[1]

Dicen que un rasgo del ciudadano es la noción o el sentido de pertenencia. ¿Pertenencia a qué?

Hegel hablaba de la importancia que tiene el reconocimiento para la conformación de la autoconciencia, es decir, de la importancia que tiene para el ser humano ser reconocido por otros individuos semejantes para poder tener conciencia de sí mismo, para poder identificarse a sí mismo como ‘alguien’ o como ‘este alguien’ específico y distinto de los otros individuos con los que se relaciona. En filosofía política, Charles Taylor, seguramente siguiendo a Hegel, también dice que siendo pertenecientes es como los individuos se identifican a sí mismos y se identifican entre sí.

Las formas de pertenencia pueden estar relacionadas con varios ámbitos, y pueden ser de distinta naturaleza. Conviene, pues, saber qué entendemos por ‘pertenencia’, porque en sentido inmediato y común puede relacionarse con la propiedad, con algo que se posee. Y de eso no se trata aquí.

Un estudio distingue cuatro parámetros desde los cuales se sitúa la pertenencia en relación con las prácticas identitarias de diferentes grupos: 1º, el origen de la pertenencia; 2º, la dimensión emocional o las vivencias sobre ella; 3º, las adscripciones y construcciones de la pertenencia, y 4º, los flujos de pertenencia [2]. A lo que apuntan estos parámetros es a que los sujetos sociales, tanto individuales como grupales, son constituidos desde las prácticas y las instituciones, por lo cual la manera como un Estado articula sus políticas públicas, afectará de manera decisiva en la construcción subjetiva de individuos y grupos. Berger y Luckmann expresan algo semejante: «… Las instituciones se encarnan en la experiencia individual por medio de los roles… Al desempeñar roles los individuos participan en un mundo social; al internalizar dichos roles, ese mismo mundo cobra realidad para ellos subjetivamente» [3]. La pertenencia se articula con los roles desempeñados pues éstos dan sentido de pertenencia. Dicho en otros términos: los individuos se identifican con sus prácticas y mediante la identificación, son constituidos por ellas.

Un rasgo que caracteriza a este concepto es su convertibilidad política; puede usarse en sentidos políticos diferentes y hasta opuestos. Puede tener sentido positivo y considerarse un objeto preciado o un objetivo deseable. Cuando esto ocurre, las identidades se pueden sentir amenazadas por perder su ámbito de pertenencia, y en el mismo sentido, es, en ocasiones, lo que se busca cuando grupos minoritarios demandan autonomía o reconocimiento. Pero, como decía, también puede usarse como instrumento de exclusión, argumentando el derecho a la pertenencia a lo propio en contra de ‘otros’ que llegan. Es esto lo que ocurre frecuentemente en las últimas décadas a través de políticas migratorias que demandan el cierre de fronteras, las repatriaciones o la privación de derechos a los migrantes sin papeles [4].

 

La pertenencia a una nación se define por una autoidentificación con una forma de vida y una cultura; la pertenencia a un Estado, por sumisión a una autoridad y al sistema normativo que establece. Pertenecer a una nación es parte de la identidad de un sujeto; pertenecer a un Estado, en cambio, no compromete a una elección de vida. [5]

 

Es importante señalar que en ambos casos la pertenencia puede referirse a lo individual o lo colectivo. En este capítulo vamos a tratar el sentido autoafirmativo o incluyente de la pertenencia: su sentido, digamos, excluyente, lo trataremos en el siguiente capítulo.

Puede verse que otro rasgo de la pertenencia es que opera en forma transdisciplinaria en filosofía y en ciencias sociales; en filosofía, tiene una larga prosapia que alcanza a filósofos sociales de casa y de afuera; en ciencias sociales, sociólogos destacados y a la vez especialistas en América Latina recurren a la pertenencia para dar cuenta de los efectos de la globalización en los grupos sociales de los Estados democráticos y, desde estos ámbitos disciplinarios, se abren las opciones de pertenencias conceptuales, ontológicas o necesarias, y adquiridas o contextuales. Las conceptuales, son como la pertenencia husserliana que está ligada al concepto de intencionalidad, y se refiere a la relación de pertenencia que hay entre el acto de la conciencia y lo referido por ella. La intencionalidad es la estructura «esencial» de la experiencia que siempre está referida «a algo», esto es, todo fenómeno para serlo tiene que indefectiblemente dirigirse o referirse a algo. Y esto se plantea en términos de pertenencia. Lo que plantea la pertenencia en este caso es una relación semántica.

La pertenencia ontológica es también planteada por la filosofía. Pienso al menos en Hegel, en Heidegger, y en H.-G. Gadamer. En Hegel, la sociedad es pensada como una gran vida comunitaria desplazando el centro de gravedad del individuo a la comunidad. De la pertenencia se habla tanto en la Fenomenología del Espíritu como en la Filosofía del Derecho. En aquélla, la pertenencia se realiza en el reconocimiento de las autoconciencias. En la Filosofía del Derecho, se realiza en comunidad: «la calidad humana más alta se consigue sólo en comunidad y no en la autodefinición del individuo alienado» [6].

En el pensamiento de Heidegger y Gadamer la «pertenencia» juega también un importante papel; es un concepto que indica que el individuo humano es parte de algo que le precede y a lo que está incorporado, de tal manera que lo constituye. Es importante este sentido de la pertenencia porque subraya que ella conforma anticipadamente el horizonte del sujeto, del cual no se puede separar. En toda acción, el sujeto lleva a cuestas ese horizonte. Podrían identificarse en ambos trabajos filosóficos diversos modos de pertenecer, diversas formas del «algo que» nos precede, a lo cual estamos incorporados, y nos constituye. De ellos, los más relevantes, quizá, son tres; dos son enfatizadas en los trabajos de Heidegger, y la otra en el de Gadamer.

Las que Heidegger enfatiza son el lenguaje y el mundo. Cuando se habla del lenguaje como espacio de pertenencia, no se comprende como el conjunto de reglas gramaticales, o como un conjunto de signos y palabras de las que podemos disponer a nuestro antojo, sino como un medio cuasi natural que nos preexiste, y en virtud del cual somos lo que somos. Tomando en cuenta estos factums y siendo evidente que el ser humano no tiene con el lenguaje una relación instrumental en tanto que no es algo que está ahí a nuestra disposición, Heidegger formula la seminal tesis de que «es el lenguaje el que habla y no el hombre» [7]. Esta tesis repercutió, y en algunos casos define, una gran parte de la filosofía contemporánea. La otra forma heideggeriana de plantear la pertenencia es la del Dasein al mundo. Al estar arrojado en el mundo, el individuo humano se sumerge en algo que le precede y a lo que está incorporado, a lo que pertenece, de manera tan fuerte que lo constituye [8]. Gadamer traslada esta idea hacia la tradición, para sostener que «la historia no nos pertenece sino pertenecemos a ella», según lo cual, «la pertenencia subraya sin ninguna duda el poder constitutivo de la tradición, su capacidad de conformar anticipativamente el horizonte del sujeto, que se ve inscrito en él y sin el que su acción carece de sentido» [9]. Pertenecer a ese horizonte significa entonces que forma parte del propio ser de la acción subjetiva, que ésta lo lleva consigo cuando se pone en juego [10]. Así como es el lenguaje para Heidegger, la tradición es para Gadamer necesaria e irrebasable, por lo cual puede decir, en contra del historicismo, que «ninguna cantidad de reflexión puede remover la pertenencia del historiador a la tradición» [11]. Que estas formas de pertenencia sean ontológicas o necesarias, no quiere decir que sean invariables. Lo que significa es que ambas instancias son irrebasables; no importa que se adopte otra lengua u otra tradición; lo que se quiere decir es que con alguna(s) lengua(s) o tradición(es) estamos siempre enredadas.

Por otra parte, las formas adquiridas o contingentes de pertenencia, son las que no dependen del ser humano en cuanto tal, sino de su proceso de formación, de su biografía particular, como un país o un partido político. No nos detendremos en éstas porque son de las que trataremos a lo largo de este volumen. Corresponde simplemente aclarar que no es terminante esta distinción, ya que una forma adquirida como la pertenencia a un barrio, puede tomar una fuerza y una raigambre tal que cumpla la función de una pertenencia necesaria. Esto lo veremos más adelante en relación con el barrio de Tepito de la Ciudad de México.

Se ha visto, pues, la amplitud y la centralidad del concepto de ‘pertenencia’; se ha visto que es, en realidad, un concepto estratégico por los campos de su uso y los sentidos que adquiere. Dos aspectos contribuyen, quizá, a explicar su trascendencia. Uno, es su doble composición, las dos dimensiones que la componen, la subjetiva y la objetiva. Es decir, así como describe el hecho de que alguien es parte de un grupo, pertenece como miembro a una familia o a un club social, así también se refiere a un sentimiento, a la vivencia de sentirse parte de ese grupo, y al tipo de sensación que se tiene por ello. El otro aspecto que puede explicar la sobrecarga de sentido que actúa en la ‘pertenencia’ es que forma parte de una familia de palabras que se refiere a fenómenos propiciados por la reestructuración del nuevo orden mundial, tales como migraciones, desplazamientos o reubicaciones, de tal manera que es universalmente utilizado en relación con temas diferentes de identidad, etnicidad, nacionalidad, ciudadanía y multi o interculturalidad.

Todo esto junto, hace que la pertenencia sea una categoría de tráfico denso, para decirlo de algún modo, y para tener una idea más clara de su rendimiento, se expondrá el uso que hacen de ella dos autores irremplazables, uno en el campo de la filosofía política, y otro en el de las ciencias sociales.

 

1. Cohesión y Pertenencia. Charles Taylor

Taylor y otros teóricos vinculan la necesidad de pertenencia con los sentimientos de confianza entre quienes pertenecen al mismo grupo o comunidad, confianza que estaría basada en la homogeneidad del grupo. La noción de pertenencia forma parte de la problemática hermenéutica y hegeliana en la que Taylor apoya sectores importantes de su obra. Aunque en el trabajo sobre multiculturalismo del año 1992 no menciona expresamente ese término, sí recorta su concepto de distintas maneras. Por un lado, le da importancia central al concepto gadameriano de ‘fusión de horizontes’ por medio del cual «aprendemos a desplazarnos en un horizontes más vasto...[en tanto que] actúa mediante el desarrollo de nuevos vocabularios de comparación...[que producen] la transformación de nuestras normas» [12]. Es de relevancia esta referencia porque alude a un aspecto importante de la pertenencia que es el de la autotransformación. Gadamer sostiene que la tradición es pertenencia porque en ella nos reconocemos (nos identificamos) como pertenecientes a algo propio, que puede ser ejemplar o aborrecible, pero en tanto que la relación que guardamos con ella es de reconocimiento/identificación, esta relación no es del orden del conocimiento sino del orden de la autoconstitución: «es un imperceptible ir transformándose al paso de la misma tradición» [13]. Se dijo, por otra parte, que también Hegel estaba también implicado en estas materias y, en efecto, ciertas ideas gadamerianas no dejan de resonar al Hegel que también podría decir: «salir de sí mismo, pensar con el otro y volver a uno mismo como otro».

La noción de pertenencia está también esbozada en estos primeros trabajos de Taylor ya que en ellos se refiere a la identidad y al reconocimiento, que son las dos variables de la fórmula de la pertenencia. De hecho, al reconocimiento lo sitúa en el centro de su reflexión comprendiéndolo en dos sentidos, en el sentido ‘fanonista’ según el cual parte del éxito que tienen los grupos poderosos en el ejercicio del dominio se debe a la imposición en los dominados de una autoimagen desvalorizada, y en el sentido hegeliano como condición de la autoconciencia o identidad, por lo que su falta puede causar daño:

 

Su rechazo puede causar daños a aquellos a quienes se les niega... La proyección sobre otro de una imagen inferior o humillante puede en realidad deformar y oprimir hasta el grado en que esa imagen sea internalizada...no dar este reconocimiento puede constituir una forma de opresión. [14]

 

Esta problemática es también la de la pertenencia porque en última instancia un componente esencial de la autoimagen es la identificación con el lugar en el que nos sitúa quien nos mira, es decir, la mirada puede hacernos pertenencientes a un determinado lugar.

Pero si en el 92, Taylor no expresó literalmente el término de ‘pertenencia’, en un trabajo anterior sí trata explícitamente de ella, y lo hace articulándola con el problema de la autenticidad. Aquí retoma lo que puede decirse es el leitmotiv de su trabajo hasta ahora, a saber, el contraste entre la época clásica y la edad moderna, precisamente respecto del sentido de pertenencia [15], el cual, al quedar reducido por ideales individualistas de autorrealización, propicia que se borre el horizonte comunitario o la responsabilidad de los sujetos con la sociedad que los acoge en su seno. Dicho de otro modo, «al supeditar toda vinculación suprapersonal a la propia realización, se asigna un papel cada vez más marginal a la ciudadanía política, a todo sentido de pertenencia y a toda lealtad a algo superior. Ello lleva al desencantamiento y a la pérdida del sentido trascendente de nuestra vida» [16].

Posteriormente, en el interesante artículo sobre la exclusión democrática de 1999 [17], la pertenencia está, esta vez, articulada a la noción de exclusión. Explica Taylor que las democracias modernas están atravesadas por el que llama el «dilema de la exclusión democrática». Los cuernos que conforman el dilema son, por un lado, que las democracias requieren una fuerte cohesión en torno de la identidad política; y por otro lado, es la cohesión lo que favorece la exclusión. Esto es así, porque la fuerte cohesión que se requiere, obliga en general a excluir a quienes no pueden o no quieren ajustarse fácilmente a esa identidad que cohesiona, en el mejor de los casos, a una mayoría que se siente confortable con ella. Dicho de otro modo, para permanecer viables, los Estados democráticos requieren construir una identidad colectiva con la cual se identifique la mayoría de los ciudadanos, y genere un sentimiento común de pertenencia (o identidad política). El problema es que la construcción de esta pertenencia, según expone el Profesor canadiense, favorece la exclusión.

Taylor se pregunta por qué los Estados democráticos requieren de un alto grado de cohesión, y esta pregunta axial la responde de dos maneras. Por un lado, observa que esto se debe a que la pertenencia es intrínseca a la democracia. Es decir, en los Estados democráticos se propaga la imagen de que los individuos pertenecen a un todo y, en tanto que esta imagen es asumida, los individuos se asumen también con la posibilidad de ejercer los derechos que la democracia, en principio, les confiere: ser incluidos en el todo de una manera tal que sus intereses sean tomados en cuenta por el Estado y que su voz sea escuchada. Es decir, a la democracia va unido un fuerte sentimiento de pertenencia a un todo o a una comunidad.

Pero hay otra razón que Taylor encuentra por la que las democracias requieren una fuerte cohesión, y ésta es que en ella se requiere un alto nivel de confianza mutua. En la medida en que las sociedades son o idealmente tienden a ser democracias deliberativas, si se quiere que la deliberación realmente opere y sea eficaz, tiene que estar fincada en cierta confianza entre los interlocutores, y esta confianza no es fácil conseguirla cuando se trata de confiar en grupos sociales que vienen de fuera, o bien en grupos que ostentan alguna diferencia incómoda, grupos por lo demás siempre presentes en las sociedades complejas.

No considero que este punto esté correctamente planteado. Partir de que no puede haber confianza entre los grupos locales y los grupos que vienen de fuera o los que manifiestan alguna diferencia, es naturalizar la desconfianza hacia las personas diferentes, y es tomar como explicación lo que necesita ser explicado, y no sólo, explicado y tipificado como acción discriminatoria contra los derechos humanos. Un Estado debe actuar para promover una deliberación basada en primer lugar en la responsabilidad social y en la civilidad que, muy bueno sería fuera acompañada de confianza entre los interlocutores, pero ésta debe subordinarse a la responsabilidad de la deliberación que representa un compromiso no sólo con el interlocutor inmediato sino con toda la sociedad que debe poder seguir el desarrollo de los debates e informarse adecuadamente.

Hay otros puntos del análisis que lleva a cabo el profesor canadiense con los que no es fácil coincidir, entre los que está suponer el ejercicio de la deliberación como un componente fáctico y masivo de los Estados democráticos. El déficit dialógico sufrido en países como México, exigiría más bien pensar en las causas de tal carencia. No obstante, a pesar de estos desacuerdos con el filósofo del multiculturalismo, vale la pena la exposición de sus tesis y tomarlas en cuenta, no sólo por la relevancia que atribuye al tema de nuestro interés, sino también porque permite distinguir tres sentidos de la noción de pertenencia incluidos sólo parcialmente en los sentidos antes tratados; ellos son: la pertenencia como una necesidad humana estructural de subjetivación en relación con los otros; como efecto ideológico de las relaciones sociales que articulan los Estados democráticos; y en el sentido de una construcción intencional —estratégica— por parte del Estado. Es decir, los Estados democráticos, dice, requieren promover un alto grado de cohesión o de sensación de pertenencia por parte de los individuos, porque es la única manera en la que los ciudadanos puedan sentirse confortables como pertenecientes, ya que este sentimiento es una necesidad básica del ser humano.

Es interesante relacionar y reforzar ciertas tesis del teórico especialista en Hegel con ideas de uno de los teóricos más lúcidos y heterodoxos de lo que fue el grupo de la ‘democracia radical’; me refiero al esloveno Slavoj Zizek quien hace una lectura de Hegel que en ciertos enfoques coincide con los desarrollos de Taylor. Hegel, dice, «fue el primero en elaborar la paradoja moderna de la individualización a través de la identificación secundaria». En un principio, el sujeto está inmerso en la forma de vida particular en la cual nació y la única forma de apartarse de su entorno y «afirmarse como un ‘individuo autónomo’ es cambiar su lealtad fundamental, reconocer la sustancia de su ser en otra comunidad, secundaria, que es a un tiempo universal y... no ‘espontánea’ sino ‘mediada’, sostenida por la actividad de sujetos libres independientes». Las identificaciones primarias sufren un desplazamiento cualitativo hacia las identificaciones secundarias, una especie de transustanciación, dice Zizek [18].

 

2. Estado-red. Manuel Castells

Es interesante cómo trata Castells el tema de la pertenencia en una conferencia en el Palacio de la Moneda en Santiago de Chile. Su perspectiva es la de los efectos que han tenido y tienen los Estados globales sobre los individuos. Su tesis central es que los Estados modernos ya no logran interpelar a los individuos como ciudadanos pertenecientes a un «cuerpo social» compartido, llámese Estado o Nación: ya no ofrecen un ámbito de representación en el que se configure la pertenencia [19].

La globalización la define como «la capacidad de muchas actividades de funcionar en tiempo real en todo el planeta, moviendo miles de millones de dólares en segundos» [20]. Abarca la interdependencia económica: el empleo, las migraciones masivas que van en su búsqueda, el desempleo, los mercados financieros y las correspondientes empresas multinacionales. Abarca también la interrelación e interdependencia de la producción del conocimiento: de la ciencia, la tecnología, la información y la cultura. Ambas instancias están relacionadas, porque quien obtiene mejor información sobre productos o fuerza de trabajo competitiva, tendrá mejor oportunidad de circular capital en negocios transnacionales, al mismo tiempo que la necesidad de una pronta información, promueve el desarrollo de la tecnología de las telecomunicaciones. Pero también se globaliza el crimen organizado que, según dice el sociólogo español, penetra los gobiernos modificando el lugar que en ellos se asigna a la soberanía y a la legitimidad política. El proyecto globalizador requiere a los Estados como instrumentos de apoyo, pero, al mismo tiempo, los rebasa en cuanto a la toma de decisiones.

Es más patente la pérdida de soberanía como efecto de la globalización en países de América Latina que, así como se suman al proyecto global, no cuentan con instrumentos competitivos de desarrollo tecnológico, lo que provoca procesos de exclusión social, debidos al desempleo estructural y al subempleo, lo que, a la vez, convierte a la población en fáciles reclutas del crimen organizado. El escaso desarrollo tecnológico propicia también la destrucción del medio ambiente, en tanto que los Estados se ven obligados a ofrecer lo que les queda de territorio y recursos del subsuelo, y hacer concesiones a empresas extractivistas transnacionales [21].

Con la globalización, se desarrolla otro proceso cultural y político que consiste en el reforzamiento de las identidades culturales como principio básico de organización social, seguridad personal y movilización política:

 

Cuando el Estado tiene que atender, prioritariamente, a la dinámica de flujos globales, su acción hacia la sociedad civil se torna secundaria y por consiguiente el principio de ciudadanía emite un significado cada vez más débil hacia los ciudadanos. En esas condiciones, los sectores golpeados por los ajustes que impone la globalización buscan principios alternativos de sentido y legitimidad. [22]

 

El autor de Fin de milenio entiende por ‘identidad’ «el proceso por el cual los actores sociales construyen el sentido de su acción atendiendo a un atributo cultural (o conjunto articulado de atributos culturales) al que se da prioridad sobre otras fuentes posibles de sentido de la acción» [23].

Esta realidad es compleja y paradójica. En momentos de globalización lo que parecería más viable es lo mundial, lo universal y lo general, y no, en cambio, el nacionalismo y el auge identitario de lo local o regional. Sin embargo, hay que ver este aparente sinsentido exactamente al revés, como dando sentido a las contradicciones sociales, en tanto que, mientras una franja social camina hacia sus objetivos globalizadores, las diversidades se trazan con rasgos más gruesos por la misma necesidad de los movimientos sociales, pero, a la vez, por el énfasis que en ellas pone el discurso del capital global, apropiándose de esas significaciones e incorporándolas a su propio discurso. Algunos de los problemas que se presentan en esta conjunción conflictiva, están relacionados con la pérdida de los derechos humanos, adscritos por lo general a los territorios nacionales en los que se disocia la nacionalidad de la ciudadanía.

Bajo estas circunstancias, las identidades se desarrollan como principios constitutivos de la acción social porque, al debilitarse el papel del Estado como garante de la ciudadanía, deja a los individuos solos frente a la adversidad [24], por lo que aflora en ellos la necesidad básica de identificarse y pertenecer y, en el mejor de los casos, lo logran conformando agrupaciones de distinta naturaleza: bandas urbanas, asociaciones de defensa de derechos múltiples, organizaciones con base étnica, religiosa o cualquier otra. Como lo indica Castells, las instituciones del Estado ya no ofrecen un ámbito de representación en el que se configure la pertenencia a partir del cual los individuos se sientan pertenecientes a un «cuerpo social» compartido.

El incumplimiento del Estado como instancia de representación se vincula estrechamente con su imposibilidad de cumplir con los niveles de desarrollo y progreso anunciados con bombo y platillo sobre la base de planes, tratados y programas, como el Tratado de Libre Comercio o el Plan Mesoamérica o el Programa Oportunidades en México. Ninguno de éstos logró que se incrementara la capacidad de compra y consumo de la gente y tampoco se podía ofrecer apoyo con recursos sociales escasos. El clima general que esto creó, señala Ludolfo Paramio, es que el mercado tampoco pudo cumplir sus promesas de prosperidad, dejando la sensación generalizada de que el futuro está en peligro, y de que la clase política que abandonó el modelo anterior e impulsó las reformas, no tomó decisiones convenientes a las mayorías. Estas condiciones, de nuevo, llevan hacia la búsqueda de agrupamientos y pertenencias.

En este contexto se distinguen identidades fuertes comunitarias, fundadas en experiencia histórica y tradición cultural, e identidades individuales, autoconstruidas en torno a un proyecto personal, o a un principio elegido. Las fuertes son las identidades religiosas, nacionales, territoriales, étnicas, de clase, de género, y son principios fundamentales de autodefinición, principios abstractos de pertenencia simbólica. Las identidades individuales son como la identidad familiar u otras autoconstruídas que sustituyen parcialmente los vínculos comunitarios; en éstas los lazos cohesionantes son sobre todo afectivos.

Las identidades individuales son importantes en sociedades o en sectores sociales en los que las identidades abstractas e históricas no se desarrollan o su desarrollo sufrió un proceso de involución. La falta de estas identidades es equivalente a un vaciamiento de contenido histórico de las instituciones y organizaciones del Estado que encarnaban principios o valores universales y, desde el punto de vista de Castells, la proliferación de identidades individuales, además de complicar la administración y la vigilancia de una efectiva representación democrática, aporta su propia cuota a la pérdida de soberanía del Estado, ya que debe compartir el poder con grupos diversos y Organismos no Gubernamentales (ONG’S): «Para la mayoría de la población la identidad nacional se convierte en un principio débil, en un principio que no basta para construir el sentido de la vida» [25], por lo que la identidad nacional tiende a ser suplantada por el individualismo familiar, por identidades comunitarias, identidades étnicas, regionales y territoriales, casi siempre defensivas, y de lo que se carece es «un principio identitario unificador que llene la orfandad de una nación abandonada por su Estado» [26].

En términos generales, es esto lo que plantea Manuel Castells en el artículo sobre la globalización en América Latina. En la parte última, dedica unos incisos a pensar la crisis del Estado tal como se presenta en América Latina, lo que no modifica en lo fundamental lo antes establecido para el capitalismo global en su totalidad. Es interesante que como conclusión integral se sustenta que el problema que representa la proliferación identitaria no se resolverá volviendo a una identidad global «centrada en el Estado-Nación», debido a los factores antes apuntados, a la creciente complejidad del Estado y a la crisis de legitimidad, sino que, en la medida en que el Estado-Nación busca, a pesar de todo, relegitimarse, el sociólogo español sugiere a los dirigentes de los Estados globales, modificar sus pretensiones de homogeneidad y reconocer la pluralidad de las identidades emergentes constituyendo una nueva forma de Estado que es el Estado-red, cuya función no sería la política identitaria, sino la «atención pública al dinamismo de la sociedad civil, asegurando puentes de comunicación entre las distintas identidades que van surgiendo». Puede ser obvio que esta propuesta —o sugerencia— que hace Castells a las clases políticas, en particular a las latinoamericanas, no es propiamente una conclusión que se derive necesariamente de lo antes planteado, sino se trata de una inferencia posicionada en una perspectiva democrática y emancipatoria conveniente al desarrollo de los movimientos sociales en sus luchas por reivindicar sus derechos. Pensar el Estado como Castells lo plantea, sería el ideal de algunos partidos políticos o movimientos sociales ‘de izquierda’ interesados en la conquista del poder del Estado. El sociólogo español también hace una recomendación, que consideramos pertinente, a las organizaciones sociales, en el sentido de no aislarse «en comunas identitarias excluyentes de las otras» [27].

Después de este recorrido por las múltiples extensiones de la pertenencia, con una escala en trabajos de Taylor y Castells, se puede concluir que se trata de una relación social que articula, mejor que el nomadismo, las condiciones sociales de existencia. Se puede pensar, también, que nomadismo y pertenencia no son excluyentes en sentido estricto. Es una intensa relación de pertenencia simbólica con su modo de vida. Otro beneficio que aporta la pertenencia es que puede convertirse en una alternativa a la metafísica de la raza, la Nación, e incluso del territorio, una intensa relación de pertenencia simbólica con su modo de vida. Otro beneficio que aporta la pertenencia es que puede convertirse en una alternativa a la metafísica de la raza, la Nación, e incluso del territorio, como instancias que determinan en términos absolutos la identidad estableciendo correspondencias simplistas entre ésta y aquéllas [28].

Quizá Jacques Attali tiene razón cuando dice que «’nómada’ es la palabra clave que define el modo de vida, el estilo cultural y el consumo de los años dos mil» [29]; pero quizá es cierto también que por fina que sea la línea de pertenencia, si no se toma en cuenta su dimensión constituyente, es inevitable el deterioro y paulatina desintegración de las formas de vida social.