, y que tolera la miseria de miles de millones de seres humanos, debe ser superado a toda costa, a riesgo de que se desencadenen esas guerras de las cuales el Neolítico tiene desde su aparición el secreto, en la descendencia tecnologizada de aquellas de 1914 a 1918 o 1939 a 1945, con sus decenas de millones de víctimas, y esta vez bastante más aún.

Para nosotros, no se trata de técnicas ni de la naturaleza. Se trata de la organización de las sociedades a escala mundial. Se trata de plantear que es posible una organización social no neolítica, lo cual significa: ninguna propiedad privada de aquello que debe ser común, es decir, la producción de todo lo necesario para la vida humana, y de todo lo que la hace valiosa. Ninguna familia de herederos, ningún patrimonio concentrado. Ningún Estado separado protector de las oligarquías. Ninguna jerarquía de los trabajos. Nada de naciones, nada de identidades cerradas y hostiles. Una organización colectiva de todo lo que tiene un destino colectivo.

Tiene nombre, un nombre hermoso: comunismo. El capitalismo es solo la fase última de las restricciones que la forma neolítica de las sociedades impone a la vida humana. Es el último estadio del Neolítico. Un último esfuerzo, hermoso animal humano, para salir de tus 5000 años de inventos al servicio de un puñado de personas. Desde hace casi dos siglos, desde Marx en todo caso, sabemos que debemos comenzar la nueva era, la de las técnicas increíbles para todos, de los trabajo distribuidos por igual entre todos, del reparto de todo y de la afirmación educativa del genio de todos. Que el nuevo comunismo se oponga, en todas partes, en todas las cuestiones, a la supervivencia morbosa del capitalismo, esta «modernidad» aparente de un mundo que en realidad es cinco veces milenario, lo cual significa: viejo, demasiado viejo.