Como buen marxista que era, Javier Navascués sabía ver el dominio ideológico de las clases dominantes en las expresiones que todos aceptamos sin rechistar como de sentido común. Entre éstas, hay una que le resultaba especialmente insidiosa porque, aun manteniendo una relación directa con los pilares del capital, inadvertidamente se cuela no solo en el lenguaje común sino también en el de la izquierda, con los consiguientes efectos en el desarrollo de sus políticas. Se trata de la expresión «poner en valor», que le disgustaba tanto que llegaba a odiarla.

Y no es para menos. Poner algo en valor es otorgable valor comercial, es ponerlo a la venta, es convertirlo en mercancía. Y sabemos desde Marx que todo adquiere la condición de mercancía cuando la fuerza de trabajo se convierte ella misma en una mercancía, cuando la propia corporeidad de la personas se pone a la venta, cuando las personas se presentan como valor de cambio. Esa es la condición de existencia del capital, aquella sin la cual la valorización capitalista no podría suceder: Si la fuerza de trabajo no se pusiera a la venta como una mercancía, el capital no podría comprarla y, en consecuencia, no podría ponerla a producir y no dispondría de mercancías cargadas de plus-trabajo para vender y completar así la valorización del dinero invertido.

Pero la fuerza de trabajo no es naturalmente una mercancía ni se convierte en mercancía porque sí, sin más. Para lograrlo el capital ha tenido que apropiarse del proceso de trabajo a través de toda una serie de mecanismos que Marx condensó en El Capital a través de la expresión «subsunción real del trabajo en el capital» [1]. Con la posesión de los medios de producción y el control de la tecnología a través de la aplicación de la ciencia, el capital logra que la fuerza de trabajo no pueda ni sepa trabajar, y por tanto que no pueda ni sepa producir lo que necesita para vivir, si no lo hace bajo su mandato. Así, el capital puede presentarse ante las personas como aquello que necesitan para ganarse la vida, lo único que tienen que hacer es aceptar la oferta de compra de su fuerza de trabajo, lo que hacen inmediatamente al no disponer de otra opción para conseguir lo que necesitan para vivir.

Qué supone esa compra-venta de la fuerza de trabajo lo sabemos perfectamente desde Marx, pero merece la pena recordarlo. El capital va a pagar por la fuerza de trabajo lo que vale, lo que cuesta producirla, esto es: el valor de lo que consume para seguir viviendo, la cantidad de trabajo necesaria para producir lo que precisa para vivir. Pero el capital va a cobrar después algo muy diferente: el valor de las mercancías que produce mediante la utilización de la fuerza de trabajo que ha adquirido, la cantidad de trabajo realizado por esta fuerza de trabajo bajo la voluntad del capital. La diferencia existente entre ambas cantidades de trabajo constituye el plus-trabajo que hace posible la valorización del capital, la generación de plus-valor.

De ahí que, efectivamente, el capital nos permite vivir pero siempre que le produzcamos plus-valor, que le produzcamos plus-trabajo, que seamos explotados tal como antes lo eran los esclavos por los amos o los siervos por los señores pero ahora como sujetos libres que venden su fuerza de trabajo, como mercancías que se venden a sí mismas al capital.

El triunfo del capital se encuentra en que esa explotación no se ve, al menos de forma directa, precisamente porque la compra-venta de la fuerza de trabajo tiene lugar en el espacio de la circulación de mercancías, en el mercado, en lo que aparece —cito palabras literales de Marx— como «el edén de los derechos humanos» donde imperan «la libertad, la igualdad, la propiedad» [2]. A la hora de comprar y vender todos somos libres, iguales y propietarios. Otra cuestión es lo que sucede después en la esfera de la producción, pues una vez vendido «su propio pellejo» —sigo citando literalmente a Marx— «no puede esperar sino una cosa: que se lo curtan» [3].

En cualquier caso, la explotación se atisba a través de sus efectos, que desgraciadamente no cesan de manifestarse trágicamente. Se atisba si se quiere ver, porque inmediatamente se tapona atribuyendo estos efectos a alguna causa colateral, como la corrupción, la especulación, etc., que alterarían el normal funcionamiento del mercado. Gracias a ello se alienta la ilusión desde las teorías económicas ortodoxas de que bastaría con eliminar esas «alteraciones» del mercado para reponer adecuadamente la «puesta en valor» de las personas y las cosas y que todo marche sin problemas en «el edén de los derechos humanos».

Javier sí que veía la causa de fondo. Por eso odiaba la expresión «poner en valor», porque odiaba la explotación que oculta su aparente inocuidad, porque veía el carácter de clase de su uso. Por eso consideraba las teorías económicas ortodoxas, sea cual sea la variante de que se trate y del ropaje pseudocientífico con que se disfrace, como coartadas para las políticas de clase. Su aplicación a lo único que pueden llevar es a la reproducción en una nueva escala de la explotación y de sus efectos y por tanto de los problemas sociales que afirman que van a resolver. Para Javier, la solución de los problemas sociales solo podía venir de otro sitio muy diferente, solo podía proceder de la respuesta activa de las clases trabajadoras y populares que los sufren.

De ahí que el empeño de Javier haya tenido siempre un carácter muy práctico y muy concreto: ¿cómo, aquí donde vivimos, en Andalucía, y a partir de todas las contradicciones existentes, organizamos con las clases trabajadoras y populares esta respuesta? Lo que siempre es un viaje por aguas turbulentas, persiguiendo un horizonte que solo se construye mientras se navega: ¿cómo, aquí donde vivimos, en Andalucía, y a partir de todas las contradicciones existentes, comenzamos con las clases trabajadoras y populares a producir lo que necesitamos para vivir sin vendernos al capital?, ¿cómo aquí y ahora podemos empezar a vivir sin explotación?

 

                Titulamos este número ¿Poner en valor Andalucía? en recuerdo de Javier Navascués y de su advertencia de que la solución de los problemas sociales de Andalucía no puede proceder de la simple aplicación de políticas económicas centradas en los mercados sino de la respuesta activa de las clases trabajadoras y populares. Se formulan varios análisis, reflexiones y propuestas que pueden servir de instrumentos en la construcción de esta respuesta: Sobre el cambio de modelo productivo en el sur de Europa, por Javier Navascués; sobre la unidad de las luchas de los trabajadores precarios, por Jaime Aja; sobre las oportunidades y límites de la lucha contra la precariedad desde los textos constitucionales, por Adoración Guamán; sobre identidad y poder en la construcción cultural andaluza, por Alejandro Ruiz Morillas; y sobre la autonomía comunicacional de Andalucía, por Francisco Sierra.

                Como novedad, abrimos una sección específica de «Feminismo» con un artículo de Silvia Federici sobre la caza de brujas, la globalización y la solidaridad feminista en África hoy día. En la sección de «Libros», se reseñan dos recopilaciones de artículos de opinión publicados periódicamente por sus autores en sendos medios de comunicación, que mantienen en común la reflexión sobre la crisis. Por un lado, El hilo de Ariadna. Reflexiones para un tiempo de crisis [4], que recoge las columnas de opinión de Ana Moreno en el Diario Ideal de Jaén, con la intervención de la autora en su presentación en Linares; y, por otro, Navegando en aguas peligrosas. Una actitud ante la crisis [5], con los escritos de Javier Navascués en su sección «Desde el chozo»  de Mundo Obrero, con el prologuista del libro Manuel López Calvo.

                La sección «Marxistas de hoy» la dedicamos a Alain Badiou. Lo hacemos con una exposición sucinta pero exhaustiva de su pensamiento que realiza Angelina Uzín Olleros, y tres textos del autor: una clase de su seminario «La inmanencia de las verdades» desarrollado en París, dictada el 3 de mayo de 2013, sobre las jóvenes mujeres; unas páginas del tomo 5 de su serie Circonstances dedicado a «La hipótesis comunista» en 2009; y el texto publicado en Le Monde el 28 de julio de 2018 bajo el título «Le capitalisme, seul responsable de l’exploitation destructrice de la nature», que relaciona los conceptos de neolítico, capitalismo y comunismo.