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INTRODUCCIÓN

La crisis teórica en la sociología y la ciencia política, expresión del colapso de los paradigmas que organizaron las actividades de esas disciplinas desde los años de la posguerra, ha abierto un vacío que se ha convertido en el campo de batalla de un conjunto de nuevas teorizaciones y enfoques epistemológicos. El trono que dejaran vacante la fugaz supremacía del «estructural funcionalismo» en la sociología y el rápido agotamiento de la así llamada «revolución conductista» en la ciencia política fue ocupado por una anémica sucesora, incapaz de conquistar el reino: la escuela de la «elección racional». Esta tuvo un momento de auge en los años ochentas y noventas del pasado siglo, pero  sus insanables debilidades teóricas y epistemológicas la condenaron rápidamente al olvido. Si el saldo de sus predecesores fue deficitario en términos teóricos, al menos dejaron un reservorio de investigaciones empíricas que sirvieron para iluminar ciertos fragmentos de la realidad social. En cambio, apagadas sus luces el saldo de la escuela de la «elección racional» es absolutamente cero. Ni progreso teórico ni acumulación de datos empíricos. Por eso el trono vacante fue ocupado por las corrientes institucionalistas de la ciencia política, que cada vez más la asimilan al Derecho por su sobrevaloración de los dispositivos legales e institucionales del Estado y por su menosprecio por las fuerzas sociales y, más generalmente, todo lo relacionado con la sociedad civil, en el sentido más propiamente marxista del término que incluye, como es sabido, el reino de las necesidades y la estructura económica de la sociedad.

Nadie podría sorprenderse que en el terreno de esta crisis paradigmática de las ciencias sociales haya hecho su aparición el «posmarxismo». Las significativas transformaciones experimentadas por las sociedades capitalistas desde los años setenta, agudizadas en los noventa con el auge de la globalización neoliberal, unidas a la desintegración de la Unión Soviética y el colapso de las «democracias populares» de Europa Oriental proyectaron al primer plano, por enésima vez, el tema de la crisis del marxismo y la sospechosa urgencia de su radical e irreversible superación. Una de las expresiones más ambiciosas en este sentido es precisamente el «posmarxismo», concebido como un gran esfuerzo de síntesis entre ciertos aspectos del legado de la obra de Karl Marx —interpretados con irrespetuosa liberalidad, en realidad, tergiversados— y algunas contribuciones teóricas producidas al amparo de tradiciones intelectuales irreconciliables con el socialismo marxista pero que en la intencionada confusión ideológica de nuestros días son consideradas como tendencialmente coincidentes. Tal como pretendemos demostrar en estas notas, el resultado final de tal empresa es una fórmula teóricamente ecléctica y políticamente estéril.

La obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe constituye una de las más conocidas contribuciones al desarrollo del pensamiento «posmarxista». Según la opinión vertida por ambos autores en el «Prefacio» a la edición española de su Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, las tesis desarrolladas en ese libro —originalmente publicado en Londres en 1985— han «estado desde entonces en el centro de un conjunto de debates, a la vez teóricos y políticos, que tienen lugar actualmente en el mundo anglosajón» (1987 [b]: p. vii [en adelante, HES]). Sin desmerecer la importancia de las reflexiones allí contenidas nos parece que esta afirmación es un tanto exagerada, producto tal vez de eso que Gramsci acertadamente llamara «la visión del campanario» y que sólo permite percibir los límites pequeños de la aldea —en este caso, una aldea del Norte de Europa— ignorando olímpicamente lo que ocurre fuera de sus murallas. Más cercano a la verdad sería afirmar que dichas tesis causaron una cierta agitación que en la actualidad (mediados del 2016) apenas si palpita en algunos círculos académicos latinoamericanos —especialmente en Argentina, Chile y México— y en una España desquiciada por décadas de políticas neoliberales e impaciente por encontrar una alternativa política a la irreversible descomposición del PSOE. En el prosaico terreno de la lucha de clases, de los partidos y movimientos sociales de América Latina la incidencia práctica de las propuestas del «posmarxismo» no ha sido más gravitante que las que en su tiempo pudieron haber tenido las teorizaciones de Wittgenstein, Derrida o Lacan. Podría argüirse que en los tramos finales de la presidencia de Cristina Fernández en la Argentina la recuperación y exaltación del populismo hecha por Laclau y Mouffe en nombre del posmarxismo tuvo un fugaz momento de gloria gracias a su congruencia con las premisas fundamentales del peronismo como ideología, a saber: la dilución de la lucha de clases en una nebulosa antinomia «pueblo-antipueblo u oligarquía», la necesaria conciliación práctica de las clases en conflicto bajo el arbitraje estatal y el completo y definitivo abandono del proyecto socialista o poscapitalista como estrella polar de cualquier proyecto transformador. La derrota electoral del kirchnerismo a manos de una derecha internacionalmente apadrinada por el Fondo Nacional para la Democracia del Congreso de Estados Unidos, el Partido Popular de España y la FAES, y la narcopolítica de Álvaro Uribe Vélez precipitaron el impiadoso entierro de las ilusiones del posmarxismo de Laclau y Mouffe en estas lejanas comarcas sudamericanas. Pero, aparentemente, esa propuesta parece haber encontrado un segundo aliento en medio del derrumbe del sistema político tradicional de España y con la aparición de Podemos, razón por la cual el examen de las perspectivas que ofrece el posmarxismo en la coyuntura actual adquiere renovada importancia.

La esterilidad práctica de la obra de Laclau y Mouffe no impidió que la misma hubiese adquirido una significativa gravitación en las ciencias sociales latinoamericanas y entre los intelectuales tributarios de las diversas corrientes en las que hoy se expresa el talante posmoderno. La inesperada muerte de Laclau en Sevilla, en Abril del 2014, de alguna manera marca el punto de no retorno de la influencia de esta corriente de pensamiento. En estas notas, por lo tanto, nos limitaremos a examinar las tesis sociológicas y políticas que nos parecen centrales en el discurso de nuestros autores. Corresponde ahora adentrarse en los complejos laberintos discursivos de la obra de nuestros autores y evaluar el resultado de su labor.

 

EL PROGRAMA «POSMARXISTA»

En reiteradas ocasiones, Laclau y Mouffe se preocuparon por señalar la naturaleza y el contenido teórico y práctico de su programa de fundación del «posmarxismo». Previsiblemente, el punto de partida no podía ser otro que la crisis del marxismo. Pero, contrariamente a lo que sostienen muchos de los más enconados críticos de esta tradición que establecen la fecha de su presunta muerte en algún indefinido momento de la década del setenta, para nuestros autores «esta crisis, lejos de ser un fenómeno reciente, se enraiza en una serie de problemas con los que el marxismo se veía enfrentado desde la época de la Segunda Internacional» (1987 [b]: p. viii). El problema, en consecuencia, viene de muy lejos, y al explorar los textos de Laclau y Mouffe se llega a una asombrosa y paradojal conclusión: en realidad, el marxismo estuvo siempre en crisis. Como veremos más abajo, este se constituye en el momento mismo en que el joven prusiano y su acaudalado y culto amigo, Friedrich Engels, ajustaban cuentas con la filosofía clásica alemana en la apacible Bruselas de 1845 y estalla en mil pedazos cuando se forma la Segunda Internacional.

Si bien una tesis tan extrema como ésta se hallaba inscripta en «estado práctico» en algunos de los artículos que Laclau y Mouffe escribieran ya en la década del setenta, es en las Nuevas Reflexiones de Laclau cuando este diagnóstico se plantea en su total radicalidad. Por eso es que a estas alturas las resonancias del pensamiento de la derecha conservadora —Popper, Hayek, y otros por el estilo— son atronadoras, especialmente cuando Laclau sostiene, en consonancia con la premisa fundamental que inspira el diagnóstico de aquéllos, que la fatal ambigüedad del marxismo «no es una desviación a partir de una fuente impoluta, sino que domina la totalidad de la obra del propio Marx» (1993, p. 246).  ¿De qué ambigüedad se trata? De la que yuxtapone una historia concebida como «racional y objetiva» —resultante de las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones de producción— a una historia dominada, según Laclau, por la negatividad y la contingencia, es decir, por la lucha de clases. En su respuesta a la entrevista que le hiciera la revista Strategies, Laclau sostiene que «esta dualidad domina el conjunto de la obra de Marx, y porque lo que hoy tratamos de hacer es eliminar aquélla afirmando el carácter primario y constitutivo del antagonismo; esto implica adoptar una posición posmarxista y no pasar a ser ‘más marxistas’, como tú dices» (1993, p. 192).

Erradicar esta supuesta ambigüedad es pues un objetivo esencial y para ello Laclau está dispuesto a arrojar al niño junto con el agua sucia. Lo anterior supone postular algo que en la peculiarísima lectura que nuestro autor hace de los textos de Marx se encuentra ausente o, en el mejor de los casos, pobremente formulado: el «carácter primario y constitutivo del antagonismo» (Laclau, 1993, p. 192). Por eso su propuesta es tan sencilla como intransigente: ante una falencia tan inadmisible como ésta, que escamotea nada menos que el antagonismo constitutivo de lo social, se hace necesario... ¡subvertir las categorías del marxismo clásico! El hilo de Ariadna para coronar exitosamente esta subversión —dicen Laclau y Mouffe— se encuentra en la generalización de los fenómenos de «desarrollo desigual y combinad» o en el tardocapitalismo y en el surgimiento de la «hegemonía» como una nueva lógica que hace posible pensar la constitución de los fragmentos sociales dislocados y dispersos a consecuencia del carácter desigual del desarrollo. Esta operación, no obstante, estaría condenada al fracaso si previamente no se arrojaran por la borda los vicios del esencialismo filosófico y el inefable «reduccionismo clasista» que le acompaña; si se desconociera el decisivo papel desempeñado por el lenguaje en la estructuración de las relaciones sociales; o si se decidiera avanzar en esta empresa sin antes «deconstruir» la categoría del sujeto (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: pp. vii-viii).

Se comprenden así las razones por las cuales el concepto de hegemonía queda instalado en un sitial privilegiado del discurso de Laclau y Mouffe. En efecto, el mismo provee el instrumental teórico mediante el cual suturar, ficticiamente en el caso de nuestros autores, la caótica e infinita intertextualidad de discursos que constituyen lo social. La noción de hegemonía, ad usum Laclau y Mouffe, permite reconstituir, voluntarísticamente y desde el discurso, la unidad de la sociedad capitalista que se presenta, en sus múltiples reificaciones y fetichizaciones, como un kaleidoscopio en donde sus fragmentos, sectores, estructuras, instituciones, organizaciones, agentes e individuos se entremezclan sólo obedeciendo al capricho de la contingencia. Es por eso que la palabra «hegemonía» remite, en la teorización de Laclau y Mouffe, a un concepto no sólo distinto sino radicalmente antagónico al que fuera desarrollado por Antonio Gramsci a finales de la década del veinte. En su medular ensayo sobre el fundador del PCI, Perry Anderson reconstruyó la historia del concepto de hegemonía, desde sus oscuros orígenes en los debates de la socialdemocracia rusa hasta su florecimiento en los Cuadernos de la Cárcel del teórico italiano (1976-1977). La inserción de dicho concepto en la teoría social y política de Marx vino de alguna manera a complementar, en la esfera de las superestructuras complejas —la política y el estado, la cultura y las ideologías—, los análisis que habían quedado inconclusos en el capítulo 52 del tercer tomo de El Capital. Pero para nuestros autores, en cambio, la centralidad del concepto de «hegemonía» certificaría el carácter insalvable del hiato existente entre el marxismo clásico y el «posmarxismo», puesto que según Laclau y Mouffe dicho concepto supuestamente remitiría a «una lógica de lo social que es incompatible» con las categorías del primero (1987[b]: p. 3 [subrayado en el original]). Así, (mal) entendida, la «hegemonía» es la construcción conceptual que habilita el tránsito del marxismo al «posmarxismo». En sus propias palabras:

 

En este punto es necesario decirlo sin ambages: hoy nos encontramos ubicados en un terreno claramente posmarxista. Ni la concepción de la subjetividad y de las clases que el marxismo elaborara, ni su visión del curso histórico del desarrollo capitalista, ni, desde luego, la concepción del comunismo como sociedad transparente de la que habrían desaparecido los antagonismos, pueden seguirse manteniendo hoy. (1987 [b]: p. 4).

 

No es un dato menor constatar que esta formulación surgida de la pluma de quienes se pretenden continuadores y reelaboradores del marxismo es más lapidaria que la que postula uno de los más conocidos exponentes del neoconservadurismo estadounidense, Irving Kristol. Para éste, la muerte del socialismo «tiene contornos trágicos» por cuanto conlleva la desaparición de un «consenso civilizado», fundado en argumentos serios aunque inaceptables desde el punto de vista de la burguesía, en relación al funcionamiento del capitalismo liberal (1986, p. 137). Curiosamente, la condena de Laclau y Mouffe a los «errores» supuestamente incurables del marxismo es aún más terminante que la que encontramos nada menos que en la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II, en donde éste reconoce —¡cosa que muy bien se cuidan de hacer nuestros autores!— las «semillas de verdad» contenidas en dicha teoría. En cambio, éstos se hallan más próximos a un coterráneo del papa Wojtila: nos referimos a Leszek Kolakowski, quien desde las posturas de una derecha reaccionaria que no pierde el tiempo con sutilezas argumentales ha fulminado al marxismo como «la mayor fantasía de nuestro siglo», o una teoría que «en un sentido estricto fue un nonsense, y en un sentido lato un lugar común» (1981, vol. iii, pp. 523-524).

La simple comparación de estos diagnósticos tiene un propósito pedagógico: ubicar con precisión el terreno ideológico sobre el cual se construye el gris edificio del «posmarxismo», situado sin duda alguna a la derecha se Su Santidad y en compañía de la tardía reacción de la pequeña aristocracia polaca. Nace un interrogante: ¿es verosímil pensar que a partir de estas arcaicas bases ideológicas pueda gestarse una genuina «superación» del marxismo, suponiendo que la misma pudiese dirimirse en el terreno de las ideas y la retórica? Otro: ¿hay algunos «residuos» salvables, recuperables, del marxismo clásico? En caso afirmativo, ¿qué hacer con ellos y cuál es su destino? La respuesta de nuestros autores parece mucho menos inspirada en la tradición de la filosofía política occidental que en las metáforas del misticismo oriental. Tras las huellas de Buda, quien habría sentenciado que así como los cuatro ríos que desembocan en el Ganges pierden sus nombres en cuanto mezclan sus aguas con las del río sagrado, el futuro del arroyuelo marxista no puede ser otro que diluirse en el gran río sagrado de la «democracia radicalizada» [...]«legando parte de sus conceptos, transformando o abandonando otros, y diluyéndose en la intertextualidad infinita de los discursos emancipatorios en la que la pluralidad de lo social se realiza.» Amén. (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 5).

 

LA CUESTIÓN DE LA HEGEMONÍA

A partir de los planteamientos anteriores se comprende la centralidad que asume la cuestión de la hegemonía en el modelo teórico de Laclau y Mouffe: se trata nada menos que del instrumento que les permite reconstruir a su antojo la fragmentación ilusoria de lo social, de suerte tal que un discurso sobre la sociedad sea inteligible. Tal como era de esperar habida cuenta del itinerario de sus razonamientos, la concepción de la hegemonía a la que arriban Laclau y Mouffe se instala muy lejos de las fronteras que definen y caracterizan al marxismo como una teoría claramente diferenciable y delimitable en el campo de las ciencias sociales. Esto, en sí mismo, nada tiene de malo o de censurable: otros autores han utilizado la palabra «hegemonía» en un sentido que poco o nada tiene que ver con el marxismo, dando pie a una interesante discusión teórica y a un esclarecedor cotejo de potencialidades explicativas (Keohane, 1987; Nye, 1990). Lo que introduce un elemento inaceptable de confusión —y recordemos con Bacon que toda ciencia progresa a partir del error y no de la confusión— es el hecho de que Laclau y Mouffe pretendan referir los frutos de su idiosincrática teorización sobre la hegemonía a un añoso tronco, el marxismo, que a estas alturas les es completamente ajeno. Vayamos al grano.

En efecto, para nuestros autores la hegemonía es una vaporosa «superficie discursiva» cuya relación con la teoría marxista se plantea en estos términos:

 

Nuestra conclusión básica al respecto es la siguiente: detrás del concepto de ‘hegemonía’ se esconde algo más que un tipo de relación política complementario de las categorías básicas de la teoría marxista; con él se introduce, en efecto, una lógica de lo social que es incompatible con éstas últimas. (1987 [b]: p. 3 [subrayado en el original]).

 

La conclusión implícita de este razonamiento —en realidad una mera ocurrencia— es que Gramsci no entendió nada, que no tuvo la menor idea de la verdadera naturaleza de la relación entre las categorías que estaba forjando —que él equivocadamente creía que pertenecían a la tradición marxista— y las que habían creado Marx y Engels, y que el conjunto de su teorización, que giraba en torno al concepto crucial de hegemonía, en realidad aludía a una lógica de lo social que era incompatible con la que postulaban Marx y Engels. No hace falta ser un «marxólogo» o «gramsciólogo» diplomado para caer en la cuenta de lo descabellado de esta interpretación. Es precisamente por eso que no se comprenden las razones por las cuales Laclau y Mouffe refieren permanentemente sus elaboraciones a un aparato teórico y conceptual como el marxismo, que postula una lógica de lo social irreconciliable con la que brota de sus peculiares reelaboraciones argumentativas. 

Si esto es así, el status epistemológico del famoso «posmarxismo» se reduce a un dato banal: los límites entre el marxismo y el «posmarxismo» estarían trazados por consideraciones burdamente cronológicas. Tal vez en el campo minado de las ciencias sociales esto no suene demasiado absurdo, pero sin duda que en la física a nadie se le ocurriría aplicar a un modelo teórico el calificativo de «post-einsteiniano» por el sólo hecho de haber sido desarrollado con posterioridad a Einstein, y muy especialmente si estas contribuciones abjuran con entusiasmo de las premisas centrales de la teoría de la relatividad y postulan un modelo interpretativo antagónico al de aquél. En este caso el prefijo «pos» remitiría a un dato pueril: la mera sucesión temporal. De este modo el «pos» oculta que se trata en realidad de una ruptura y un abandono, en vez de ser la continuidad —renovada, crítica, creativa— de un proyecto teórico. Esto quedó claramente expresado en la entrevista que la revista Strategies le hiciera a Ernesto Laclau en marzo de 1988, ocasión en la cual éste reafirmó que la categoría de «hegemonía» equivale a un «punto de partida de un discurso ‘posmarxista’ en el seno del marxismo», y que permite pensar a lo social como resultado de «la articulación contingente de elementos en torno de ciertas configuraciones sociales —bloques históricos— que no pueden ser predeterminadas por ninguna filosofía de la historia y que está esencialmente ligada a las luchas concretas de los agentes sociales» (1993, p. 194).

Estamos pues en presencia de un discurso neo-estructuralista que recupera la crítica de Althusser a propósito de la «eficacia específica» de la superestructura, pero lo hace asumiendo el núcleo fundamental (y no sólo su revalorización de los elementos superestructurales) de la propuesta althusseriana sobre la ideología. Ésta es, en la interpretación del autor de La revolucion teórica de Marx, una «práctica productora de sujetos», con lo cual se sientan las bases para una relectura en clave idealista del marxismo que se presenta, sin embargo, con los ropajes de una supuesta renovación «antirreduccionista» o, en los últimos trabajos de Laclau, como el manifiesto liminar del «posmarxismo». En su formulación positiva, esta posición se expresa en la «reivindicación» de la temática gramsciana de la hegemonía entendida, claro está, desde la concepción althusseriana de la ideología que obliga a imaginar un Gramsci que, en realidad, sólo existe en las cabezas de Laclau y Mouffe.

En efecto, ¿de qué Gramsci se trata? De un Gramsci que, como correctamente anota Laclau, considera a la ideología no como un sistema de ideas o la falsa conciencia de los actores sino como un «todo orgánico y relacional, encarnado en aparatos e instituciones que suelda en torno a ciertos principios articulatorios básicos la unidad de un bloque histórico», con lo cual se cierra la posibilidad de una visión «superestructuralista» de la cultura y la ideología. Donde Laclau y Mouffe se equivocan, sin embargo, es en su apreciación de que en Gramsci los sujetos políticos se difuminan en enigmáticas voluntades colectivas y en su negación del hecho de que los «elementos ideológicos articulados por la clase hegemónica» tengan necesariamente una pertenencia de clase (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 78).

Es precisamente por esto que, un par de páginas después, ambos autores muestran su desazón ante la persistencia del marxismo de Gramsci, para quien todo discurso hegemónico siempre remite —aunque sea a través de una larga cadena de mediaciones— a una clase fundamental. Este «núcleo duro» del pensamiento del fundador del PCI constituye un obstáculo insalvable para las pretensiones del posmarxismo, por cuanto el axioma idealista de la indeterminación de lo social —o mejor, de su azarosa y contingente determinación por el discurso— se estrella contra lo que con llamativa soberbia denominan una concepción «incoherente» de Antonio Gramsci, puesto que:

 

vemos que hay dos principios del orden social —la unicidad del principio unificante y su carácter necesario de clase— que no son el resultado contingente de la lucha hegemónica, sino el marco estructural necesario dentro del cual toda lucha hegemónica tiene lugar. Es decir, que la hegemonía de la clase no es enteramente práctica y resultante de la lucha, sino que tiene en su última instancia un fundamento ontológico. [...] La lucha política sigue siendo, finalmente, un juego suma-cero entre las clases. (Laclau y Mouffe, 1987 [b]: p. 80)

 

Sería largo tratar de dibujar el abismo insalvable que separa la concepción marxista de la hegemonía con la que caracteriza a la obra de Laclau y Mouffe. Recordemos que para el italiano la hegemonía tenía un fundamento clasista y se arraigaba fuertemente en el suelo de la vida material. No es la religión quien hace a los hombres, ni son los discursos hegemónicos quienes crean los sujetos de la historia. Por cierto que, para Gramsci, la aparición de la hegemonía no es automática ni se deriva mecánicamente del desarrollo de las fuerzas productivas. Es bien conocido el hecho de que la constitución del proletariado en fuerza social autónoma y consciente es un proceso, largo, complicado y dialéctico. Es la práctica histórica de la lucha de clases la que permite transitar ese ancho espacio que divide la clase «en sí» de la clase «para sí», y en esta transición no hay nada mecánico ni predestinado; y antes de la constitución autónoma del proletariado como fuerza social es impensable cualquier intento de fundar un proyecto contra-hegemónico al de la burguesía.

Contrariamente a lo que se plantea en las formulaciones «posmarxistas», Gramsci nunca dejó de señalar el firme anclaje de la hegemonía en el reino de la producción. Con una sensibilidad que lo aleja del riesgo de cualquier reduccionismo sostenía que «si la hegemonía es ético-política no puede no ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función decisiva que ejerce el grupo dirigente en el núcleo decisivo de la actividad económica» (1966, p. 31 [la traducción es nuestra]).

La hegemonía, diría también Gramsci en otro de sus escritos, es liderazgo político y «dirección intelectual y moral», pero esta supremacía no es aleatoria sino que, en sus propias palabras «nace de la fábrica». Surge en el terreno originario de la producción y es allí donde se encuentra su raíz, aun cuando para su pleno desarrollo debe necesariamente trascender las fronteras de su espacio primigenio. Y en el mundo de la producción hasta Weber coincide con Marx en afirmar que nos encontramos con las clases sociales. Es por eso que la hegemonía de una clase, y el bloque histórico que sobre aquélla se pretenda fundar, se enfrenta en su materialización con límites impuestos por las condiciones económicas, sin que esto signifique, por cierto, concebir esta restricción en un sentido determinista, absoluto y exclusivo, es decir, «reduccionista». Como vemos, la concepción gramsciana nada tiene que ver con el economicismo ni, menos aún, con el idealismo de aquellas concepciones según las cuales el discurso inventa sus propios «soportes terrenales». No negamos que el problema de la hegemonía pueda —aún equivocadamente— plantearse en esos términos. Creemos, sin embargo, (a) que éste no es un modo adecuado de encarar el asunto, toda vez que peca de una inadmisible unilateralidad; (b) que un abordaje de este tipo se sitúa más allá de los límites del materialismo histórico y que, por consiguiente, resulta una operación imposible de fundamentar acudiendo al rico y fecundo legado gramsciano.

Esta «deconstrucción posmarxista» de la hegemonía cierra su círculo con una mistificación absoluta del concepto, y en cuanto tal sufre de los mismos defectos que el joven Marx advirtiera en el idealismo hegeliano. Por eso es que nos parece pertinente recordar sus palabras:

 

Hegel adjudica una existencia independiente a los predicados, a los objetos. [...] El sujeto real aparece después, como resultado, en tanto que hay que partir del sujeto real y considerar su objetivación. La sustancia mística llega a ser, pues, sujeto real, y el sujeto real aparece como distinto, como un momento de la sustancia mística. Precisamente porque Hegel parte de los predicados de la determinación general en lugar de partir del ser real [sujeto], y como necesita, sin embargo, un soporte para esas determinaciones, la idea mística viene a ser el soporte. (Marx, 1979: p. 33).

 

Para resumir, la «renovación posmarxista» de la teoría de la hegemonía tiene mucho más en común con el idealismo hegeliano que con la teoría marxista. En cuanto tal, se limita a recortar caprichosamente ciertos aspectos parciales y descontextualizados de la temática gramsciana, los cuales son reinterpretados en clave idealista para así fundamentar una concepción de lo social que se halla en las antípodas del marxismo y que, lejos de ser su superación, implica un gigantesco salto hacia atrás, a las concepciones hegelianas sobre el Estado y la política. Laclau y Mouffe están en lo cierto al propiciar, al igual que numerosos teóricos marxistas, una radical revalorizacion del crucial papel que le caben a la ideología y a la cultura, asuntos por los cuales el marxismo vulgar ha demostrado un injustificable desprecio. Sin embargo, su tentativa naufraga en los arrecifes de un «nuevo reduccionismo» cuando su crítica al esencialismo clasista y al economicismo del marxismo de la Segunda y la Tercera Internacionales remata en la exaltación de lo discursivo como un nuevo y hegeliano deus ex machina de la historia. Para su desgracia, no hay un reduccionismo «bueno» y otro «malo»; no existe el reduccionismo virtuoso —no esencialista, no economicista— capaz de conjurar los males ocasionados por su gemelo vicioso.

 

¿RENOVACIÓN O LIQUIDACIÓN DEL MARXISMO?

A lo largo de toda su obra, Laclau se ha reconocido «dentro» del marxismo. A esta altura de su trayectoria intelectual, y teniendo a la vista las extravagantes conclusiones a las que llega su pensamiento, es legítimo preguntarse acerca del «lugar teórico» donde efectivamente se encuentra parado. En este sentido, la crítica que formulara Agustín Cueva a los «posmarxistas» latinoamericanos conserva en el caso de Laclau toda su pertinencia. Decía aquél que con la expresión «posmarxista» se quería transmitir la equívoca impresión de un corpus teórico que era a la vez continuador y superador del legado de Marx, cuando en realidad este calificativo resume la producción de un conjunto de autores que alguna vez habían sido marxistas pero que ya no lo eran más. En este sentido, concluía Cueva, el «posmarxismo» debería en rigor denominarse «ex marxismo» (1988, p. 85).

Sin embargo, es obvio que Laclau no cede posiciones muy fácilmente. Pese a que sus contradicciones con el pensamiento de Marx son flagrantes y sus diferencias insalvables, persiste empecinadamente en referenciar sus construcciones conceptuales en la obra del autor de El Capital. En un acto de aberrante necrofilia intelectual extiende un nuevo «certificado de defunción» del marxismo para luego afirmar, sin falsos escrúpulos ni remordimientos, que se ha quedado con los mejores despojos del difunto. Según sus propias palabras «yo no he rechazado al marxismo. Lo que ha ocurrido es muy diferente, y es que el marxismo se ha desintegrado y creo que me estoy quedando con sus mejores fragmentos» (Laclau, 1993, p. 211).

Ante lo temerario de esta afirmación cabe formular dos observaciones. Primero, sobre la «desintegración» del marxismo, asimilada por Laclau a la implosión de la URSS y al colapso del bloque de las así llamadas «democracias populares» del Este europeo. Cualquier historiador de las ideas podría rebatir su aseveración apuntando, por un lado, a la «autonomía relativa» de los sistemas de pensamiento en relación con sus fundamentos estructurales. No deja de ser paradojal que un autor como Laclau, obsesionado por la miseria del reduccionismo, caiga en un razonamiento tan groseramente reduccionista como los que ha combatido con fiereza en sus adversarios. La grandeza de la filosofía griega no se derrumbó con la decadencia de Atenas; el cristianismo sobrevivió primero a la caída del Imperio Romano, que lo había proclamado su «religión oficial», y más tarde a la descomposición del orden feudal que había colaborado en sacralizar; y el liberalismo no sucumbió pese a las dramáticas transformaciones experimentadas por la sociedad burguesa desde la segunda mitad del siglo xvii. ¿Por qué el marxismo habría de ser la excepción? ¿Por el colapso de la Unión Soviética? No parece un argumento serio, digno de ser esgrimido por quien se autoproclama como el heredero de los mejores fragmentos de la obra de Marx. Podríamos reconocer, sin duda alguna, que el derrumbe del sistema de relaciones sociales sobre los cuales reposan los distintos productos culturales, desde el arte hasta la filosofía, modifican en parte su carácter y su función social. Pero de ahí a pregonar su «desintegración» o su desaparición hay un largo trecho. Previamente habría que demostrar, claro, que el marxismo como ciencia y como filosofía era una criatura engendrada por la revolución de Octubre y que sólo sobreviviría como un parásito cultural del régimen soviético. Por supuesto que estas elementalísimas consideraciones no fueron ni siquiera contempladas por nuestro autor.

En segunda instancia, Laclau parecería ignorar que el marxismo como corpus teórico ya ha dado muestras de su capacidad para sobreponerse a las atrocidades y bancarrota de los regímenes políticos y partidos que se fundaron en su nombre. Es más, en el plano de la teoría social se ha producido un saludable despertar del interés por las ideas de la tradición marxista, cosa que ya se ha hecho evidente especialmente en el mundo anglosajón, en partes de Europa occidental y, en menor medida, en América Latina. Esto se refleja, entre otras cosas, en el número creciente de cátedras, estudios, revistas y publicaciones dedicadas al tema, algo embarazoso para quienes, como Laclau, se empeñaron en anunciar la muerte del marxismo. En la conferencia inaugural que Eric Hobsbawm pronunciara en el encuentro internacional reunido en mayo de 1998 en París, para conmemorar el sesquicentenario de la publicación del El Manifiesto Comunista, el historiador británico sostuvo que la inusitada repercusión mundial de dicha celebración —reflejada en publicaciones masivas tan poco propensas a exaltar los méritos o la validez del marxismo como la revista New Yorker o los periódicos The New York Times o Los Angeles Times— hubiera sido simplemente impensable hace menos de diez años atrás, cuando los fragores del derrumbe del Muro de Berlín hicieron que muchos creyeran que bajo sus escombros yacía no sólo el «socialismo realmente existente» sino también el marxismo como teoría social. Laclau y Mouffe se cuentan ciertamente entre aquellos que confundieron al marxismo con el estalinismo. En todo caso, las ambigüedades y las incertidumbres generadas por tan temeraria identificación retornan por la puerta trasera del «posmarxismo» cuando Laclau no cesa de referirse obsesivamente a un objeto que, según sus propias palabras, se ha desintegrado y ya no existe. Pues, si así fuera: ¿cómo entender tamaña obstinación para pelearse con un muerto? En el Leviatán Thomas Hobbes recordaba con su habitual sarcasmo que «los hombres contienden con los vivos, no con los muertos» y que quienes incurren en tales prácticas sólo certifican con su empecinamiento la vitalidad del presunto difunto (1980, p. 80).

Por otra parte, la desafortunada frase «quedarse con los mejores fragmentos» revela elocuentemente la extraordinaria penetración del pensamiento positivista en las huestes del «posmarxismo», y sería difícil convencer a un observador imparcial que la adhesión a una tradición epistemológica tan desacreditada en nuestros días como el positivismo pudiera ser interpretada como un signo de audaz innovación intelectual. En relación a esto remitimos al lector a las observaciones realizadas en el capítulo anterior y en particular a los análisis de Gyorg Lukács sobre el tema (1971, p. 27). El pensamiento fragmentador, rasgo distintivo del positivismo, es incapaz de aprehender la realidad en su totalidad, descompone sus partes y las reifica como si fueran entidades autónomas e independientes: ergo, la economía, la sociología, la antropología, la ciencia política, la geografía y la historia se constituyen como «ciencias sociales» autónomas y separadas, cada una de las cuales ofrecen sus inútiles «explicaciones» especializadas referidas a fragmentos ilusorios de lo social —la economía, la sociedad, la cultura, la política, etc.— carentes en su aislamiento de toda sustancialidad.

 

LIQUIDAR LA CARICATURA

Laclau tanto como Mouffe consideran necesario fundar el «posmarxismo», para abandonar una vieja tradición cuyos manantiales habrían estado envenenados desde sus orígenes. Sin embargo, a lo largo de su extensa obra no se encuentran argumentos valederos y convincentes que respalden esta pretensión. Más allá de su rebuscada retórica lo que queda, en el fondo, es un lugar común: una crítica en bloque al marxismo tal como se reitera desde el mainstream de las ciencias sociales norteamericanas, salpicada aisladamente con alguna que otra interesante observación la que, sin embargo, no alcanza a corregir las distorsiones interpretativas que vician el conjunto de sus planteamientos.

Una muestra pequeña pero harto significativa de la ligereza con que se encara la crítica de la tradición marxista la provee, por ejemplo, la extensa cita del famoso «Prólogo» de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política que Laclau reproduce en Nuevas Reflexiones (1993, p. 22). Este pasaje fue tomado de una traducción al español de un texto originalmente escrito en alemán y a partir del cual se «certificaría» científicamente el carácter determinista del marxismo con las pruebas que ofrece una palabra —bedingen— torpemente traducida, por razones varias y acerca de las cuales es preferible no abundar, como equivalente a «determinar», bestimmen en alemán. Sin embargo, de acuerdo al Diccionario Langenscheidts Alemán-Español los verbos bedingen y bestimmen tienen significados muy diferentes. Mientras que traduce al primero como «condicionar» (admitiendo también otras acepciones como «requerir», «presuponer», «implicar», etc.), el verbo bestimmen es traducido como «determinar», «decidir», o «disponer». En el famoso pasaje del «Prólogo» Marx utilizó el primer vocablo, bedingen, y no el segundo, pese a lo cual la crítica tradicional del pensamiento liberal burgués —del cual el «posmarxismo» es claramente tributario— ha insistido en subrayar la afinidad del pensamiento teórico de Marx con una palabra que éste prefirió omitir utilizando otra en su lugar. Habida cuenta de la maestría con que Marx se expresaba y escribía en su lengua materna y del cuidado que ponía en el manejo de sus términos, la sustitución de un vocablo por el otro difícilmente podría ser considerada como una inocente travesura del traductor o como un desinteresado desliz de los críticos de su teoría. Que Laclau no haya reparado en un «detalle» como éste, en el contexto de acusaciones teóricas tan categóricas como las que formula, habla de una ligereza de juicio excesivamente riesgosa.

Esta sesgada interpretación de la voz en cuestión reaparece nuevamente, también en Nuevas reflexiones, en el contexto de una polémica con Norman Geras y que lleva a Laclau a cometer un nuevo error al afirmar que «el modelo base/superestructura afirma que la base no sólo limita sino que determina la superestructura, del mismo modo que los movimientos de una mano determinan los de su sombra en una pared» (1993, p. 128 [subrayado en el original]). Este pasaje da pie a dos breves observaciones: primero, tal como lo vimos más arriba, Marx empleó la palabra «condicionar» y no «determinar». Por lo tanto, no estamos aquí en presencia de una discusión hermenéutica acerca de la «interpretación» correcta de lo que Marx realmente dijo sino de algo mucho más elemental: del pertinaz empecinamiento de sus críticos a aceptar que él dijo lo que quería decir y que al elegir el término bedingen en lugar de bestimmen Marx explícitamente rechazó el uso de una palabra que le habría impreso un giro fuertemente determinista a todo su argumento teórico. Sea por ignorancia o por un arraigado prejuicio lo cierto es que la flagrante tergiversación de lo que Marx dejó prolijamente escrito en buen alemán ha potenciado los gruesos errores interpretativos de Laclau en relación con la teoría marxista. Segundo, y esto puede ser apenas una curiosidad: ¿qué marxista digno de ese nombre utiliza en estos días un modelo determinista como el de «la mano y su sombra» que tanto inquieta el sueño de Laclau y Mouffe?

 

UNA ESTRATEGIA SOCIALISTA... ¡PARA CONSOLIDAR EL CAPITALISMO!

A todo lo anterior podría agregarse una afirmación del propio Laclau, cuando dice que hay una buena razón política para hablar de «posmarxismo», y es la conveniencia de hacer con el marxismo lo mismo que se ha hecho con otras ideologías (como el liberalismo o el conservadurismo, por ejemplo): convertirlo en un «vago término de referencia política, cuyo contenido, límites y alcance debe ser definido en cada coyuntura». El marxismo, pulcramente diluido, se convertiría en un «significante flotante» tan misterioso como inocuo que abriría la posibilidad de construir ingeniosos «juegos de lenguaje», a condición, advierte Laclau con severidad, de que mediante los mismos «no se pretenda descubrir el real significado de la obra de Marx» pues tal cosa carece de relevancia (1993, p. 213). El propósito de esta operación es de una claridad meridiana: se trata de liquidar el marxismo —y, por extensión, el socialismo— como utopía liberadora y como proyecto de transformación social, diluyéndolo en el magma neoconservador del «fin de las ideologías». En este sentido, las implicaciones «reaccionarias» de la obra de Laclau y Mouffe son evidentes y quedan claramente expuestas desde las páginas iniciales de su Hegemonía y estrategia socialista, cuando en el mismo «Prefacio a la edición española» se sostiene que en dicho libro se plantea una:

 

redefinición del proyecto socialista en términos de una radicalización de la democracia; es decir, como articulador de las luchas contra las diferentes formas de subordinación de clase, de sexo, de raza, así como de aquellas otras a las que se oponen los movimientos ecológicos, antinucleares y antiinstitucionales. Esta democracia radicalizada y plural, que proponemos como objetivo de una nueva izquierda, se inscribe en la tradición del proyecto político ‘moderno’ formulado a partir del Iluminismo. (1987, p. ix)

 

Ningún socialista podría disentir de tan bellos propósitos, siempre y cuando el logro de estas metas no implique sacrificar el objetivo de superar históricamente el capitalismo, algo que ni siquiera Edouard Bernstein —«revisionista» pero socialista al fin— estuvo dispuesto a admitir. Sin embargo, esto es precisamente lo que encontramos al final del laberíntico discurso de Laclau y Mouffe: el socialismo se ha volatilizado por completo toda vez que el objetivo supremo de la nueva izquierda es una democracia «radicalizada y plura»l. De este modo se pone fin al trayecto teórico-político recorrido por nuestros autores: tras comenzar con una crítica epistemológica y abstracta a los marxismos de la Segunda y la Tercera Internacionales se concluye con una sigilosa capitulación en donde el objetivo esencial del socialismo, la sustitución de la sociedad capitalista por otra más justa, humana y liberadora, queda definitivamente silenciado en aras de una tan etérea como inverosímil e ilusoria «profundización» de la democracia. Sin decirlo, los autores comparten las tesis de Francis Fukuyama y toda la derecha moderna que consagra el capitalismo como el estadio final de la historia humana. Así, la supuesta renovación del marxismo se efectuó tan meticulosamente y con tanto ahínco que en su fervor innovador sus mentores terminaron pasándose al bando contrario: en su rápido desplazamiento arrojaron por la borda la crítica al capitalismo y la necesidad de superarlo, convirtiéndose objetivamente en sus sibilinos apologistas.

Lo anterior salta a la vista cuando se examina más detenidamente el significado de la «democracia radicalizada» de Laclau y Mouffe y la obra posterior de ambos autores, en donde su lisa y llana adhesión al liberalismo se manifiesta sin ninguna clase de cortapisas. El debate ya no es con «los restos del marxismo» sino en cómo situarse entre Rawls y Rorty.  ¡Qué demonios tiene que hacer un comunista entre Rawls y Rorty! En todo caso, y retomando el hilo de nuestra argumentación, nos parece cuestionable tanto desde el punto de vista de la rigurosidad intelectual como desde la coherencia política, tratar un tema como el de la radicalización de la democracia sin por lo menos proceder a reexaminar lo que Rosa Luxemburg, desde el corazón mismo de la tradición marxista, escribiera al respecto. Una reflexión como la que hacen Laclau y Mouffe, cual si fueran Adán y Eva el primer día de la creación del mundo, poco ayuda a su autodeclarado propósito de renovar críticamente el pensamiento marxista. En segundo término, el planteamiento de nuestros autores es por lo menos vago, y por momentos peligrosamente confuso. En efecto, no se puede afirmar alegremente que «la tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural» (1987 [b]: p. 199).

Laclau y Mouffe son profesores de teoría política y no pueden ignorar que la posibilidad de «profundizar y expandir» la ideología liberal-democrática no es algo que pueda hacerse mediante un ejercicio retórico o una invocación a la buena voluntad de hombres y mujeres, al margen de los condicionantes que dicha ideología tiene en función de su articulación —nada contingente, por cierto— con una estructura de dominio y explotación clasista, en cuyo seno dicha ideología se desarrolló y a cuyos intereses fundamentales sirvió diligentemente durante tres siglos. Aquí el «instrumentalismo» de Laclau y Mouffe es tan burdo que recuerda a esa verdadera caricatura del leninismo que los autores construyeron en su obra con el ánimo de despacharlo sin ningún tipo de reparos. Sólo que el nuevo «instrumentalismo» de Laclau y Mouffe pertenece, aparentemente, a una variedad benigna que no despierta la menor preocupación en nuestros autores. ¿Creen éstos que es tan sencillo «hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo» (1987 [b]: p. 199)? Si así fuera, la historia de la democracia habría sido muchísimo más pacífica y apacible: hubiera bastado con ir de a poco debilitando los vínculos entre liberalismo y explotación clasista para que, una radiante mañana, los burgueses liberales hubiesen amanecido como demócratas radicales ad usum Laclau y Mouffe. ¿Por qué si el liberalismo tiene una historia tres veces centenaria la democracia es una frágil y reciente adquisición de algunas pocas sociedades capitalistas? ¿Será porque a nadie se le ocurrió pensar en producir esa ruptura entre liberalismo y dominación burguesa? ¿O será tal vez porque esa tarea de profundizar y expandir la democracia liberal en una dirección «radicalizada y plural» tropieza con límites estructurales y de clase que hacen que dicha empresa requiera para su materialización lo que con mucha elegancia Barrington Moore denominaba «una ruptura violenta con el pasado», es decir, una revolución (1966). ¿Por qué será que Laclau y Mouffe no pueden citar ni un sólo ejemplo de una democracia «radicalizada y plural» en el capitalismo contemporáneo? Respuesta: porque no existe.

Nuestros autores pueden formular estas temerarias propuestas acerca de la ilimitada elasticidad ideológica del liberalismo porque su visión «posmarxista» del mundo les impide percibir lo social como una totalidad y el «efecto embudo» de su perspectiva teórica les inhibe apreciar las conexiones existentes entre discursos, ideologías, modos de producción y estructuras de dominación. La radical e insuperable fragmentación de la realidad social tal cual ésta aparece en los meandros de su argumentación hace que todo sea posible, hasta una conversión del liberalismo y su transformación en una ideología democrática en donde por imperio de los «juegos de lenguaje» y los «significados flotantes» se disuelven todos los condicionamientos clasistas, sexistas, racistas, lingüísticos, religiosos y culturales que caracterizaron al liberalismo desde sus orígenes. Ni siquiera un conservador ilustrado como Tocqueville creía que esto fuera posible, para no hablar de Max Weber, pero esto no arredra la audacia de nuestros autores.

 

LAS TRAMPAS DE LA COYUNTURA Y EL DESCENSO A LOS INFIERNOS DEL «POSMARXISMO»

Las urgencias de la coyuntura y la necesidad de dar respuestas concretas a los desafíos que propone han tenido la virtud de contribuir a despejar el enigma que rodeaba algunos argumentos cruciales de los teóricos del «posmarxismo», y por cierto que no exclusivamente de Laclau y Mouffe. En efecto, los alcances efectivos de la fórmula de la «democracia radicalizada y plural» o la exhortación a «redefinir» el proyecto socialista en términos de la radicalización de la democracia, por ejemplo, permanecían en las brumas de un discurso hermético y solipsista que si bien suscitaba muchas dudas —algunas de las cuales fueron expuestas más arriba— tampoco ofrecía flancos demasiado fáciles para la crítica. El monótono paisaje político de América Latina sometida en la época en que nuestros autores exponían sus teorías al dominio de partidos o coaliciones neoliberales que prevalecían por doquier era un obstáculo insalvable a la hora de aquilatar los contenidos concretos de la propuesta posmarxista. Pero a partir de los nuevos vientos que barrieron la región desde el ascenso de Chávez a la presidencia de Venezuela se hizo posible aplicar aquella vieja receta del «Hic Rhodas, hic salta» y exigirle a los posmarxistas que demuestren en la práctica lo que alegaban en sus escritos.

Afortunadamente, una entrevista realizada a Laclau hacia finales de 1997 en Buenos Aires permitió comenzar a establecer los verdaderos límites prácticos de la propuesta posmarxista. Posteriormente, su activo involucramiento en la política argentina hasta convertirse en el principal referente intelectual del kirchnerismo ayudó a esclarecer de manera definitiva esta situación. En aquella entrevista (González, 1997, p. 20) se despejó claramente el halo de misterio que rodeaba los razonamientos de Laclau y Mouffe. Porque, ¿cómo era posible teorizar sobre tantas formas de opresión —de clase, de género, de raza, religiosas, lingüísticas, amén de las luchas en defensa del medio ambiente, por la paz y el estado de derecho— haciendo total abstracción de la estructura y la dinámica del capitalismo contemporáneo y sus tendencias hacia la concentración monopólica de la riqueza y el poder, la superexplotación de las masas populares, el pillaje imperialista de las regiones periféricas y la destrucción del medio ambiente? Contribuía aún más a la perplejidad de estudiosos y críticos, discípulos y colegas por igual, la llamativa ausencia de ejemplos concretos que perfilasen los rasgos distintivos de la «democracia radicalizada y plural» de Laclau y Mouffe que tantas esperanzas abría supuestamente para las víctimas de todo tipo de opresión.

Ahora, gracias a la incursión de Laclau sobre la coyuntura argentina el enigma se ha develado. Por una de esas crueles ironías de la historia aquel paraíso democrático y radicalizado tan pletórico de promesas que nos pintaban nuestros autores no resultó ser otro que... ¡el capitalismo neoliberal! Recurriendo una vez más a figuras metafóricas del agrado de Marx, «¡la montaña parió un ratón!» Sí; el capitalismo liberal, el mismo que en la Argentina fuera producto de un plan que, según Laclau, fue «aplicado por el menemismo con un criterio estrictamente burocrático y con la pasividad del resto de la población». De este modo, las insanables injusticias constitutivas del modelo más reaccionario en la historia del capitalismo argentino aparecen como productos de accidentales desviaciones burocráticas o «errores de ejecución» del menemismo y, ¿por qué no?, de la resignada aquiescencia del conjunto de la población que según el filósofo posmarxista —imperturbable ante el espejismo de los paros nacionales, cortes de rutas, puebladas, carpas docentes e innumerables marchas de protesta contra las políticas del menemismo— habría aceptado con ovejuna mansedumbre la medicina estabilizadora de los tecnócratas. Por eso Laclau se congratulaba de que una de las figuras emblemáticas del progresismo y de la tristemente célebre Alianza llamada a destronar al menemismo, Carlos «Chacho» Álvarez, hubiese declarado que «los lineamientos generales del plan de estabilización (de Menem) no van a ser modificados por la Alianza». Y poniendo en sintonía su discurso supuestamente «superador» del marxismo con el pensamiento único del neoliberalismo Laclau concluye: «Creo que está muy bien que diga eso porque no hay una política alternativa». Los memoriosos no dejarán de recordar que fue precisamente ése —TINA, «There Is No Alternative»— el slogan publicitario de Margaret Thatcher en sus días de gloria, consigna repetida entre nosotros ad nauseam por una pléyade de divulgadores vernáculos del neoliberalismo, inconscientes precursores del «posmarxismo» en estas dolientes regiones de la periferia.

Debido a esta capitulación ideológica Laclau no tiene dudas acerca de lo que debería hacer la Alianza para diferenciarse del gobierno menemista: «ampliar el consenso democrático alrededor del plan». ¡Sí!, leyó bien: reforzar la legitimidad de un modelo económico que generó inéditos niveles de desempleo y pobreza mientras enriqueció a un puñado de privilegiados, saqueó el erario público, desnacionalizó la economía, privatizó a precio vil las empresas del Estado y hizo de las «relaciones carnales» con Estados Unidos el principio rector de su política exterior. Claro, Laclau también añade que un futuro gobierno postmenemista debería promover la defensa de «los derechos de los ciudadanos en una pluralidad de esferas» pese a que en aquel momento tanto el gobierno menemista como la Alianza se colocaron al lado de Juan Pablo II y a la derecha de Hillary Clinton, de reciente visita a la Argentina, en una materia tan esencial a la condición ciudadana de la mujer como el derecho a disponer libremente de su propio cuerpo. ¿Cómo reconciliar la antinomia entre derechos ciudadanos, abstractamente defendidos por Laclau y los posmarxistas, y la lógica de mercado en los «capitalismos realmente existentes» ante la cual se inclinan con trémula veneración los «superadores» del marxismo? Laclau nada nos dice al respecto. 

Más de una vez Marx y Engels señalaron en diversos escritos que la grandiosidad de la filosofía política hegeliana apenas si encubría la miserabilidad del estado prusiano. No muy distinta es la misión histórica de la «democracia radicalizada y plural» de Laclau y Mouffe: edulcorar al neoliberalismo, proclamar sibilinamente «el fin de la historia» eternizando el capitalismo y escamoteando su naturaleza explotadora y opresiva y, finalmente, endiosar a la democracia liberal, en crisis en todo el mundo. Lo que en la práctica termina haciendo el posmarxismo, tal como lo prueba la entrevista a Laclau, es legitimar la rendición incondicional de una cierta izquierda y la liquidación de la herencia teórica socialista. Arrojado al infierno de la coyuntura argentina, el posmarxismo queda despojado de toda su hueca palabrería y desnuda el carácter reaccionario de su propuesta: promover la resignación ante el capitalismo, naturalizado como un hecho incuestionable. No se encuentra en sus abstractos silogismos ninguna referencia a la tensión utópica propia de la tradición marxista, que nos permita pensar que hay algo más allá del capitalismo y la democracia liberal. Si a finales del siglo pasado Laclau alentó en la Argentina el gatopardismo de una oposición como la Alianza que prefería ser segura alternancia del menemismo y no incierta alternativa popular, pocos años más tarde, ya en la época kirchnerista (2003-2015) y después del cataclísmico derrumbe del modelo económico y social del menemismo, ese que Laclau recomendaba administrar sin corrupción, nuestro autor vuelve a la carga con su reivindicación del populismo. Pero este ya no es, como en la tradición sociológica latinoamericana, una etapa histórica que medió entre la crisis de la dominación oligárquica y la constitución de un capitalismo dependiente hegemonizado por el capital transnacional y sus aliados locales sino que ahora el populismo reaparece como una entelequia discursiva, en donde la inmanencia de la lucha de clases en el capitalismo se disuelve como una niebla matinal ante la salida del sol. Despojado de toda referencia clasista populista es Álvaro Uribe tanto como Hugo Chávez, Mao Zedong como Franklin D. Roosevelt. No es casual que un discurso de ese tipo haya sido recibido con beneplácito y promovido por el kirchnerismo, al final de cuentas la versión más avanzada y progresista del peronismo pero que, al igual que éste, persiguió el sueño imposible de fundar en la Argentina un «capitalismo serio y racional», en donde exabruptos como la lucha de clases y la explotación se fundieran en el sueño de la unidad nacional y la conciliación de clases. Pero la verdad siempre es concreta y el proyecto refundacional del posmarxismo revela, en su concreción, su verdadera naturaleza, misma que pasa desapercibida aún para sus más lúcidos cultores: una nueva y sofisticada estratagema al servicio del capital, eficaz para desarmar ideológicamente el campo popular. El silencio absoluto acerca del carácter histórico y por consiguiente transitorio del capitalismo y de la no menos absoluta necesidad de su superación —si es que la especie humana quiere sortear el peligro de su extinción a causa de la depredación medioambiental— es el servicio que teorizaciones como las que estamos examinando prestan para el continuado dominio del capital. La volatilización de las contradicciones clasistas y las ilusiones de que en el capitalismo la democracia puede profundizarse infinitamente no podrían ser más bienvenidos en una época como la actual, en donde movimientos sociales y fuerzas políticas de todo el mundo han adquirido una nueva conciencia de que el capitalismo —¡y no sólo el neoliberalismo!— es el rival a vencer, y que todo lo que no lo ataque no hace sino reforzarlo. Este despertar de las conciencias, que en el mundo desarrollado adquirió expresión en el movimiento de Ocupemos Wall Street y en España con los Indignados, por ejemplo, corre el riesgo de sufrir una nueva frustración si toda esa energía transformadora se extravía en los sutiles laberintos teóricos del posmarxismo porque, al final de los mismos, lo que estará en la puerta de salida no será una nueva sociedad sino el capitalismo.

 

CAPITALISMO, SOCIALISMO, DEMOCRACIA

¿Habida cuenta de lo antes dicho debemos, por lo tanto, rechazar la propuesta de «profundizar y extender la democracia», tan cara a los posmarxistas de ambos lados del Atlántico? De ninguna manera. Pero un programa de este tipo exige un planteamiento radicalmente distinto del que sugieren Laclau y Mouffe, lo que supone antes que nada una apreciación realista del significado de la democracia burguesa y una labor de implacable desmitificación de la misma, pues de lo contrario toda su bella propuesta reposaría sobre una ilusión.

En este sentido las reflexiones de Rosa Luxemburg —ya en la cárcel y siguiendo con atención los primeros pasos de la Revolucion Rusa— son de extraordinaria importancia porque, contrariamente a lo que proponen nuestros autores, recuperan el valor de la democracia sin legitimar el capitalismo y sin arrojar por la borda la utopía y el proyecto socialistas. Decía la revolucionaria polaca:

 

Lo que esto significa es lo siguiente: siempre hemos distinguido el núcleo social de la forma política de la democracia burguesa. Siempre hemos revelado el núcleo duro de desigualdad social y falta de libertades que se oculta bajo la dulce envoltura de la igualdad y las libertades formales. Pero no para rechazar estas últimas sino para impulsar a la clase trabajadora a no conformarse con la envoltura sino a conquistar el poder político; a crear una democracia socialista para reemplazar a la democracia burguesa, no a eliminar a la democracia. (1970, p. 393)

 

Su planteamiento supera creativamente tanto las trampas del vulgomarxismo —que al rechazar la democracia capitalista terminaba repudiando in toto la sola idea de la democracia y justificando el despotismo político— como las del «posmarxismo», que reniega del proyecto de Marx para disolverse y refundirse vergonzantemente en el liberalismo. En consecuencia: ni desprecio ni entrega. Lo que se requiere es una auténtica aufhebung, es decir, una simultánea negación, recuperación y superación de la democracia capitalista, en donde el socialismo sea concebido como capaz de dar a luz a una forma cualitativa y cuantitativamente superior de democracia y no, como en la propuesta de Laclau y Mouffe, como la simple «dimensión social» de una democracia radicalizada incapaz de descartar las sospechas de que se trata simplemente de más de lo mismo (1987 [b]: p. 201). En este caso, el socialismo se vería reducido al rango de una mera «forma superior» de la desprestigiada democracia burguesa —en realidad, una insoportable plutocracia— que, pese a todas las evidencias, nuestros autores sueñan que se puede construir dejando intactos los fundamentos de la explotación capitalista. Que la nuestra no es una lectura viciada por un prejuicio izquierdista lo prueba el hecho de que nada menos que el «ironista liberal» Richard Rorty, cuyo tránsito del trotskismo de su juventud al filo-reaganismo de su madurez sigue concitando el asombro de muchos, también se declara incapaz de distinguir, «como [Ernesto Laclau y Chantal Mouffe] querrían […] la ‘democracia radical’ respecto de la mera ‘democracia liberal’ […] No está claro que la democracia radical pueda significar otra cosa que el tipo de sociedad que Ryan describe» (Rorty, 1998: pp. 51-52). El tipo de sociedad aludida por Alan Ryan, conviene aclararlo, es el «capitalismo de bienestar con rostro humano». No nos interesa esa propuesta.

Así las cosas, no podemos hacer menos que rechazar toda tentativa de liquidar los ideales socialistas. Como ya lo hemos expuesto en reiteradas ocasiones no se trata de negar la crisis del marxismo. Pero sería insensato dejar de preguntarse si no será esto un reflujo transitorio en lugar del ocaso definitivo del socialismo, como surge del argumento desarrollado por Laclau y Mouffe. Tal vez sea demasiado pronto para saber, aunque nos resistimos a creer que el fracaso en las primeras tentativas de construcción de la sociedad socialista pueda significar la definitiva erradicación de una de las más bellas y nobles utopías jamás gestada por la especie humana.

Para un estudioso como John E. Roemer, el fracaso del experimento soviético no significa que el proyecto socialista de construir una nueva sociedad —igualitaria, libre, emancipada, autogobernada— deba ser archivado en el limbo de una historia que pudo ser y que no fue (1994, pp. 25-26). Hay sobradas razones para creer que el optimismo de la burguesía, que hoy parece inundarlo todo, habrá de ser breve, teniendo en cuenta los múltiples signos que por doquier hablan de la precariedad del «triunfo» capitalista. Basta con echar una mirada a la escena internacional para constatar la fragilidad de esa supuesta victoria. Guerras interminables, holocaustos de una crueldad inusitada en Medio Oriente, acelerada degradación medioambiental, transición desde el unipolarismo norteamericano a un inestable e impredecible multipolarismo, una crisis general que a ocho años de su estallido sigue su curso recesivo, democracias secuestradas por los mercados, ¿son éstos síntomas de una victoria histórica? No lo parecen. ¿Cómo olvidar que en los últimos cien años los ideólogos de la burguesía anunciaron en tres oportunidades —la belle époque de comienzos del pasado siglo, los roaring twenties y los años cincuenta— la victoria final del capitalismo? Y ya sabemos lo que ocurrió después. ¿Por qué habríamos ahora de creer que, justo ahora, hemos llegado al «fin de la historia»?

En todo caso, una pregunta crucial queda planteada con total legitimidad: ¿podrá el marxismo hacer frente al formidable desafío de nuestro tiempo, o deberemos en cambio buscar refugio en la vaguedad y esterilidad del «posmarxismo» para hallar los valores, categorías teóricas y herramientas conceptuales que nos permitirían navegar en las aguas tormentosas de nuestro tiempo y ser aquellas guías para la acción reclamadas por Lenin? Creemos que la teoría marxista contiene los elementos necesarios para resurgir con nuevos bríos de la presente crisis, a condición de que los marxistas rehúsen atrincherarse en las viejas y tradicionales certidumbres y que llevados por el dogmatismo o la indolencia intelectual cierren los ojos ante las múltiples lecciones dejadas por el primer ciclo de las revoluciones socialistas y se empecinen en ignorar los nuevos e inéditos desafíos que plantea la agresiva restructuración neoliberal del capitalismo de nuestro tiempo. Por ello, para enfrentar la crisis teórica con ciertas posibilidades de éxito será necesario someter todo a discusión, reexaminar la totalidad del corpus teórico gestado a lo largo de más de un siglo y medio haciendo honor a aquella divisa marxista que identificaba la dialéctica como una crítica despiadada de todo lo existente, incluyendo la propia teoría. Algunas de las cabezas más lúcidas del pensamiento marxista ya han puesto manos a la obra. Lo que asoma en el horizonte es un marxismo renovado, ágil, dinámico, abierto al mundo y plural, ya avizorado por las miradas penetrantes de Raymond Williams y Ralph Miliband en algunos de sus últimos escritos; un marxismo, en síntesis, con su rostro vuelto hacia el siglo veintiuno y abierto a todos los grandes temas de nuestra época (Williams, 1991-1992, pp. 19-34; Miliband, 1997).

Coincidimos, en este sentido, con la poética anticipación que años atrás hiciera Marcelo Cohen, con palabras que hacemos nuestras y que aluden a la persistente presencia creadora, difusa y profunda del marxismo en el mundo contemporáneo. Nos habló de sus legados, sus promesas y sus inmensas posibilidades, y lo dijo de esta manera:

 

Soy la voz insepulta del marxismo [...] sólo algunos de mis avatares yacen bajo los escombros del Muro de Berlín. Otros retroceden ante las imágenes polacas de la Virgen. Pero espiritualmente, por así decir, ando aún por todas partes. Mi respiración empapa la vida del mundo, no sólo occidental. [...] Me han usado, como a casi todo, para perpetrar pesadillas sociales y bodrios de la imaginación. Me han invocado para torturar. [...] He dado palabras para nombrar lo que hoy sigue hiriendo, he nutrido el nervio, la rabia orgullosa, la agudeza crítica. [...] Y he proporcionado aperturas, fantásticos relatos interpretativos, anchas alucinaciones teóricas que alimentaron la fantasía rebelde y el placer inteligente. Para los amantes del fútbol: soy un fino centrocampista que crea juego inagotable. Y nada más. Conmigo se seguirá discutiendo. No seré cemento de construcciones perversas, sino movilidad y sugerencias; presiento nuevas metamorfosis. El que quiera puede recibirme. Y el que no, que se embrome.” (1990, p. 24).

 

 

BIBLIOGRAFÍA

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