Juan Carlos Rodríguez, Tras la muerte del aura (En contra y a favor de la ilustración), Granada, EUG, 2011

 

Antes de entrar en faena con la presente reseña, no creo injustificado hacer una alusión significativa a ciertos aspectos coyunturales del momento en que ha aparecido este imprescindible Tras la muerte del aura, de Juan Carlos Rodríguez, un autor bien conocido por los lectores de esta revista. En el último año, mes arriba, mes abajo, hemos asistido a una serie de lanzamientos en el mercado de la edición en español cuya ocupación fundamental parece ser la del lamento por la paupérrima situación de la alta cultura humanista en la actualidad. De los títulos que se han publicitado con más pompa hay dos cuyo eco resuena considerablemente por encima del resto: uno es esa especie de testamento profesoral de Jordi Llovet titulado Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades (Barcelona, Círculo de Lectores & Galaxia Gutenberg, 2011) [1]; y el otro, destinado a una gran repercusión internacional tras el Nobel concedido a su autor, se trata sin duda de La civilización del espectáculo (Madrid, Alfaguara, 2012), de Mario Vargas Llosa, quien como el lector podrá imaginarse no se vale en su título de la palabra civilización por casualidad, sino entre otras cosas para marcar bien las distancias con el clásico La sociedad del espectáculo (Valencia, Pre-Textos, 2002, 2ª ed. revisada), del marxista Guy Debord.

Dos libros diferentes pero de la misma cuerda son, cuando menos, suficientes para dejarnos entrever algunas de las líneas de fuerza comunes a un discurso que se perfila -a veces a la defensiva y a veces a la desesperada- en torno a una idéntica y elegante categoría: la nostalgia [2].  Aunque serán más, y probablemente también más sutiles que las que yo voy a mencionar aquí, quisiera enumerar algunas de esas líneas a continuación. Me permito el lujo de exponerlas con un mínimo de detenimiento:

I

La creencia, explícita o implícita, en un estado arquetípico de la alta cultura, en la preexistencia de una suerte de humanismo abstracto que desde los luminosos tiempos de los clásicos greco-latinos, pasando por el Renacimiento y la Ilustración, habría hasta anteayer dado lugar a un mismo y privilegiado tipo de individuo: el humanista. Por supuesto, este benefactor abstracto de la naturaleza humana suele presentársenos desligado de cualquier condicionamiento material o de clase, pero invariablemente ligado al mérito y a la elite y, por supuesto, también a las nociones -difusas aunque incuestionadas- de humanidad y progreso.

II

La idea, que sigue a ésta en perfecta secuencia lógica, de que el tiempo presente no es sino el espejo roto y la banalización de tal estado sublimado del humanismo. Así, a las primeras de cambio, Vargas Llosa no duda en afirmar con modestia que el concepto de cultura parece ser objeto en la actualidad de «una adulteración que parece haberse realizado con facilidad, en la aquiescencia general» [3], y eso a pesar de que la introducción al libro donde figura dicha observación la titula «Metamorfosis de una palabra», ignorando por completo que metamorfosis y adulteración son dos términos del todo opuestos, en la medida en que una metamorfosis no deja de ser un paso hacia la vida y una adulteración lo es hacia la corrupción y la muerte [4].

III

El inevitable juicio moral que, también sin romper la cadena lógica de este discurso, aparece como reacción inmediata ante este estado hipotéticamente adulterado de cosas. Lo que encontramos en estos libros es, pues, la alerta, la señal de peligro ante la deshumanización que se supone conlleva la pérdida de aura de las elites, aunque la palabra aura prácticamente no se emplee por estos autores o se emplee en un sentido meramente retórico. Así, por ejemplo, nos topamos con la aurea mediocritas que, al menos si nos atenemos a la idílica descripción que nos brinda en las últimas páginas de su ensayo, entendemos debe gozar tras su jubilación Jordi Llovet, una vez consumado el adiós a una universidad que, por supuesto, en su visión también anda moribunda.

IV

La esperanza, finalmente y muy en particular en el caso de Vargas Llosa, en que a tal estado prototípico y armonioso, que supuestamente caracterizó a la alta cultura en el pasado, pueda volverse por un mero acto de voluntarismo, por un mero propósito de enmienda que nos devuelva al lugar del que nunca debimos salir, es decir, al lugar donde antaño imperaba la confianza en las elites, la razón democrática y las jerarquías. Pero todo ello, claro está, haciendo como si al contraluz de cada una de esas nociones no se viera lo que algunos, que jamás estaremos respaldados por los grandes grupos mediáticos pero sí en cambio condenados a una posición de manifiesta precariedad (laboral, económica, vital, etc.), nos sabemos abocados a ver. Y me refiero sin más a la explotación capitalista y sus esfuerzos por preservar un status quo que, en realidad, ya no necesita de la literatura ni de la alta cultura para incidir con la misma intensidad en la producción de nuestras subjetividades porque ha triunfado de lleno sobre ellas. Seguramente ése sea el profundo cambio que nos tiene a todos desconcertados, empezando por los propios Vargas Llosa o Llovet, pues de lo contrario no nos parecería que sus respectivos libros son, si lo meditamos con cierta atención, de una redundancia inconsciente: defienden amparándose en un concepto débil de libertad su posición dentro de un sistema (y, por extensión, el sistema mismo) que durante siglos se ha valido precisamente de la palabra libertad para naturalizar la explotación [5].

En ese sentido, y puesto que el discurso señalado es sin duda el dominante en este momento, necesitamos libros que nos enseñen a leer a contraluz, a indagar en por qué estamos como estamos y leíamos como leíamos. Hay una cualidad en Tras la muerte del aura, compartida con el resto de los libros de su autor, que a juicio de quien esto escribe resulta excepcionalmente valiosa en este momento más que en ningún otro: cada nuevo libro de Juan Carlos Rodríguez supone la posibilidad de muchos otros libros. Y conviene que esto lo subraye, puesto que siempre me ha gustado pensar que el magisterio de Juan Carlos Rodríguez no necesita basarse en la autoridad, aunque sin duda la tenga, por la sencilla razón de que estamos ante un pensador radical, pero en el buen sentido de este adjetivo. Es decir, radical en el sentido de ir a la raíz de las cosas. Su magisterio se basa más bien en la posibilidad, en la medida en que sólo desde la raíz de los problemas es plausible formular de nuevo las preguntas adecuadas. En suma, si hay magisterios fósiles y magisterios irreductibles, en este caso estamos ante un caso del segundo tipo.

Por eso no es Tras la muerte del aura, pese a su título, un libro para los que se conformen con tener razón o con expedir el certificado de defunción de nada, sino un libro para quienes estén por la labor de lidiar hasta el fondo con casi cualquier tipo de creencia aceptada, inculcada o naturalizada. Sus páginas están escritas desde un marxismo heterodoxo que piensa para hacer pensar, y en ese sentido la obra es excepcionalmente prolífica a la par que sorprendentemente breve, puesto que tras la lectura de tan sólo algo más de tres centenares de páginas no hay resquicio de la ideología que de alguna manera no sufra una sacudida. Añadamos a esto que el autor es un gran fagocitador de literatura que lo mismo nos lleva por el Petrarca que por Bram Stoker, Tolstoi o Blas de Otero, sin que en ningún caso tal heterogeneidad se perciba como gratuita o injustificada. Muy al contrario, resulta necesaria desde el momento en que empezamos a entender que al final todas las ideas están ligadas a la que quizá sea la lección más valiosa que Juan Carlos Rodríguez ha ido construyendo y matizando incansablemente en su ya dilatada obra, y no sólo en este libro: la de la producción histórica del yo y sus distintas formas.

Estamos ante un texto inexcusable, pues, para abordar ese complejo problema de la producción histórica del yo. O más bien, y para ser exactos, el problema del estado de saturación al que ha llegado éste tras la pérdida del aura de la literatura, o de lo que más ampliamente otros autores llaman, como hemos visto, la gran cultura humanista y Juan Carlos Rodríguez «toda una forma de pensar y de sentir que se suponía nimbada y sublimada en sí misma» (pág. 12). Lo que hace de éste un libro diferente al resto es que no concede el más mínimo resquicio a la melancolía, lo cual se agradece porque no nos conduce nunca hasta la vacuidad del pensamiento paralizante. Muy al contrario, la implacable disección que hace del estado de nuestra subjetividad en la actual fase del capitalismo se teje, fiel a su estilo, como una red en la que se entrecruzan puntos que, antes de la lectura, nunca hubiéramos sospechado siquiera relacionados, pero que después de ella se nos hace difícil volver a concebir como solíamos. Por mi parte, puesto que creo que un resumen del contenido no hace justicia a ningún libro ni a su lectura, quisiera exponer ahora, al contraluz de los cuatro factores del discurso al que me he referido anteriormente, cuatro respuestas a cuatro cuestiones por las cuales espero convencer a quien lea esta reseña de que conviene leer Tras la muerte del aura y de que se puede articular otro discurso. Hago constar que considero estos cuatro puntos como otras tantas valiosas lecciones que nos brinda su lectura:

I

¿Es posible un pensamiento de altura que no le reclame a su destinatario insistentemente la -digámoslo así- filantrópica factura del humanismo? . No tiene ningún reparo Juan Carlos Rodríguez en definirse como un «anti-humanista teórico», pero esto, que podría desatar de manera automática las iras de los bienpensantes, lo dice el autor matizándolo con una advertencia nada hostil hacia sus semejantes: «Mucho ojo: lo soy para conseguir algo de dignidad frente a la explotación de la vida y frente a las relaciones sociales que nos construyen» (pág. 39). Tras la muerte del aura sirve, entre otras cosas, para no confundir el sistema capitalista que ya todos hemos interiorizado en nuestras prácticas vitales con la tan traída y llevada excusa de que en realidad se trata de la naturaleza humana.

II

Lo cual nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Es posible abordar dicho problema sin caer en la habitual dicotomía unidad/fragmentación que caracteriza al pensamiento conservador? Sí. Puesto que es precisamente esa idea de la naturaleza humana la que a menudo nos paraliza, en la teoría de Juan Carlos Rodríguez no encontraremos nada -y menos que nada esa idea- que se explique al margen de la historia. El libro huye de los enfoques que actualmente copan el mercado, recordándonos que la batalla realmente decisiva no es, ni mucho menos, la que se libra en el terreno de la cultura contra la banalización de la misma, sino la que se da en el terreno de la ideología contra la explotación. Puede ser tentador refugiarse sin más en la solidez del humanismo como puede serlo conformarse con la tribuna del compromiso, pero sin combatir verdaderamente la explotación no puede haber libertad posible. E ignorar esto es hacer bueno el dardazo que  en su día propinó Montaigne a la afectación de los cortesanos avanzado el siglo XVI: «He visto cómo en un extremo de la mesa perdíanse hermosas opiniones, mientras en el otro extremo conversaban sobre la belleza de un tapiz o sobre el sabor de la malvasía» (Ensayos I, XXVI) [6].

III

Así pues, ¿es posible articular una respuesta que no se restrinja al discurso moral sobre el desorden actual? . Dado que toda ideología reaccionaria tiende a dar por hecho el esquema anterior, según el cual el presente no es sino la fragmentación de un pasado utópicamente unitario, lo inevitable para ella es que tal fragmentación se conciba como desorden. Y que el desorden, cómo no, sea condenado desde la autoridad que confiere cierta idea jerárquica del orden. No a otra cosa que a esa operación la llamaría yo moralismo. Algo perfectamente inútil. En Tras la muerte del aura, sin embargo, no es que el problema de «la degradación educativa de la cultura literaria» (pág. 17) no se aborde, sino que se aborda de otra manera, a partir de «la cuestión de cómo se nos enseña a leer (o ver) la vida, puesto que sin la producción y formación de subjetividades no hay sistema social que pueda existir» (págs. 1718) [7]. Hasta qué punto lleva Juan Carlos Rodríguez su análisis en el libro es algo que hará bien el lector en averiguar por sí mismo.

IV

Y finalmente, ¿es posible vivir sin querer el regreso, como dice el tango? . Me atrevería a añadir que incluso es deseable vivir sin la nostalgia cuando el regreso parece serlo a un lugar del que en realidad, y pese a sus cambios de piel, nunca nos hemos ido (y que más bien nos está llevando a todos al garete con él). Otra cosa es que, con la lectura de Tras la muerte del aura, podamos contribuir a paliar ciertas carencias. La izquierda, admitámoslo, las tiene y anda necesitada de construir un discurso sólido una vez que no pocos errores de planteamiento, entre otras cosas, parecen haberla dejado desarticulada. En ese sentido, el propósito de Juan Carlos Rodríguez es modesto pero difícil: «para recuperar un poco el sentido de la historia -en todas sus perspectivas- es por lo que he escrito este libro» (pág. 28).

Un libro que es muy rico, por lo demás, y en el que casi todo lo que ha preocupado al autor a lo largo de su carrera se nos presenta matizado, revisado y nuevamente dispuesto para seguir bregando contra la miseria del pensamiento, con esa insistencia en las cuestiones importantes que tanto le gusta al profesor -en el mejor sentido de la palabra- que en ningún momento puede evitar ser Juan Carlos Rodríguez. Tras la muerte del aura es un libro y muchos libros. Tantos como pueden escribirse a partir de él, si es que efectivamente no nos hemos vuelto todos idiotas. Léanlo y entenderán por qué lo digo.