La descarada actuación de los gobiernos durante los últimos años, a favor de los intereses del capital financiero y de las grandes empresas a costa de los intereses de los trabajadores, ha puesto en primerísimo plano la cuestión del poder. En especial, se ha hecho un lugar común la opinión de que no mandan los gobiernos sino los grandes grupos financieros, lo que no cabe duda que alude a la realidad pero al mismo tiempo que la elude.

Esta afirmación se realiza e interpreta, en primer lugar, desde la concepción liberal del poder del estado, ampliamente hegemónica hoy día. Tras siglos de desarrollo –desde su enunciación paradigmática por Locke en el siglo XVII, cuyas formulaciones atraviesan la constitución USA y a partir de ahí la mayor parte de las constituciones de hoy día–, esta concepción se encuentra inserta hasta en el tuétano de nuestros huesos y constituye el aire que respiramos cotidianamente sin que reparemos en él, sin ir más lejos en cualquiera de las series policíacas con las que nos entretenemos todos los días.

Conviene recordar, para mirarla con un poco de distancia, la forma original con que la plantea Locke: “el estado en que los hombres se hallan por naturaleza” es “de perfecta libertad”, “de igualdad” [1] y con “derecho de propiedad” [2]. Es además, en general, “un estado de paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación” [3]. El único problema que se presenta –como sucede en las películas del oeste– consiste en que alguien no respete los derechos y la propiedad de otro; en cuyo caso, “cada hombre tiene el derecho de castigar al que comete una ofensa” y así “lograr que el delincuente se abstenga de volver a cometer el mismo delito, y disuadir con el ejemplo a otros para que tampoco lo cometan” [4]. Para evitar “los miedos y peligros constantes” [5] que supone el tener que defender cada uno su propiedad y sus derechos naturales, los hombres acuerdan constituir el poder político –crea, entre otras instituciones, la figura del sheriff– con “la exclusiva intención” de “preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor“ [6]. Pero, a pesar de la enorme mejora en la seguridad que supone la institución de este poder respecto de la situación en estado de naturaleza, siguen existiendo problemas: lo mismo que el sheriff a veces se corrompe y beneficia a unos a costa de otros, es previsible que haya individuos en el poder que “sean tan insensatos o tan malvados para planear y llevar a cabo proyectos que vayan contra la libertad y la propiedad de sus súbditos” [7]. En este caso “el pueblo tiene derecho a actuar con autoridad suprema” y “puede erigir una nueva forma de gobierno o depositar la vieja en otras manos” [8].

Locke subordina el poder público a la propiedad privada. Lo privado es primigenio y el poder político es un artificio añadido que se instituye para preservar la libertad, la igualdad y la propiedad ya existentes. Además, frente a él, hay que estar siempre precavidos y vigilantes –con toda una serie de mecanismos como la separación de poderes, las elecciones periódicas, etc.– ante la posibilidad de su corrupción. Desde esta lógica, los acontecimientos actuales se interpretan como consecuencia de la corrupción de los políticos, sean del partido que sean, por los grandes grupos económicos, en especial los financieros, convirtiéndose éstos en los que realmente mandan. De ahí la generación de una profunda desconfianza hacia los políticos y los gobiernos y sus consecuencias: por un lado, el apañarse cada uno por sí mismo pasando de la política –como sucede secularmente en USA– y, por otro, el requerimiento de fórmulas de actuación más trasparentes y/o de un proceso constituyente de otra forma de gobierno que repongan la legitimidad del poder.

Obviamente, esta concepción liberal del poder ni es la única existente, ni se manifiesta de forma completamente pura. Pero constituye el anverso dominante de la gran variedad de posiciones comprendidas entre ella y su propio reverso, planteado magistralmente en el siglo XVIII por Rousseau. Para éste, “sólo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común” [9], “voluntad general” que únicamente aparece como resultado de un “contrato social” de “enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad” [10] –pues, cancelando los “intereses particulares”, solo queda “el interés común que los une” [11]–. Con ese “contrato social”, emerge “la libertad civil” y “la libertad moral, la única que hace al hombre auténticamente dueño de sí” [12], así como “tal igualdad que todos ellos se comprometen bajo las mismas condiciones, y todos ellos deben gozar de los mismos derechos” [13], mientras que “el Estado es, respecto a sus miembros, amo de todos sus bienes” [14], considerándose “los poseedores [propietarios] como depositarios del bien público” [15]. El problema se presenta cuando “la voluntad general… está subordinada a otras que prevalecen sobre ella” [16] y/o “el gobierno… para obedecer a esta voluntad particular usa de la fuerza pública que está en sus manos” [17]. De ahí la necesidad de la realización de “asambleas periódicas [del pueblo]… para prevenir o demorar esta desgracia” y “ser sometidas a sufragio” si se conserva “la presente forma de gobierno” y si se deja “la administración a aquellos que actualmente están encargados de ella” [18].

Rousseau, al contrario que Locke, subordina la propiedad privada al poder público. Para él, con la institución del poder político aparecen propiamente la libertad, la igualdad y la propiedad, únicamente existentes bajo el abrigo –y al servicio– del interés general y que se desvanecen si éste es relegado por los intereses particulares. Desde esta lógica los acontecimientos actuales se interpretan como consecuencia de la imposición de los intereses particulares de los grandes conglomerados financieros e industriales al interés general, siendo éstos, lo mismo que para la concepción liberal, los que realmente mandan. La reposición del interés general, y la vuelta al poder legítimo, requiere el desarrollo de una democracia más directa que muestre mejor la voluntad general y/o la transformación en públicos de esos grandes conglomerados privados –banca pública, empresas estratégicas públicas…–, lo que desde su anverso liberal preponderante se interpreta como un ilegítimo totalitarismo.

En cualquier caso, todas las posiciones intermedias que se despliegan, entre la consideración de lo público al servicio de lo privado de Locke y la de lo privado al servicio de lo público de Rousseau, pivotan sobre la misma piedra angular: la restauración del poder del estado, devolviéndole su legitimidad ante las desviaciones que sufre de los fines que dice perseguir. Sobre este eje incuestionable, se produce la disputa por la hegemonía entre las distintas variantes, pugna que en última instancia se reduce a inclinarse más hacia lo privado, desvaneciendo lo público en lo privado, o más hacia lo público, desvaneciendo lo privado en lo público. Lo que deja fuera de lugar, tanto ahora como cuando apareció, la concepción que Marx teorizó acerca del poder del estado, en la práctica reabsorbida desde esta controversia –tanto por sus detractores como por sus defensores– como la defensa de lo público frente a lo privado, esto es: a Rousseau frente a Locke.

En efecto, todo el esfuerzo intelectual que Marx realiza en El Capital se sitúa en un lugar velado desde esta problemática de la legitimación del poder trazada de Locke a Rousseau. El “paraíso de los derechos del hombre” donde “sólo reinan la libertad, la igualdad, la propiedad”, que tanto para Locke como para Rousseau constituye el fin idílico que persigue el poder del estado, conforma para Marx la primera “condición histórica” que hace posible “la compra y la venta de la fuerza de trabajo” y en consecuencia la “producción de plusvalía” [19]. Por lo que lo velado –lo custodiado y enmascarado– por el poder del estado –y por su legitimación– es en realidad la “explotación capitalista”.

En el muy interesante –pero a menudo obviado, quizás por encontrarse al final– capítulo XXIV del primer tomo del El Capital, “La llamada acumulación originaria” [20], Marx muestra algunas de las claves de este poder del estado al analizar “el proceso que engendra el capitalismo”. Aparte de señalar –¡y quién diría que no parece que está hablando de hoy mismo!– la función de la aparición y generalización de la deuda pública en esta génesis del capitalismo, favoreciendo el surgimiento y desarrollo de los grandes bancos –que “no fueron nunca más que sociedades de especuladores privados que cooperaban con los gobiernos y que, gracias a los privilegios que estos les otorgaban, estaban en condiciones de prestarles dinero” [21]–, Marx muestra que este proceso de generación del capitalismo  –esto es: “el proceso de disociación entre el obrero y la propiedad sobre las condiciones de su trabajo, proceso que de una parte convierte en capital los medios sociales de vida y producción, mientras que de otra parte convierte a los productores directos en obreros asalariados[22]– necesita de la utilización directa, extraeconómica, del poder del estado –de “la fuerza concentrada y organizada de la sociedad” [23]–, entre otras muchas cuestiones para “regular" los salarios, es decir, para sujetarlos dentro de los límites que convienen a los fabricantes de plusvalía, y para alargar la jornada de trabajo y mantener al mismo obrero en el grado normal de subordinación[24] –en tanto que “a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, [la clase obrera] se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales”, a partir de lo cual esta fuerza extraeconómica “todavía se emplea, de vez en cuando… pero sólo en casos excepcionales” [25]–.

No nos encontramos aquí con una inversión como la que realiza Rousseau frente a Locke, sino con una concepción ajena por completo a la relegitimación continua del poder del estado en que se instalan ambos. Los desajustes de la actuación del poder no se deben, para Marx, simplemente a la corrupción o la preeminencia de intereses particulares –que son las consecuencias y las apariencias que presentan–, sino a que la función de dicho poder consiste en –y está estructurado para– mantener “al obrero a merced de las ‘leyes naturales de la producción’, es decir entregado al predomino del capital” [26]. No se trata, por tanto, de que el poder no se encuentre en los gobiernos –por lo que habría que devolverlos a ellos–, sino de que el poder que tienen los gobiernos está organizado para establecer las condiciones que precisa la reproducción del proceso de producción de plusvalía, lo que provoca inevitablemente, en ciertos momentos como los actuales, su propia deslegitimación. Marx no cuestiona simplemente una desviación de poder que haya que reparar, cuestiona el propio poder del estado porque su fin velado es mantener la explotación capitalista.

Lo cual lleva a una interpretación muy diferente del sentido de la reacción de los ciudadanos y los trabajadores frente a la actuación de los gobiernos, de la misma forma que Marx analizó de manera muy diferente los sucesos que condujeron a la comuna de París –“cuando, por primera vez en la historia, los simples obreros se atrevieron a violar el privilegio de gobierno de sus ‘superiores naturales’” [27]–. Esta reacción, con las protestas contra los recortes, el planteamiento de una democracia más participativa y de un proceso constituyente, expresan, como el grito de “¡República social!” que se hacía en París poco antes de la comuna, “el vago anhelo de una república” que acabe con la “dominación de clase” [28]. Pero “la ‘verdadera’ república” –y su proceso constituyente, la democracia ‘real’, etc.– no son “más que fenómenos concomitantes” [29]. El “verdadero secreto” –de la comuna de Paris, hasta que fue cruelmente eliminada, y de la posibilidad de un futuro sin dominación de clase– se encuentra en la conformación de “un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora” ya que “la dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social” [30]. “Sin esta última condición”, nos encontramos ante “una imposibilidad y una impostura” [31], que a lo único que conduce es a reproducir bajo una nueva forma la dominación de clase y la explotación.

En consecuencia, no se trata solo de cambiar la forma de gobierno para que el poder del estado se legitime adecuándose al idílico fin que dice perseguir, como se interpreta desde las concepciones de Locke y Rousseau, sino de algo implanteable e “irrealizable” [32] desde ellas y que la comuna mostró por primera vez como “realizable”: Trastocar el poder del estado para que haga, no aquello para lo que ha surgido históricamente, para lo que tiene sentido su existencia y para lo que se legitima –restablecer continuamente las condiciones necesarias para perpetuar la explotación capitalista– sino para que prepare unas condiciones bien distintas: las de “toda una serie de procesos históricos” [33] que conduzcan a la desaparición de la producción de plusvalía y, en consecuencia, que hagan innecesaria la subsistencia del propio poder del estado. No basta con alcanzar el gobierno, no porque el poder esté en otro lugar y haya que rescatarlo para hacerlo legítimo, sino porque “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines” [34].

 

Por eso, lo realmente mostrado, por la actuación de los gobiernos durante los últimos años, consiste en que el poder existente, en su intrincada y jerarquizada maraña desde lo europeo hasta lo local, está conformado para establecer las condiciones de todo tipo, y en especial las sociales y laborales, que precisa la reproducción de las ganancias de las grandes empresas en general y de las financieras en particular. Y abordamos, en este número de Pensar desde abajo, algunas de las cuestiones que suscitan las respuestas desplegadas por los ciudadanos y trabajadores –el requerimiento de una democracia real, la exigencia de un proceso constituyente de la III República…–, en cuanto expresan el deseo de fondo de trastocar los mecanismos del poder actual para que realice el interés de los trabajadores en lugar del interés del capital.

Recogemos en primer lugar la experiencia de gobierno de la izquierda en América latina, con la visión que nos ofrece Marta Harnecker de las posibilidades y los retos del socialismo. Reflexionamos seguidamente sobre la democracia participativa, con la caracterización que hace de ella Javier Navascués como forma de acción política de la izquierda transformadora. Consideramos igualmente la apertura de un proceso constituyente, con la aportación que hacen a este debate Adoración Guamán y Diego González. Continuamos con el planteamiento de llevar la democracia allí donde es inconcebible para el capital: a las empresas, que realiza Daniel Lacalle. Y terminamos con el estudio de Eduardo Román y Carlos Vázquez acerca de lo que se sitúa enfrente de todas las cuestiones anteriores: la conversión que realiza el neoliberalismo del estado de bienestar en estado penal.

En la sección “Vida social” abordamos una técnica que amenaza nuestro medio ambiente: el “fracking”, con unas apreciaciones de Andrés Barrio y dos capítulos de la novela Serpentario o la agonía de un régimen de Felipe Alcaraz. Y la sección “Libros” la dedicamos a las mujeres intelectuales de la República, con un artículo de Jairo García Jaramillo (autor de La mitad ignorada (En torno a las mujeres intelectuales de la Segunda República)) y la intervención de Ana Moreno Soriano en la presentación en Granada de La memoria dispersa, de María Teresa León.

En la sección “Marxistas de hoy” nos hacemos eco de la reciente publicación de De qué hablamos cuando hablamos de marxismo, del Catedrático y Profesor Emérito de la Universidad de Granada Juan Carlos Rodríguez, recientemente nombrado Doctor Honoris Causa de la Universidad de Almería. Lo hacemos con una reseña de Francisco Sierra, con una selección de textos de dicha publicación y con la aportación de Manuel del Pino al Festschrift dedicado a Juan Carlos Rodríguez por motivo de su jubilación.